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sábado, 31 de julio de 2010

Séneca y Diderot

Estos ensayos corresponden al capítulo 6 de La ética y la moral:

Capítulo 6
Séneca y Diderot




El oro y la virtud son como dos pesos puestos en una balanza, no pudiendo subir el uno sin que el otro baje.
Platón, La República, libro 8




Jueves 3 mayo del 2007; 7,58 p.m.
¿Sabéis por qué --nos pregunta Julien Offroy de La Mettrie--,

sabéis por qué este autor gusta y casi encanta? Porque no es ni regular ni acompasado; sin orden, como sin profundidad, vuela indistintamente sobre toda clase de temas. Le es indiferente abandonar el que acaba de comenzar, para volver a él si Dios quiere, y empezar otro. Más bien parece realizar lo que no promete, que cumplir con lo que anuncia y promete. Poco preocupado por su estilo desgreñado, retrata sus ideas en el papel tal como su cerebro las concibe (y las concibe con fuerza): se debe a esta sincera fidelidad la energía, la ingenuidad y la feliz e inimitable manera de ser que les son propias. Sin cuidarse de lo que su lector podría pensar de él [...], no tiene miedo de mostrarse completamente a su mirada, con vicios y virtudes que no le producen ni vergüenza ni vanagloria. [...] Sorprende la rareza de confidencias tan singulares, produce una sensación que la curiosidad vuelve más intensa aún. En fin, lo leemos con tanto placer, y por la misma razón, como el que produce pasearnos por una bella campiña infinitamente variada, donde a la izquierda se observa agua, barcos a vela, montañas, vides, riberas que adora el sol, y a la derecha jardines, bosques, praderas donde algunos animales pastan y otros animales toman leche.

Este párrafo lo saqué de su Anti-Séneca (1748), y el autor al que alude no soy yo sino Montaigne, pero yo me siento golosamente identificado con casi todo lo que aquí se dice, sobre todo con eso de que "le es indiferente abandonar el tema que acaba de comenzar, para volver a él si Dios quiere, y empezar otro". Y es por eso, para ser consecuente con esta orográfica pintura que del estilo Montaigne-Cornejín ha hecho el siempre simpático La Mettrie, es por eso que ahora escapo del tema que me venía ocupando --sea cual fuere, que no lo sé a ciencia cierta-- para zambullirme en las aguas de la riqueza y su relación con la virtud y la felicidad. Aquí va, pues, mi propio y descoyuntador Anti-Séneca.
¿Quién duda --pregunta Séneca en el capítulo XXII de su ensayo Sobre la felicidad--,

quién duda que el varón sabio tiene una materia más amplia para desenvolver su espíritu en medio de las riquezas que en la pobreza?

Yo, yo lo dudo. O capaz que sí, capaz que se desenvuelve mejor en la riqueza, pero se desenvuelve su parte más pérfida. En la pobreza el sabio no desenvuelve su espíritu, no necesita desenvolverlo; lo mantiene arrollado en sí mismo, nutriéndose desde adentro[1]. En la riqueza lo desenvuelve, lo saca de su asepsia, y así lo contamina. Según este pensador seudoestoico,

en la pobreza no hay más que un género de virtud: no abatirse ni dejarse deprimir; en las riquezas, la templanza, la generosidad, el discernimiento, la organización, la magnificencia tienen campo libre.

Pero no es el no abatimiento la única virtud que la pobreza ofrece al sabio, ni la más valiosa. El pobre puede jactarse, enorgullecerse, de no estar quitándole a nadie los alimentos y el abrigo necesarios para sobrevivir, y esa es su flor más bella. Es virtud pasiva, ciertamente, pero virtud al fin. Es más importante no matar que obsequiar migajas a nuestros allegados, que a eso se reduce la "magnificencia", la "generosidad" de los ricachones. Después compara el nivel económico del sabio con su estado sanitario:

Débil de cuerpo o con un ojo de menos estará bien, aunque prefiera gozar de la robustez corporal [...]. Soportará la mala salud, la deseará buena.

El sabio, en tanto que sabio, comprende con el corazón y con la conciencia interna lo que algunos pensadores comprendemos con sólo nuestra conciencia discursiva: que la salud corporal no es un bien eudemónico absoluto y por lo tanto no tiene sentido desearla buena. Pero aunque así no fuera, la comparación es improcedente, porque ¿a quién molesto yo estando robusto? A nadie, mientras que si soy rico molesto a millones de hombres, niños incluidos, que no reciben mi auxilio económico y perecen por ello. Nuestro estado sanitario no implica por sí mismo virtud o vicio; nuestro estado económico sí. Puede haber santos enfermos; santos ricos, no.
Pero Séneca vuelve a la carga:

Algunas cosas, aunque tengan poca importancia para el conjunto y puedan ser sustraídas sin destruir el bien principal, añaden algo, sin embargo, a la alegría constante y que nace con la virtud. Así las riquezas conmueven y alegran al sabio como al navegante un viento propicio y favorable, o un día bueno y un lugar soleado en el frío del invierno.

Estamos hablando de sabios, estimado preceptor, no estamos hablando de aspirantes a la sabiduría como tú o como yo, a quienes el brillo del oropel, encandilándonos, nos hace derrapar. La riqueza no tiene para el sabio ningún valor, absolutamente ninguno, ni ético ni eudemónico. Y si fuera posible que un sabio considerase algún tipo de riqueza como "un lugar soleado en el frío del invierno", de todos modos continuaría tiritando, porque comprendería que aquel sol que disfruta le fue arrebatado a otros que tienen igual derecho y mayor necesidad que él de asolearse, y el sabio no se guía por lo que le place sino por lo que su razón, amancebada con su intuición, le ordena. "¿Cuál de los sabios --insiste-- niega que también las cosas que llamamos indiferentes tengan algún valor en sí y sean preferibles a otras?" No lo niegan, y no lo niegan por la sencilla razón de que los sabios no existen ni nunca existieron. Pero tres de los que más de cerca rozaron la sabiduría, Sócrates, Jesús y San Francisco, estuvieron muy cerca de negarlo.
Después Séneca, hablándole a un rico común y corriente, establece la importancia exacta que las riquezas tienen para cada cual:

Para mí las riquezas, si se pierden, no me quitarán más que a sí mismas; tú te quedarás pasmado y te parecerá que estás abandonado de ti mismo si se alejan de ti; en mí las riquezas tienen algún lugar; en ti, el más alto; en suma, las riquezas son mías, tú eres de las riquezas.

Bonito discurso, que además de bonito sería edificante de no ser por el factor sociedad, que es lo que arruina el cuadro. Así es el estoicismo: si un estoico está a la sombra y tiene frío, hace lo que cualquier otra persona: se mueve hacia un lugar soleado, pero se mueve si y sólo si este desplazamiento no implica para él un displacer mayor que el del frío que soporta, o si para desplazarse necesita incurrir en algún comportamiento vicioso. El estoico, en definitiva, se calentará bajo el sol siempre y cuando esto no contradiga su cálculo hedonista ni su ideal de virtud. Ahora bien, remplacemos el sol por la riqueza y preguntémonos si los esfuerzos necesarios para conseguirla no implican un displacer mayor que los conocidos displaceres que el pobre tolera. Para el habitante promedio de cualquier ciudad contemporánea sin duda que no, o al menos eso es lo que suponen considerando la desesperación que los aqueja cuando su nivel económico decae y los medios que utilizan para elevarlo; pero el sabio estoico, cuyo ideal de virtud es la suprema apatía, sabe muy bien que los esfuerzos necesarios para enriquecerse contrariarían de plano su imperturbabilidad emocional; y no sólo los estoicos, que desean no desear, sino muchos de los que deseamos desear y concretar nuestros deseos más elevados nos oponemos a esa búsqueda precisamente porque sospechamos que aquellos anhelos no podrán ser alcanzados si nos dedicamos a medrar. Séneca me dirá que él no realizó esfuerzo ninguno para enriquecerse, que aquella empresa no le insumió tiempo ni preocupaciones ("... era una fortuna que no había buscado, sino que se limitó a recibirla cuando cayó en sus manos. La herencia que su padre le había dejado era considerable. [...] Y dicha fortuna se había incrementado gracias a ventajosas inversiones. Las larguezas de su pupilo [Nerón] la elevaron aún más", dice Denis Diderot en el capítulo LV de su Ensayo sobre la vida de Séneca). Concedamos esto, pero tengamos presente que una fortuna, por más que se consiga sin esfuerzo, difícil es que sin esfuerzo se mantenga; su mantenimiento suele acarrear tantas o más preocupaciones y pérdidas de tiempo que su adquisición. Una persona en la posición de Séneca, empero, tal vez pudiera conservar lo adquirido sin mayores sobresaltos, y entonces la objeción del cálculo hedonista quedaría de algún modo invalidada, pero ¿es que Séneca era uno de esos epicúreos que escupen sobre la virtud cuando ésta es incapaz de proporcionarles placeres presentes o futuros, como dijo alguna vez el fundador de dicha escuela? De ningún modo. Séneca era estoico. Un estoico moderado y ecléctico, pero estoico al fin, y como tal anteponía el concepto de virtud a cualquier otro, placer individual o felicidad individual incluidos. Ahí está su llaga purulenta, y aquí está mi dedo que la toca y la revienta. Porque me repugna tanto el olvido inmerecido (y es por eso que me ocupé de Martín Alonso Pinzón hace unos días) como la inmerecida fama, y la de Séneca es harto inmerecida. No por hipócrita, porque él nunca, siendo rico, echó pestes sobre la riqueza; no lo acuso de hipocresía sino de atrofia intelectual. Su vuelo mental, a juzgar por este capítulo de su ensayo, tiene mucho de gallináceo y muy poco de aguileño. Hipócrita era Tolstoi, que condenaba la riqueza viviendo sumergido en ella, pero ¡sabe Dios cuántos esfuerzos realizó para desdeñarla!... Esa hipocresía de miras elevadas es mucho más edificante, o, si se quiere, mucho menos nociva, que las construcciones intelectuales viciadas que pasan por buenas por tener como certificado de garantía el nombre de un pensador "elevado".
Yo no dudo, o dudo poco, de la imperturbabilidad de Séneca en el supuesto caso de que hubiese perdido la totalidad de su fortuna. No, a Séneca no le habría ocurrido lo que le ocurrió a mi amigo Fernando Rodríguez, a quien volví a ver el otro día y continúa consumido por la depresión crónica que lentamente se le fue desatando luego de perder muchos de sus bienes materiales. Las riquezas eran de Séneca, mientras que Fernando era de las riquezas. Después de todo, cuando Séneca cayó en desgracia se cortó las venas, supuestamente, con gran tranquilidad y sin pena (lo que no deja, según mi criterio, de ser contrario al ideal estoico, porque si bien se requiere de cierto valor para suicidarse[2], el sabio nunca siente miedo respecto de las circunstancias que le tocará vivir, por lo cual no tiene motivos para quitarse la vida). Pero la cuestión, lo digo y lo repito hasta el hartazgo, no pasa por saber si la pérdida de sus riquezas lo hubiese apenado o si sus riquezas, lejos de perturbarlo, lo alegraban como al navegante un viento propicio; todo esto es algo secundario. Un rico en el mundo equivale, tanto hoy como en la antigua Roma, a por lo menos cien hambrientos. No digo, no alcanzo a decir por ahora, que la riqueza de Séneca fuera la causa de la desnutrición de parte de su pueblo, pero si no era la causa, al menos pudo ser el remedio, pues la única virtud que puede haber en el hecho de ser rico es dejar inmediatamente de serlo, para que dejen también algunos de ser indigentes. La pobreza es el estado ideal del ser humano, en el cual mejor se desenvuelve (o se envuelve) su espíritu, pero la pobreza no es la indigencia, que corrompe y socava los cimientos del alma excepto en aquellos demasiado santos o demasiado locos como para preocuparse por su animal economía. La indigencia es indeseable moralmente[3], y quien la fomenta, o quien, pudiendo sofocarla de algún modo, no la sofoca, es un ser inmoral, es un ser vicioso, y, tal vez, es un ser infeliz. Por eso es que me preocupan y a la vez me causan gracia las expresiones de Diderot en defensa de su admirado Séneca; me preocupan porque yo lo tenía como un pensador, aunque pedestre, sensato y criterioso, y me causan gracia porque no sé si burlarme de su infantilismo o de su mala fe. "No me cabe en la cabeza --afirma el enciclopedista-- la gran importancia que se concede a tan enorme fortuna que, desde luego, no era superior a la de cualquier ministro [...]. ¿Qué importancia podía tener esa riqueza que tanto se le echa en cara? "(Ibíd., cap. LV). No voy a responder porque sería repetirme, pero eso de alegar que la fortuna de Séneca no era superior a la de los ministros... ¿a qué viene? Un ministro político no es un preceptor, ni se jacta de ser virtuoso o de conocer algo de lo que la virtud sea; luego, un ministro romano puede perfectamente acumular riquezas sin por ello contradecir nada de lo que representa su investidura, pues los políticos, ya se sabe por más que no se diga, no tienen por meta la bienaventuranza popular sino la fama, los honores y las riquezas personales. Aquí está claro que Diderot no está defendiendo a Séneca sino a sus propios dinerillos. "Habría que preguntarse --continúa-- si los detractores de Séneca se preocuparon en investigar acerca de cómo había acumulado tal fortuna. [...] ¿Se informaron acerca del uso que dio a la misma? ¿En algún sitio dice que su bolsa permaneciese cerrada a sus parientes o a sus amigos menesterosos? Si alguien dijera algo así, mentiría". Sería de desear que Séneca hubiese acumulado su fortuna por medios lícitos (aunque los límites entre un medio lícito e ilícito de ganar dinero nunca están bien demarcados, como ya demostré o pretendí demostrar en mis anotaciones del 28/7/97)[4]; sería de desear, pero no la justificaría frente al tribunal de la virtud. (Además el mismo Diderot nos cuenta que la mayor parte de su fortuna la heredó o se la regaló Nerón; ¿pueden considerarse probos estos medios?) Y ¿desde cuándo la generosidad estoica, la generosidad del virtuoso cosmopolita por excelencia, se limita a abrir la bolsa frente a parientes o amigos menesterosos únicamente? El estoico, ya se sabe, no compadece a nadie, pero va en auxilio de todos, entenados o no entenados, que la gente de veras magnánima nunca hizo ese tipo de diferencias.
Teniendo siempre presente lo dicho por mí hace diez años casi respecto de los medios lícitos o ilícitos empleados para enriquecerse, leamos estos párrafos extraídos del cap. XXIII del ensayo senequista:

Deja, por tanto, de vedar el dinero a los filósofos; nadie ha condenado la sabiduría a ser pobre. Tendrá el filósofo grandes riquezas, pero no arrebatadas a nadie ni manchadas de sangre ajena[5]. Acumula cuanto quieras: son honradas; aunque hay entre ellas muchas cosas que todos quisieran llamar suyas, no hay nada que pueda nadie decir suyo. Pero el sabio no rechazará los favores de la fortuna, y ni se envanecerá ni se avergonzará del patrimonio adquirido por medios honrados.
El sabio no dejará que pase su umbral ningún denario mal entrado; pero no rechazará ni desechará las grandes riquezas, don de la fortuna y fruto de la virtud. ¿Por qué razón les negaría un buen lugar? Que vengan y se alberguen. Ni las ostentará ni las ocultará [...]. Del mismo modo que, aunque pudiera viajar a pie, preferirá, sin embargo, montar en un vehículo, así, siendo pobre, si puede ser rico, querrá; y así tendrá riquezas, pero como cosa ligera y huidiza [...]. Dará a los buenos o a los que podrá hacer buenos, dará con suma prudencia, eligiendo a los más dignos, como quien recuerda que hay que dar cuenta tanto de los gastos como de los ingresos.

