Vistas de página en total

domingo, 28 de abril de 2013

La ética liberal y libertaria de Vaz Ferreira


Según Vaz Ferreira, la evolución de la moral (yo diría, el pasaje de una moral espaciotemporal determinada hacia una ética objetiva y universalmente deseable) no se produce gracias a la razón o a los raciocinios de los diferentes pensadores que se van ocupando del tema y que lo van "aclarando", sino debido a determinados "estados de espíritu" (yo los llamaría también "paradigmas éticos"), primordialmente de orden emocional, que se apoderan de la gente y la impelen a simpatizar con determinados comportamientos y actitudes y anatematizar otros. Repárese además en su concepto de "anestesia moral", notable precursora de la "ceguera axiológica" propagandeada por Max Scheler (el ensayo de Vaz Ferreira data de 1908; la Ética de Scheler es de 1913), y en su priorización de las soluciones de libertad y de piedad por sobre las soluciones de opresión y prohibición. En fin, esta hipótesis no tiene desperdicio:

Considero muy necesario estudiar y hacer notar ciertos estados de espíritu que constituyen obstáculos gravísimos para el progreso social y personal.
Existe una ilusión que sufren la mayor parte de los hombre que se creen espíritus libres: no lo son, muchísimos, y creen serlo y parecen serlo, porque resuelven en sentido liberal las cuestiones que la humanidad, de hecho, ó por lo menos de pensamiento ya tiene resueltas; sin embargo, son terriblemente conservadores retardatarios, inertes, con respecto á las cuestiones que no están resueltas todavía. [...]
Ahora, ¿cómo se produce ese estado de espíritu, ó á causa de qué? Aquí vendría uno de los estudios psicológicos más interesantes que podrían hacerse: el estudio de una anestesia especial, intelectual y moral, para los absurdos y para los males que se respiran, que están en el ambiente, que son actuales, y en cuyo seno nos hemos acostumbrado á pensar y á sentir.
Nosotros nos preguntamos, por ejemplo, con respecto á los problemas pasados, cómo podían los hombres antiguos no sentir la crueldad ó el absurdo de ciertas instituciones: cómo podían no sentir la crueldad de la esclavitud, ó del tormento, ó de aquellas terribles penas establecidas para hechos que no constituyen delito, y aún para algunos que son lo contrario de un delito, por ejemplo, las restricciones á la libertad de pensar, á la libertad de cultos, etc.
Entre tanto, estamos hechos de tal manera, que lo que hay de triste ó absurdo en nuestro estado social actual, tendemos á no sentirlo […].
Supónganse ustedes que algún profesor futuro, cumplida ya una profunda evolución social de la humanidad, explique á sus discípulos cómo estaba organizada la sociedad en nuestras épocas, y que les diga, por ejemplo : «En aquella época,nacían dos hombres: los dos se parecían, los dos tenían racionalidad, dos brazos, dos piernas, actitud bípeda, los mismos lóbulos en el cerebro, las mismas cavidades en el corazón ; y uno, cuando nacía, recibía su vida asegurada: tenia dinero, á consecuencia de lo cual no tenía necesidad de trabajar, y evitaba una inmensa cantidad de penas, en tanto que el otro, que era completamente igual, no sólo sufría toda clase de penalidades y de trabajos, sino que ni siquiera tenía derecho á habitar en el planeta en que había nacido; si él, por ejemplo, iba á dormir en un pedazo de tierra, aparecía otro hombre que era propietario de ese pedazo de tierra, y lo expulsaba; y si iba á dormir en otro pedazo de tierra que era público, entonces lo encerraban porque era vago». Ustedes mismos, si se hubieran anestesiado y despertaran en aquella época, aún con el corazón como lo tienen, ¿no sentirían esto como un horror tan grande como los horrores de la antigüedad? […].
Pero «in eo vivimiis movemus et sumus», y al respirar el absurdo ó el mal, nos creamos ese estado de anestesia especial. Es entonces cuando hacemos teoría, cuando procuramos justificar las cosas, cuando razonamos: y, con el razonamiento, se justifica todo y se prueba todo. Y no nos damos cuenta de que los progresos y los grandes cambios sociales nunca ó casi nunca se hacen á consecuencia de raciocinios, sino que lo que cambia es el estado de espíritu; algo mucho más hondo que el plano psicológico puramente intelectual. En otros tiempos se daban razones para justificar la esclavitud; y hoy se dan razones para justificar muchas instituciones actuales, que quizá sean poco menos atroces ella. […] los cambios sociales no se hacen principalmente por la argumentación, por la teoría: los hombres cambian de estado de espíritu. El tormento no desapareció el día en que los hombres se convencieron intelectualmente de que era malo; desapareció el día en que los hombres no lo pudieron soportar más, por causas de sentimiento, ó también por causas si se quiere de orden intelectual, pero más profundas que las que se condensan en fórmulas de discusión. […]
Y bien: las prácticas, que tenemos nosotros los hombres civilizados, de exterminar á los pueblos salvajes ó semisalvajes que ocupan la tierra que nuestra ambición nacional ó comercial necesita ¿son menos horrorosas? ¿Y hay un hombre hoy que no sea capaz de demostrar por el raciocinio que esas prácticas son malas? Y, sin embargo, ¿cambian esas prácticas por el raciocinio? En manera alguna: cambiarán el día en que la humanidad no pueda soportarlas más, debido á su perfeccionamiento moral.
Y de aquí ¿qué consecuencia práctica se saca? La de que, al juzgar las instituciones sociales, al pensar sobre ellas, ó al tratar sobre ellas de cualquier modo, no debemos limitarnos á razonar al respecto, á hacer teorías, á hacer sistemas: á decir: «esto es individualismo», «esto es socialismo», «esto es tal ó cual cosa», á poner etiquetas; sino que hemos de esforzarnos en evitar, en combatir por todos los medios esa anestesia adaptiva lógico-moral, ¿me entienden? Aun separando la cuestión de si los absurdos ó los horrores son corregibles, evitar que nos invada esa anestesia que nos impide sentirlos.
Y, al mismo tiempo, dos reglas prácticas:
Todas las cuestiones sociales son discutibles, y en todas cabe argumentar. En esos casos, tiendan ustedes á tener confianza en dos cosas: primera, en los sentimientos de humanidad y de simpatía, y, sobre todo, de piedad; y, segunda, en las soluciones de libertad.
Por ejemplo; se discute sobre la pena de muerte: hay argumentos, argumentos teóricos, buenos, en favor, y argumentos teóricos, buenos, en contra; y estadísticas que parecen probatorias en favor, y estadísticas que parecen probatorias en contra. Mientras ustedes se mantengan en este terreno puramente lógico ó escolástico, podrán no resolver. Pues en esos casos, tengan confianza en los sentimientos de humanidad y de piedad. Hay una solución que se impone, que se impondrá tarde ó temprano: los hombres no pueden matar á otros hombres. Cuando sientan esto, dejen de argumentar y de admitir que les argumenten: ¡no se mata!
Y el otro caso es cuando admiten, los problemas, dos soluciones, de las cuales una importa opresión y otra importa libertad. Cuestiones de esta fórmula moral (diremos): «permitir tal cosa ó prohibirla», cuestiones de este género, se vienen discutiendo desde la aurora de la humanidad […]. Los enemigos de la fórmula de libertad, preveían catástrofes espantosas, desórdenes sociales de todo género, para el caso de que ésta fuera tolerada. Se discutía sobre la esclavitud humana: los estadistas y los filósofos decían que, de suprimirse la esclavitud, acaecerían profundos desórdenes sociales. Cuando se suprimió, los desórdenes sociales no vinieron; al contrario. Pues bien: en todos los casos en que se han discutido cuestiones de libertad, ha sucedido algo análogo. La libertad de comercio: antes, toda clase de restricciones; los hombres no podían ni ejercer libremente la profesión que deseaban, ni conducir las mercaderías de un lugar á otro; y existía entonces un partido, el cual preveía, para el caso de que la libertad llegara á ser tolerada en esa materia, grandes desórdenes sociales. Cuando la libertad viene, resulta que esa libertad es beneficiosa. La libertad de la prensa, la libertad de cultos, la libertad de pensamiento, todas las libertades, han sido objeto de una discusión de este aspecto lógico y social: «Podrá ser bueno en teoría», se ha dicho; «pero, en cuanto se permita, ocurrirán desórdenes y males». Entre tanto, la práctica ha venido siempre á mostrar que la libertad era buena.
Pues bien: cuando en un problema de la vida actual se presenten dos soluciones, una de opresión, de prohibición, de imposición, y otra de libertad, tiendan á tener confianza en la última.
Si oyen discutir, por ejemplo, sobre el divorcio, y unos emiten argumentos buenos en favor y otros fundan argumentos buenos en contra, […] díganse que este es un problema de la misma fórmula, y que posiblemente los que, como consecuencia del ejercicio de una libertad cualquiera, prevén grandes males y desórdenes sociales, serán víctimas del mismo engaño de siempre, y desmentidos como siempre una vez que la libertad se otorgue.
¡Confianza en las soluciones de libertad y en las soluciones de piedad! (Carlos Vaz Ferreira, Moral para intelectuales, pp. 169 a 174).

lunes, 22 de abril de 2013

Lo agridulce del deber


"No es en nombre del éxito --concluyó Vaz Ferreira -- como puede predicarse la moral práctica; la recompensa no es esa". Pero ¿es que hay recompensa? Sí, afirma el pensador uruguayo: la recompensa es la satisfacción del deber cumplido, por más que dicha satisfacción no sea tan pura o tan "dulce" como algunos la imaginan:

Entendámonos; porque aquí hay también otra mistificación que importa desvanecer; hay que saber en qué sentido ha de entenderse esa llamada satisfacción del cumplimiento del deber.
Para las ficciones optimistas, es satisfacción pura, tranquilidad absoluta, serenidad completa, puro placer; el hombre recto, ni sufre ni duda; su estado es de serenidad y beatitud. Eso es falso; es falso, y tiene que serlo (Moral para intelectuales, p. 149).

