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lunes, 30 de mayo de 2011

Sobre Heidegger y su estilo



Quienes componen discursos difíciles, oscuros, complicados, ambiguos, es seguro que no saben bien qué quieren decir, sino que solamente tienen de ello una percepción poco clara y aún están buscando una idea, pero más frecuentemente aún lo que sucede es que tratan de ocultarse a sí mismos y a otros que en realidad no tienen nada que decir.

Arthur Schopenhauer, Paralipomena, parág. 283

Parece que los profesores universitarios encuentran conveniente para el alumnado de filosofía el estudio del pensamiento de Heidegger. Estudiemos, pues, a Heidegger –o mejor dicho, puesto que la prosa traducida de Heidegger me resulta indigerible, estudiemos a quienes pudieron leer a Heidegger y sacar de su lectura provechosas conclusiones.
En primer lugar, el dato más interesante a la hora de penetrar en la cabeza de un pensador: ¿era Heidegger creyente, agnóstico o ateo? Y ya de entrada, cuando pretendo responder esta simple pregunta, encuentro complicaciones. Por un lado tenemos a Sartre, que quiere llevárselo para su bando: “Entre los existencialistas ateos hay que colocar a Heidegger”, nos anuncia desde su famoso ensayo El existencialismo es un humanismo. Esta opinión es compartida incluso por pensadores que, creyentes y cristianos, no tienen nada que ver con el universo sartreano. Es el caso de José Camón Aznar: “Heidegger ha arrancado desde su misma esencia toda posibilidad de creencia en Dios. Este ateísmo […] condiciona hasta el último estrato de su pensamiento y sombrea toda su producción” (Cinco pensadores ante el Espíritu, p. 333). ¿Será entonces que Heidegger era ateo? No para Julián Marías, quien considera que hablar de un Heidegger ateo es una irresponsabilidad intelectual (cf. Sobre el cristianismo, p. xxx), ni tampoco para el doctor Enzo Solari, quien entiende que “el de Heidegger es un pensamiento que jamás prescindió del problema de Dios”, ni siquiera en su vejez, y añade el dato de que “es sabido que Heidegger pidió ser enterrado en el cementerio católico de Messkirch” (Aproximación al problema de Dios en el pensamiento de Heidegger, pp. 2 y 4). ¿En qué quedamos entonces?
Lo más sensato, para dilucidar esta cuestión, sería que el propio Heidegger hubiera dicho: soy creyente, o soy ateo, o soy agnóstico. Pero parece ser que a este alemán no le agradaban demasiado los enunciados sencillos y explanados. Ahora bien, si a una persona no le interesa que los demás la entiendan sin equivocaciones, ¿para qué publica? Y si publica, ¿para qué tomarnos la molestia de intentar descifrarlo? Habiendo pensadores que hacen todo lo posible por transmitir claridad, sobre metafísica inclusive, leer a Heidegger se me antoja innecesario, por lo menos hasta que haya terminado de leer a los autores que no se burlan de mí mientras escriben .

viernes, 20 de mayo de 2011

Los jipis vs. la mentalidad burguesa

La tesis que sustenta José Luis Romero en su Estudio de la mentalidad burguesa es la de que dicha mentalidad, a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, ha ingresado a una crisis terminal, cuyos principales síntomas pueden agruparse bajo el vocablo “disconformismo”. Estos síntomas “no se perciben con facilidad, pero en rigor ésta ha sido la forma de anunciarse de todos los grandes cambios históricos” (p. 163). Y desde el último párrafo del ensayo es aún más concluyente: “Puede vislumbrarse el final de la mentalidad burguesa”.
Este libro, es menester aclararlo, está basado en un curso dictado por Romero en 1970, a dos años del mayo francés y en la plena efervescencia de los movimientos contraculturales. Ahora, 40 años después, no somos tan optimistas respecto del ocaso de dicha mentalidad; más bien deberíamos decir que la mentalidad burguesa está en su apogeo. ¿Y por qué habrán sido los movimientos contraculturales impotentes a la hora de destronar a la gran reina, pronta ya a cumplir un milenio dirigiendo los destinos de la gente? La respuesta es sencilla: porque se basaron, piensen ellos lo que quisieren pensar, en una única y simple idea que los subsumía y los hipnotizaba: el hedonismo. En lugar de transmutar los falsos valores de la burguesía, adoptando sus contrarios, se renunció a valorar nada y se optó por el placer, que desde Hildebrand a esta parte sabemos perfectamente que carece de valor. Y una revolución que tiene como meta el placer y sólo el placer, sin ningún valor de peso que la sustente desde arriba, no es una revolución sino una mera insurrección, y una insurrección destinada al fracaso.
Criticar el consumo y el enajenamiento que el consumo produce consumiendo montañas de droga y enajenándose convenientemente; hubiese sido la más grande paradoja que de esta paradoja surgiese algo revolucionario.