Erró Séneca su vocación: debió ser economista. ¡Cuánta más sabiduría encierra este refrán popular: "Haz bien sin mirar a quien"! Y no se diga que yo equiparo hacer el bien con dar dinero; no es así en todos los casos, pero cuando la extrema necesidad aparece, la bondad y el desprendimiento indiscriminado van de la mano.
"No se aprende a conocer a Séneca --advierte Diderot--, ni tampoco se tiene derecho a criticarle, por haber leído unas cuantas páginas suyas. Leedlo, y volved a leerlo entero [...]. Sólo entonces habréis llegado a reconocer que fue un hombre de gran talento y rara virtud" (ibíd., cap. CV). ¿Por qué? ¿Por qué no puedo leer unas cuantas páginas de un determinado autor y criticarlas? Si el mensaje es claro y terminante --y este de Séneca lo es-- puede uno criticarlo sin más. ¿Para qué perder el tiempo leyendo todo lo que Séneca escribiera si yo sólo critico un punto en particular y no la obra en su conjunto? Es como si Pedro Migueletes dijese que comer clavos es bueno para la salud del intestino; ¿voy a privarme de criticar este aserto por el hecho de no haber leído la totalidad de los noventa volúmenes que Pedro Migueletes publicara? Es cierto que yo, además de criticar este punto de su doctrina, he dicho, o di a entender, que Séneca era una persona inmoral, pero era inmoral en tanto defensor de un concepto erróneo y potencialmente dañino, y en ese sentido todos somos o fuimos inmorales en algún momento de nuestra vida. Para conocer, dentro de lo posible, el verdadero grado de inmoralidad que presentaba, tendría sí que leer todo su legado e interiorizarme acerca de los detalles de su existencia, pero no estoy ahora interesado en juzgar a Séneca ni como persona ni como escritor. Temerario sería decir, después de haber leído esta obrita suya, que Séneca carecía de talento. Pero sí coincido con Diderot en que se trataba de un hombre de rara, muy rara virtud.
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[1] El propio Séneca lo dice más arriba: "¿Qué necesita del exterior el que ha recogido todas sus cosas en sí mismo?" (cap. XVI).
[2] A los que suponen que la cobardía está detrás de todo suicidio, les responde, atinadamente, Rafael Barrett: "¿Cobardes? ¿Cuál es la cobardía mayor, temer la vida o temer la muerte? ¿Resignarse a lo conocido o afrontar el misterio? Matarse es una cobardía a la que pocos se atreven; el presidiario que intenta evadirse, horadando el muro, es más viril que el que se queda esperando órdenes en el calabozo, y me parece cosa grande convertir en llave el cañón de un revólver, y salir del mundo por el pequeño agujero de la sien" (Moralidades actuales, ensayo intitulado "Suicidas anónimos").

[3] Seguramente también lo es en sentido ético, pero las proposiciones éticas, cuyas consecuencias se pierden en el infinito, son por eso metafísicas y por lo tanto indemostrables mediante la lógica, como ya lo he dicho en otras oportunidades. Es por eso, y sólo por eso, que no afirmo que la opulencia sea inética, aunque creo firmemente que mis intuiciones así lo sugieren.

[4] Ver la sección XI del Apéndice del presente extracto.

[5] Lo que Nerón le regalaba ¿no estaba manchado de sangre ajena? ¡Hasta la sangre de Jesús chorreaba de los haberes de Séneca!

viernes, 30 de julio de 2010

Colón y Pinzón

Estos ensayos corresponden al capítulo 5 de La ética y la moral:

Capítulo 5
Colón y Pinzón


A partir de ahora, la biografía del descubridor del Nuevo Mundo, don Cristóbal Colón, limpia de invenciones, supercherías y errores, está llamada a experimentar importantes mutaciones.
Antonio Rumeu de Armas, Hernando Colón, historiador del descubrimiento de América





Miércoles 7 de marzo del 2007; 4,25 a.m.
Se dice que Colón, después de largos días de infructuosa búsqueda y ya con escasos alimentos y bebidas para mantener a la tripulación, experimentó un instante de zozobra espiritual y arrimó su carabela a la Pinta para gritarle a su comandante un desesperado "¡Martín Alonso, perdidos vamos! ¡Mejor regresemos!", a lo que éste respondió que no, que antes preferiría morir que regresar sin gloria, y que de todos modos era más sensato continuar, pues la bebida ya no alcanzaría para el viaje de regreso. El apichonado almirante se rindió a los argumentos y al empuje de su segundo y mantuvo el rumbo que lo depositaría, al poco tiempo, en las costas de su anhelada "India".
Dos cosas salvaron a Colón: el haber tenido cerca un personaje valiente y decidido cuando él se acobardó y vaciló, y el haberse interpuesto el inesperado continente americano entre el puerto de Palos y las inalcanzables Indias. Todos necesitamos de un Martín Alonso que nos dé un par de bofetadas cuando, abrumados por el peso de la vida, renunciamos por un momento a nuestros más caros ideales, y todos necesitamos de una isla de Guanahaní que nos redima y que sea la punta de lanza de algo muchísimo más trascendente que lo que a tientas andábamos buscando.
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Jueves 8 marzo del 2007; 12,50 a.m.
Se puede ser visionario y aventurero hasta para ir a comprar especias.
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Domingo 22 abril del 2007; 12, 38 p.m.
Dos errores se deslizan en el relato que hiciera yo el 7 de marzo relacionado con el descubrimiento de América. En primer lugar, no sería cierto que las provisiones escasearan en la flota; en segundo, no sería cierto que Colón mantuvo el rumbo: Martín Alonso Pinzón habría pasado en ese momento a comandar la expedición seguido de su hermano Vicente Yánez, y habrían sido ellos, y sólo ellos, los verdaderos descubridores del nuevo continente, pues Colón se habría quedado rezagado.
El día de la crisis habría sido el 6 de octubre. En aquella jornada, el diario de Colón especifica que Martín Alonso, acercando su Pinta a la nave del almirante, le comentó a éste que "sería bien navegar a la cuarta del Güeste a la parte del Sudueste; y al Almirante pareció que no". "¿Qué es lo que ha pasado? --pregunta el historiador en que me apoyo para sacar de la oscuridad este incidente--. ¿Qué se ha dado como situación nueva, para que un capitán subordinado, pretenda pasar sobre el Capitán General, y cambiar nada menos que el rumbo de la armada?" (Jorge Funes, En días del año 1492, cap. XIII). Pasó que Colón, habiendo navegado ya casi mil leguas sin encontrar el suelo que suponía firmemente hallar a las 700, renegó dolorosamente de su hipótesis (basada en los cálculos de algunos antiguos y reputados geógrafos[1]) y decidió volver --o bien fue su tripulación la que renegó de él y lo intimó a que pusiese reversa. Y el diario de navegación no menciona este incidente por la sencilla razón de que habría sido expurgado por su hijo Diego y por Fray Bartolomé de Las Casas para mejor honra del gran descubridor[2].
¿Cómo hallar la verdad, o al menos algo que se le aproxime? Para mejor saber de esto, nos dice Jorge Funes, nos conviene retroceder

quinientos años atrás, para oír, no a historiadores con posiciones comprometidas, sino a gentes de aquellas villas marineras, que trataron a Colón, a Martín Alonso, y a otros actores de este gran drama. Ellos nos dirán lo que vieron, ya actuando, ya oyendo, y nos hablarán llanamente, sin interpretaciones, que a esas las haremos nosotros.

El primero que mencionaremos se llama Bartolomé Martín de la Donosa, vecino de la villa de Palos, tiene 70 años, ha conocido a Colón y a Martín Alonso "de vista, trato y conversación" y lo vemos cuando va a declarar en el pleito de los Colón[3], a propuesta del Fiscal del Rey. Así habló ese tal De la Donosa del incidente que nos ocupa:

Y este testigo además de lo susodicho oyó decir que el dicho almirante habiendo andado mil leguas [...] procuró y dijo que se volviesen todos y el dicho Martín Alonso dijo que no quería y no quiso sino continuó su navegación él y sus hermanos, y dejó al dicho almirante, y desde que el dicho almirante vio que le dejaba y el dicho Martín Alonso navegaba se tornó a juntar con él, y el dicho Martín Alonso Pinzón amonestó a todos diciendo que armada de tan altos príncipes no se había de volver sin razón atrás, [...] y si no fuera por el dicho Martín Alonso Pinzón no se descubrieran las Indias que por el dicho almirante de allí se tornara.

Cuando el fiscal del rey le preguntó cómo se había enterado de todo eso, contestó De la Donosa que

lo oyó decir a los que vinieron del dicho viaje y armada que pasaba así (Pleitos colombinos, tomo VIII, p. 249, edición preparada por Antonio Muro Orejón)[4].

Otro que participó en el susodicho juicio fue Diego Rodrigues Colmenero, vecino de Palos, de alrededor de 65 años y que estuviera casado con una hija, por ese entonces ya difunta, de Martín Alonso.

En el golfo --relató-- por su navegación el dicho almirante andadas 800 leguas o más de camino, preguntó al dicho Martín Alonso, y dijo que tenía andando el camino que pensó de andar el dicho viaje, y que la tierra no era descubierta y qué le parecía que harían, si siguieran el viaje o volvieran, y el dicho Martín Alonso Pinzón le dijo al dicho almirante: ¡Cómo capitán, con tal embajada de tan altos príncipes se ha de volver y dejar de ir su viaje! ¡Ahora es tiempo de andar! Y que el dicho almirante paró y el dicho Martín Alonso continuó su navegación, y el dicho almirante siguió en pos de él.

Preguntado sobre cómo se había enterado de eso, dijo que

porque el dicho Martín Alonso y los que con él iban decían que había pasado así lo susodicho (ibíd., t. VIII, p. 254).

Y el tercer testigo de oídas que citaré, Hernán Peres Mateos, de 80 años, conocedor también de Martín Alonso y de Colón, sugiere que los marineros de la Santa María, a punto de amotinarse, fueron quienes indujeron al almirante a que hablara con su segundo respecto de los pasos a seguir. El testimonio es imperdible: dice que oyó decir

a los dichos Martín Alonso Pinzón y sus hermanos que [...] la gente que venía en los navíos, habiendo navegado muchos días y no descubriendo tierra, las que venían con el dicho don Cristóbal Colón se querían amotinar y alzar contra él diciendo que iban
perdidos y entonces el dicho don Cristóbal Colón había dicho al Martín Pinzón lo que pasaba con aquella gente y qué le parecía que debían hacer y que el dicho Martín Alonso le había respondido: señor, ahorque vuestra merced media docena de ellos o échelos a la mar y si no se atreve yo y mis hermanos barloaremos sobre ellos y lo haremos, que armada que salió con mandado de tan altos príncipes no había de volver atrás sin buenas nuevas (ibíd., t. VIII, p. 397).

Después está Fernán Pérez Camacho, 85 años, conocedor de ambos protagonistas en trato y conversación. Según lo que él oyó, esta fue la respuesta de Martín Alonso ante la requisitoria de Colón:

señor, aquí venimos a servir a Dios y al rey y no habremos de volver atrás hasta que hallemos tierra o morir (ibíd., t. VIII, p. 310).

Y otro Fernán, Ianes de Montiel, de 80 años, colorea un poco más la insubordinación:

¿Cómo capitán al cabo de tanto tiempo que habemos andado tanto nos habremos de volver? ¡Adelante! ¡Adelante! Andemos tres o cuatro días u ocho hasta que hallemos tierra porque no conviene a nuestra honra que volvamos así sin hallar tierra (ibíd., t. VIII, p. 314).

Cuando el fiscal del rey le pregunta a Gonzalo Martín, 62 años, conocedor de Colón, qué sabe del tema, el testigo afirma haber escuchado

que al tiempo que habían [...] andado más de 800 leguas el dicho Colón había desmayado y había dicho al dicho Martín Alonso Pinzón que [...] se volviesen y que el dicho Martín Alonso le dijo al señor Colón: no me ha enviado al rey acá para que me vuelva, yo traigo bastimento para un año y no me tengo que volver, que con la ayuda de Dios tengo que pasar adelante (ibíd., t. VIII, p. 320).