Tiene que serlo hoy, porque la persona que cumple con su deber es necesariamente imperfecta. El hombre perfecto, el perfecto santo, si alguna vez existiese, viviría perpetuamente tal beatitud del deber cumplido; lo que no implica, desde luego, que no ha de sufrir, pero sus sufrimientos aparecerán enmarcados en ese halo de beatitud que los hará sucumbir rápidamente. Cito a Max Scheler:

El hombre «dichoso» puede sufrir alegremente la miseria y el infortunio, sin que por esto sufra un embotamiento para el dolor y el placer del estrato periférico. [...] la gran innovación de la doctrina cristiana de la vida fue que no consideró como buena la apatía, es decir el embotamiento para el sentimiento sensible, tal como había hecho la stoa [...], sino que, por el contrario, marcó un camino en el que se podía sufrir el dolor y el infortunio sin dejar por ello de ser dichoso. [...] la liberación del dolor y del mal no constituye para la ética cristiana –como en el budismo-- la beatitud, sino únicamente la consecuencia de la beatitud; y esta liberación no consiste en una ausencia del dolor y la pena, sino en el arte de sufrirlos de la «manera justa», es decir, de un modo dichoso (Ética, tomo ll, pp. 130-1).

Repito aquí lo dicho hace cinco años, en mi entrada del 2/7/8: "No debe interpretarse con respecto a la beatitud que el santo sea incapaz de sufrir o de captar disvalores. Sufre y se apesadumbra lo mismo que cualquier no beato, pero sus pesares acaecen siempre con el telón de fondo de su estado endémico espiritual. Así, el santo se retorcerá ante la tortura, pero ni bien finalice recobrará la calma y el éxtasis y todo será para él color de rosa".
Sin embargo, para Vaz Ferreira, la impureza de la satisfacción del deber cumplido se relaciona no tanto con los dolores personales a que nos enfrentamos cuando cumplimos nuestro deber, sino con la necesidad de infligir un cierto dolor a otros seres durante ese trance:

El funcionario que debe destituir de su puesto a un inferior por una falta cometida; el legislador que debe tomar una medida que hará sufrir a muchos hombres... no necesito seguir citando: continuamente el cumplimiento de nuestro deber se traduce en sufrimientos ajenos. Eso sólo bastaría para que lo que se llama la satisfacción del deber cumplido no fuera una satisfacción tal como generalmente es descrita (Vaz Ferreira, ibíd., p. 149).

Y aquí viene lo genial, lo que me pareció genial o al menos deslumbrante dentro de esta aportación Vaz Ferreira al tema de la ética, y es su analogía entre la satisfacción del deber cumplido y la capacidad del hombre hecho y derecho para la degustación de los manjares culinarios:

A los niños les gusta el dulce; el sabor más agradable para ellos, es el azúcar, la dulzura pura; después, cuando nuestro paladar se hace más formado y más viril, empieza a agradarnos un poco de agrio, de ardiente, y hasta de francamente amargo. Al ponderar la satisfacción del deber cumplido, podemos, pues, ser sinceros, como será sincero el hombre que diga a un niño que le gusta el limón o el bíter, pero mentiría si dijera a ese niño que el limón o el bíter tienen gusto a azúcar.
La mistificación a que me refiero, consiste, pues, en azucarar la "satisfacción del deber cumplido". No: ¡es acre, es ardiente, es amargo! Contiene, mezclada a inefable dulzura, una considerable proporción de dolor, de indignación, hasta de orgullo; y con todo eso, el alma superior y fuerte se compone el más estimulante y viril de los placeres, que, una vez bien gustado, ya no se puede abandonar ni sustituir por otro alguno (ibíd., p. 150).

Lo único que quitaría yo de las anteriores palabras sería la indignación, que a mi juicio no tiene cabida dentro del alma del santo, ni cuando cumple con su deber ni cuando se está quieto. El hombre que al cumplir con su deber, o suponiendo que lo cumple, experimenta indignación, está confundiendo el sentimiento del deber con el sentimiento de venganza, y eso jamás ocurre dentro de los estratos superiores del comportamiento ético.

lunes, 15 de abril de 2013

Ética y placer


¿Existe alguna relación, alguna regla, a través de la cual podamos relacionar la eticidad de una persona y su saldo eudemónico? O expresándolo de un modo más sencillo: ¿son las personas buenas, en general, más felices, o más exitosas, que las malas, o es al revés? Carlos Vaz Ferreira tiene un esbozo de respuesta:

¡Extraña cuestión, la de las relaciones que existen entre la moralidad y el éxito! No se puede dar absolutamente ninguna regla: Las ficciones optimistas [...], los libros de moral, las historietas moralizadoras, enseñan a los niños, y a veces a los hombres, que la moralidad y el cumplimiento del deber son siempre reconocidos. Ni es exacto el hecho, ni el procedimiento está pedagógicamente libre de toda crítica. Si alguien tomara demasiado en serio esas enseñanzas, esa confianza en la sanción de opinión, más adelante, al recibir los desengaños tan frecuentes en la práctica, correría peligro de ceder, de aflojarse moralmente ante la falta de la recompensa en que se acostumbró a creer. Hay, pues, algo de mistificación, a este respecto, aunque la intención sea sumamente honrada. Ahora, naturalmente, sería más absurdo todavía irse a la doctrina opuesta: decir, como se afirma a veces vulgarmente, que las recompensas sociales, de opinión ó públicas, están en razón inversa de los méritos. En realidad, no se ve una regla clara ; posiblemente, si alguna pudiera formularse — pero sumamente vaga, sumamente fluctuante — tal vez fuera ésta, que, entre paréntesis, es un poco amarga: Me parece evidente, ante todo, que una moralidad muy deficiente ó inferior, tiende a ser obstáculo para el éxito, y que, en este punto, y en este grado, las ficciones optimistas a que me he referido, tienen razón; me parece también que una moralidad mediana facilita el éxito: que, a medida que crece la moralidad, tiende a asegurarlo mejor, hasta cierto grado: que no cometer inmoralidades grandes, es una buena condición de éxito en la vida. Pero creo también, y esto es lo amargo, que cuando la moral pasa de cierto grado, cuando llega a hacerse demasiado severa, demasiado estricta, demasiado escrupulosa, empieza a ser un obstáculo. Naturalmente, esto no quiere decir que sea un obstáculo absoluto o decisivo; con una moralidad perfecta y rigurosa se imponen gran cantidad de personas (por lo demás, también con una moralidad deficientísima se imponen otras, sobre todo en el caso de que esa moralidad deficientísima esté unida a una inteligencia superior).
Pero si todas estas fueran leyes, serían tan vagas, tan indecisas, que el número de excepciones casi igualaría al número de casos en que las leyes se cumplieran. No es, por consiguiente, en nombre del éxito, como puede predicarse la moral práctica; la recompensa no es esa (Moral para intelectuales, pp. 148-9).

Me recuerdan estas cavilaciones de Vaz Ferreira a otras cavilaciones mías, de vieja data ya, en las cuales pretendía establecer un "coeficiente hedónico" para cada especie y en especial para el ser humano, es decir, una cifra que indique en qué medida el saldo de hedónico o eudemónico (saldo placer-dolor o felicidad-infelicidad) de una determinada especie se relaciona con el de las otras. Incluso, siendo consecuente con mi postulado pampsiquista, le atribuía también un saldo de hedónico (estadísticamente positivo) a la materia inorgánica. Son éstas conjeturas altamente aventuradas, propias de una época en la que el rigor metodológico no era una de mis características principales... Pero son conjeturas, además de aventuradas, ricas en consecuencias y sugerencias, de modo que no me avergüenzo de haberlas plasmado en mi cuaderno y de haberlas sostenido. Y como de cierto os digo que aún las sostengo, voy a caer en la tentación de repetirlas aquí, para que quien no las haya leído en su momento, las lea ahora:

CORNELIO.-- ¿Quién es más feliz, el que actúa constantemente pensando en su propio bienestar o el que actúa por intuición, motivado por el bienestar biomásico espaciotemporal?
RAMPHASTUS.-- Todavía no existe ni existió nadie lo suficientemente santo y sabio como para ser motivado en la totalidad de su accionar por la intuición. Sin embargo, suponiendo que pudiera existir actualmente un ser así, un ser casi completamente intuitivo, tengo que admitir que no sería tan dichoso como un buen calculador del egoísmo individual.
CORNELIO.-- O sea que para ser fiel al hedonismo individual no es correcto apuntar al virtuosismo absoluto...
RAMPHASTUS.-- Como tampoco al absoluto vicio. Dese cuenta de que tanto la virtud como el vicio son atributos casi exclusivamente humanos. Los demás animales, excepto los ya muy complicados mamíferos, actúan casi exclusivamente por instinto, o sea que actúan inconcientemente, sin meditar los motivos por los cuales realizan determinada tarea, y con la inconciente mirada puesta no es su bienestar individual sino en el de su especie o grupo específico, aunque la mayoría de las veces estos dos bienestares coinciden y por eso nos queda la sensación, al estudiar comportamientos animales como el de la huida o la búsqueda de alimento, de que los mismos están motivados por las apetencias individuales de búsqueda del placer por escape del dolor, pero esto no es así.
CORNELIO.-- Dicho de otro modo, los animales pertenecientes a especies poco evolucionadas no son ni buenos ni malos.
RAMPHASTUS.-- Todo lo que es tiende a perseverar en su ser, decía Spinoza. "Lo que es", en la naturaleza animal primitiva, no es el individuo, sino las unidades de replicación que portan los individuos, los genes. Los genes gozan viviendo dentro de un determinado individuo y por eso lo acicatean para que continúe vivo (o lo enferman y matan cuando sufren para evitar seguir sufriendo), pero sobre todo lo incitan a que se reproduzca, porque saben que si no se reproduce, ellos mueren. La genética particular del individuo morirá de todos modos, pero muchos de sus rasgos sobrevivirán en sus hijos, y eso lo "saben" (inconcientemente, claro) los genes, quienes conforman la unidad basal instintiva, o sea que no se fijan nunca en su propio bienestar sino en el de sus semejantes. Y cuando parecen ocuparse del individuo mismo no lo hacen más que para mantenerlo vivo a la espera de que pueda reproducirse o auxiliar a sus semejantes en el futuro. Esa es la explicación más científica que puede darse del amor maternal o fraternal: nuestro genes ven en nuestros hijos, padres y hermanos, conglomerados repletos de genes similares a ellos, y por eso buscan el bienestar de sus familias antes que el suyo propio. Y de paso explicamos de dónde nos viene aquel "apetito de inmortalidad" que nos subyuga y que mal comprendemos cuando lo asociamos a nuestra mortalidad individual.
CORNELIO.-- Pero el instinto no sólo lleva a los animales a procurar el bienestar de sus familiares directos, también los impele a salvaguardar a otros individuos...
RAMPHASTUS.-- Pero siempre de su misma especie o grupo social, y lo hacen porque también en ellos los genes individuales alcanzan a verse reflejados, también se hacen uno con ellos y así sueñan con la inmortalidad. Más allá de la familia, del grupo social o de la especie, lo genes ya no se reconocen mediante el instinto, sino mediante la intuición. El instinto es el fenómeno básico, siendo el egoísmo individual una especie de atrofia instintiva y la intuición una sublimación, una expansión del poder del instinto. Tanto el egoísta como el instintivo y el intuitivo quieren perseverar en su ser, la diferencia radica en que el primero considera que su ser termina en su individualidad, el segundo en su especie y el tercero en la biomasa íntegra.
CORNELIO.-- ¿Y cómo encaja el placer aquí?
RAMPHASTUS.-- ¿El placer individual?
CORNELIO.-- Sí.
RAMPHASTUS.-- Partamos de la base de que, para sentir placer, hay que ser concientes de que de hecho, o potencialmente, nos encontramos ante una situación placentera. Esto de por sí pone en la pole position al hombre por ser autoconciente, más allá de si es egoísta o intuitivo. La cuestión pasa entonces por calcular hasta dónde llegará la inversión que hace cada cual respecto de su balanza hedonista. (Llamo inversión a las actividades que implican algún dolor pero que se realizan con vistas a la obtención de un placer.) El egoísta vicioso se niega sistemáticamente a invertir, derrocha todo su capital hedonista en placeres instantáneos y efímeros, los que a su vez suelen venir apareados de dolores más o menos importantes; en consecuencia, el egoísta vicioso tiende (no nos olvidemos de que todo esto es estadístico) a ser más desdichado que dichoso, o al menos a no ser tan dichoso como el egoísta calculador. El egoísta calculador es el individuo que es conciente de que para acceder a ciertos placeres es menester primero resignarse a realizar ciertos actos que le acarrearán cierto tipo de dolor, pero si es un buen calculador sopesará con acierto hasta dónde la inversión se justifica y luego se sentará a esperar que aparezcan los placeres, que tenderán a ser más intensos y duraderos que sus opuestos. Este sistema de vida, planteado así, parecería que carece por completo de verdadera moralidad, pero si se analiza detenidamente se verá que no es tan así. Una persona capaz de someterse voluntariamente a un dolor con vistas a la obtención de un placer futuro más intenso y duradero es a lo menos una persona inteligente, lo cual es un punto a su favor en cuanto a su moralidad y a la probabilidad de que sea un individuo altamente moral, pues si bien es cierto que puede haber personas inteligentes y malas, también lo es que no existen las personas realmente buenas que a su vez no sean inteligentes. Y si esta persona es realmente inteligente, o trascendentemente inteligente, sabrá que los mayores placeres los proporciona el amor, y no tanto la condición de amado como la de amante, por lo que acomodará su vida hedonista de acuerdo a esta creencia y brindará su afecto hacia todos quienes sepan recibirlo, soportando desde luego los dolores que suelen padecer los amantes cuando juegan este juego, y de eso se trata el egoísmo individual mejor calculado, que es el que mejores intereses recibe gracias a lo sustancioso de su inversión. Por eso digo que el egoísmo individual tenderá en el futuro a coincidir con la ética universal. Hoy en día, para decirlo secamente, "el amor no paga". Quien hace de su vida un culto al amor suele invertir más de la cuenta y suele morir antes de recibir las ganancias, lo que lo convierte, o bien en un egoísta que se ha sobrepasado con el gasto de inversión, o bien en una persona que ha sido redondamente guiada por la intuición, que no repara en gastos. Esto se modificará de raíz en el futuro. La ecología, esa ciencia que recién está naciendo, nos educará en el amor hacia todas las criaturas animales, vegetales y por qué no minerales, y entonces ese amor hacia el Todo que hoy se considera como digno de gente insociable y mal encarada, debido a lo cual esta gente se automargina de su propia sociedad y sufre por ello, ese amor universal será moneda corriente y quien lo experimente o quiera experimentarlo no sentirá vergüenza de confesarlo, o miedo de que lo tilden de orate sus propios seres más cercanos, con lo que se llenará de felicidad al poder amar y a la vez convivir con gente que ama o que al menos no se burla del amor, y esa su felicidad será completamente individual por más que redunde en felicidad extranjera, por lo que será lícito encuadrar a estas personas dentro de la categoría de los egoístas calculadores, sin que por ello se salgan de la categoría también bien merecida de intuitivos, que será una y la misma categoría para cuando estos nuevos buenos tiempos se acerquen.
CORNELIO. -- Pero mientras esos nuevos buenos tiempos no lleguen, las personas éticamente intachables, o las mejores personas existentes, puesto que hoy no pueden existir personas intachables, seguirán siendo presas de la infelicidad a la que las conduce la marginación social.
RAMPHASTUS. -- Pero esta marginación de ningún modo puede opacar notablemente al placer que sienten al amar a las criaturas, al placer de simpatizar con ellas y también al placer de compadecerlas, porque no sé si usted sabe que la compasión es placentera, al contrario de lo que la mayoría piensa.
CORNELIO. -- Lo sé, o creo saberlo, y así lo he manifestado en varios pasajes de mis escritos.
RAMPHASTUS. -- Con menos razón podrá entonces suponer que una persona intuitiva, en la actualidad, es más desdichada que el ser humano promedio. Los desdichados son los que se creen intuitivos y por eso se automarginan o son marginados, sin ser compensados de su ermitañismo por los placeres del amor que en realidad no sienten. Todo esto es susceptible de ser representado matemáticamente, pero lamentablemente no dispongo de los conocimientos necesarios en esta materia como para desarrollar tal empresa.
CORNELIO. -- Expresémoslo entonces con palabras, y dejemos que algún potencial matemático que las leyere las transforme en ecuaciones.
RAMPHASTUS. -- De acuerdo. Empecemos por la situación presente y por la balanza hedonista de lo que llamamos materia inanimada.
CORNELIO. -- ¿Goza lo inorgánico?
RAMPHASTUS. -- Goza y sufre, pero goza muy débilmente y menos todavía sufre, comparándolo con otros seres.
CORNELIO. -- ¿No podríamos, bastante arbitrariamente, establecer un termómetro del hedonismo individual, cuyo cero sea la insensibilidad y cuyo uno sea la sensibilidad positiva (placer) mínima que experimenta lo inorgánico, que resulta del promedio entre sus dolores y placeres totales?
RAMPHASTUS. -- Podríamos. Y entonces pongámosle dos al promedio hedonista de los virus, tres al de las bacterias y demás organismos unicelulares y cuatro a los organismos multicelulares más rudimentarios.
CORNELIO. -- Le propongo que desdeñemos de momento a todas las demás especies y nos dediquemos al ser humano. ¿Qué puntaje le otorgaría?
RAMPHASTUS. -- En el hombre la cuestión es más compleja. Si hay que establecer un coeficiente general, podríamos fijarlo digamos en cien, pero éste variará en mucho para uno y otro lado dependiendo del carácter del individuo, cosa que rara vez sucederá con los animales inferiores, cuya caracterología escasamente se diferencia entre individuos de una misma especie.
CORNELIO. -- ¿Habrá entonces seres humanos que lleguen a un promedio tal vez de 200 o más durante su vida individual, y habrá otros que apenas sobrepasen la unidad?
RAMPHASTUS. -- Y hay también, ténganlo muy en cuenta, seres humanos que se quedan, en promedio, en los números negativos, que son más infelices que felices, que llevan una vida más miserable que la de los simples microbios.
CORNELIO. -- Seguramente serán éstos los poseedores de un carácter estrictamente necrofílico, los que odian la vida y a todo lo vivo y aman la muerte y lo inorgánico y desean volver a su seno, según decía Sigmund Freud respecto de quienes se dejan sojuzgar por sus pulsiones de muerte.
RAMPHASTUS. -- Son éstos sin duda seres más desdichados que dichosos, pero no cometa el error de asociar necesariamente la desdicha con la maldad. No se olvide de lo que acabamos de manifestar: estamos hablando del presente, y en estos tiempos la gente muy buena, que escapa de una cierta dosis de biofilia moderada para cortarse sola en la carrera del amor, merced a esa misma soledad, a la negación de todo placer social indispensable para el buen mantenimiento del estado anímico, merced a eso estas personas son atacadas frecuentemente por estados depresivos que las inmovilizan y les impiden disfrutar de todo lo que de sanamente disfrutable la vida nos ofrece.
CORNELIO. -- Yo escribí en mi diario, hace ya unos tres años, una "teoría del jardín de infantes", que dice más o menos que toda la humanidad, en su conjunto y en cada determinada época, se halla rodeada por una soga, como la soga que utilizan las maestras jardineras para rodear con ella al grupo de niños que desean movilizar, evitando así que alguno se pierda. La teoría sugiere que ninguna persona, por elevada o excepcional que fuere, puede alejarse demasiado del nivel general representado por el pelotón de niños, pues está, como ellos, circunscrita dentro de los límites que la soga le impone. Si quisiera "elevarse" hacia la sabiduría o hacia la bondad, deberá egresar del centro del pelotón y acercarse a la soga, pero, no pudiendo traspasarla, la única alternativa que tendrá será la de tirar de ella con todas sus fuerzas hacia el sitio adonde quisiere ir, obteniendo como resultado, si el niño es lo suficientemente robusto y decidido, algún que otro avance, pero no aislado del resto del grupo: su cinchada redundará en un corrimiento general, habrá corrido a todo el grupo, a toda la humanidad, hacia el lugar al que él, tal vez solitariamente, deseaba movilizarse.
RAMPHASTUS. -- Supongamos entonces que las personas éstas que tiran y tiran de la soga se obsesionan radicalmente con el tema, y que no disponen de la fuerza necesaria, como nadie la tiene hoy día, como para llevar a los demás hacia la virtud coactivamente, sin persuadirlos primero de que les conviene ir hacia ese lugar y así procurar que caminen solos, sin necesidad de arrastrarlos. ¿Cómo se sentirá en promedio este hombre, agotado por el desgaste físico, por la incomprensión de sus semejantes y sobre todo por no poder llegar él, individualmente, a rozar más de cerca la santidad y la sabiduría?
CORNELIO. -- Se sentirá infeliz con bastante frecuencia, qué duda cabe, pero en promedio será más dichoso que desdichado, según lo ya establecido.
RAMPHASTUS. -- Me basta con que admita que serán en buena medida infelices estos aspirantes a la virtud, así queda claro que la desdicha no es en estos tiempos patrimonio exclusivo de los malvados.
CORNELIO. -- ¿Será que para ser feliz, o para hacer lo más feliz que se puede ser en estos tiempos, es menester no ser una mala persona, pero tampoco ser demasiado bueno?
RAMPHASTUS. -- Así lo creo, reparando siempre, y perdone la insistencia, en el carácter estadístico del aserto. Se puede ser muy malo y a la vez relativamente dichoso, pero estos casos son los menos, no desbaratan el promedio. Como tampoco hay que olvidar que todas estas afirmaciones solamente tienen valor en el tiempo presente. Dentro de millones de años, si la contaminación ambiental permite que algunos humanos sobrevivan al furor cancerígeno que asolará dentro de poco al mundo, los vanguardistas en la carrera hacia la virtud serán los seres más dichosos, porque no necesitarán "arrastrar" consigo a los demás mortales: irán todos (o casi todos) hacia allí por propia voluntad, por haber experimentado al fin el placer que la virtud conlleva cuando se la comparte socialmente.
CORNELIO. -- Volviendo a nuestra imaginaria puntuación hedonista referente a los seres actuales, ¿qué puntaje les pondría a los individuos extremadamente necrofílicos y a los extremadamente biofílicos?
RAMPHASTUS. -- Teniendo en cuenta los puntajes ya dados, les pondría un menos cien a los necrofílicos extremos y un ciento cincuenta a los extremos biofílicos.
CORNELIO. -- ¿Y a los individuos con mejor carácter que el promedio, pero que no aspiran a la santidad y a la sabiduría en un grado demasiado elevado, es decir, a los buenos calculadores del egoísmo?
RAMPHASTUS. -- Ellos serían, en mi opinión, los seres actualmente más felices de la tierra. Les pondría un puntaje de doscientos.
CORNELIO. -- ¿No podríamos, con todos estos valores arbitrarios, trazar un no menos arbitrario gráfico cartesiano?
RAMPHASTUS. -- Podríamos, si tuviésemos papel, lápiz y una mínima luminosidad que nos permitiese utilizarlos.
CORNELIO. -- Yo traje una linterna, y su dedo y el suelo mojado pueden hacer las veces de lápiz y papel.
RAMPHASTUS. -- Tendríamos que bajarnos de aquí, que tan cómodos y resguardados nos hallamos.
CORNELIO. -- Bajémonos, qué otro remedio hay. Pero usted primero, así me amortigua si me caigo.
RAMPHASTUS. -- Si me bajo de acá, no volveré a subir.
CORNELIO. -- Continuaremos, pues, dialogando en el piso.
RAMPHASTUS. -- Si usted insiste...

