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viernes, 24 de octubre de 2014

Benjamín Franklin y la conveniencia de afeitarse uno mismo

Continúo con Franklin, y con un pensamiento suyo al que suscribo:

La felicidad humana no se debe tanto a los grandes acontecimientos afortunados que raramente suceden, como a las pequeñas ventajas que se presentan cada día. De manera que si se enseña a un pobre joven a afeitarse por sí mismo y a tener su navaja en buen estado, se contribuye más a su felicidad que regalándole mil guineas. El dinero puede gastarse pronto y quedar sólo el remordimiento de haberlo gastado tontamente, pero en el otro caso se libra de la frecuente molestia de esperar a los barberos y de soportar sus dedos a veces sucios, su aliento maloliente y sus navajas sin filo; se afeita cuando más le conviene y goza del placer diario de hacerlo con un buen instrumento (Autobiografía, p. 161).

Y combino esta reflexión con este aforismo de Lichtenberg:

La pregunta: "¿Debe filosofar uno mismo?" Ha de ser contestada, paréceme, en la misma forma que otra semejante: "¿Debe uno afeitarse solo?" Si alguien me preguntara, contestaría así: "Si uno sabe hacerlo bien, es una gran cosa". Está bien, creo, que alguien intente aprender a hacerlo solo, pero que por nada haga los primeros ensayos en su propia garganta. ¡Actúa como ya antes de ti han actuado los más sabios, y no hagas el comienzo de tus prácticas filosóficas en lugares donde un error puede ponerte en manos del verdugo!

Hoy en día ya escasean los barberos de profesión, pero abundan como nunca los sofistas, los profesionales de la filosofía. Es uno de mis grandes objetivos el coadyuvar para que amengüen estos tal como aquellos amenguaron, que cada persona pueda filosofar por sí misma sin poner por ello en peligro su gaznate.

Una prestobarba filosófica, así me veo.

sábado, 18 de octubre de 2014

La receta para la perfección moral según Benjamín Franklin

Refiere Benjamín Franklin en su Autobiografía (pp. 102-3) que alrededor del año 1726 se propuso

el audaz y arduo proyecto de llegar a la perfección moral. Deseaba vivir sin cometer en ningún momento ninguna falta; dominaría todo aquello a que pudieran conducirme las inclinaciones naturales, las costumbres o las amistades. Puesto que sabía, o creía saber, lo que era bueno y lo que era malo, no veía por qué no habría de poder siempre hacer lo uno y evitar lo otro. Pero pronto comprendí que había emprendido una tarea más difícil de lo que me imaginaba.

La empresa era en realidad titánica, pero con ayuda del hábito --supuso Franklin-- podría llegar a buen puerto. A tal efecto ideó una tabla con las virtudes que consideró las más sublimes, las propias de un santo con todas las letras, y se propuso llevarlas a la práctica, pero no todas a la vez, puesto que conocía sus debilidades, sino de una en una, para irlas dominando poco a poco, como quien tiene que pelear contra muchos sujetos y, al saberse derrotado si la emprenden todos juntos contra él, les sugiere que vayan pasando de a uno, que de a uno en fila no tendrá problema en despacharlos. Consideró entonces que si a cada virtud le dedicaba una semana completa, olvidándose hasta cierto punto de las otras y centrándose en esta única para llevarla a la práctica sin fisuras, repitiendo este procedimiento en la siguiente semana con la siguiente virtud, y así con todas, cuando finalizase la prueba sería, a fuerza del hábito, una mejor persona. Con una sola de estas series, claro está, no llegaría ni por asomo a la perfección en cada rubro, por lo que se propuso realizar esta prueba varias veces al año al principio, y luego, ya más cansado del ejercicio, consideró que una vez por año sería suficiente. Dice Franklin:

Empecé la ejecución de ese plan de autoexamen y lo continué, con ocasionales interrupciones, durante algún tiempo. Me sorprendió encontrarme mucho más lleno de faltas de lo que había imaginado, pero tuve la satisfacción de verlas disminuir. [...] en total, aunque no llegué nunca a la perfección que había ambicionado, ni mucho menos, gracias a aquel empeño me convertí en un hombre mejor y más feliz de lo que hubiera sido si no lo hubiera intentado (ibíd., pp. 110 a 112).