Avala también la hipótesis de que los pertrechos nunca escasearon Alonso Gallego, de 65 años, residente en la localidad de Huelva y conocedor, según afirmación suya, de ambos personajes. Dijo Gallego, según consta en el acta correspondiente, que

al tiempo que vino la armada de hacer el dicho viaje y primer descubrimiento, los que venían en los navíos todos decían [...] que habiendo andado muchas leguas por la mar que del navío en que había ido el dicho Colón habían tirado un tiro y que el dicho Martín Alonso Pinzón iba con su navío adelante y aguardó y dijo al dicho Colón: señor, qué manda vuestra señoría, y que el dicho Colón le dijo: Martín Alonso, esta gente que va en este navío va murmurando y tienen ganas de volverse y a mí me parece lo mismo, [...] y que el dicho Martín Alonso Pinzón había dicho entonces al dicho Colón: señor, acuérdese vuestra señoría que [...] os prometí por la corona real que yo ni ninguno de mis parientes no habíamos de volver a Palos hasta descubrir tierra en tanto que la gente fuese sana y hubiese mantenimientos; pues ahora ¿qué nos falta? La gente va sana y los navíos nuevos y llevamos harto mantenimientos. ¡Por qué nos habremos de volver! Quien se quisiera volver vuélvase que yo adelante quiero pasar, que yo tengo que descubrir tierra o tengo que morir en esta demanda (ibíd., t. VIII, pp. 341-2).

Sea porque Colón se "desatinó" --como creía Funes-- al comprender que aquellos grandes teorizadores habían errado sus cálculos, sea porque sus marineros, temiendo llegar al borde del planeta y caer al infinito vacío[5], lo apretaron para que regresase, lo cierto, o al menos lo que parece a todas luces haber sucedido, es que si no hubiera sido por Martín Alonso Pinzón, Colón no habría descubierto América. Yo me juego por la hipótesis del motín: no creo que Colón, teniendo víveres, barcos y navegantes en buenas condiciones, tuviera que apegarse tan fielmente a las 700 leguas que, suponían aquellos sabios, había que navegar para llegar a las Indias; el margen de error de un proyecto tan ansiado, del mayor y más estudiado proyecto de la vida de aquel hombre, bien valía estirarse, por lo menos, 700 leguas más. Pero el proyecto era de él, no de los supersticiosos marinos que lo acompañaban y que aún creían en la planitud de la Tierra. Y estos marinos no conocían a Colón, ni mucho menos lo estimaban; no se perdería gran cosa para ellos si su capitán era lanzado por la borda. Al que sí conocían era a don Martín Alonso, quien se había encargado de reclutarlos. Por eso, cuando escucharon ese grito desde la Pinta: "¡Señor, ahorque vuestra merced media docena de ellos o échelos a la amar, y si no se atreve yo y mis hermanos lo haremos!", ahí mismo el motín finalizó, si bien las deliberaciones continuaron lo suficiente como para que las otras carabelas se alejaran y tocaran tierra sin Colón en el horizonte[6]. Funes no quiere por ningún motivo que tal incidente se interprete como un apichonamiento de Colón, y en ese sentido estoy de acuerdo con él: ni el más valiente y decidido de los mortales puede hacer nada frente a cuarenta energúmenos que quieren lincharlo. La honra de Cristóbal Colón, pues, queda intacta, pero se le suma y casi se le aparea la de Martín Alonso Pinzón, el verdadero descubridor del Nuevo Mundo[7].
De ahora en más, cuando debamos emplear el verbo "colonizar", troquémoslo mejor por "pinzonizar". La verdad histórica nos lo agradecerá. ¡Y encima suena lindo!
Ya ves, Cornelio, que los pleitos tribunalicios sí sirven para algo...[8]
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Viernes 29/6/2007; 10,49 a.m.
"La honra de Colón queda intacta" dije el último 22 de abril al documentar lo que a mí me parece que sucedió aquel 6 de octubre de 1492, 6 días antes del descubrimiento. Pero después me puse a leer el Cristóbal Colón y el descubrimiento de América de Antonio Ballesteros y descubrí algo que, de ser verdadero, haría de mi admirado don Cristóbal un personaje menos idealista de lo que yo suponía.
Casi todos damos por sentado que fue un desconocido marinero llamado Rodrigo de Triana quien, desde la Pinta, observó por vez primera el suelo americano. Lo cierto es que no vio tierra ninguna sino fuego, pues eran las dos de la mañana cuando divisó esas lumbres indígenas a más o menos dos leguas de distancia. Si nos guiamos por la opinión del historiador Jorge Funes y por la mía propia, la Santa María capitaneada por Colón estaba bastante retrasada con respecto a las otras carabelas en ese momento, por lo que mal pudo el jefe de la expedición ni siquiera enterarse a tiempo del hallazgo[9]. No fue esto, sin embargo, lo que se dijo a los reyes de Castilla cuando regresaron. Habían ellos prometido 10.000 maravedíes anuales de por vida a quien viese las primeras señales verídicas de que habían llegado a su destino, y estas señales, según Colón, las había visto él mismo bajo la forma de tenues centelleos que refulgían y se apagaban muy a la distancia. Habría el comandante divisado estos fueguitos a eso de las 10 de la noche del 11 de octubre, cuatro horas antes del grito de Rodrigo de Triana. Los reyes le creyeron y le otorgaron la suculenta pensión, dejando a Rodrigo tan despechado que, según cuenta la leyenda, apostató del catolicismo y se hizo mahometano.
Yo no le creo a Colón; me sospecho que las primeras noticias fueron dadas por Rodrigo de Triana. Pero aunque la versión del capitán sea la correcta, ¿qué clase de caballero, como yo suponía era don Cristóbal, arrancaría de las narices de un pobre marino esa recompensa que no era para el navegante más reconocido del mundo ni urgente ni necesaria? Tal vez lo haya hecho no por el dinero sino por la honra pública de haber sido, además del mentor del viaje, el descubridor literal de las nuevas tierras[10]. Pues tanto peor para un verdadero caballero, a quien le importan tan poco los maravedíes como la opinión de los otros. Si viste los fueguitos, ¡cállalo, Colón! No monopolices la gloria o correrás el riesgo de que la verdadera gloria, la gloria posmorten, no se deje ver en tu horizonte.
Ahora entiendo mejor eso que se dice de la derrota de Colón.

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[1] Entre los que destacan Marino de Tiro, Ptolomeo, Estrabón y Plinio el Viejo.
[2] (Nota añadida el 14/8/9.) Esta es la hipótesis de Funes (cf. op. cit. p. 143) que fue también suscrita en su momento por Ramón Menéndez Pidal: "Las Casas era hombre arbitrario que afirmaba con vehemencia y sin escrúpulo cuanto le convenía a sus propósitos [...]; él, historiador doméstico al servicio de los herederos del Almirante" (La lengua de Cristóbal Colón, el estilo de Santa Teresa y otros estudios sobre el siglo XVI, p. 12). Sin embargo, según Julio Guillén Tato (La parla marinera en el Diario del primer viaje de Cristóbal Colón, pp. 13 ss.), el diario que nos legó Fray Bartolomé de las Casas es, casi con seguridad, el auténtico escrito que Colón remitiera en su momento a los reyes católicos, sólo retocado por el cura en lo que hace al estilo literario y nunca en sus datos objetivos, y esta es la postura que hoy día prevalecería dentro de la camarilla de los investigadores colombinos. Hemos de sospechar entonces que no fue Las Casas, sino el propio Colón, quien se encargó, al redactarlo o al pasarlo en limpio luego de su arribo a Barcelona, de omitir algunos datos relacionados con este conato de motín.
Pudo Colón hacer silencio ante los reyes, pero algunas verdades se le escaparon ante su hijo Hernando, quien las relata del siguiente modo: "... Cuanto más vanos resultaban los mencionados indicios, tanto más crecía el miedo de algunos tripulantes y la ocasión de murmurar, retirándose dentro de los navíos, y diciendo que el Almirante, con su fantasía, se había propuesto ser gran señor a costa de sus vidas y peligros y de morir en aquella empresa. [...] No faltaron algunos que propusieron dejarse de discusiones, y si él no quería apartarse de su propósito, podían resueltamente echarlo al mar, publicando que el Almirante, al observar las estrellas y los indicios, se había caído sin querer, que nadie andaría investigando la verdad de ello, y que esto era el fundamento más cierto de su regreso y de su salvación. De tal guisa continuaban murmurando de día en día, lamentándose y maquinando, aunque el Almirante no estaba sin sospecha de su inconstancia y de su mala voluntad hacia él; por lo que, unas veces con buenas palabras, y otras con ánimo pronto a recibir la muerte, les amenazaba con el castigo que les podría venir si impidiesen el viaje" (Hernando Colón, Historia del almirante don Cristóbal Colón, tomo I, cap. XX).
[3] Contra la Corona de Castilla, que dio comienzo en 1508.

[4] Me tomé el atrevimiento de modernizar la ortografía y la puntuación de esta declaración y de las siguientes. En el libro de Muro Orejón aparecen los testimonios tal cual como quedaron asentados en el acta del juicio.

[5] Se lo llamaba por aquel entonces al Océano Atlántico "Mar Tenebroso", y el Non Plus Ultra (no más allá) se levantaba como una sobrecogedora advertencia en sus imaginarios pórticos.

[6] Según declaró Juan Martín Pinzón --hijo y heredero de Martín Alonso-- en 1532, en una probanza del juicio, su padre arribó a Guanahaní "una noche y un día antes que el dicho Almirante se juntase con él" (Pleitos colombinos, t. VIII, p. 228). En 1535, Juan Martín Pinzón cedió a la Corona de Castilla todos los derechos territoriales que heredara de la participación de su padre en el descubrimiento (cf. ibíd., t. VIII, p. 109). A la Corona, pues, le convenía que Pinzón resultara el auténtico descubridor. ¿Debilita este factor a la hipótesis que sustento? Ciertamente, pero no la impugna.

[7] (Nota añadida el 11/8/9.) Al día siguiente de asumir el control de la expedición, el 7 de octubre, Martín Alonso modificó el rumbo hacia el sudoeste. "Este cambio fue providencial --comenta otro historiador--. De no haberlo hecho así, la recalada podía haber sido en las costas de Florida y la intensidad de la corriente del Golfo obligarles a dar vuelta sin descubrir nada" (José Martínez-Hidalgo, Las naves del descubrimiento y sus hombres, p. 73). Un nuevo dato en favor del buen tino de aquel navegante que a sus naturales dotes de valentía y liderazgo les agregaba el de ser un experimentado (y afortunado) rumbeador.

[8] (Nota añadida el 11/8/9.) El historiador Manuel Sales Ferré transcribe en su libro El descubrimiento de América según las últimas investigaciones, cap. IV, algunas declaraciones de "testigos de oídas" participantes en dicho pleito en apoyo de la hipótesis contraria: el que se quería volver habría sido, según estos testimonios, Martín Alonso y no el Almirante, que insistía en continuar navegando algunos días más hacia el oeste. "¿Qué debemos pensar --se pregunta Sales Ferré-- de estas declaraciones? Que son falsas a todas luces. Es moralmente imposible que Martín Alonso Pinzón, el navegante experto e intrépido, que había comprometido en la empresa su crédito y una parte importante de su fortuna [...], pensase en volverse, cuando las naves se hallaban sanas y los víveres abundaban [...]. Dado el carácter de la persona y los intereses que había comprometido, es seguro que si alguien hubiese hablado de volverse, Martín Alonso Pinzón habría sido el primero en combatir rudamente tamaño despropósito". Cierto es que también considera falsos los testimonios contrarios a Colón: "¿Cómo es posible que cruzara la idea de volverse por la mente de Colón: de Colón, que había andado siete años tras la corte de Castilla en demanda de medios para realizar su proyecto; de Colón, que había ideado lanzarse al Atlántico en unas pobres carabelas tripuladas por criminales; de Colón, que escamoteaba todos los días a los tripulantes parte del trayecto recorrido para que éstos no se asustasen?" En resumidas cuentas, lo que ocurrió aquel 6 de octubre, según este historiador, fue lo siguiente: acobardamiento y posterior motín de la tripulación de la Santa María, cañonazo de Colón avisando a los Pinzones, acercamiento de las naves para deliberar, resolución inflexible de Martín Alonso de ejecutar a los amotinados (ejecuciones que no se concretaron, quedando sólo en amenazas) y continuidad del viaje, las tres carabelas juntas, siendo Colón, a los pocos días, el descubridor del Nuevo Mundo. Es posible que así se dieran las cosas, pero entonces ¿por qué no consignó todo esto Colón en su diario de navegación, que poco y nada dice relacionado con esta evidente y decisiva crisis? Sales dice que si escondió el motín fue sólo por vergüenza, por saberse culpable de él al no haber tratado a su tripulación con el tacto necesario, siendo como era un personaje duro, cruel, iracundo, orgulloso y que trataba "con cierto desdén a sus subordinados, contra lo que era usual y corriente entre la gente de mar española". Esto explica el motín, pero, según mi criterio, no es explicación suficiente de su ocultamiento a los ojos de la Corona. Si Colón esconde tan crucial suceso es porque pasó algo más, y ese algo más es que Colón se rezagó y llegó tarde al descubrimiento, según todo me lo hace sospechar.
[9] (Nota añadida el 10/8/9.) Manuel Sales Ferré coincide con nosotros: "Evidentemente, desde el punto en que se hallaba la Santa María, el Almirante no pudo ver ni lo uno ni lo otro [ni tierra ni lumbre]" (op. cit., cap. V).