Al instante Ramphastus descendió del árbol, haciendo gala de una simiesca destreza, y yo detrás suyo, mucho más recatada y morosamente. Al instante me dibujó en la tierra una curva similar a esta:

Fig. 1

RAMPHASTUS. -- Aquí estaría representado el grado de felicidad individual estadística de los seres en relación a su complejidad (en el tiempo presente).
CORNELIO. -- ¿Y en dónde figura en la figura el hombre de carácter extremadamente necrofílico?
RAMPHASTUS. -- No figura, porque la curva representa una continuidad evolutiva, y yo no sé qué clase de desviación se operó en la evolución ortodoxa como para engendrar la necrofilia extrema. La cuestión es que simplemente no sé si la persona necrofílica es más o menos compleja, por ejemplo, que la persona estándar, y no sabiendo eso no puedo trazar ninguna curva con pretensiones evolutivas que la incluya. La que sí podría trazar es la curva personal del individuo necrofílico extremo que relaciona sus niveles hedonistas con la edad en la que se le van desarrollando:

Fig. 2

RAMPHASTUS. -- Después de los 50 años, la tendencia a la infelicidad se les estabiliza en -100, aunque los individuos extremadamente necrofílicos no suelen vivir mucho más allá de esa edad.
CORNELIO. -- ¿O sea que un ser extremadamente necrofílico carece de tendencias hacia la felicidad ya desde su infancia?
RAMPHASTUS. -- Estadísticamente hablando, sí. Quien tiende a la necrofilia lo hace o bien porque ha heredado esa tendencia (lo que no quiere decir que sus padres hayan sido necesariamente necrófilos; las recombinaciones genéticas suelen barajar defectuosamente incluso los mejores naipes, y al mejor jugador le puede tocar una mala mano), o bien porque ha sido educado necrofílicamente, o las dos cosas juntas, que es lo que casi siempre sucede cuando de grandes criminales se trata. En el caso de la necrofilia genética, el niño ya nace malo, nace sin saber amar, y por lo tanto es desdichado desde su mismo nacimiento, o al menos desde los primeros esbozos de sentimentalismos; el caso de la necrofilia adquirida por educación es más patético aún, pues el crío se ve sometido a malos tratos desde que sale del útero, y así ningún infante podría intentar ser feliz.
CORNELIO. -- ¡Pobres niños! Y encima, en vez de perdonarlos amorosamente cuando comienzan su carrera delictiva, y en vez de enseñarles con el ejemplo qué camino les conviene para modificar sus destinos y acercarse aunque más no sea un poco a la dicha, los encerramos en nuestros "correccionales" de menores, de los cuales egresan inexorablemente con el título de profesionales del crimen. Pero hablemos de algo un poco más grato: ¿puede trazarse una curva que, parecidamente a la anterior que relaciona el tiempo de vida del individuo necrofílico con su nivel hedonista, relacione los niveles hedonistas promedio de los individuos extremadamente biofílicos, pero no con sus tiempos de vida individuales sino proyectándolos en el futuro de la especie?
RAMPHASTUS. -- Cómo no. Sería más o menos así:


Fig. 3

RAMPHASTUS. -- La curva serpenteante indica que los individuos extremadamente biofílicos serán más felices cada vez pese a las probables aceleraciones y desaceleraciones del ritmo que los impulsa, y la curva asintótica representa el grado de dicha al que tenderán los individuos neutros, ni buenos ni malos. Claramente se ve que el nivel hedonista de estos últimos no tiende al infinito sino a un cierto punto del que no podrán pasar, a menos que se biofilicen.
CORNELIO. -- O sea que en el futuro el placer individual, la santidad y la sabiduría estarán directamente relacionados.
RAMPHASTUS. -- Eso es lo que le vengo diciendo desde el comienzo de la charla: la ética está basada en el placer.

(Extracto de la "Apendicitis" del libro cuarto de mi diario, titulada Más allá del principio de placer individual)

domingo, 14 de abril de 2013

El hombre-masa según Vaz Ferreira


¿Qué opinión tenía Vaz Ferreira del hombre-masa? Una no muy buena:

Cuando yo era Decano en la Sección de Enseñanza Secundaria, tuve ocasión, y obligación, de disgustar a los estudiantes, oponiéndome a uno de esos pedidos de prórroga de exámenes, que son tan comunes. Fui, naturalmente, objeto de insultos y ofensas de todo género; y, finalmente, un grupo de estudiantes pasó por mi casa, en momentos en que no había en ella más que mi madre, en el balcón, y arrojaron piedras. Y bien: tengo la seguridad absoluta de que ninguno de los jóvenes que formaban parte de aquel grupo tenía, personalmente, ni la bajeza de sentimientos ni la cobardía que se necesita para ejecutar un acto de esa naturaleza. ¿Qué era, entonces? Sólo la influencia absolutamente deletérea que produce la colectivización, el arrebañamiento; todos los hombres, salvo los muy selectos, sufren por esta influencia; y la historia nos muestra casos en que la humanidad ha descendido, de ese modo, muy por debajo del nivel de la bestia (Moral para intelectuales, p. 146).

Según Vaz Ferreira, los modernos estudios de psicología de masas han llegado a la conclusión de que "la reunión de los hombres no da, en manera alguna, una resultante igual a la suma de sus cualidades; la resultante es más baja o tiende a serlo". Pero después, en nota al pie, atenúa el aserto: "A veces, al contrario, obrar o sentir colectivamente agranda, ennoblece o depura". Yo pienso exactamente lo mismo: en la mayoría de las oportunidades, la masa embrutece al individuo; pero en algunos muy puntuales casos, la masa lo purifica. Estadísticamente hablando, el saldo es negativo.

lunes, 8 de abril de 2013

Lucro filosófico


El taller de lonas es mi cruz, lo dije y lo repito, pero tal parece que es una cruz necesaria.
Dijo Vaz Ferreira:

Si en un curso de moral política hubiera que escribir y repetir un solo consejo, seguramente sería este: procurar arreglar nuestra vida, no importa en qué forma, de manera tal que nuestra independencia pueda conservarse siempre; que nuestra vida material no dependa de la política. Cualquier cosa, un empleo inferior e idiotizante, un trabajo manual cualquiera, de los más penosos, vale más que una situación semejante (Moral para intelectuales, p. 129).