miércoles, 18 de mayo de 2011

¿Es éticamente deseable el aumento del poder adquisitivo de la clase baja no indigente?

Según Zygmunt Bauman, “la riqueza total de los primeros 358 millonarios globales, equivale a la suma de ingresos de los 2300 millones de personas más pobres, es decir, el 45% de la población mundial”. De aquí concluye que “si los 358 decidieran quedarse con cinco millones de dólares cada uno para poder mantenerse y regalaran el resto, casi duplicarían los ingresos anuales de la mitad de la población de la tierra. Y los cerdos volarían" (La globalización, cap. 3). Pero supongamos, sólo supongamos, que el milagro de los cerdos voladores acaeciese ; ¿sería éste un suceso éticamente deseable? Así como está planteado el paradigma sociológico actual, este suceso sería catastrófico, pues los ex indigentes se lanzarían a un desenfrenado consumo que haría del planeta, ecológicamente hablando, un nido de ratas. Lo único que mantiene a la tierra más o menos habitable hoy en día es la desigualdad social, el mantener a los pobres alejados de aquellos bienes que las clases medias y altas disfrutan. Si queremos, pues, evitar que la basura y el cáncer nos arrinconen y a la vez evitar el espectáculo siempre triste de la marginalidad extrema, no nos queda otra que modificar el paradigma de la sociedad de consumo y habituarnos a pensar en una sociedad de ascetismo y restricciones materiales, al modo, más o menos, de las comunidades rurales de la edad media. A pesar de la aparente retrogradación, el progreso entero de una cultura de avanzada que pretendiese incluir en sus filas a los elementos hoy marginales a ella depende casi exclusivamente de que se concretice, dentro del inconciente colectivo, este tipo de pensamiento a contrapelo del vulgar hedonismo que ahora nos gobierna.