[10] (Nota añadida el 11/8/9.) Sales Ferré no se anda con vueltas y apunta directamente hacia el factor codicia, aduciendo que tal estratagema configura un "nuevo y triste testimonio de lo mucho que podía la sed de oro en el ánimo de Colón" (ibíd., cap. V).

miércoles, 28 de julio de 2010

Popper y Marx

Estos ensayos corresponden al capítulo 4 de La ética y la moral

Capítulo 4
Popper y Marx



No sólo del hombre vive el pan.
Sui Generis, Pequeñas delicias de la vida conyugal




Lunes 25/09/2006; 7,10 p.m.
Las afirmaciones vertidas el pasado 13 de septiembre parecen auspiciar un alejamiento de mi proverbial postura psicologista en favor del sociologismo. Veremos si es tan así, y de paso estudiaremos, aprovechando este magnífico libro de Popper que me han prestado y que se titula La sociedad abierta y sus enemigos, estudiaremos el fondo sociológico del pensamiento del autor y también, por qué no, el de Marx, del cual se habla largamente durante los capítulos 13 a 22.
En principio, dejemos en claro lo que yo entiendo por psicologismo puro y por sociologismo puro. El psicologismo puro es la teoría que afirma que todas las acciones del hombre, incluidas las acciones sociales o conjuntas, dependen de leyes psicológicas y sólo de leyes psicológicas. El sociologismo puro, por el contrario, afirma que dichas acciones dependen sólo de leyes sociológicas, o sea que la psicología de cada individuo está determinada enteramente con su entorno social. En palabras de Karl Marx: "No es la conciencia del hombre la que determina su vida, sino más bien la vida social la que determina su conciencia".
Yo siempre fui, desde que comencé a darles prioridad a mis intelecciones por encima de cualesquiera otras preocupaciones ordinarias (o sea desde el comienzo del libro tercero de este diario aproximadamente), siempre fui sicologista, no sé si puro, pero sicologista al fin y a todo trance. Y lo sigo siendo pese a lo esbozado en aquella oportunidad y en algunas otras. Es verdad, me parece, que sin el entorno social adecuado el prospecto de filósofo tiende a quedarse en eso, en mero prospecto sin posibilidades de gloriosa maduración, pero esto no amerita decir que la psicología de aquel sujeto pueda ser modificada, para bien o para mal, por las leyes sociológicas que imperan en su entorno. Yo no niego la existencia de dichas leyes y su monumental poder de persuasión y disuasión, pero afirmo que toda ley sociológica es reducible a leyes psicológicas, o sea que la maduración o no del prospecto de filósofo depende, sí, de otras personas, pero no de una ley sociológica independiente de las leyes psicológicas que rigen el comportamiento de cada uno de los integrantes de su entorno. La autarquía del filósofo tal vez necesite de un empujón exterior para desarrollarse, pero tal empujón será siempre psicológico por más que provenga de la conjunción de una miríada de mentalidades.
Dos cosas quiero decir antes continuar este análisis. La primera es que considero esta hipótesis como estrictamente metafísica en el sentido popperiano del término, vale decir, indemostrable por procedimientos empíricos, y, por lo mismo, irrefutable. La segunda indica que dentro de la psicología y de las leyes psicológicas yo meto tanto la parte racional y emocional del individuo como también los instintos, las intuiciones y el componente memético de la conducta.
Ahora sí, habiendo apisonado convenientemente la tierra en la que se yergue mi postura, podré ocuparme, sin temor de ser malinterpretado, de la difusión y crítica de la sociología popperiana y de la marxista, empezando por aquella sentencia que afirma que no es la conciencia del hombre la que determina su vida, sino más bien la vida social la que determina su conciencia.
La conciencia del hombre promedio está determinada por su vida social desde que nace hasta que alcanza un mínimo grado de madurez. Este grado es alcanzado por algunos a los 10 años de vida, por otros a los 15 o a los 20, por los más a los 25 o a los 30, y existen individuos cuyo punto inicial de maduración de su conciencia tiene que buscarse más allá de sus 40 años de edad, lo mismo que hay otros que no maduran jamás, que mueren verdes. Hasta que se alcanza, o no se alcanza, este punto, el individuo vive más de acuerdo con la psiquis colectiva de su entorno que con la suya propia, pues la suya está siendo ensamblada por su entorno y no desea trabajar hasta estar completamente, o mínimamente, formada. (Aclaro nuevamente que hablo del hombre promedio. Existen personas que nacen más o menos refractarias al influjo social y que ya de muy pequeñas van formando su conciencia con un mínimo aporte sociológico y un máximo psicológico, que se nutren de su propia psiquis basal, de su inconciente.) Hasta aquí le doy la razón a Marx. Sin embargo, una vez que la conciencia comienza su maduración, tiende, en los individuos más esclarecidos, a cobrar autonomía respecto del medio social que la formateó, pudiendo incluso dejar de lado y hasta oponerse a los principios doctrinarios, morales, científicos, etc., insertos en el tejido social que fue su cuna y su sangre. No es común que suceda con el hombre promedio, pero tampoco es improbable; llega un punto en que algunas personas dejan de ser moldeadas por su ámbito cultural y comienzan el proceso inverso, a saber, comienzan a ser ellas las moldeadoras de la cultura de su entorno. Las nociones, sentimientos, modales y demás parafernalia inculcados socialmente sólo se graban a fuego, se petrifican, en el espíritu de aquellos hombres genéticamente malformes; quienes han nacido mejor organizados desde el punto de vista espiritual (y que suelen ser, según ya vimos, también los más bellos en cuanto a su conformación física), éstos macerarán su conciencia en las aguas del designio social y por cierto esta impronta los acompañará, de un modo u otro, durante toda su existencia, pero, salvo los casos en que su entorno haya sido lo suficientemente enfermizo como para desbaratar cualquier intento de rebelión contra él, estas conciencias cobrarán "libertad" y podrán volar hacia esas cumbres prohibidas desde donde se divisan las bondades y miserias de nuestra sociedad objetivamente, para luego descender y trabajar en pro de las primeras y en contra de las últimas.
Lo que Marx quiso significar al decir eso es que no podemos pretender de los hombres que se tornen virtuosos por sí mismos; en un entorno social insalubre, la virtud está impedida de aparecer. Esto, como quedó establecido en el anterior párrafo, es aproximadamente correcto, aunque no en el ciento por ciento de los casos. El tema es que, según Marx, un entorno social insalubre significa, prioritariamente, si no exclusivamente, un entorno económicamente insalubre, y hasta ese punto yo ya no me atrevo a seguirlo. Tampoco lo seguiría si es que con su famoso aforismo quiso decir lo que interpreta Popper: que "los hombres --a saber, las mentes humanas, las necesidades, las esperanzas, los temores y expectativas, los móviles y aspiraciones de los seres humanos-- son, a lo sumo, el producto de la vida en sociedad y no sus creadores" (cap. 14). Este pensador no cree que a nadie se le ocurra “sostener seriamente" la hipótesis del psicologismo puro, pues

existen todas las razones para creer que los hombres, o mejor dicho, sus antepasados, fueron sociales antes de ser humanos (teniendo en cuenta, por ejemplo, que el idioma presupone una sociedad). Pero esto significa que las instituciones sociales y, con ellas, las uniformidades sociales típicas o leyes sociológicas deben haber existido con anterioridad a lo que alguna gente parece complacerse en llamar «naturaleza humana» y a la psicología humana. Si hemos de intentar reducción alguna, será más conveniente, por lo tanto, tratar de efectuar la reducción o interpretación de la psicología en función de la sociología, que a la inversa.

Es evidente que a Popper no se le antoja reconocer como metafísica la hipótesis del psicologismo puro, pues de lo contrario no habría creído poder refutarla con estos argumentos (ni con otros). A mí, por lo pronto, me parece que no la refuta, porque si somos consecuentes con lo que afirma en este párrafo tenemos que concluir que todos los animales no sociables, lo mismo que la totalidad de las plantas, carecen en absoluto de cualquier tipo de actividad psicológica, lo cual es falso según mi modesto criterio. El idioma, ciertamente, lo mismo que cualquier otro tipo de comunicación subidiomática (gritos, ademanes, posturas amenazadoras o de sometimiento, extracción de parásitos o limpieza de un compañero), presupone una sociedad, pero esto ¿qué prueba? Prueba que sin socialización no hay posibilidad de aprender un lenguaje, y como la lengua es el vehículo del pensamiento[1], prueba también que sin socialización no se puede pensar. Ahora bien, ¿se puede colegir que donde no hay pensamiento discursivo no hay psiquis? Las emociones, las intuiciones, los instintos, ¿no son engendrados también por la actividad psicológica? Y ellos no necesitan de idioma alguno para poder manifestarse. Luego, es probable, y sólo probable (no nos olvidemos que estamos pisando suelo metafísico), que los primeros organismos que acertaron un esbozo de socialización lo hicieran en base a conveniencias inconcientes, instintivas o desiderativas[2], de modo análogo a las primeras células que se agruparon unas con otras para formar un individuo multicelular o, más adelante, para formar un órgano diferenciado dentro del propio individuo. Estas células crearon una comunidad celular perfectamente organizada sin necesidad de comunicarse nada concientemente, sin necesidad de hablar, gesticular o pensar discursivamente. Lo mismo debe de haber ocurrido, me imagino, con las primeras sociedades animales. Después aparecerían, auspiciados por la contigüidad y el roce de aquellos individuos entre sí, los primeros intentos de comunicación conciente que desembocarían, en el ser humano, en la creación del idioma y del pensamiento discursivo. Es correcto, pues, suponer que sin sociedad no existiría la comunicación conciente, pero también es correcto, si mis hipótesis metafísicas no me engañan, suponer que sin actividad psicológica inconciente o pre-racional ninguna sociedad ni ley sociológica existirían en este planeta o en cualquier otro rincón del universo. Las leyes sociológicas están y estarán siempre subordinadas a los procesos psicológicos individuales, pero no necesariamente, ni mucho menos, a los procesos racionales-discursivos que forman parte de algunas de las tantas mentes que andan dando vueltas por ahí. No se puede arreglar el mundo, amigo Marx y amigo Popper, sin antes arreglar las mentes que lo pueblan. Ni el comunismo del uno ni el capitalismo intervencionista del otro serán capaces nunca de resucitar al muerto. La virtud se ríe (por no llorar) de estos masajes cardíacos que sólo le producen cosquillas.
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Martes 26/09/2006; 3,21 a.m.
... Y sin embargo se ríe. Luego, ha resucitado. Al fin, alguno de estos dos pensadores ciertamente tenía nociones de primeros auxilios. Mis sospechas recaen, a primera vista, en el alemán.
Pensaba Marx que bajo la influencia de un sistema económico similar al que propugnaba, la gente disfrutaría de una mejor calidad de vida en lo que al aspecto material se refiere, y que al mejorar el aspecto material mejoraría, por añadidura, su aspecto espiritual, vale decir, sería más feliz y, por qué no, más virtuosa. Yo creo que el marxismo, aplicado tal como lo entendía su creador, no como lo entendieron los rusos, efectivamente mejoraría el aspecto material de la inmensa mayoría del pueblo; sin embargo, de ahí a que mejore su vida espiritual hay un paso muy grande que no siempre, por no decir casi nunca, se cumple. Me niego a creer que la clase media de un determinado país aporte más felicidad y virtud que su clase baja. Los únicos terrenos en donde la virtud está impedida de ingresar (excepto casos muy puntuales) son los de la opulencia y la indigencia[3]. Y aquí está, según mi criterio, el gran acierto espiritual del comunismo marxista: eliminando tanto la pobreza extrema como la extrema riqueza, dos grandes polos infecciosos desaparecerían de la civilización, quedando el camino de la virtud bastante más allanado. Marx desconoce la ruta que, transitándola, nos conduce al virtuosismo, pero suple tal desconocimiento pavimentando todas las rutas, una de las cuales, forzosamente, será la que transite la humanidad madura en su anhelo de paz material, de lucha espiritual y de armonía divina.
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Jueves 28/09/2006; 5,36 p.m.
El desastre marxista no está en los fines, sino en los medios. Eliminando la burguesía e implantando la igualdad económica por coacción, producimos en la sociedad, o mejor dicho en las mentes de los individuos que la componen, una perturbación negativa que habrá de marcarlos para siempre. Serán, si la revolución política triunfa, más prósperos económicamente, pero menos virtuosos y, por ende, menos felices. Tal vez el amor al prójimo, al prójimo lejano, sea, como creía Popper, imposible de manifestarse, y peor aún el amor hacia quien consideramos nuestro enemigo; pero si el amor no aparece, que aparezca la decisión racional de respetarlo a como dé lugar, sin importarnos cuán errado sea su accionar y/o su pensamiento de acuerdo a nuestro propio punto de vista. Si no lo hacemos, instalamos en la mente de nuestro pueblo el germen del autoritarismo y el de la venganza, y entonces la dicha --la dicha relativa, se entiende, nunca la absoluta-- estará más lejos que nunca, por más que no falten el pan, el abrigo y algunos lujos en la vida diaria de cualquier ciudadano.
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Viernes 29/09/2006; 12,12 a.m.
¿Cuál fue la verdadera cuna del marxismo? Respuesta: la compasión que sintió Marx por los obreros ingleses del siglo XIX, en especial por las mujeres y los niños. Luego, el movimiento social más influyente del siglo XX fue auspiciado por un proceso psicológico individual; una mente, tan sólo una --o quizá dos si añadimos la de Engels--, fue la causa de aquel oleaje sociológico que aún en nuestros días permanece activo agitando a las masas, a las mareas humanas, en cualquier rincón del globo en donde la riqueza económica de algunos pocos se acumule junto a la pobreza de la mayoría. Si no estuviera yo tratando con un supuesto que considero metafísico, diría que acabo de refutar categóricamente y de raíz el antisicologismo popperiano[4].
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Sábado 30/09/2006; 7,17 p.m.
Dejando de lado la insistencia de Marx en la revolución violenta como medio apropiado de imponer su sistema económico (insistencia que fue decreciendo con el correr de los años debido, entre otras consideraciones, a ciertas mejoras laborales obtenidas por consenso patronal-obrero), dejando de lado este factor, el pensamiento marxista, las ideas marxistas, tienen mucho más de positivo que de negativo. Vuelvo a Popper:

El aserto frecuentemente repetido de que Marx no reconoce cosa alguna más allá de los aspectos «inferiores» o «materiales» de la vida humana constituye una desfiguración particularmente ridícula de la verdad.
Marx amaba la libertad, la libertad real [...]. Y hasta donde a mí se me alcanza, siguió los pasos de Hegel en su equiparación de la libertad con el espíritu, en la medida en que creyó que sólo podíamos ser libres en nuestra calidad de seres espirituales. Al mismo tiempo, reconoció en la práctica [...] que somos espíritu y carne y, con bastante realismo, que la carne es, de los dos, el elemento fundamental. [...] Pero aunque reconociendo que el mundo material y sus necesidades constituían el lado fundamental, no experimentó amor alguno por el «reino de la necesidad», como él mismo denominó a las sociedades esclavizadas por sus necesidades materiales. Marx estimaba tanto el mundo material, el «reino de la libertad» y el lado espiritual de la «naturaleza humana» como cualquier dualista cristiano, y en sus escritos se encuentran a veces, incluso, rastros de odio y desprecio por lo material.
En un pasaje del tercer tomo de El capital[5], Marx describe adecuadamente el lado material de la vida social y, especialmente, su aspecto económico, el de la producción y el consumo, considerándolo una extensión del metabolismo humano, es decir, del intercambio humano de la materia con la naturaleza. Señala allí claramente que nuestra libertad debe hallarse siempre limitada por las necesidades de este metabolismo. Todo cuanto puede alcanzarse en el camino hacia una mayor libertad --nos dice-- es la «conducción racional de este metabolismo [...], con un gasto mínimo de energía y en las condiciones más adecuadas y dignas para la naturaleza humana. No obstante lo cual, seguirá siendo todavía el reino de la necesidad. Sólo fuera de éste, más allá de sus límites, puede comenzar ese desarrollo de las facultades humanas que constituye un fin en sí mismo: el verdadero reino de la libertad. Pero éste sólo puede prosperar en el terreno ocupado por el reino de la necesidad, que sigue siendo su base [...]». Inmediatamente antes de esto, Marx escribió: «El reino de la libertad sólo empieza efectivamente donde terminan las penurias del trabajo impuesto por los agentes y necesidades externos; se encuentra, pues, naturalmente, más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha». El pasaje entero finaliza con una conclusión práctica que muestra bien a las claras que su único propósito era el de abrir el camino hacia el reino inmaterial de la libertad para todos los hombres por igual: «La reducción de la jornada de trabajo es el requisito previo fundamental». A mi juicio, ese pasaje no deja ninguna duda acerca de lo que hemos llamado el dualismo de la concepción práctica de la vida, de Marx. [...] Como Hegel, identifica el reino de la libertad con el de la vida espiritual del hombre. Pero reconoce que no somos seres puramente espirituales, que no somos plenamente libres ni capaces de alcanzar alguna vez la libertad completa, imposibilitados como estamos --y lo estaremos siempre-- de emanciparnos por completo de las necesidades de nuestro metabolismo y, de este modo, de la obligación de trabajar para producir. Todo lo más que podemos lograr es mejorar las condiciones de trabajo agobiantes e indignas, ponerlas más acordes con los ideales del hombre y reducir la labor a una medida tal que todos nosotros seamos libres durante cierta parte de nuestras vidas. Esta es, a mi juicio, la idea central de la «concepción de la vida» de Marx (ibíd., cap. 15, secc. I).

Después de todo esto, no puedo menos que agradecerle a Popper el que me haya reconciliado con el judío.
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Domingo 01/10/2006; 8,01 p.m.
Según la profecía marxista, la miseria de los pueblos incrustados en el sistema capitalista debería ir en aumento hasta que esa misma miseria provocase la rebelión y la subsiguiente caída del modelo económico, reemplazado entonces por el comunismo. Pues bien, esto no se dio ni en Inglaterra ni en ningún otro país del primer mundo: la clase obrera de aquellas regiones ha logrado llegar a un nivel económico impensado para el Marx de 1850. Incluso en vida pudo este pensador percatarse de tal tendencia, solucionando la brecha que se abría en su doctrina con un argumento para mí perfectamente válido, aunque no para Popper: Marx y Engels, comenta este crítico procapitalista,

comenzaron a elaborar una hipótesis auxiliar destinada a explicar las razones por las que la ley del aumento de la miseria no operaba de acuerdo con sus previsiones. Según esta hipótesis, la tendencia hacia [...] el aumento de la miseria, es contrarrestada por los efectos de la explotación colonial o, como suele llamárselo, por el «imperialismo moderno». La explotación colonial es, según esta teoría, un método de transmitir la presión económica al proletariado colonial, grupo que, tanto económicamente como políticamente, es más débil aún que el proletariado industrial interno. «El capital invertido en las colonias» --expresa Marx-- «puede producir un porcentaje superior de beneficios por la sencilla razón de que el coeficiente de beneficio es superior allí donde el desarrollo capitalista se halla todavía en una etapa atrasada y por la razón adicional de que los esclavos, indígenas, etc., permiten una explotación más exhaustiva del trabajo. No hay ninguna razón para que estos porcentajes de beneficios superiores [...] no pasen a engrosar, al ser remitidos al país de origen, el coeficiente medio del beneficio, contribuyendo a mantenerlo elevado». [...] Engels avanzó un paso más que Marx en el desarrollo de la teoría. Obligado a admitir que en Gran Bretaña la tendencia prevaleciente no era hacia el aumento de la miseria sino más bien hacia un mejoramiento considerable, señaló como su causa probable el hecho de que Gran Bretaña «explotara a todo el mundo», y atacó despectivamente a «la clase trabajadora británica» que, en lugar de sufrir según lo previsto por la teoría, «se tornaba cada vez más burguesa». Y prosigue diciendo: «Pareciera que Inglaterra, la más burguesa de todas las naciones, quisiera llevar las cosas a un punto tal en que la aristocracia burguesa y el proletariado burgués convivieran, codo con codo, con la burguesía». [...] No creo que esta hipótesis auxiliar pueda salvar la ley del aumento de la miseria, pues la experiencia la ha refutado. Existen países, por ejemplo las democracias escandinavas, Checoslovaquia, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, etc., por no decir nada de los Estados Unidos, donde el intervencionismo democrático ha asegurado a los obreros un alto nivel de vida, pese a no haber gozado allí de la explotación colonial o de haberla llevado a cabo en grado insuficiente para justificar la hipótesis. Además, si comparamos a ciertos países que «explotan» colonias, como Holanda y Bélgica, con Dinamarca, Suecia, Noruega y Checoslovaquia, que no «explotan» colonias, no hallamos que los obreros industriales se beneficien por la posesión de colonias pues la situación de la clase trabajadora en todos estos países es sorprendentemente similar. Por otra parte, si bien la miseria infligida a los indígenas mediante la colonización constituye uno de los capítulos más sombríos de la historia de la civilización, no puede afirmarse que dicha miseria se haya acrecentado con posterioridad a Marx. Muy por el contrario, las condiciones de vida han mejorado considerablemente y no obstante, si fueran correctas la hipótesis auxiliar y la teoría original, la miseria tendría que ser allí más que ostensible (ibíd., cap. 20, secc. VI).

No es el caso, estimado Popper, que los países colonialistas, y sólo ellos, se beneficien de la materia prima y de la mano de obra económica de las colonias; así no funciona el capitalismo. En el capitalismo bien entendido cada quien exprime lo que le es dable exprimir, y luego el jugo se reparte hacia todos los distritos económicamente poderosos, sin importar si tales distritos poseen o no colonias. ¿Cuál era, en el siglo XVI, el país colonialista por excelencia? ¡España, desde luego! Y sin embargo no fueron los españoles, sino los ingleses, quienes más se capitalizaron en ese siglo por causa del saqueo ibérico a las Américas. Primera ley del capitalismo: "El poder económico vale más que cualquier colonia; mejor es saber negociar que saber colonizar". La brutal explotación colonial cubrió de prosperidad a las grandes potencias económicas, y los obreros industriales de aquellos países ligaron algo de rebote; esa es la verdad, mi verdad, mejor dicho.
Dice Popper que la miseria de los pueblos colonizados no se acrecentó con posterioridad a Marx, que las condiciones de vida "han mejorado considerablemente" también en aquellas latitudes. Pero ¿de qué habla Popper cuando se refiere a las condiciones de vida? En 1850, obviamente, un habitante de Sudamérica no podía prepararse un licuado de banana ni podía mirar el noticiero de las doce; ¿hemos de concluir por eso que el nivel de vida de los sudamericanos ha mejorado? Yo entiendo que no. Una cosa son los adelantos tecnológicos, muchos de los cuales llegan tarde temprano a las capas económicamente menos favorecidas del mundo subdesarrollado, permitiendo que hasta ellas los disfruten, y otra cosa es el nivel real de disfrute de la propia existencia, para lo cual es indispensable, en principio, tener comida, algo que siempre tuvieron, con excepción de algunas ocasionales hambrunas, los indígenas precolombinos, y algo de lo que hoy en día carecen muchas personas incluso en una ciudad tan moderna y desarrollada como Buenos Aires, en donde la gente aguarda el cierre nocturno de los McDonalds para procurarse algún recorte de hamburguesa que aparezca en sus bolsas de residuos. Esta gente hambrienta tal vez posea un aparato de radio; tal vez lo escuche mientras espera, muerta de frío en la vereda, la promisoria llegada de su "botín". Los aztecas no podían darse ese lujo, no podían escuchar los partidos de fútbol por radio. Pero comían, y comían todos los días. ¿De qué mejora en las condiciones de vida me están hablando?
Y después está el tema del tiempo libre. No se puede pretender que las condiciones de vida son hoy mejores en el subdesarrollo que lo que lo eran en la etapa precolonialista sabiendo como sabemos que si un operario quiere alimentarse bien y alimentar a su familia deberá permanecer en su puesto de trabajo muchas más horas que las que podría dedicar a otros fines más elevados, al "reino de la libertad" que tanto agradaba, y con razón, a Marx y a Engels. Desde ya que el reino de la libertad, el reino del cultivo del espíritu, estaba casi negado a los amerindios por causa de su retraso cultural y por más que dispusieran del tiempo suficiente como para disfrutarlo; no, lo que hacían ellos cuando les sobraba el tiempo era dormir u organizar juergas. En este sentido, y por muy saturadas que hoy estén las agendas de los trabajadores, ellos pueden acceder a este reino con mayor facilidad que sus antepasados. Podrán también holgazanear y enfiestarse durante los fines de semana siguiendo la tradición, y de hecho la mayoría continúa vaciando su ahora escaso tiempo libre de acuerdo a esas antiguas pautas, pero siempre queda la opción de cultivarse que antes no existía. Por otra parte, sería necio atribuir esta nueva bendición a los avances del imperialismo capitalista en suelo americano. El habitante promedio de América es más espirituoso ahora que hace unos siglos porque la cultura europea, la cultura toda, y no su sistema económico, se impuso en parte dentro de la mentalidad del indígena. El capitalismo, con su ideal del destajo, quema el tiempo del obrero de modo inmisericorde, obligándolo a producir superfluidades para luego consumirlas en lugar de producir, o cuando menos consumir, espiritualidad y cultura. La jornada reducida de trabajo, sabiamente propagandeada por Marx y por su yerno Lafargue, abriría de par en par las puertas del ocio para que todo trabajador disfrute de sus bondades. Si después este ocio se transforma en el ocio improductivo y hasta perjudicial de los indígenas, o si resulta un acicate para el crecimiento espiritual de la sociedad, eso es algo que una ley laboral nunca podrá determinar. La ley, la ley social, prepara el campo, pero son los hombres y su individualidad psicológica los que deciden sembrar --y cosechar-- en él o echarse a dormir una siesta. Hay que darles, en fin, la posibilidad de que opten; haciéndolos trabajar como burros o como máquinas, el capitalismo no les concede alternativa. Se me dirá que varios países capitalistas, encabezados casi siempre por Francia, han reducido notablemente las jornadas laborales. ¡Enhorabuena!... Cuando eso mismo suceda en los países colonizados como el mío, comenzaré a dudar de la malevolencia intrínseca del capitalismo.
Si las condiciones de vida del trabajador promedio han mejorado o empeorado en los países del subdesarrollo con respecto a la época precapitalista, eso es algo que no está claro, y menos claro aún está el hecho de que, en el caso de haber mejorado, la causa detonante de la mejoría sea la implantación del sistema económico capitalista en esas tierras. Lo que sí está claro, según mi modesto parecer, es que en el mundo, y sobre todo en el mundo subdesarrollado, se produce muchísimo alimento, y sin embargo este alimento no siempre llega a las bocas de los hambrientos. También está claro que, pese al descontrolado --y a mi criterio deseable-- avance del maquinismo, la industria tercermundista es incapaz de darle un respiro al operario --o se lo da de golpe y lo transforma en un desocupado. Todo esto me hace suponer que lo que Popper veía de bueno en el capitalismo lo veía desde Inglaterra, y que si no echaba pestes sobre él era porque nunca se mezcló con su componente residual, con su residuo metabólico, que hace ya tiempo no aparece por las calles londinenses porque se ha decidido enderezarlo hacia estos alejados contornos para que su hedor no afecte las delicadas narices de quienes cobijan la esperanza de construir un mundo mejor en base a un postulado económico emparentado indisolublemente con el egoísmo, un egoísmo tal vez atenuado por el intervencionismo estatal, pero egoísmo al fin y por siempre. Y es que no se puede tener compasión --Popper mismo lo admitió-- por aquellos seres demasiado alejados de nosotros. Los intelectuales primermundistas lucharon contra el capitalismo mientras la estela de miseria que a su paso sigue se dejaba ver, se dejaba palpar, en su atmósfera, asfixiándolos. Ahora los que sufren están lejos; por más esfuerzos que hagan los noticieros, es imposible compadecerlos. Cierto que para eso, para reemplazar la compasión esfuminada, tenemos la reflexión profunda y el análisis; pero un hombre que se ha casado con la palabra democracia como se casó Karl Popper, y que de yapa tiene que convivir con su suegra --la economía capitalista-- sin avergonzar a su mujer, ese hombre ya no puede pensar claramente ni desinteresadamente sobre ningún asunto político y/o económico. Y un hombre que no puede pensar claramente ni tampoco compadecer claramente, será fácil presa del egoísmo institucionalizado que hoy impera en el planeta por más buena voluntad que desee poner en arreglar las cosas. Porque, eso sí, buena voluntad era lo que le sobraba, pero ¡qué poco que se hace con sólo ella!
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[1] (Nota añadida el 17/08/2007.) Todavía está por verse si esto es siempre así. Por lo pronto, Peter Singer (Ética práctica, cap. 5, secc. 1) ha encontrado un chimpancé que, según él, razona sin haber aprendido nunca un lenguaje de signos.