Las virtudes que supuso Franklin eran las más apropiadas para, luego de dominarlas, llegar a ser una excelente persona de bien, eran trece, y se propuso practicarlas en el siguiente orden:

1. Templanza (no comer hasta el hartazgo; no beber hasta la exaltación)
2. Silencio (no decir más que lo que puede beneficiar a los otros o a ti mismo; evitar las conversaciones frívolas)
3. Orden (que cada una de tus cosas tenga su lugar; que cada parte de tu trabajo tenga su hora)
4. Resolución (resuelve realizar lo que debas; realiza sin falta lo que resuelvas)
5. Frugalidad (no gastes más que para hacer bien a los otros o a ti mismo; por ejemplo, no desperdicies nada)
6. Laboriosidad (no perder tiempo; estar siempre ocupado en algo útil; suprimir todas las acciones innecesarias)
7. Sinceridad (no valerse de engaños perjudiciales; pensar con inocencia y justicia; si hablas, habla de acuerdo con eso)
8. Justicia (no hagas mal a nadie ni dejes de hacer el bien a que estés obligado)
9. Moderación (evitar los extremos; evitar resentirse de las injurias recibidas tanto como se crea que lo merecen)
10. Limpieza (no toleres la suciedad en el cuerpo, las ropas y la habitación)
11. Tranquilidad (no te perturbes por nimiedades ni por accidentes comunes o inevitables)
12. Castidad (usa raramente del sexo, excepto para la salud o la procreación, nunca hasta el embotamiento y la debilidad, o en perjuicio de tu paz o reputación, o de las de otra persona)
13. Humildad (imitar a Jesús y a Sócrates)


No ha sido Benjamín Franklin, según mi modesto entender, un modelo de perfección humana ni mucho menos. Su abultado abdomen, que es prueba fiel de que no ha sabido dominar la primera de sus magnas virtudes; su abultado capital bancario en un país que por entonces tenía gran parte de su población sumida en la pobreza o la indigencia; sus persecuciones a los indios norteamericanos, las matanzas que en parte gracias a él se perpetraron, todo esto me hace suponer que no les llegó, ni a Jesús ni a Sócrates, ni siquiera hasta la uña del dedo meñique del pie izquierdo. Sin embargo, su sistema de progreso moral es digno de mención, y no solo de mención sino de imitación también, porque al fin y al cabo me parece que no le ha errado tanto Franklin en la selección de virtudes --si bien se le han quedado en el tintero unas cuantas, y no de las menos importantes. Y como yo soy, al igual que lo era Gandhi, una persona a la que le fascina realizar experimentos con la verdad, me propongo experimentar con este método frankliniano de progreso moral tal como él lo aconsejó, de a trocitos, semana por semana, para ir creando el hábito, dándole entonces la derecha por un momento al compañero Aristóteles, que afirmó en su Ética nicomaquea (ll, 6) que la virtud podía incrementarse a través de la práctica cotidiana. Comenzaré la prueba mañana mismo (respetando el mismo orden que Franklin dimensionó) con una semana entera dedicada a la templanza (definida como la definía Franklin, moderación en el comer y en el beber). Teniendo en cuenta mi proverbial habitualidad a las pruebas dietéticas restrictivas, supongo que será una de las semanas más sencillas del raid moral que estoy a punto de comenzar. ¡Recen por mí!

lunes, 13 de octubre de 2014

Malo por naturaleza

Como en una reunión hubiese colegido muchos vicios contra él Zopiro, que se jactaba de percibir el carácter de cualquiera con base en la fisonomía, se rieron de él los demás que no reconocían en Sócrates aquellos vicios; pero fue confortado por Sócrates mismo, pues dijo que aquéllos habían estado innatos en él, pero que los había alejado de sí con ayuda de la razón.
Cicerón, Disputas tusculanas, libro IV, cap. XXXVII, secc. 80


Cosas que hacía yo cuando niño: inyectaba a las gatas peludas con DDT para observar cómo se retorcían, o las asaba a la parrilla, o aún peor, encerraba a los sapos en una mantequera, los enterraba en ella y al día siguiente los desenterraba para confirmar su deceso. Sin duda el gen de la maldad me ha venido de fábrica --porque mi entorno jamás me ha incentivado a realizar tales actos--, y por ello debo estar bien alerta si es que pretendo mejorar mi carácter.

