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sábado, 1 de julio de 2017

La vivacidad francesa

Lo que de los franceses me dice usted confirma mi antipatía hacia ellos. Ese pueblo avaro, bon vivant, lleno de bon sens, me apesta.
Miguel de Unamuno, carta a Pedro Jiménez Ilundáin, 13/5/1902

Alegres no pueden vivir más que los santos o los imbéciles.
Miguel de Unamuno, "Sarta sin cuerda"

Se enorgullece Guyau de que su Francia sea la nación más irreligiosa de Occidente, de que cultive en alto grado no la mitología y la superstición, sino los ideales griegos del arte y la ciencia. Y ante la crítica que afirma que al perder religiosidad el pueblo francés gana en superficialidad y alegría boba, como la de esos perros que menean la cola sin cesar todo el tiempo sin un motivo específico que los incite a ello, ante tal crítica despacha Guyau esta defensa del espíritu festivo de sus coterráneos:

Si la alegría francesa es una de nuestras debilidades, también es uno de los principios de nuestra fuerza nacional [...]. La verdadera y bella alegría, no es otra cosa que la grandeza de corazón unida a la vivacidad de espíritu: el corazón se siente bastante fuerte, bastante alegre para no tomar los acontecimientos por su lado miserable y doloroso [...]. Dicha alegría no es sino una de las formas de la esperanza. Los pensamientos que “vienen del corazón”, los grandes pensamientos, son casi siempre los más sonrientes (La irreligión del porvenir, p. 214).

Yo no voy a negar que las personas inteligentes puedan llegar a ser alegres, y hasta me puse en contra de Deleuze cuando afirmaba que la filosofía entristece (véase la entrada del 12/9/16). Pero lo cierto es que la alegría debe tener sus dosis, y que un pueblo que pretenda, como el antedicho perro, vivir en alegría perpetua, que haga de los estados de alegría su finalidad primera, es un pueblo que degenerará más tarde o más temprano entre una vorágine de sensualidad, puesto que los placeres de la carne constituyen la manera más rápida y más sencilla de ponernos alegres. No es esta —lo admito— la alegría que alaba Guyau y que encuentra preponderante en los franceses cultos; pero Francia, abandonando sus preocupaciones religiosas, está cada vez más cerca de idolatrar ahora, en lugar de a un dios, al placer y a la alegría en todas sus formas, y los intelectuales franceses, por mucho que refinen sus propias alegrías, no podrán ya refinar las toscas alegrías de un pueblo que renuncia no a los valores pero si a la cúpula de estos, quedando entonces las virtudes humanas como desnudas y descabezadas.

Y hay otra cosa, y es que confundimos frecuentemente la alegría con la vivacidad. Estar alegres no es malo, y hasta es un signo de que vamos por el buen camino, siempre que la alegría no provenga, como se ha dicho, del deleite sensual. Pero me temo que los franceses —al menos los franceses de este último siglo y del anterior— no conforman un pueblo alegre sino un pueblo vivaz, y entre la vivacidad y la sana alegría existe un abismo. La vivacidad es un estado exterior, es la cualidad que da forma a lo que consideramos una persona divertida; la alegría, en cambio, es un estado interior. El problema para los franceses en general y para la intelectualidad francesa en particular, estriba en que la cualidad de ser divertido estar reñida con la especulación concienzuda. Ya he citado la opinión de Charles Peirce: “Para ser profundo es requisito ser aburrido”. Dice “aburrido”, no triste, porque se puede ser perfectamente aburrido para los demás y estar inmerso en un estado de beatífica alegría. El pueblo francés, si confirma su derrotero hacia la irreligiosidad, se encontrará en lo futuro en la situación contraria: será muy divertido por fuera, pero una superficialidad gris y una tristeza enorme lo inundará por dentro. Algo así como la figura tan manida del payaso depresivo, personificada tan fielmente, para dar un ejemplo reciente, por Robin Williams. Por de pronto, este exceso de vivacidad ya se viene notando desde hace años en la producción filosófica francesa, que no ha parido un pensador profundo desde la época de Poincaré.