[2] El deseo, conciente o inconciente, es la base de las actividades psíquicas de todo ser, y en consecuencia la base de todas las conductas o movimientos, como ya expliqué, por ejemplo, en mis anotaciones del 23/01/1999 (ver el Apendicitis del presente extracto).
[3] Respecto de la indigencia, dijo sabiamente Dostoievski a través de un corrompido personaje de su obra cumbre: "Cuando se es pobre, uno conserva el orgullo nativo de sus sentimientos; pero cuando se es indigente no se conserva nada. La indigencia no se arroja entre los humanos a palos, sino a escobazos, lo que con razón resulta más humillante, porque el indigente es siempre el primero que está dispuesto a envilecerse por sí mismo" (Crimen y castigo, primera parte, cap. II).
[4] En rigor de verdad, y para ser consecuente con lo escrito el 15/02/2006 (párrafo segundo), a Marx no lo guió la compasión, pues la compasión es una emoción y como tal está impedida de promover acciones por sí misma. Digamos entonces que lo guió su razón (o quizá sus memes), aunque continúo sosteniendo que la compasión, sin ser la causa eficiente de la elaboración de su doctrina, estuvo siempre presente --al menos hasta que se hizo famoso-- en su estado anímico.
Y ahora, digresión mediante, me alejo del marxismo y me cuestiono el hecho de haber basado mi sistema ético en la compasión siendo que la compasión, según lo antedicho, no puede motivar por sí misma ningún tipo de conducta. El cuestionamiento es válido, pero mi postura se salva si sostengo que la compasión es el sentimiento por excelencia que acompaña toda incursión de la metafísica intuición en nuestro aparato psicomotor. Las intuiciones vendrían a ser la causa eficiente de nuestra conducta ética, mientras que la compasión sería tan sólo un signo palpable por nuestra psiquis de que aquella operación metafísica se está realizando. De presentarse ante nosotros una intuición del tipo ético (las hay también del tipo gnoseológico), necesariamente vendría de la mano del sentimiento compasivo --lo que no amerita decir que toda vez que aparece la compasión en nuestro espíritu estamos bajo el influjo de una intuición metafísica.
[5] Cap. 48, secc. III.

martes, 27 de julio de 2010

Hegel, Nietzsche y Voltaire

Estos ensayos corresponden al capítulo 3 del " Extracto"

Hegel, Nietzsche y Voltaire



La entera historia de las letras, tanto antiguas como modernas, no presenta ningún ejemplo de falsa fama que se pudiese comparar con el de la filosofía hegeliana. En ningún tiempo o lugar lo por completo malo, lo palmariamente falso y absurdo, lo patentemente falto de sentido, y además en su exposición repulsivo y repugnante en el más alto grado, ha sido tenido con tal indignante desvergüenza y tal cara dura por la más elevada sabiduría y lo más sublime que el mundo ha visto, como lo ha sido esa seudofilosofía carente de todo valor.
Arthur Schopenhauer, Paralipomena, parág. 242






Sábado 23 de septiembre del 2006/ 6,04 p.m.
La lectura de los escritos hegelianos, que se supone imprescindible para todo amante de la sabiduría, a mí me tiene por completo sin cuidado. He leído, hace más de seis años ya, su Introducción a la historia de la filosofía, y nadie podrá quitarme de la cabeza la idea de que las horas empleadas en ese insalubre menester podrían haber sido aprovechadas de manera más edificante incluso si las ocupaba con alguna novela de Paulo Coelho. Teniendo a mi disposición los tantísimos y tan variados volúmenes de las grandes bibliotecas porteñas, ni se me ocurrió en este siglo XXI solicitar uno de Hegel; pero ahora mi convalecencia me sugiere permanecer lo más que pueda en mi domicilio, y es así que debo conformarme con el escaso material bibliográfico que hay en él o con el que me proveen mis amigos, uno de los cuales, el señor Ernesto Sosso, me ha prestado el ensayo que sobre la Estética escribiera el autor alemán, en la creencia, desde luego, de que podría disfrutar y/o enriquecerme con su lectura. Pero no. Todo lo que me ha provocado este libro, del cual llevo leídas 80 páginas, es somnolencia y más somnolencia. La plumbidez de su estilo es tal, que me recuerda esas adolescentes misas a las que acudía por obligación y en las que mi cerebro, imposibilitado de prestar atención al opiáceo mensaje que recibía del cura, vagaba por senderos completamente independientes, y esto se le ocurría, creo yo, no como inconciente defensa natural contra los embates del dogma caduco y la superstición, sino como simple recreo. Mi mente volaba con despreocupación dentro de la Iglesia de Santa Lucía, y lo mismo volaba recién aquí en mi habitación y con el libro de Hegel en mis manos, hasta que por suerte llegó mi padre y me interrumpió.
¿Será que Hegel es demasiado profundo para mí?, ¿será que me supera? No lo descarto. En todo caso, yo me instruyo, como Borges, por placer y no por obligación[1], y si no encuentro placer en determinada instrucción, ésa para mí no sirve, no me interesa, por más que configure la quintaesencia del andamiaje metafísico del universo.
Mas no creo que el pensamiento de Hegel haya rozado esas aristas. Aquí me pongo de nuevo, como ayer, del lado de Karl Popper, quien después de criticar acerbamente lo que de muy criticable tiene Platón en cuanto a su visión política, la emprende contra el historicismo y el totalitarismo del alemán, aunque su diatriba es también aplicable a varios otros aspectos de su obra, si no a todos:

... deseo demostrar lo difícil, y al mismo tiempo lo urgente, que es proseguir la lucha iniciada por Schopenhauer contra esta superficial charlatanería (que el propio Hegel sondeó exactamente cuando dijo de su propia filosofía que era de «la más elevada profundidad»). De este modo contribuiremos, por lo menos, a que la nueva generación se libere de este fraude intelectual, el mayor quizá, en la historia de nuestra civilización [...]. Quizá ellos justifiquen, por fin, las expectativas de Schopenhauer, quien, en 1840, profetizó que «esta colosal mistificación» habría de proporcionar «a la posteridad una fuente inagotable de sarcasmo». (De donde se ve que el gran pesimista fue capaz de un insólito optimismo con respecto a la posteridad.) La farsa hegeliana ya ha hecho demasiado daño y ha llegado el momento de detenerla. Debemos hablar, aun al precio de mancharnos al tocar esta escandalosa abominación [...]. Demasiados filósofos han pasado por alto las advertencias incesantemente repetidas por Schopenhauer; pero las olvidaron, no tanto en detrimento propio (no les fue tan mal) como en perjuicio de aquellos a quienes enseñaban y de la humanidad toda (La sociedad abierta y sus enemigos, anteúltimo párrafo del cap. 12)[2].
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Domingo 24 de septiembre del 2006/ 12,17 a. m.
Distinto, completamente distinto es el caso de Nietzsche, de quien he leído en estos últimos días (gracias, nuevamente, a la buena voluntad de Ernesto) su Genealogía de la moral. No es distinto, claro está, porque haya podido Nietzsche arrancarle algún pelo de verdad a Dios; ni por asomo logró esta epopeya. No es distinto por el fondo (o tal vez sí, sólo que no tengo idea de cuál es el fondo del pensamiento de Hegel), sino por la forma. ¡Qué agradable resulta la lectura de este ensayo!, ¡qué de sugerencias nos transmite, por más que sospechemos que la mayoría de los conceptos allí vertidos, sobre todo el concepto central, no se corresponden, o se corresponden tangencialmente, con la verdadera realidad psicológica del ser humano! ¡Qué bien --digámoslo con todas las letras-- escribía este señor, por más que sospechemos que la razón no estaba de su lado y que la virtud, sea como la entendía él o como la entiendo yo, tampoco! Tenía sí la virtud de saber expresar su pensamiento, por diabólico que fuera, de modo divino, y eso fue lo que lo llevó a la fama, pues es mucho más placentero para la mayoría de los lectores (y aquí me autoincluyo) el ejercer su condición a través de una obra retóricamente deslumbrante y errónea que a través de otra certeramente fría y abstracta. El tema pasa, desde luego, por dejarse deslumbrar sin perder nunca de vista el sendero que nos conduce a buen puerto. Deslumbramiento sí, mareamiento no.
¿Qué fue lo que hizo que Nietzsche se convirtiera en el escritor y aun en el pensador favorito de miles y miles de personas en todo el Occidente? ¿Fue su ateísmo, su anticristianismo?, ¿su desprecio por la seguridad, la comodidad y demás valores burgueses?, ¿su insistencia en que no es la razón, sino los instintos primarios y la espontaneidad del hacer lo que se quiera y no lo que se deba, los mejores y más convenientes guías de nuestra conducta? Todo esto, ciertamente, contribuyó a engrandecerlo, pero Nietzsche nunca hubiera llegado a ser Nietzsche de no ser por la pasión con que recubría éstas sus obsesiones, por la calentura, por la fiebre con que escribía. Pensadores ateos hubo a montones, y aun que se jactaban de su ateísmo. Sartre por ejemplo; pero ¿alguien lo lee? Anticristiano era Feuerbach, y ¿quién lo conoce hoy en día? Y lo mismo con los cínicos criticones del statu quo y con los irracionales existencialistas: tendrán más o menos éxito literario algunos, pero nunca la fama desmedida y a veces idolátrica del martillero de la filosofía. Escribir con pasión es algo que muchos pensadores han hecho a lo largo de los siglos, pero lograr que los escritos de uno rezumen pasión... Eso es lo que no se ve todos los días.
La fórmula del éxito, no ya del éxito literario y seudofilosófico sino la del Éxito con mayúscula sería entonces la siguiente: Escribir de tal modo que nuestros escritos puedan rezumar pasión y razón a la vez. Forma nietzscheana con fondo tolstoiano; ¿podré lograrlo algún día?[3]
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Miércoles 4 de octubre del 2006/ 7,13 p. m.
Acabo de terminar --como Nietzsche en su momento-- Crimen y castigo, de Dostoievski, y --al igual que a Nietzsche-- me ha fascinado. Me ha devuelto la convicción de que leer novelas no es siempre una pérdida de tiempo.
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Jueves 5 de octubre del 2006/ 9,15 p. m.
No sucedió lo mismo, lamentablemente, con el Robinson Crusoe de Defoe. La profundidad psicológica del ruso no aparece por ningún lado en el relato del inglés, descriptivo hasta el cansancio. Es ésta una de aquellas escasas obras literarias que luce más a través del cine que de la palabra. Si se hizo tan famosa fue por su originalidad, no por su estilo.
Otra obra que no me gustó nada fue la Rebelión en la granja de Orwell. Escondiéndose bajo la crítica del régimen stalinista, este amante del periodismo le da palos también a la doctrina comunista en sí misma, lo que no deja de ser tendencioso y poco serio. Si se quiere criticar al comunismo porque tal sistema político permitió que un desgraciado como Stalin asumiera el poder, critíquese de igual modo a la democracia por permitir que no uno, sino dos Bushes asolaran la faz de la Tierra. Esto en cuanto a su contenido ideológico. Respecto del formato, parece una fábula infantil del tipo de El principito, pero sin la magia, la poesía y la filosofía de la obra de Saint-Exupéry. ¿Eran motivos políticos, como creía Orwell, o motivos estéticos los que impulsaban a los editores ingleses a desdeñar esta obrita?
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Viernes 6 de octubre del 2006/ 11,25 p. m.
Yo tendría que haber vivido en el siglo XIX. Me gusta la filosofía de aquel siglo[4], y me gustan sus novelas. El siglo XX, por el contrario, poco me atrae tanto literaria como filosóficamente, y el siglo XVIII lo mismo. Hablando de ideas e ideologías, lo que más me repugna del pasado siglo es el existencialismo y la corriente lingüística, la filosofía del lenguaje; y si nos remontamos al siglo de las luces, siento una particular aversión por...Voltaire. Este payaso de las letras quiso dárselas de pensador, pero estuvo muy lejos de aquel destino. Su intento, por ejemplo, de refutar y desprestigiar aquel famoso principio metafísico propagandeado --no inventado-- por Leibniz, ese que dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles, es cándido e indignante a la vez. Justamente dio en llamar Cándido a su panfleto, pero la verdadera candidez está en la pluma de quien lo escribió y no en su personaje principal. Que en este mundo hay dolor, y dolor del grande, es algo que no podría negar ni el más empedernido escéptico, pero ¿es ése un argumento de peso en contra de la tesis leibniziana? No se puede derribar semejante bastión a pura pedrada, y Voltaire no disponía de munición gruesa; mejor se hubiese limitado a las anécdotas cortesanas y demás liviandades que tanto le atraían[5].
¿Podríase comparar, en cierto sentido, a Voltaire con Nietzsche? En el terreno del pensamiento, no lo creo. Nietzsche, estando equivocado de todo punto en la mayoría de sus apreciaciones basales, escribía de tal modo que levanta en uno la sospecha de que había en ese cerebro una gran profundidad. Sabía, por decirlo así, cavar muy bien, con rapidez y destreza, por más que no tuviera idea de la ubicación del tesoro, A Voltaire, en cambio, nadie le suministró una pala: cavaba con las manos. Por mucho que hubiese conocido la ubicación del cofre --y estoy persuadido de que no la conocía--, nunca lo habría podido desenterrar. Su estilo literario, lo concedo, es vivaz, pero con la sola vivacidad no hacemos gran cosa si nuestras pretensiones son elevadas. La forma debe surgir, debe ser consecuencia de un rico fondo si quiere servir de algo; cumpliendo este precepto, se puede ser incluso macilento que ya nuestros escritos tendrán garantía de perpetuidad y se leerán con fruición.
Al pan pan y al vino vino: Voltaire fue un elevado escritor, pero un pensador enano.
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[1] "Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentido del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo" (Jorge Luis Borges, "Paul Groussac", ensayo incluido en Discusión, p. 116).