sábado, 4 de octubre de 2014

La elección suprema

El hombre tiene que elegir entre Dios y las riquezas. Esta es la eternamente inmutable circunstancia de la elección, no hay ninguna escapatoria, ni la habrá en toda la eternidad.
Sören Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo

Este mi alejamiento del mundo y de los afectos se deriva, principalmente, de mi por ahora modesto (¡y todavía incipiente!) desdén por las posesiones. Aquel que poco posee, poco es, se creyó siempre y se cree más ahora, y entonces yo quedo de lado. Pero esto ¿es tan así? ¿Es la posesión una condición sine qua non para el florecimiento de la espiritualidad?
Escuchemos, una vez más, a don Miguel de Unamuno:

La autoridad no puede fundarse sólidamente sino sobre la propiedad. [...] en efecto, la autoridad real, la autoridad oficial --y esta autoridad no desaparece, sino más bien se corrobora, en el estado socialista, según Marx, donde las cosas, los intereses, aunque sean los colectivos, gobiernan--, esa autoridad se basa en la propiedad, sea individual, sea colectiva, pero hay otra autoridad, la autoridad personal, la que tiene un sabio, un artista, un héroe, un apóstol, un santo, que no se basa en la propiedad, sino en el espíritu. A esta otra autoridad solemos llamar prestigio. Y no suelen ser los más autoritarios los más prestigiosos.
El hombre es un hijo de la tierra que aspira al cielo --sea cual fuere éste--, un hijo de la materia que tiende al espíritu, un hijo del interés que va a la idea. Se apoya en la propiedad para lograr personalidad, y sin aquélla no puede llegar a adquirir ésta.
La propiedad empieza por ser parte de nuestra persona. El hombre que no poseyera nada, un instrumento útil o cualquiera, aunque sólo fuese un palo, ni se poseería a sí mismo, es decir, no sería hombre. La palanca, el hacha, el azadón, la paleta, son una prolongación de la mano, una parte de la persona.
[...]
Tal es el concepto real de la personalidad, y del que ni podemos ni debemos prescindir. En él toma la personalidad origen. Y el sentido de continuidad, es decir, el sentido conservador, hace que ese concepto realístico de la personalidad humana persista. Pero si en él toma la personalidad origen es para elevarse sobre él. El triunfo supremo del hombre sería sobreponerse a la tierra y a la propiedad, dominarla ("La humanidad y los vivos", ensayo incluido en De esto y de aquello, tomo I, pp. 291-2).

"El hombre que no poseyera nada --dice don Miguel--, aunque sólo fuese un palo, ni se poseería a sí mismo, es decir, no sería hombre". Aquí hay un error, según me parece. No sería hombre si no utilizara ningún instrumento o herramienta, pero utilizar no es lo mismo que poseer. Yo puedo utilizar cosas, valerme de ellas, y sin embargo no poseerlas. Uso el azadón, pero no lo considero mío, y si alguien me lo pide, o me lo arrebata, lo entrego con gusto. Y después está lo otro, lo de que "el triunfo supremo del hombre sería sobreponerse a la propiedad y dominarla". Sobreponerse y dominarla no: sobreponerse y eliminarla. Sin propiedad no se puede llegar a la espiritualidad; eso es algo que me parece obvio. Salvo alguna que otra excepción muy puntual, aquel que se ha elevado a las cimas de la espiritualidad más excelsa se ha valido de la propiedad para el escalamiento[1]. Pero cuidado, porque una vez en la cima la escalera molesta, y más nos conviene deshacernos de ella que cargarla al hombro. ¿Para qué dominarla, si es sólo un medio de transporte? ¡Quemarla, quemarla o regalársela a quien nos mira desde abajo! He ahí la función de la propiedad: un medio, imprescindible si se quiere, para cumplir nuestras más profundas aspiraciones, y un lastre pesadísimo, una impedimenta estorbosa como pocas, a la hora de caminar en las alturas.



[1] En este sentido, la tesis fundamental del marxismo, esa que afirma que lo económico engendra lo espiritual, es correcta: si queremos que todo el pueblo se espiritualice, lo primero que hay que hacer es mejorar su nivel económico. El tema pasa por cómo hacer para mejorar el nivel económico del pueblo empleando medios éticamente deseables, medios virtuosos. Y en esto el marxismo yerra.