Yo afirmo esto mismo respecto de la filosofía, y ahí es cuando me enorgullezco de mi cruz.

domingo, 7 de abril de 2013

Ganarás el pan con el sudor de tu frente y con el relajo de tus neuronas


Hace pocos meses, dialogando erísticamente a través de feisbuc con un profesor de filosofía costarricense, y cuando la razón de la discusión parecía inclinarse hacia mi lado, me inquirió este sujeto del siguiente modo: "¿A qué te dedicas?", a lo que respondí que confeccionaba lonas para camiones. El retruque del profesor no se hizo esperar: "Me lo imaginaba", como queriendo indicar que no era yo del palo académico y que de ahí me venía mi negligencia e ignorancia. Y sin embargo, ¿no será que al intelectual le conviene --y hablo de conveniencia para su propio sentido intelectivo--, no será que le conviene ganarse el sustento a través de una profesión en la que su intelecto no intervenga o intervenga poco? Carlos Vaz Ferreira cree que sí:

Ustedes oirán decir muy a menudo que es inexplicable cómo algunas personas pueden, por ejemplo, ser poetas y ganarse la vida en un empleo administrativo ínfimo e ininteligente o sumando números en un Banco. Pues bien, hay aquí un error; mientras más diferente es el trabajo profesional del intelectual propiamente dicho, menos lo perjudica [...]. Ser empleado de Banco o auxiliar de oficina, y autor de libros, es más fácil; y más fácil sería todavía ser carpintero, desempeñar un trabajo manual cualquiera, y reservarnos entonces nuestra inteligencia completamente libre para el trabajo intelectual intenso (Moral para intelectuales, p. 106).

¿Será entonces que no solamente soy un vulgar lonero, sino que también debo serlo, si es que deseo que mi nivel intelectual, en mis escasas horas libres, se reconcentre y vuele hacia las nubes?

viernes, 5 de abril de 2013

El periodismo y el pensamiento profundo


Él no participa en el júbilo patriótico que sucede a la derrota de Napoleón; le preocupa mucho más la cuestión de si, en breve tiempo, «volverá a existir un público para la filosofía».
Rüdiger Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía

Los pensadores profundos constituyen hoy día una especie en extinción. Comenzaron a extinguirse a mediados del siglo XX, luego de la segunda guerra mundial y en parte por su causa. Sí, porque una vez que hubo finalizado el conflicto, los pensadores filosóficos sintieron la urgencia de interesarse por las cuestiones políticas, de interesarse y de priorizarlas, en detrimento de otros intereses filosóficos que fueron pasando a un segundo y tercer plano. La metafísica, por ejemplo, sintió el impacto, al punto de que muchos pensadores actuales, si no la mayoría, ya la dan por obsoleta. Y sin metafísica, el pensamiento filosófico indefectiblemente pierde altura. Pero no sólo la metafísica, sino la ética, la estética y la lógica también quedaron eclipsadas por él análisis político, que si las contemplaba, lo hacía en función de tal o cual coyuntura histórico-social que pretendía dilucidarse.
Consecuencia directa de este proceso fue el paso que dio el lector promedio, a partir de dicha época, desde la predominancia por la lectura de libros hasta el favoritismo por los periódicos, lo cual disminuyó a su vez el campo de acción de los pensadores profundos, cuyo destino final, casi ineludiblemente, se traduce en la producción libresca. Y en su reemplazo aparecieron, a modo de plaga, los periodistas.
El periodismo ha reemplazado, en la gran mayoría de los casos, al pensamiento intelectual profundo. Los intelectuales profundos no son leídos; se prefiere leer los artículos periodísticos. De este modo los intelectuales profundos van desapareciendo, o van mutando en periodistas, con el consecuente deterioro de su nivel intelectivo. Este deterioro intelectual que sufre el escritor acostumbrado a la producción libresca puesto a producir artículos en diarios o periódicos, y que explica en parte la actual escasez de esos grandes pensadores que abundaban en otros siglos, es examinado por Carlos Vaz Ferreira de la siguiente manera:

El joven que escribe para los diarios, adquiere, y en poco tiempo, una facilidad que generalmente resulta engañosa; siente que su capacidad para el trabajo ha aumentado. Efectivamente, no era capaz antes, tal vez, de escribir dos o tres párrafos en una hora; después de algún ejercicio en la prensa es capaz de escribir en ese tiempo media columna, o una entera, con facilidad, con corrección, y muy a menudo, con brillo. Siente entonces la sensación de que es más capaz que antes para el trabajo; y en cierto sentido, naturalmente, lo es; pero esta mayor facilidad tiene generalmente una compensación muy triste; a medida que se va adquiriendo la capacidad para el trabajo fácil, se va perdiendo la disposición, y al fin hasta la misma aptitud, para el trabajo concentrado, fuerte, difícil; tanto el estilo, como el mismo pensamiento, se van acostumbrando a la falta de resistencia. [...] Si me fuera dado hacer una comparación, les diría que el buen vino no se puede preparar en recipientes abiertos; en éstos se produce, es cierto, un vino suave y alegre, para el consumo corriente; pero en el fondo, concentrado y fuerte, ése tiene que fermentar y condensarse en recipientes cerrados, con la resistencia y con el tiempo.
Pues bien, con nuestra cosecha intelectual, sucede que casi toda se gasta en esa preparación fácil para el consumo inmediato. Pero no hay reserva; y creo que la prensa tiene bastante culpa (Moral para intelectuales, pp. 104-5).

Yo diría que la culpa no la tiene la prensa, sino el lector que compra el diario y lo consume, lo mismo que no tiene la culpa el narcotraficante de que las ciudades estén sitiadas por la droga sino el drogadicto mismo que va y la compra. Sin drogadictos no habría narcotraficantes, y sin lectores de periódicos no habría periódicos, o los habría menos, y habría entonces muchos más pensadores profundos.
También don Miguel de Unamuno --amigo personal de Vaz Ferreira-- intentó analizar el fenómeno periodístico, procurando graficar al máximo su explicación acerca de por qué los periodistas, en general, son tan poco inteligentes:

Muchas veces me he parado a reflexionar en lo terrible que es para la vida del espíritu la profesión del periodista, obligado a componer su artículo diario, y ese nefasto culto a la actualidad que del periodismo ha surgido. El informador a diario no tiene tiempo de digerir los informes mismos que proporciona. Me imagino la labor mental de un hombre que vive en reconfortante reposo, [...] estudiando con calma y produciendo con calma también, en lento ritmo. Observo en mí mismo que paso temporadas de verdadero anabolismo espiritual, períodos de asimilación, en que leo, estudio, reflexiono y veo surgir en mi mente nuevos núcleos de ideas o empezar a reducirse a sistemas de ellas verdaderas nebulosas ideales, y otros períodos de catabolismo espiritual, en que me doy a escribir, a las veces desordenadamente, para expulsar las ideas. [...] Y ahora, para amenizar esto un poco, voy a permitirme representar esta periodicidad cuando se cumpla en condiciones de normal tranquilidad, sin el apremio de la producción a jornal ni el espectro repulsivo del ídolo Actualidad, con esta curva:
 






Las oscilaciones pueden ser más y de menor amplitud cada una, y tal ocurre cuando esos dos periodos mentales, el de asimilación y el de producción, se suceden con mayor rapidez. Y así tendremos otra curva cuyo desarrollo es
 



igual al de la otra; es decir, que si tiramos de los dos extremos de ambos, las líneas resultarán iguales. Y si continuamos suponiendo que las oscilaciones sean cada vez más en número --dentro de un mismo espacio de tiempo-- y más pequeñas, por lo tanto, tenderá la línea a la recta; es decir, a que el anabolismo y el catabolismo mental coincidan, destruyéndose así.
Tal sería un estado en que se asimilara y se produjera a la vez, en que el recibir y el dar un conocimiento fuera una misma cosa. A tal estado se acercan los desgraciados periodistas (La dignidad humana, pp. 104 a 106).

La superposición entre el anabolismo y el catabolismo mental está matando al pensamiento profundo, y si esto lo aunamos al culto a la actualidad, a lo efímero, a lo que interesa hoy pero no interesará ya mañana, tenemos el cóctel que va envenenando lentamente la capacidad para elaborar o para descubrir ideas memorables, esas que aparecían por doquier en siglos anteriores, cuando no había diarios, ni revistas, ni radio, ni televisión, ni computadoras, y entonces la gente, por puro divertimento nomás, para pasar el rato, dedicábase a leer, a pensar lo que leía y a escribir lo que pensaba. ¡Gloriosos tiempos aquellos!

martes, 2 de abril de 2013

El albedrista Daniel Dennett



Si el libre albedrío significa tanto para nosotros, debe ser porque no tenerlo sería terrible y porque puede haber razones para dudar de su existencia (Daniel Dennett, La libertad de acción, p. 18).

No tenerlo, o mejor dicho, tener la certeza de no tenerlo, no sólo no sería terrible sino que nos haría participar de lo sublime que mora en lo eterno. Y eso de que "puede haber razones para dudar de su existencia" es muy tibio: hay muchísimas razones, o si se quiere infinitas razones, y sobre todo muchísimas (o infinitas) intuiciones, que nos sugieren que la libertad de acción es una quimera.

Tenemos experiencia de cosas que son indiscutiblemente horribles y tememos que algunas de ellas constituyan nuestro destino; por eso, nos asusta la falta de libre albedrío (ibíd., p. 18).

Precisamente: el libre albedrío les interesa sólo a los cagones. El estoicismo, la resignación ante lo inevitable, muestra, en la otra punta, el grado de valentía de una persona.

Las cárceles son horribles. Hay que evitar las cárceles. El que no lo entiende así no es uno de los nuestros (p. 20).

Sí, las cárceles son horribles. Pero ¿no son los partidarios del libre albedrío, con su sentido de la responsabilidad a cuestas, los que más se preocupan por encarcelar a todos esos criminales que "por propia voluntad" "eligen" ser idiotas e infelices? Las cárceles son horribles, por eso el determinista las desdeña mientras que el albedrista, el supuesto ideólogo de la libertad, las necesita para acomodar en ellas, sin piedad ninguna, a las piezas sueltas que nunca encajan en su sistema.

Nozick escribe: «Sin libre arbitrio nos sentimos disminuidos, meros juguetes de fuerzas externas». ¡Qué indigno, no ser más que un juguete! (p. 21).

Mi sobrinito Franco tiene muchos juguetes, pero ninguno de ellos me merecería el calificativo de "indigno". Sí calificaría de indigno, o por lo menos de poco criterioso, al juguete que, despertando de su inercia, quisiese convencerme de que el trencito maneja a Franco y no Franco al trencito.