[2] Otro que se percató de la farsa fue don Ramón de Campoamor: "Hegel me es el autor más antipático de todos los filósofos del mundo. Siempre me ha parecido risible ver a sus innumerables adeptos ocuparse del sistema de Hegel con toda formalidad. Este sistema carece de los dos méritos principales de toda obra científica: de la originalidad y de la claridad. Hegel es el gran mistificador del género humano. La mayor parte de las veces, no sólo no sabe lo que dice, sino que sabe que no lo sabe. Sentado Hegel en su trípode, expende sin misericordia oráculos sobre oráculos, sin más objeto que dejar hechas un bombo las cabezas del vulgo de nuestros sabios. Con los principios de este gran embaucador se crean centros, izquierdas y derechas; constitucionales, demócratas y monárquicos; deístas, ateos y místicos; en una palabra, de este sistema no se puede deducir nada, porque se deduce todo. Jamás puedo leer a Hegel sin que me figure que su sombra está detrás del libro riéndose de mi credulidad con un aire pedantesco. Si es así, su respetable sombra está muy equivocada, pues si alguna vez lo leí, no fue por gusto, sino por contagio, porque lo leía todo el mundo y porque algunas veces no tengo presente que la opinión común suele no ser más que la necedad común" (Obras completas, tomo l, p. 313).
[3] "Me has oído mil veces decir que los más de los espíritus me parecen dermatoesqueléticos, como crustáceos, con el hueso fuera y la carne dentro. Y cuando leí, no recuerdo en qué libro, lo doloroso y terrible que sería para un espíritu humano tener que encarnar en un cangrejo y servirse de los sentidos, órganos y miembros de éste, me dije: «Así sucede en realidad; todos somos pobres cangrejos encerrados en dura costra». Y el poeta es aquel a quien se le sale la carne de la costra, a quien le rezuma el alma. Y todos, cuando el alma en horas de congoja o de deleite nos rezuma, somos poetas" (Miguel de Unamuno, Soledad, pp. 39-40).
[4] (Nota añadida el 10/10/9.) ¿Por qué? Porque la filosofía de aquel siglo, pese a las apariencias, era profundamente religiosa. "Todo el siglo XIX --escribía Henry Miller-- estaba atormentado por el problema de Dios. Exteriormente, parece un siglo entregado al afán del progreso material, un siglo de descubrimientos e invenciones, todos relativos al mundo físico. Pero, en el fondo, donde los artistas y los pensadores suelen anclar, observamos una terrible confusión" (El tiempo de los asesinos, p. 36). Terrible y santa confusión la de aquellos hombres que por estar tan cerca de Dios, pierden la claridad mental y la paz espiritual por puro acoplamiento, lo mismo que un receptor de radio que se acerca demasiado al transmisor.
[5] El intento de Voltaire de refutar el optimismo metafísico se parece mucho al de su contemporáneo en Inglaterra Samuel Johnson con el idealismo de Berkeley, al que contradecía, según él, pateando una piedra. Esta gente se mete a filosofar con tan poco criterio como el que tendría yo si quisiese jugar al fútbol en un equipo de primera división. ¡Vergüenza debería darles!

viernes, 23 de julio de 2010

La ética y la moral (II)

Este es el capítulo 2 de mi "Extracto de un diario impersonal tibiamente gnoseológico". Si te interesa, está mejor presentado buscándolo en Google: Cornelio Cornejín, la ética y la moral, monografía.


Capítulo 2
Platón, Jesús y otros más


Cristo debió de ser un hombre violento.
Jorge Luis Borges, citado por Adolfo Bioy Casares en Borges, p. 336




Sábado 02/09/2006; 2,18 p.m.
Estuve releyendo en parte la Filosofía de las leyes naturales de Desiderio Papp. En este libro se niega que la inducción y el trabajo experimental del científico sean el paso inicial del descubrimiento de toda ley natural; se afirma que el método hipotético-deductivo es el verdadero responsable. A mí me parece que la hipótesis precede siempre al experimento propiamente dicho, pero ¿de dónde surge la hipótesis? Surge de observaciones, de miramientos hacia el mundo exterior al sujeto que mira, y de experimentos mentales, o inducciones mentales si se quiere, realizados a partir del material observado. La palabra intuición, de la que Papp es tan amigo, no creo que tenga cabida en este proceso, a menos que se hable de una intuición de tipo kantiana o similar; si hablamos de la intuición intelectual o metafísica, aquí no aparece, ya que son nuestros sentidos, externos o internos, los que nos proporcionan los primeros datos.
La intuición metafísica nada tiene que hacer en el terreno de la ciencia. Opera, como su nombre lo indica, revelándonos verdades metafísicas (o quizá, como creía Bergson, más bien evidenciándonos los errores o los malos caminos al estilo del demonio socrático), y opera también en la ética por estar ésta incluida, a diferencia de la moral, en el ámbito metafísico. Pero en la ciencia no; aquí gobiernan la observación y la inducción. La única ciencia intuitiva o semintuitiva es la matemática, y esto es porque la matemática es el nexo, es el puente, que une al mundo físico con el mundo metafísico.
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Lunes 04/09/2006; 3,59 p.m.

Empiezo a creer que la cuestión religiosa sólo preocupa en España a usted y a los pocos que sentimos con usted. Ya oiría usted al doctor Simarro [...] felicitarse de que el sentimiento religioso estuviera muerto en España. Si esto es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia Católica que nos asfixia? Esta iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso. El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristiano. [...] A las señoras puede parecerles de buen tono no disgustar al Santo Padre y esto se puede llamar vaticanismo; y la religión del pueblo es un estado de superstición milagrera que no conocerán nunca esos pedantones incapaces de estudiar nada vivo. Es evidente que el Evangelio no vive hoy en el alma española, al menos no se le ve en ninguna parte.
Extracto de una carta de Antonio Machado a don Miguel de Unamuno (1907), citada por Manuel García Blanco en En torno a Unamuno, p. 231

10, 58 p.m.
... Y tres horas después de citar estas palabras de Machado, empiezo a ver nuevamente Las sandalias del pescador (1968). La última vez que vi esta película fue hace cinco años, y le digo a quien quiera creerme que yo no sabía que la transmitirían mientras copiaba la precedente cita.
Tal vez el Evangelio ya no viva en el alma española, pero aún respira en el alma de Kiril Lakota, aquel papa ficticio que algún día se hará real.
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Domingo 10/09/2006; 2,20 p.m.
El médico --ya lo dije-- me recomendó reposo. Es por eso que trato de salir lo menos posible de mis aposentos, y en ese tren, he dejado de lado mis visitas a las bibliotecas. Y como la mía personal es harto reducida y de dudosa calidad, me veo en la necesidad de releer ciertos libros que han satisfecho mi curiosidad en algún sentido y que por suerte descansan en mi viejo y querido escritorio. Ya mencioné la Filosofía de las leyes naturales de Desiderio Papp; ahora estoy embarcado en la relectura de La República de Platón. En ella encontré un pasaje donde se grafica espléndidamente la diferencia entre los buscadores de normativas morales y los que indagan acerca de los inmutables principios de la ética. En realidad Platón no emplea esta parábola a este respecto exactamente, pero yo sí, y eso es lo que importa en este momento:

Figúrate a un hombre que hubiese observado los movimientos instintivos y los apetitivos de un animal grande y robusto, el punto por el que se podrá aproximar a él y tocarle, cuándo y por qué se enfurece o se aplaca, qué voz produce en cada ocasión, y qué tono de la del hombre le apacigua o le irrita, y que, después de haber aprendido todo esto con el tiempo y la experiencia, formase una ciencia que se pusiese a enseñar sin servirse por otra parte de ninguna regla segura para discernir lo que en estos hábitos y apetitos es honesto, bueno y justo, de lo que es vergonzoso, malo e injusto; conformándose en sus juicios con el instinto del animal, llamando bien a todo lo que le halaga y le causa placer, mal a todo lo que le irrita; justo y bello a todo lo que satisface las necesidades de la naturaleza; sin hacer otra distinción, porque no sabe la diferencia esencial que hay entre lo que es bueno en sí y lo que es bueno relativamente; diferencia que no conoció jamás, ni está en estado de hacerla conocer a los demás. ¿No te parecerá en verdad bien ridículo un maestro semejante? (libro sexto).

Las normas morales buscan el halago y la no irritación del hombre promedio, de la masa de un determinado pueblo circunscrita en un determinado espacio y un determinado tiempo[1]. La indagación ética busca la esencia del bien, de la belleza y --tal vez-- de la justicia. Los moralistas aspiran a ser políticos; los eticistas, a ser filósofos. Por eso Platón decía que su Estado ideal debía ser conducido por filósofos, por buscadores de esencias y no por buscadores de aplausos, y creía que no había incompatibilidad entre la praxis política y la especulación filosófica. Ahora bien; si al verdadero Sócrates, no al Sócrates titiriteado por Platón, le hubiesen ofrecido algún cargo gubernamental, ¿habría estado dispuesto a ejercerlo? Tengo para mí que no, por más que su discípulo se revuelva en su Areópago.
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Lunes 11/09/2006; 12,33 p.m.
La proposición que afirma que consumir jugos naturales es éticamente deseable, ¿proviene de una intuición metafísica o de la experiencia? Si no me engaño, proviene de una intuición metafísica; pero entonces habría en apariencia un error en el aserto mío de hace nueve días respecto de que la intuición metafísica no tiene cabida en la ciencia.
El nutricionismo avanza. Lentamente, pero avanza. Algunos bioquímicos, partiendo de la hipótesis de que la ingestión de jugos naturales contribuye a prevenir ciertas enfermedades, han realizado diversos experimentos con un sinnúmero de voluntarios y en un extenso período de tiempo, y han concluido que, por ejemplo, tomando medio litro de jugos de frutas o verduras crudas por día disminuye grandemente la probabilidad de que aparezcan los síntomas de la enfermedad de Alzheimer en las personas mayores. ¿Se valieron estos investigadores de una sugerencia metafísica para llegar a esa conclusión meramente científica? En principio no, porque no partieron de la proposición "el consumo de jugos naturales es éticamente deseable" sino de esta otra: "El consumo de jugos naturales contribuye a prevenir ciertas enfermedades". Si estuviese demostrado que el hecho de prevenir ciertas enfermedades corporales o mentales es éticamente deseable, entonces sí habrían partido desde la metafísica; pero no lo está, por más que a simple vista parezca evidente que sí, y es por eso que la hipótesis que dio pie a la investigación es de carácter científico, vale decir, inductivo.
Sin embargo, pudo haber sucedido que cierto investigador haya tenido una revelación metafísica relativa a la deseabilidad ética de consumir jugos y que la haya intrapolado hacia el terreno científico. En este caso la hipótesis de trabajo no habría partido de la experiencia sino de la intuición, o sea que sí es posible que la metafísica sea el punto de partida del descubrimiento de proposiciones y leyes científicas. Claro que la intrapolación efectuada es incorrecta desde el punto de vista lógico, pero eso no significa que la hipótesis de trabajo surgida de la tal intrapolación sea necesariamente falsa.
La idea de que el universo entero, con todos sus componentes, orgánicos e inorgánicos, evoluciona desde lo neutro hacia lo agradable, es una proposición metafísica. Verdadera o falsa, pero metafísica. ¿No será que Darwin y Wallace se inspiraron en ella para concebir luego la hipótesis del transformismo? ¿No será que todas sus expediciones, todas sus recolecciones, estuvieron guiadas por este faro extracientífico, sin que tal vez ni ellos mismos lo supieran? Karl Popper calificó al transformismo darwiniano como "programa metafísico de investigación", y no para denigrarlo sino para ensalzarlo. A mí me parece ahora que detrás de toda gran investigación científica se oculta una hipótesis metafísica que la sostiene, que la mantiene firme frente al embate de los hechos y experimentos que pretenden contradecirla. La metafísica, la ciencia de Dios, inspira la ciencia de los hombres. Por eso no está de más que los pensadores filosóficos se acerquen de vez en cuando a esa ciencia translúcida y humilde[2]. Porque podría suceder lo inverso: que una proposición científica despierte al gigante metafísico que dormía dentro de nosotros, un gigante que ama la bondad y que sale a pasear de su mano, pero que también ama la verdad y la belleza, y hay proposiciones científicas tan verdaderas y tan bellas que hacen que el gigante titubee a la hora de optar por un compañero de juerga.
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Miércoles 13/09/2006; 2,46 p.m.
Vuelvo a utilizar a Platón para graficar una hipótesis propia:

Todo el mundo sabe que la planta y el animal que nacen en un clima poco favorable, y que por otra parte no tienen ni el alimento ni la temperatura que necesitan, se corrompen tanto más cuanto su naturaleza es más robusta, porque el mal es más contrario a lo que es bueno, que a lo que no es ni bueno ni malo. También es una verdad que un mal régimen daña más a lo que es excelente por su naturaleza, que a lo que no es más que mediano. Podemos asegurar igualmente que las almas mejor nacidas se hacen las peores mediante una mala educación. ¿Crees tú, que los grandes crímenes y la maldad consumada parten de un alma ordinaria, o más bien de una naturaleza fuerte, que la educación ha corrompido? De las almas vulgares puede decirse que jamás harán ni mucho bien ni mucho mal. Por consiguiente, de dos cosas una; si la índole natural filosófica es cultivada por las ciencias que le son propias, necesariamente ha de llegar de grado en grado hasta la misma virtud; si por el contrario, declina, crece y se desenvuelve en un suelo extraño, no hay vicio que no produzca algún día, a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial (La República, libro sexto).