martes, 10 de mayo de 2011

El poliglotismo y la filosofía

En el ámbito académico de la filosofía se suele considerar “poco serio” el estudio del pensamiento de un determinado autor valiéndose de traducciones y no de los textos en su lengua original. Este punto de vista, que por cierto ya he criticado en otra ocasión , no tiene razón de ser en nuestros días y presenta grandes contraindicaciones. Podría juzgarse relativamente correcto transportándolo al siglo XIX, en el que los pensadores de renombre no escribían en otro idioma que no fuera el inglés, el francés o el alemán, amén de que las traducciones confiables escaseaban en aquellos tiempos. Hoy día, si queremos abarcar el arco entero del pensamiento filosófico no podemos desdeñar los trabajos de los pensadores de origen español, nórdico, ruso, checoslovaco, húngaro, italiano, chino, japonés, indio, árabe y acá me detengo aunque debería continuar. Aprender a leer todos estos idiomas no es imposible, pero se requeriría una inversión excesiva de tiempo y dinero, tiempo que el verdadero pensador filosófico debería ocupar en otros menesteres que le incumben más de lleno, porque no creo que se demoren menos de 30 años en ser aprendidas de un modo cabal todas estas lenguas, y entonces al pensador se le va la vida, se le van los años de madurez intelectual en el aprendizaje de meras herramientas, herramientas inútiles las más de las veces, pues las traducciones de que hoy disponemos, a diferencia de las antiguas, son harto numerosas y, en la mayoría de los casos, elaboradas por profesionales que saben muy bien lo que hacen y que seguramente manejan el idioma traducido de un modo mucho más exacto del que podríamos manejarlo nosotros si nos dispusiéramos a estudiarlo. Seré yo muy burro, pero hace 40 años que manejo un único idioma y todavía no terminé de aprenderlo; ¿cómo podría aprender cuatro o cinco idiomas más de un modo suficientemente puntilloso como para aplicarlo a proposiciones filosóficas, mismas que no se suelen caracterizar por su sencillez sintáctica? En vez de leer la Crítica de la razón pura en alemán, lo que me insumiría unos 10 años por lo menos (nueve años y medio para aprender a conciencia el idioma y medio año para leer y analizar el texto), lo leo traducido al español, traducido no por una computadora o por Juan Mondongo, sino por alguien que haya mamado el alemán desde tan pequeño que sea una segunda lengua para él, no una lengua de tantas como lo sería para mí si me dispusiese a estudiar todo los idiomas que mencioné. Este hombre, que además de saber alemán disfrutará de una correcta formación filosófica, me servirá el pensamiento de Kant en bandeja, condimentándolo, lo admito, a su manera y no a la mía, pero mejor así, porque si yo lo condimentara valiéndome de mis propias herramientas idiomáticas, el sabor del plato a degustar sería muchísimo más pobre, y lo más probable es que el manjar también esté crudo si es que yo mismo lo cocino. Ir en contra de la especialización, de la división del trabajo en este ámbito, denota miopía reaccionaria e ínfulas elitistas. Sí, elitistas, así hay que definir a quienes sostienen que el estudio de la filosofía debe estar reservado exclusivamente a los políglotas. Aprender un idioma cuesta mucho dinero, tanto si lo aprendemos desde nuestra ciudad como si lo hacemos viajando. No hay políglotas pobres, esa es la realidad, y si pretendemos que el poliglotismo es la condición necesaria del pensamiento elevado, estamos excluyendo por fuerza de la filosofía a todas aquellas personas de bajos recursos que intentan acercársele. Esto es lo que viene sucediendo desde hace muchos siglos ya, pero ha llegado la hora de acabar con esta cofradía.

Un profesor mío, el señor José Flíguer, me planteó la duda sobre si Sócrates no escribía porque no le interesaba escribir o porque no sabía. Esta duda, en todo caso, es superflua: suponiendo que no sabía escribir, no lo sabía porque no le interesaba. Si le hubiera interesado, con su inteligencia y sus amigos, en un par de meses habría aprendido. Y no le interesaba escribir por la sencilla razón de que lo que le interesaba era pensar; lo demás era pérdida de tiempo.

A diferencia de Sócrates, yo necesito escribir, porque mi pensamiento se desarrolla a través de mi escritura, de suerte que si no escribo, mis pensamientos giran locos en mi mente y no cobran su real significado. Y también necesito leer, porque como dije alguna vez, yo cavilo con bastón: necesito apoyarme en el pensamiento de otro para poder avanzar. Pero eso, y sólo eso, es el pensamiento ajeno para mí: un bastón. Y lo mismo debería serlo para los demás aspirantes a filósofos. Poco importa, pues, quién ha fabricado ese implemento, y mucho menos quién le ha dado el acabado final. Sólo interesa que me sostenga y que me permita movilizarme. Si le doy más importancia al bastón que a mis propios pasos, terminaré rindiéndole culto a la prótesis y olvidándome de caminar. Un paralítico adorando un bastón: curioso cuadro que se multiplica como una pandemia entre nuestros plurilingües profesores.

lunes, 9 de mayo de 2011

Sobre la experimentación con animales

"Una vida sin investigación no es digna de ser vivida".
Platón, Apología de Sócrates, 38a