Si la ciencia nos demostrara que no hay, en verdad, oportunidades, ¿no nos conduciría esto --o debería conducirnos-- a abandonar todo tipo de deliberación? (p. 27).

¡Sí! Si el determinismo se demostrase, ya nadie se preocuparía por nada, trataría cada uno de vivir lo más placenteramente posible al saberse incapaz de torcer su destino. ¿Es esto indeseable? ¡Es maravilloso! Porque vivir para el placer no es dormir veinte horas y atragantarse de hamburguesas en las cuatro restantes como algunos suponen. El verdadero placer es el placer de amar, y a eso nos dedicaremos cuando abandonemos la soberbia pretensión de querer mejorar el mundo.

¿Qué efecto tendría, o debería tener, la aceptación de una tesis general del determinismo sobre nuestras actitudes normales de participación en relaciones interpersonales, tales como la gratitud o el resentimiento? (p. 28).

Elemental: nadie estaría agradecido a nadie de nada, con lo que desaparecerían los insufribles zalameros, y nadie estaría resentido con nadie por nada, con lo que desaparecería el odio. Un panorama desolador, ¿no, Daniel?

Vivir en un mundo determinista sería lo mismo que convertirse en el espectador de una obra teatral en la que también se participa, sin otra opción que la de desempeñar el papel asignado (Alfred Ayer, citado por Dennett en p. 49).

Pero no es tan así, porque si bien somos meros actores imposibilitados de modificar el libreto, hay una diferencia entre la gente común y los actores teatrales, ya que éstos conocen muy bien el rol del personaje que están siguiendo y del cual no pueden apartarse, mientras que nosotros, no pudiendo tampoco apartarnos, no tenemos sino una muy escasa idea del papel que representaremos en el escenario de la vida. Esta diferencia es esencial. Es como si a un actor se le dijese que haga lo que se le cante durante el desarrollo de la obra. Si el actor preguntase: "¿Pero cómo? ¿No era que había que seguir un libreto?", se le responderá: "Haz lo que se te cante, porque haciendo lo que se te cante automáticamente seguirás el libreto, aunque no lo conozcas. Aquí lo tengo, aquí tengo el libreto. ¿Quieres que te lo muestre? Es muy sencillo. Y muy breve..." Entonces el actor, completamente intrigado, abrirá el manuscrito, que constará de una sola página, y en esa página existirá una sola frase, una frase de seis palabras que será la totalidad del libreto. El actor leerá: "Haz lo que se te cante".

En cierta ocasión le preguntaron a Hobbes: «Si la voluntad de las personas está determinada, ¿para qué presentarles razones?»; Hobbes respondió: «Porque de esa manera pensamos que los induciremos a tener la voluntad que no tienen» (pp. 49-50).

A ver si nos entendemos, muchachos. Si yo le presento razones a alguien, es muy posible que ese alguien, persuadido por mis argumentos, modifique la tendencia con la que hasta entonces guiaba (o creía que guiaba) su voluntad. Esto es perfectamente compatible con la teoría determinista, porque el individuo solamente modificó la tendencia que parecía dominar a su voluntad, pero de ningún modo modificó su voluntad misma, la cual se seguirá cumpliendo inexorablemente a pesar de que ayer deseaba ser malo y hoy desea ser bueno o viceversa. Alguien me preguntará: "Pero en el caso de los argumentos morales, que es lo mismo que decir argumentos a secas, ya que todo argumento se endereza a procurar el bien o el mal de determinado grupo; en el caso de estos argumentos, decía, ¿para qué un partidario del determinismo debería molestarse en enunciarlos o mismo en cumplirlos, si total, según él, todo está ya determinado, o sea que nada cambiará realmente si él o los demás se portan bien o mal ante su prójimo?" Gran pregunta, y felicito al que me la haya hecho, porque en su respuesta se centra el quid de toda la cuestión del determinismo. En primer lugar, la teoría del determinismo es sólo eso, una teoría, y por lo tanto ningún partidario de ella, por fanático que sea, está completamente seguro de que el determinismo estricto se cumple siempre. Admitiendo entonces la posibilidad, por pequeña que nos parezca, de que nuestras decisiones puedan realmente mejorar o empeorar la vida de los vivos en su conjunto en el tiempo y en el espacio, admitiendo esta posibilidad el determinista se ve coaccionado por su propia conciencia a los efectos de ir en busca de la moral universal para luego aplicarla en su propia vida y también para darla a conocer a quien no la perciba en forma clara y definida y por lo tanto, teniendo deseos de aplicarla, no la aplica. Pero el determinista, en tanto que determinista, es amoral, y por lo tanto no le interesa (racionalmente) la felicidad del prójimo. ¿Qué es lo que le interesa entonces al determinista puro? Sencillo: sabiendo, o creyendo saber, que nada modifica nada, el determinista puro se pre ocupa --que no es lo mismo que decir que se preocupa, ya que el determinista puro no conoce la preocupación--, se pre ocupa sólo de su propio bienestar, no tiene ningún otro objetivo más que el de experimentar los mayores y más refinados placeres. Pero ¿cuáles son los mayores y más refinados placeres que un ser pueda experimentar? Nuevamente sencillo: son los que nos asaltan inmediata o mediatamente al procurarle un placer mayor o más refinado a nuestro prójimo, ya sea a un prójimo individual y presente como a otro infinito en número y en duración. En resumen, lo que tenemos de albedristas nos guía hacia el Bien a fuerza del temor al remordimiento, mientras que lo que tenemos de deterministas nos guía también hacia el Bien, pero no por coacción, sino por el puro placer de experimentarlo. Si la teoría del determinismo es verdadera, esta diferencia de medios a emplear para llegar al mismo fin se debe a que el determinista es sabio respecto del funcionamiento del universo y en consecuencia sabe optar por el medio correcto para llegar a su Vértice, que es el Bien, mientras que el albedrista desconoce o reniega de este funcionamiento, y en su ignorancia o rebeldía se ciega cuando elige el camino de la obligación moral suponiendo que por él se llega con menos tropiezos a la meta suprema.

De acuerdo con la ortodoxia actual, reina el indeterminismo en el nivel subatómico de la mecánica cuántica (p. 156).

Pero este indeterminismo subatómico, según creo, no tiene jurisdicción ni en la macrofísica ni en nuestro cerebro. Einstein nunca se convenció de que el supuesto azar reinante en la microfísica pudiera trasladarse a la cadena de causas y efectos y desbaratarla; y Russell, también partidario del determinismo, graficó la relación entre la física cuántica y la macrofísica diciendo que los electrones que conforman una determinada porción de materia se comportan como un grupo de danzarines dentro de una habitación cerrada: podrán bailar a su antojo en cualquier dirección, pero no por eso la habitación se moverá también según sus caprichos[1]. La microfísica podrá ser todo lo azarosa que se quiera[2], pero esto, a la macrofísica, incluidos en ella los procesos cerebrales, no le incumbe ni la desestabiliza.

La pregunta metafísica tradicional [sobre si alguien, bajo las mismas circunstancias en que hizo algo, tendría entera libertad de haber hecho algo distinto] no sólo es imposible de responder: la respuesta, si la hubiera, sería inútil (p. 157).

Puede que sea imposible de responder basándonos en la lógica, pero puede acertarse si nos atenemos a nuestras intuiciones. Y eso de que la respuesta, de saberse, sería inútil, es tener muy poca consideración para con una inmensidad de personas, y sobre todo para con los condenados a muerte por los diferentes sistemas judiciales imperantes.

Supongamos que he cometido un acto deleznable. ¿A quién le importa si podría haber hecho otra cosa exactamente en las mismas circunstancias y en el mismo estado mental? No pude hacerlo y es demasiado tarde para reparar el daño (p. 163).

Pero si quien se siente agredido por mi acto es un determinista, no me considerará responsable, y entonces no me guardará rencor, y entonces no querrá vengarse, con lo que se pone punto final a la cadena de efectos dañinos que culminó con mi detestable acto. En cambio, si el individuo agredido me juzga responsable, seguramente (salvo que sea un santo) me odiará, me guardará rencor y querrá vengarse de mí, con lo que la cadena de efectos dañinos no habrá terminado sino comenzado (o recomenzado) a partir de mi acto detestable. Todo acto tiene infinidad de consecuencias, pero en una sociedad que crea más en el determinismo que en el libre albedrío, estas consecuencias serán más benéficas que perjudiciales aun si el acto es detestable, mientras que en una sociedad albedrista --como todas las que existen y han existido[3]--, las consecuencias del mal suelen ser males mayores y se distribuyen como perdigones disparados con una escopeta en la propia conciencia de sus habitantes --excepto que sus habitantes sean además de albedristas, mayormente santos, pero esto es más improbable aún que la instalación, en la conciencia de la masa del pueblo, de la creencia en el determinismo.

¿Por qué desearemos con tanta vehemencia que los demás sean responsables? ¿Podría tratarse de un rasgo inherente a nuestra persona, un rasgo vengativo racionalizado y presentado bajo una apariencia civilizada gracias al barniz de una doctrina moral? (p. 176).

Creo que sí.

La decisión de escribir un libro [...] puede parecer una petición de principio en favor del libre albedrío. Si este es el caso, entonces quienes han escrito artículos y libros negando la realidad del libre albedrío se hallan en una situación aún más embarazosa: tienen que aconsejar al lector (o al menos simular que lo hacen) que aconsejar es inútil (p. 177).

Quien niega la realidad del libre albedrío, hace siempre lo que más en gana le viene, lo que sospecha que le proporcionará un mayor placer. Si sospecha que el escribir libros negando la realidad del libre albedrío es algo que le provocará grandes placeres o le evitará grandes dolores, entonces los escribe, independientemente de su creencia en que con esta escritura no se modificará nada de lo que ya está establecido universalmente[4].

Si el nihilismo fuera verdadero, todos los juicios de valor serían ilusorios. Hechos concretos tales como el dolor o la desgracia de las personas no significarían nada y lamentarnos de los problemas sería tan desatinado como lamentarnos de que la raíz cuadrada de dos no sea uno y medio (p. 178).