Yo dije alguna vez que la belleza exterior de una persona está íntimamente relacionada con su belleza interna, con la belleza de su alma, pero que esta relación era un tanto oscura en la mayoría de los casos. La mayoría de la gente bonita o hermosa, las modelos por ejemplo, demuestran una opacidad de cerebro y un desapego por los valores éticos que no se condicen con el exterior de su persona. ¿Qué ha pasado en estos casos? ¿Falló la relación antedicha? De ningún modo; lo que falló fue el entorno que rodeó y rodea al sujeto hermoso y espiritualmente bien dotado, arrinconándolo con tentaciones mundanas y materiales de las cuales se hace difícil escapar y que terminan ocultando el fondo de virtuosismo innato de tal modo que uno tiende a sospechar que ese fondo nunca existió en esa persona. Aquellos personajes bellamente cincelados en su figura y en sus facciones poseen el don de la sabiduría, de la compasión y del heroísmo en grado superlativo, pero estas extraordinarias energías potenciales nunca se manifiestan, pues "nacen en un clima poco favorable"; nunca tienen ni el alimento filosófico ni la temperatura mística que necesitan para bien desarrollarse, y degeneran. ¿Por qué la mayoría de los pensadores filosóficos son tímidos, mal encarados o físicamente desagradables? Pues porque a las personas con estas características el mundo les cierra las puertas, y entonces se refugian en los libros, en las computadoras o en su propio interior al no poder sacar partido de los placeres mundanos. No son estos hombres los más a propósito para filosofar; lo hacen porque no les queda otra. Después tal vez descubren que la filosofía esconde placeres tan o más interesantes que los que el mundo ofrece; bienvenido este descubrimiento, pero no es a ellos a quienes están reservados estos divinos deleites, sino a los otros, a los que nunca se acercarán a esa dimensión por estar atrapados en las redes de los bajos deseos ("a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial").
Sigo con Platón:

Cuando en las asambleas públicas, en el foro, en el teatro, en el campo, o en cualquier otro sitio donde la multitud se reúne, aprueban o desaprueban ciertas palabras y ciertas acciones con gran estruendo, grandes gritos y palmadas [...]. ¿Qué efecto producirán tales escenas en el corazón de un joven? [...] ¿no tiene que naufragar por precisión en medio de estas oleadas de alabanzas y de críticas? ¿Podrá resistir a la corriente que le arrastra? ¿No conformará sus juicios con los de la multitud sobre lo que es bueno o vergonzoso? ¿No hará estudio en imitarla? (Ibíd., libro sexto).

Para la persona de alto porte y alto espíritu, aun en la juventud, los halagos y las recompensas materiales están siempre a la orden del día. Si no tiene un buen maestro, o mejor, varios maestros a su lado que le enseñen a desdeñar estos vanos ornamentos, el educando se hundirá en ellos y jamás egresará de la crasitud y la ignorancia. Y los filósofos del mundo, si es que existen en la actualidad, olvidarán por un instante su ataraxia y se rasgarán los harapos pensando en el amigo que no fue, en el compañero predestinado que no supo llegar hasta ellos. Y exclamarán, junto con Robert Browning: "Borrad su nombre, después, añadid al recuerdo de las almas perdidas una más, un deber más sin cumplir, un sendero más sin pisar, un triunfo más para el demonio, una pena más para los ángeles, una injusticia más contra el hombre y un ultraje más a Dios"[3].
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Miércoles 20/09/2006; 8,31 a.m.
Dice Platón en La República que al gobernante justo le es lícito mentir, que le es lícita la mentira, siempre y cuando esta mentira redunde "en beneficio de la comunidad". Y después quiere que Sócrates gobierne. ¿Se imaginan ustedes a Sócrates mintiendo, mintiendo concientemente, sea en provecho de sus gobernados o de quien fuere? Estas incoherencias ocurren cuando un pensador filosófico, que estuvo así de cerca de ser un filósofo hecho y derecho como su maestro, se mete a político, o se le despierta el animal político que todos, por desgracia, llevamos dentro[4]. ¡Aspirante a la sabiduría, aléjate del poder político si no quieres que te pase lo que a Platón! ¡Aspirante a la santidad, aléjate del poder político si no quieres que te pase lo que a Gandhi![5]

8,53 a.m.
Tengo en mi poder un librito que le regalaron a mi hermana. Más que un carpintero se llama, y lo escribió un tal McDowell. Es un texto apologético en el que se pretende demostrar, en base a evidencias históricas, tanto sea la divinidad de Jesús en sí misma como la certeza que él tenía de ser el mesías, el enviado y el hijo de Dios.
Mi postura respecto de estas dos cuestiones metafísicas (metafísicas, sí, y por lo tanto indemostrables, señor McDowell, mediante argumentos basados en testimonios históricos), mi actual postura relación a esto[6] indica que no creo que Jesús haya sido más hijo de Dios que yo o que cualquier otro hijo de vecino (aunque puedo estar equivocado, y dejo abierta la puerta para una posible voltereta, intuición mediante, en un futuro que raras veces preveo hacia dónde me arrastrará). Lo que ha cambiado en mi parecer es que antes creía que Jesús nunca creyó seriamente que fuera él el mesías, y ahora me parece que sí, que lo creyó, que su entorno terminó por convencerlo.
A mí nunca me cerró, nunca pude compatibilizar al Jesús del sermón de la montaña con el Jesús de las imprecaciones y los improperios, con ese "¡raza de víboras!" o ese "crujir de dientes" que tan fácil se le soltaba si hemos de creer en los evangelios. Tampoco me cierra la imagen del maestro del amor y la dulzura destrozando a bastonazos los puestos de los mercaderes. ¿Cómo explicar este ataque de iracundia en un hombre santo? (porque suponer que semejante vandalismo se llevó a cabo sin cólera es el colmo del infantilismo psicológico). Pues todo esto podría explicarse, y yo me adhiero a esa explicación, suponiendo que el temperamento de Jesús, o mejor, su carácter, fue cambiando con el correr de su apostolado, y que fue cambiando debido a, y justamente con, sus aspiraciones mesiánicas. Esta idea me la sirvió en bandeja el señor Carlos Ayarragaray desde su libro La justicia en la Biblia y en el Talmud, pp. 39 y 40. Citaré el párrafo casi completo:

Jesús no concibe la lucha. El que no está con nosotros es de los nuestros, dijo. [...] Es, pues, sencillo y bueno. El amor ha sustituido en él la acción. Mas la acción de sus acompañantes concluye por arrastrarlo y le convencen de su misión divina. Es en este momento cuando Jesús deja de ser dueño de sí mismo y se transforma, trasmutando la caridad, el perdón, la mansedumbre, la docilidad y su alegría de vivir, para satisfacer el designio divino que le es atribuido. Hay una evolución evidente en Jesús. La beatitud originaria y subyugante y la prédica de la bienaventuranza se inflaman, y su plática y sermón se trastornan, volviéndose agresivo y malhumorado, susceptible, colérico, hasta anunciar crueldades, odios y venganzas. Su proverbial docilidad y suavidad, su preocupación por los pobres y simples, se vuelven acritud y violencia contra los incrédulos, los fariseos y los que le ponen en duda. A los ojos escudriñadores del Evangelio, esta transformación pareciera enfermiza en Jesús, y así, entre el recuerdo del sermón de la montaña y la expulsión de los mercaderes del templo, entre el hombre que se deja querer por María y el que maldice una higuera al aproximarse hambriento y encontrarla sin fruto, hay una división tajante que prueba una modificación sustancial en el pensamiento de Jesús. Admitimos que en todo cambio político, es necesaria cierta rudeza y que las promesas originarias sean seguidas del olvido, frente al llamamiento de la realidad, pero no podemos callar nuestra sorpresa ante la transformación de la humildad de Jesús en combate agresivo.

"La conciencia profética --dijo David Strauss-- había precedido en él a la conciencia mesiánica"[7]. Y ese cambio de conciencia, ese agrandarse, ese creérseela, fue lo que opacó su prístino y primoroso mensaje.
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Jueves 21/09/2006; 12,28 p.m.
Karl Christian Friedrich Krause, ese oscuro pensador y devotísimo ser humano, aquel que me rescatara de las fauces de mi estéril panteísmo y me depositara en el fértil suelo de su brilloso panenteísmo, ese gran metafísico tampoco creía en la divinidad de Jesús:

Constituye un retroceso, una monstruosidad, en el Cristianismo, el hacer del venerable hombre Jesús un ídolo, desconociendo así la unidad de Dios, la unidad de la Humanidad y la igualdad íntima de la relación de Dios y de la Humanidad, colocando así al Cristianismo aún más abajo que el Islamismo.

Sin embargo,

en la adoración de Jesús como Dios, por muy idolátrica que pueda aparecer, hay con todo una anticipación parcial de la Humanidad-original-en-Dios [...]. Por tanto, quien se dirija con corazón puro, en oración pura de unión con Dios, a Jesús como si fuese Dios, y a través de Jesús a Dios, es entendido por Dios mismo en esa anticipación imperfecta, por muy imperfecta que sea (diario personal, citado por Enrique Ureña en Krause, educador de la humanidad, pp. 331-2).

A no burlarse, pues, de estos creyentes, que son más sensatos --¡y más felices!-- que los agnósticos y los ateos.
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Viernes 22/09/2006; 12,36 a.m.
Así le responde Kant al tristemente politizado Platón de La República:

No es probable que los reyes se conviertan en filósofos o los filósofos en reyes ni tampoco hemos de desearlo, puesto que la posesión del poder afecta invariablemente el libre juicio de la razón. Es indispensable, sin embargo, que los reyes --o los pueblos, cuando éstos se gobiernan a sí mismos-- no eliminen a los filósofos, concediéndoles el derecho, en cambio, de opinar libre y públicamente (Sobre la paz perpetua, segundo suplemento)[8].

Y otro gran pensador, ya más encolerizado, también arremete contra la propuesta del Divino:

¡Qué monumento a la pequeñez humana es esta idea del filósofo rey! ¡Qué contraste entre ella y la simplicidad y humanidad de Sócrates, que se pasó advirtiendo al hombre de estado contra el peligro de dejarse deslumbrar por su propio poder, excelencia y sabiduría, y que tanto se preocupó por enseñar que lo que más importa es nuestra frágil calidad de seres humanos! ¡Qué decadencia, qué distancia desde este mundo de ironía, razón y sinceridad, al reino platónico del sabio cuyas facultades mágicas lo elevan por encima de los hombres corrientes, aunque no tan alto como para evitar el uso de las mentiras o para ahorrarse las tristezas del oficio médico: la venta o la fabricación de tabúes, a cambio del poder sobre sus conciudadanos! (Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, párrafo final del cap. 8)[9].

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[1] La misma etimología de la palabra “moral” (derivada de las latinas “mos” y “moris”, que significan “costumbre”) nos da a entender que va siempre a favor del tradicionalismo imperante. Si nos atenemos a este rigorismo etimológico, cualquier acción establecida fuera de los cánones normales de conducta tendría que ser considerada inmoral, se trate ya de un asesinato o de una resucitación.
[2] “A medida que profundizo en las otras ciencias entiendo mejor la filosofía” (Novalis, carta a Schlegel fechada el 26/12/1797, citada en Estudios sobre Fichte y otros escritos, p. 19).
[3] (Nota añadida el 2/9/9.) Pero así como la buena semilla se corrompe si cae fuera del buen terreno, así también la mala semilla puede dar fruto comestible si por fortuna cae en suelo fértil. ¿Y qué suelo más fértil para el intelecto humano que la Grecia de Pericles? Digo esto en relación a Sócrates, pues todos coinciden en considerarlo feo, y si mi teoría es correcta, su fealdad de rostro sería indicativa de su fealdad interna, de la fealdad de su espíritu. Este punto de vista es rubricado por el propio interesado, si hemos de creerle a Cicerón: "Como en una reunión hubiese colegido muchos vicios contra él Zopiro, que se jactaba de percibir el carácter de cualquiera con base en la fisonomía, se rieron de él los demás que no reconocían en Sócrates aquellos vicios; pero fue confortado por Sócrates mismo, pues dijo que aquéllos habían estado innatos en él, pero que los había alejado de sí con ayuda de la razón" (Disputas tusculanas, libro IV, cap. XXXVII, secc. 80). Sócrates conformaría uno de aquellos excepcionales casos en que la predisposición al vicio es contrarrestada por el conocimiento del bien; y así, por propia experiencia, fue que se convenció de aquella gran verdad por él propagandeada que indica que el malo no es malo voluntariamente, y que si conociese profundamente (no superficialmente --ver a este respecto los capítulos 9 y 12 del presente extracto--) lo que es la bondad, se transformaría en bueno por ese solo conocimiento, por mucho que sus genes le jueguen en contra. Pero sería este de Sócrates, ya lo he dicho, un caso excepcionalísimo, pues configura una epopeya personal el torcer una predisposición viciosa de manera tan radical como lo ha conseguido el padre de la filosofía occidental.

[4] "El hombre --dice Aristóteles-- es por naturaleza un animal político [...] aquel que no pertenece a una ciudad, o es un ser miserable o es un dios" (La política, libro I, 1253 a). Acertado estuvo Nietzsche al comentar que los filósofos, con su cosmopolitismo a cuestas, son un poco de ambas cosas, un poco dioses, un poco seres miserables. Y así tiene que ser.

[5] No me refiero a su asesinato sino al hecho de no haber podido llegar a ser santo.

[6] Un momento. Cometí un error. La primera de las dos cuestiones sí es metafísica, la segunda no.
[7] David Strauss, Nueva vida de Jesús, secc. XXXVII.

[8] Algo muy parecido decía José Ortega y Gasset, incluyendo además una crítica que comparto plenamente respecto de los quehaceres propios del filósofo o del pensador filosófico: "Para que la filosofía impere no es menester que los filósofos imperen --como Platón quiso primero--, ni siquiera que los emperadores filosofen --como quiso, más modestamente, después--. Ambas cosas son, en rigor, funestísimas. Para que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los filósofos sean filósofos. Desde hace casi una centuria los filósofos son todo menos eso --son políticos, son pedagogos, son literatos o son hombres de ciencia" (La rebelión de las masas, cap. XIII).
[9] Respecto del supuesto "beneficio" de las mentiras gubernamentales propagandeadas por Platón, Denis Diderot tiene algo que decir: "La mentira tiene sus ventajas y la verdad sus inconvenientes; pero las ventajas de la mentira son de un momento, y las de la verdad son eternas; las consecuencias desagradables de la verdad, cuando las hay, pasan rápidamente, y las de la mentira no terminan sino con ella (El sueño de d’Alembert).