Me fascinan los experimentos con animales. Creo que dejan grandes enseñanzas, amén de que no siempre la extrapolación al ámbito humano se muestra convincente. Los perros de Pavlov siempre han llamado mi atención, lo mismo que un sinnúmero de otros procedimientos de laboratorio, vivisecciones incluidas. Usufructué, por ejemplo, los resultados de las experimentaciones de W. Weichardt, quien “hacía ejecutar a sus animales de laboratorio movimientos fatigosos y prolongados durante horas, después de lo cual los sacrificaba”, o las conclusiones a las que llegó Henri Piéron, quien "ha hecho experiencias muy interesantes sobre los perros. Cuando les impedía dormir durante un tiempo muy largo, se desarrollaba en su líquido sanguíneo un veneno capaz de intoxicar a los perros nuevos por inyección en las venas" (Ilya Metchnikoff, Ensayos optimistas, p. 144). Terribles cosas estas que les han hecho y les siguen haciendo a nuestros hermanos animales en nombre de la ciencia, y entonces cabe la pregunta respecto de si no debería criticar, en vez de aplaudir, a estos personajes tenebrosos que disfrutan del dolor ajeno amparados en la impunidad que les otorga su delantal de trabajo. Y la realidad es que sí los critico…, pero al mismo tiempo los aplaudo. ¿Contradicción? No me parece. La explicación de mi proceder en este sentido la expuse hace ya más de diez años y es la que sigue:

Yo tengo un gran amor al que llamo la ética, pero a su vez no estoy menos enamorado de otra señorita que se hace llamar verdad. Sin embargo, este no es un triángulo amoroso común y corriente, en el que cada mujer ignora la existencia de la otra: ya desde el principio les aclaré a cada una mi relación triangular, y ellas la aceptaron. Ahora bien, yo no puedo dirigirme hacia la verdad pisoteando a la ética, primero porque yo no pisoteo lo que amo y segundo porque la misma verdad me lo reprocharía, pues de tanto percibir mi amor por la ética terminó ella también queriéndola. Pero distinto es cuando la verdad se me obsequia sin tener que buscarla. En esas ocasiones no le pregunto quién fue el que la sacó de la oscuridad ni qué medios utilizó para liberarla. Simplemente la disfruto como un amante disfruta siempre a su amor en cada encuentro, sin importarle si el objeto de su dicha es hija del príncipe de Gales o del barrendero de la esquina. Que los Weichardt y los Piéron y los Metchnikoff que los apoyan sean unos sádicos canallas es algo que no puedo evitar, pero no por eso voy a desdeñar sus investigaciones, que si sirven para que llegue yo a una conclusión verdadera serán una fuente de dicha para mí y tal vez también para otros, lo que no significa otra cosa que un aumento de moralidad para el mundo del futuro, pues la ética se rige por el principio de placer, igual que el amor, e igual que la verdad (Citas y notas, p.xxx).

sábado, 7 de mayo de 2011

El precio de la longevidad

Se han hecho algunos experimentos relacionados con dietas hipocalóricas en ratones, dando como resultado que los especímenes sometidos a una restricción calórica prolongada han vivido, en promedio, más tiempo y con mejor salud que aquellos otros ratones que comían indiscriminadamente[1]. Asimismo, el Instituto Nacional del Envejecimiento de los Estados Unidos (NIA) ha experimentado con primates, sometiendo a un grupo a una restricción calórica prolongada, y los resultados que arroja esta investigación van en la misma dirección que los obtenidos en los experimentos con roedores. Comer menos alarga la vida de monos y ratones, pero ¿cómo viven esos especímenes longevos? Parece que su actividad es harto precaria en comparación con los ejemplares alimentados normalmente. Se vuelven letárgicos y --detalle no menor-- el índice de reproducción desciende. Extrapolando estos resultados al terreno humano (paso que los científicos, en general, no se atreven a realizar, pero para eso estoy yo), tendríamos que concluir que las dietas hipocalóricas nos alargan la vida al tiempo que nos hacen perder los deseos de vivir. Serían ideales, pues, para aquellos individuos que pretendan alejarse de los mundanales tráfagos y dedicarse al éxtasis de la contemplación, pero contraproducentes para quienes, por voluntad propia o porque no les queda otra, viven permanentemente de cara a este mundo y necesitan moverse a su ritmo. Un asceta gordo es una contradictio in adjecto; un ayunador maratonista no es un imposible, pero es, indudablemente, un estúpido.