Lamentarnos de los problemas de los demás es malo, porque nos hace sufrir, y todo lo que nos hace sufrir, según creo, es malo[5]. Pero no lamentarnos de la situación de los que sufren no significa no sentir compasión por ellos. La compasión tiene dos propiedades muy significativas: es irracional, no podemos elegir a quién con padeceremos y a quién no, ni podemos determinar en qué circunstancias nos sentiremos compasivos ante una desgracia y en cuáles no. Esta irracionalidad es la que hace de la compasión algo independiente de toda creencia, incluida la creencia en el determinismo. La segunda propiedad de la compasión es que, contrariamente a lo que sucede con la lamentación, le procura placer al que la experimenta. Esto es algo que muchos refutarán, pero quien ha sentido verdadera compasión ante algún dolor sufrido por otro sabe que esa es una de las sensaciones más indescriptibles que puedan existir, y que si bien su gusto es agridulce, su base de sustentación, que es el amor, es netamente placentera. El determinista no se mueve merced a juicios de valor, que son enteramente racionales, ni merced a dolorosas lamentaciones; al determinista lo guía el impulso deliciosamente irracional de la compasión[6].

¿Somos igualmente responsables de nuestras buenas y malas acciones? Según Kant, existe una asimetría: sólo somos responsables de lo que hacemos bien[7]. Sócrates fue el primero en plantear el tema en su afirmación «paradójica» de que nadie desea hacer el mal a sabiendas. Desde entonces, se ha convertido en un tema perenne del debate filosófico, aunque se lo haya planteado de una manera indirecta y caprichosa. ¿De qué tenemos miedo? Tememos, ciertamente, que nadie merezca el castigo que la sociedad le inflige, ya que todos los malhechores ipso facto se engañan, padecen desórdenes mentales o son, en cierto sentido, radicalmente ignorantes (p. 179).

Pero ¿quiénes son los que temen que los criminales anden sueltos? Si no tengo propiedades, no temeré a los ladrones, porque nada pueden robarme; si no creo en el infierno ni en el aniquilamiento total de los seres después de la muerte corporal, no temeré a los asesinos, porque no me importará demasiado que me maten o que maten a mis seres más queridos; si soy lo suficientemente valiente como para soportar sin quebrantos los padecimientos físicos, no temeré a los sádicos, porque sus torturas no determinarán mi estado de ánimo. En resumen, sólo los propietarios, los ingenuos, los ateos y los cobardes temen que los criminales anden sueltos, y racionalizan este temor bajo la forma del libre albedrío para tener una excusa que avale las cárceles y la pena de muerte[8].

Podemos individualizar con rapidez la clase de males que nos gustaría reducir a un mínimo; tenemos motivos para suponer que si se prohíben las causas y se refuerza la prohibición mediante sanciones, disminuirá seguramente la frecuencia de esos males en nuestra sociedad (p. 181).

Sí, es muy probable que si les prohibiésemos a las personas realizar determinado acto indecoroso valiéndonos de una ley y las amenazásemos con sanciones si no la cumplieren, estas personas cumplan esa ley y se comporten bien en esa circunstancia; pero se habrán comportado bien por obligación, no por deseo, y por lo tanto su deseo de comportarse mal, habiendo encontrado cerrada esa válvula específica, se canalizará mediante otra faceta de su comportamiento, que nadie garantiza que será menos dañina que la que acabamos de clausurar mediante amenazas. Ejemplo: un ladrón de autos se topa con la desagradable novedad de que se ha inventado un dispositivo infalible que electrocuta sin miramientos a todo aquel que maneje un auto sin su correspondiente chip antielectrocución, que es un módulo que se inserta en el cerebro del conductor ni bien compra legalmente su auto. El ladrón de autos, figurándosele ya imposible continuar con su trabajo habitual, ¿se volverá sólo por eso una buena persona y dejará de sentir deseos de robar? Creo que no. Más bien, se dedicará de ahí en adelante a robarles la jubilación a las viejas que salen del banco, delito que a lo sumo le propiciará un carterazo pero nunca una descarga de cinco mil voltios. Ahora bien; ¿qué era mejor, o, para decirlo con mayor propiedad, qué era menos malo: que el ladrón se dedicase a robar a quienes disponen de un cierto poder adquisitivo, como los propietarios de un automóvil, o que se dedicase a sacarles a las viejas el único sustento de que disponían para comprar su comida? Eso, ni más ni menos, es lo que hace todo sistema legislativo coercitivo: protege del crimen al poderoso a costa de canalizar el accionar criminal hacia las capas sociales menos influyentes. Los crímenes contra las propiedades automotrices habrán mermado, pero el crimen, en el sentido lato de la palabra, no habrá decrecido (probablemente habrá aumentado), y se habrá vuelto más insensible socialmente. Y lo más importante: el carácter del criminal no habrá mejorado; todo indica que la coacción de la ley lo habrá empeorado.

En un mundo ideal, las personas disciernen cuanto es correcto hacer y lo hacen sólo por esa razón [por la razón, digo yo, de que les provoca placer comportarse correctamente]. No se necesitan leyes ni tampoco un sistema de sanciones. Todos se comportan como ángeles. En una palabra, es el cielo en la tierra. En un mundo un poco menos ideal (digamos «un peldaño más abajo») necesitaremos un sistema de leyes a causa de la agresividad y el egoísmo de las personas (si son como nosotros). Pero el sistema será perfectamente disuasorio porque las personas serán muy racionales (a diferencia de nosotros). Todo el mundo considerará obvio, tan obvio como tener una nariz en el medio de la cara, que el delito no produce beneficios y, por lo tanto, no se cometerán delitos (pp. 181-2).

Rescato la idea de un sistema legal disuasivo-persuasivo. No siempre estamos en condiciones de saber qué es lo que nos conviene hacer o no hacer ante determinada circunstancia; por eso en una sociedad anarquista no perfecta la legislación será indispensable, ya que los legisladores se especializarán en un determinado rubro (educación infantil, control del tránsito vehicular, alimentación, etc.) y entonces estarán en condiciones de opinar sobre su tema con mayor autoridad que el ciudadano común no especializado. Pero he dicho la palabra clave: opinar, sin que haya ningún tipo de coacción que obligue al ciudadano a comportarse tal como el legislador sugiere. Las leyes serán, en esta sociedad anarquista, meramente persuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de hacer algo) o meramente disuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de no hacer algo). En la actualidad, hay carteles en algunos parques que rezan: "Prohibido pisar el césped". En una sociedad anarquista no perfecta estos carteles dirían: "Este césped decrecerá si se pisa; se sugiere no hacerlo", dejando entera libertad a las personas para pisarlo o abstenerse de ello. Del mismo modo, los legisladores especializados en educación infantil sugerirán a los padres que manden a sus hijos a la escuela, pero no los obligarán a ello, porque cada padre tiene el derecho de decidir la educación que recibirá su hijo, y muchos habrá con el tiempo y el talento suficientes como para educar a sus propios hijos de manera más completa y efectiva que la utilizada por los colegios. Los contreras suelen graficar una sociedad anarquista como una ciudad repleta de automóviles y sin semáforos. Pero una sociedad anarquista no aboliría los semáforos; los dejaría tal como están, sólo que le daría al conductor entera libertad para obedecerlos o violarlos. Si los conductores tienen dos dedos de frente y aman la vida, los obedecerán; si son estúpidos y aman la muerte... no viene al caso el ejemplo, porque con esa clase de gentes nunca sería posible que una sociedad anarquista naciese.

Desde luego, cabe esperar objeciones a nuestra convicción de que tenemos libre albedrío, y serán bienvenidas pues lo que nos interesa, en definitiva, es conocer la verdad (p. 195).

Más que conocer la verdad, me late que lo que a vos te interesa, Daniel (bien que inconcientemente según creo), es lo mismo que les interesa a muchos de tus compatriotas norteamericanos: seguir siendo rico y poderoso a costa de castigar a quienes no lo son. Si no es así, lo siento; de todos modos no me creo responsable de lo dicho --aunque vos y tú "justicia" seguramente me apalearían por decir tantas inmoralidades...