[1] Cf. la revista Scientific American, enero de 1996, artículo de Richard Weindruch titulado “Restricción calórica y envejecimiento”.

domingo, 1 de mayo de 2011

Sobre la tolerancia y los insultos (extracto de mi "Cita a ciegas")

CORNEJÍN. --A mí me revienta la gente inconsecuente, y más todavía los que, siendo inconsecuentes, se jactan de lo contrario. Vea por ejemplo el asunto éste de la tolerancia. La idea de la tolerancia se puso de moda, razón por la cual el pensador de rebaño, ese que por nada del mundo contradice a las mayorías, la levanta como inclaudicable bandera. (Sirva esto, entre paréntesis, para decir que no siempre las modas están equivocadas.) Ahora bien: ¿qué pasa con la tolerancia cuando se la quiere practicar hasta sus últimas consecuencias? Pasa, le respondo, que se debe ser tolerante con todos, incluso, y principalmente, con los intolerantes. Pero no, los tolerantes rebañegos no llegan a esto, porque son sordos a esa voz de la razón que los intima con un "ea, ¿por qué te detienes aquí? ¡La tolerancia no discrimina!" No discriminarás; he ahí el principal mandamiento que las sociedades actuales adoran. "¡No nos discriminen!" gritan los negros, y el hombre civilizado aplaude; "¡a nosotros tampoco!" se pliegan los judíos y el aplauso se acrecienta. Pero ¡guay de los amantes del Ku-Klux-Klan o de los nazis que se atrevan a confesar su ideología! Todo el rebaño de tolerantes, con su irracional principio de no discriminación a cuestas, la emprenderá contra ellos con la más descarada intolerancia, discriminándolos como al más judío de los judíos alemanes de la preguerra o como al más negro de los negros cosechadores de algodón de la Norteamérica secesionista. La tolerancia, señor Campoamor, no tiene límites; y si alguno que dice ser tolerante los pone, es porque le gusta cómo suena la palabra en sus oídos, sin haber escuchado jamás con el espíritu la música interior que la idea de la tolerancia lleva consigo.

CAMPOAMOR. --¿No estás siendo un poco intolerante con quienes no concordamos con este tu principio de tolerancia absoluta?

CORNEJÍN. --Estamos hablando de un principio práctico. Mis palabras, por hirientes que sean, viven en el terreno de la teoría, en donde los términos tolerancia y discriminación carecen de validez. Esté usted seguro de que si me topo con uno de estos intolerantes encubiertos, no utilizaré (excepto si me surgiese una motivación instintiva) la acción violenta para reconvenirlo; me limitaré, a lo sumo, a la reconvención violenta de palabra, y acaso al insulto, actitudes que de ningún modo pueden calificarse de intolerantes, si bien suelen ser el preludio del acto violento.


CAMPOAMOR. --¿El insulto no es un acto de intolerancia?

CORNEJÍN. --El insulto a secas, sin apoyo del puño, suele indignar a los necios y despertar a los sabios; pero indignar a los necios no es lo mismo que ser intolerante con ellos, y no dejaré de intentar sacudir a los buenos dormilones por más que usted piense que hay algo de intolerancia en esta actitud. Diógenes insultaba descaradamente y Sócrates mayéuticamente, pero nunca se iban a las manos contra un oponente, y no se peleaban porque con el insulto no querían provocar, sino educar. ¡Si hasta cuando Diógenes, habiendo sido intimado a no escupir en el piso, escupió la cara de su anfitrión, lo hizo tan sólo con fines didácticos! "Creo más a quien me insulta que a quien me adula" dijo no recuerdo quién. Es frecuente que el insulto y el acto discriminatorio vengan juntos, pero es posible tanto insultar sin discriminar como discriminar sin insultar. Yo insulto y me atengo a las consecuencias sin reaccionar; si me patean, que me pateen (y ahí es donde se medirá mi nivel de tolerancia); y si me agradecen, que me agradezcan nomás (aunque no mucho para no tentar a mi soberbia...). Hace unos años se me había dado por no bañarme muy seguido. Pensaba que era perder el tiempo, o mostrarse por demás afeminado, eso de lavarse dos o tres veces por semana. No me sentía mal en la suciedad, y mis anticuerpos, fuertes como siempre, se encargaban de mantenerme sano. Quién sabe si hoy no seguiría inmerso en esa política emersiva de no ser por el diplomático insulto que Guillermo Crespo, otro de mis incondicionales, me profirió con gran clase cierta vez que visitábamos la casa de nuestro común amigo Javier Zapata. "¿Así que en estos momentos no estás trabajando con tu viejo?", me preguntó, a lo que respondí con un "no. Tengo bastante tiempo libre para leer y escribir y hacer lo que se me cante". "¿Y entonces por qué no utilizás ese tiempo libre para bañarte?" No recuerdo cuántos días hacía que no me higienizaba, pero él no tenía por qué saberlo... a menos que alguien me hubiera delatado. Y ese alguien... era mi olor. Mi olor a linyera podrido que por supuesto yo no percibía y que debieron soportar quién sabe por cuánto tiempo mis padres y mis hermanos sin atreverse a echármelo en cara, sin atreverse a insultarme, por temor a ofenderme o avergonzarme. Tampoco Guillermo quería ofenderme o avergonzarme, pero corrió el riesgo con tal de informarme respecto de la situación que se había planteado, a saber, el estar molestando con mis vahos a un grupo de personas que no tenían por qué tolerarlos pudiéndose fácilmente destruir con una ducha. Ahora le pregunto a usted: ¿fue un acto de intolerancia ese insulto? Y le contesto que no, que más intolerancia hubiese habido si Guillermo, en vez de insultarme, hubiese comenzado de ahí en más a evitarme, a esquivar mi presencia, sin informarme acerca del porqué de su proceder. Lejos de eso, mi amigo me planteó el problema con la esperanza de solucionarlo; y así como hace instantes le hablé de la bondad de carácter de mi amigo Ángel, ahora le comento que conozco tan bien el espíritu ecléctico y tolerante de Guillermo, que, aunque me hubiese negado a ducharme de inmediato en ese baño ajeno como efectivamente lo hice después de que me lo suplicaran, estoy persuadido de que igual habría permanecido junto a mí tolerando mis olores (al menos por ese día). Y tampoco habría sido la fuga un acto intolerante toda vez que yo supiera por qué se retiraba y tuviera las herramientas necesarias (la ducha) para evitar la evasión. En este caso, la intolerancia hubiera existido si Guillermo, indignado por mi oloroso estado, me hubiese propinado una golpiza, sea que me hubiese o no anoticiado del suceso que lo indignaba. Nunca le agradecí explícitamente a mi amigo por aquel insulto solapado, pero a cada rato se lo agradezco desde mis interiores, porque su insulto me despertó. Y lo que posibilitó que Guillermo se animara a insultarme fue la informalidad que tengo con él en el trato, informalidad que al parecer no tengo en el trato con mis familiares, pues ellos seguramente habían percibido mis olores mucho antes que mi amigo. Con esto quiero significar que el insulto, que el indignante o despertador insulto, no podrá venir nunca de una persona que no se haya tomado nuestro decoro en solfa. Aquellas personas ante las cuales no nos animamos a rajarnos uno de nuestros estruendosos pedos, esas personas no suelen insultar, pero suelen discriminar con mayor intensidad que los "poco serios", porque los insultos que se guardan se les maceran por dentro y se les transforman en rencor, base de toda intolerancia. Insultemos, pues, cuando sintamos esa necesidad. El insulto es catarsis para el insultador, llamado de atención para el insultado y poderoso buque rompehielos para los dos bandos. Romper el hielo, tirar abajo el muro que el trato formal construye y que impide la proliferación de las grandes amistades, he ahí una tarea muy sencilla para quien cuenta con el zapapico del insulto. Dos personas que nunca se insultan podrán estar unidas por cualquier tipo de vínculo, excepto por la amistad.
CAMPOAMOR. -- Estoy anonadado. Me has dejado anonadado.
CORNEJÍN. --Por nada, gordito.

(Pasaje extractado de mi "Cita a ciegas")