[1] Cf. Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, cap. 2, secc. 6: “Bajo la influencia de esta reacción contra la ley natural, algunos apologistas cristianos se han valido de las últimas doctrinas del átomo, que tienden a mostrar que las leyes físicas en las cuales habíamos creído hasta ahora tienen sólo una verdad relativa y aproximada al aplicarse a grandes números de átomos, mientras que el electrón individual procede como le agrada. Mi creencia es que esta es una fase temporal, y que los físicos descubrirán con el tiempo las leyes que gobiernan los fenómenos minúsculos, aunque estas leyes varíen mucho de las de la física tradicional. Sea como fuere, merece la pena observar que las doctrinas modernas con respecto a los fenómenos menudos no tienen influencia sobre nada que tenga importancia práctica. Los movimientos visibles, y en realidad todos los movimientos que constituyen alguna diferencia para alguien, suponen tal cantidad de átomos que entran dentro del alcance de las viejas leyes. Para escribir un poema o cometer un asesinato (volviendo a la anterior ilustración) es necesario mover una masa apreciable de tinta o plomo. Los electrones que componen la tinta pueden bailar libremente en torno de su saloncito de baile, pero el salón de baile en general se mueve de acuerdo con las leyes de la física, y sólo esto es lo que concierne al poeta y a su editor. Por lo tanto, las doctrinas modernas no tienen influencia apreciable sobre ninguno de los problemas de interés humano que preocupan al teólogo. Por consiguiente, la cuestión del libre albedrío sigue como antes”.
[2] Pero dudo de que lo sea, y en mi duda me acompañan eminentes pensadores. El uruguayo Vaz Ferreira --quien por otra parte creía en la libertad de la voluntad humana--, en su libro Los problemas de la libertad y los del determinismo, p. 167, negó con las siguientes palabras que el principio de incertidumbre de Heisenberg tuviese "un alcance ontológico" respecto de la teoría determinista: "De la imposibilidad, o, si se quiere hacer reservas, de la impotencia para determinar al mismo tiempo la posición del corpúsculo y su estado de movimiento, debido a que, en esa micro-escala, la observación altera las condiciones del fenómeno; de esto, que es sólo de hecho, o de posibilidades prácticas --o sea de ciencia--, se sacaría en consecuencia el indeterminismo en sí --o metafísico-- que es de posibilidades en sí; metafísico, ontológico: la trascendentalización ilegítima".Y asimismo, el físico Albert Einstein calificaba de "falta de sentido objetable" la utilización de la mecánica cuántica en apoyo de la hipótesis del libre albedrío: "El indeterminismo es un concepto completamente ilógico. ¿Qué es lo que se quiere significar con indeterminismo? Si yo digo que la duración vital media de un átomo radioactivo es tal y cual, trátase de un juicio que expresa cierto orden, Gesetzlichkeit. Pero esta idea no envuelve en sí la idea de la causalidad. Nosotros le llamamos ley de promedios; pero no toda ley de este tipo necesita tener una significación causal. Al mismo tiempo, si yo digo que la duración media de la vida de tal átomo es indeterminada, en el sentido de no ser causada, estoy diciendo una falta de sentido. Puedo decir que yo me encontraré con usted en el día de mañana en algún tiempo indeterminado. Pero esto no significa que el tiempo no esté determinado. Llegue yo o no, el tiempo llegará. Aquí existe una confusión del mundo subjetivo con el objetivo. El indeterminismo que pertenece la física de los cuantos es un indeterminismo subjetivo. Debe estar relacionado con algo, otro indeterminismo carece de significación y está relacionado con nuestra propia incapacidad para seguir el curso de los átomos individuales y prever sus actividades. Decir que la llegada de un tren a Berlín es indeterminada, es afirmar un contrasentido, a no ser que usted lo diga refiriéndose a que no conocemos en qué momento llegará. Si llega, está determinado por algo. Y otro tanto ocurre cuando se trata del curso de los átomos" (citado por Max Plank en ¿Adónde va la ciencia?, p. 221).
[3] Hay algunas sociedades hinduistas o musulmanas en cuyo seno la idea del fatalismo, que es algo muy parecido al determinismo, está muy arraigada; pero, desgraciadamente, muy pocos de estos habitantes emparentan su fatalismo con la ley de causa y efecto, que es la que verdaderamente induce a suponer que nadie es responsable de sus actos.
[4] Y respecto de aquello de que "aconsejar es inútil" en el marco de una ideología determinista, no lo creo tan así, y tampoco lo creía Bertrand Russell: "El hecho de que juzguemos una dirección de actuación objetivamente justa, puede ser la causa de que la elijamos. Así, antes de que hayamos decidido cuál de los acciones consideramos justa, cualquiera de las dos es posible, en el sentido de que una u otra resultará de nuestra decisión de lo que consideramos justo. Este sentido de posibilidad es importante para el moralista e ilustra el hecho de que el determinismo no hace inútil la deliberación moral" (Ensayos  filosóficos., p. 55).

[5] (Nota añadida el 28/6/5.) Esto es erróneo: no todo lo que nos hace sufrir es malo. El amor, por ejemplo, suele ser la causa de innumerables padecimientos.
[6] (Nota añadida el 27/2/13.) "¿Cómo es posible? --se preguntarán algunos--, ¿me causará placer el hecho de ver a mi esposa o a mi hija enfermas?" Respondo a eso que no, que no me causará placer, y no me causará placer porque no es en estos casos en donde yo ubico a la compasión. Lo que siento al ver a mi hija o a mi esposa enferma es tristeza y abatimiento, pero no compasión. La compasión la reservaría para esos acontecimientos en que el shock doloroso percibido por el individuo compasivo se presenta de forma aguda y sorpresiva. En esos casos, y sólo en esos, aparecería esa sensación agridulce de la que estaba hablando.
[7] (Nota añadida el 25/1/10.) Esta no era la verdadera opinión de Kant, y por hacerle caso a este señor tuve durante muchos años una idea equivocada de lo que significaba el libre albedrío a los ojos del pensador de Königsberg. Remito a los interesados en este asunto a las anotaciones de mi diario del día 17/10/7.
[8] (Nota añadida el 4/3/13.) Habiendo publicado esta cita y esta nota en feisbuc, recibí la siguiente crítica: « ¿Es en serio?... ¿Los cobardes tienen miedo? Vaya descubrimiento. Y los ateos: "racionalizan este temor bajo la forma del libre albedrío". ¿Los "ateos"?... ¿Libre albedrío?...Me perdí en tu salto explicativo; déjame ponerlo así: 1.-Daniel Dennett (según la cita) hace dos preguntas: a) ¿Somos igualmente responsables de nuestras buenas y malas acciones?, y b) ¿De qué tenemos miedo? La pregunta "b" se relaciona directamente con la respuesta que da de la pregunta "a"; y tu te quedas tan sólo con la pregunta "b" y tu mala lectura de la respuesta para dar el salto explicativo hacia el miedo al delincuente...que según tu interpretación, el miedo proviene de que ciertas personas por sus "naturalezas" intrínsecas temen algo, a saber: "En resumen, sólo los propietarios, los ingenuos, los ateos y los cobardes temen". Explícame esta referencia: Lo que realmente dice Dennett, y lo que tú crees que dice, y la conclusión, o más bien juicio, a que llegas». A esto respondí lo siguiente: «Se me acusa de afirmar una perogrullada: "los cobardes tienen miedo". Este aserto es, efectivamente, tautológico, sólo que yo no dije eso. Yo dije: "los cobardes temen que los criminales anden sueltos". Este aserto no es tautológico, porque un cobarde, en tanto que cobarde, no necesariamente debe temer a todo lo que existe. Podrían existir cobardes que no temiesen que los criminales anden sueltos; que temiesen al coco, a la policía, a las arañas, a las viejas que caminan por la calle, etc., pero no a los criminales. Luego, mi aserto no es una tautología». «Ahora las preguntas de Dennett. A Dennett no le interesa si somos o no responsables de hacer el bien, sino si somos o no responsables de hacer el mal, porque ahí está la cuestión del castigo. Dice que para Kant existe asimetría: somos responsables al hacer el bien pero no al hacer el mal. Aquí Dennett comete un error imperdonable para un pensador filosófico, como es el adjudicar posiciones a otro filósofo que tal filósofo nunca barajó. En efecto, para Kant no hay asimetría ninguna: somos tanto responsables al hacer el bien como al hacer el mal (cf. su ensayo "La religión dentro de los límites de la mera razón"). Pero como Dennett supone que para Kant no somos libres al hacer el mal, se pregunta: "¿de qué tenemos miedo?", es decir, ¿por qué tememos que los hombres no sean responsables al hacer el mal? Y se responde: tememos que los malhechores no sean responsables y por ende sea injusto castigarlos. Es decir, deseo castigar a los malhechores, pero deseo hacerlo con justicia, y si ellos no son responsables de hacer maldades, entonces los castigaría sin justicia; a eso tenemos miedo según Dennett». «Entonces yo digo: si tenemos miedo de castigar a gente que no es responsable en absoluto, entonces no la castiguemos y listo. Quedarían los crímenes impunes y las calles se llenarían de delincuentes. ¿Cundiría el pánico en esta hipotética situación? Yo digo que predominaría el pánico sólo en aquellos que temen a los delincuentes, y entonces comento quiénes son estas personas, los que temen a los delincuentes. ¿Qué hacen los delincuentes? 1) Roban cosas; ergo, si no poseo nada que puedan robarme, no los temeré por este lado. 2) Asesinan gente; ergo, si me interesa muy poco mi vida y la vida de mis seres queridos, por estar realmente convencido que esta vida es pasajera y que nos espera un más allá eterno en donde los delincuentes no existen, no temeré a estos delincuentes por este lado. 3) Les agrada torturar e infligir dolor; ergo, si soy partidario de la filosofía estoica en la teoría y en la práctica, y me he preparado concienzudamente, a la manera de Epicteto, para soportar sin quebranto los más terribles padecimientos, entonces no temeré a los criminales por este lado. Si soy propietario, temeré a los criminales; si no creo en la vida después de la muerte y pienso que esta vida terrenal lo es todo, también temeré a los criminales que quieren arrebatármela; si me aterran los padecimientos físicos, también temeré a los criminales que se solazan con estas prácticas. ». «Respecto de que el libre albedrío es un término teológico y no debe utilizarse en psicología, o que los ateos, por definición, no pueden creer en el libre albedrío, ante todo esto cito la definición del libre albedrío de la real academia española: "Potestad de obrar por reflexión y elección; libertad de resolución". No hay ninguna mención a Dios, ni a la teología ni a nada que se le parezca, sólo a la reflexión y a la elección. Ergo, un ateo puede perfectamente creer en el libre albedrío. Espero haber sido lo suficientemente claro ». Y a otros que me preguntaban si yo nunca le he temido a un delincuente, y si cumplo al pie de la letra todos estos preceptos que postulo, les contesté lo siguiente: «¡Por supuesto que yo también temo a los delincuentes! Y es que lo que yo planteo es un ideal, el ideal de la persona perfectamente santa, sabia y revolucionaria. ¿Está mal plantear ideales? Y no, yo no siempre actúo de acuerdo a lo que profeso; soy lo que se dice un reverendo hipócrita. ¿Y por qué no actúo así? Porque mis ideas son demasiado elevadas para mí, porque me quedan grandes. Pero en vez de rebajar mis ideas para que coincidan con mi pobre persona, que es lo que se estila en estos casos, mantengo mis ideas y mis ideales bien en lo alto y no me desespero demasiado por no poder alcanzarlos en la práctica. Y me parecen muy sensatos vuestros campesinos mexicanos que temen a Dios y a la vez a los criminales, me parecen sensatos y buena gente, pero están muy lejos de ser las personas ideales que yo concibo, que concibo en la teoría, que parece que últimamente la teoría no tiene cabida en este foro y sólo hay que atenerse a lo que la práctica dice. La práctica dice que todo el mundo le teme a los criminales, entonces ¡a temerles nosotros también, y a sentirnos orgullosos de ese temor! y entonces, a actuar en consecuencia, encarcelándolos, condenándolos a muerte o directamente linchándolos, práctica que, tengo entendido, todavía no ha sido erradicada de vuestro país. Sigan ustedes en esa tesitura y yo en la mía, que ni ustedes ni yo cambiaremos de opinión de un día para el otro».