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jueves, 13 de mayo de 2010

Anécdotas protagonizadas por gente loca (3ª parte)

D. O., de 20 años, se dirigía con su madre hacia el hospital, donde era tratada ambulatoriamente por una quejosa distimia característica de la hebefrenia --en su casa, a toda hora, machacaba que tenía la nariz tapada y los pulmones cerrados. Al pasar por una barrera del ferrocarril, vio que el guardabarreras cerró bruscamente la puerta de su casilla. Con este gesto, pensó ella, el guardabarreras le envió un mensaje. Ese cierre brusco le quería advertir que, así como se cierra la puerta de la casilla, se está cerrando la posibilidad de su curación. [...] En los días siguientes, las quejas hipocondríacas se hicieron más intensas y la paciente creía que la ropa colgada al sol, en el jardín del pabellón, también contenía un mensaje: hay que ser más higiénico si uno quiere curarse los pulmones. Acaso la enfermera colocó la ropa de tal modo que la advertencia pudiera ser captada, sospechó la paciente. Dos semanas después, estaba menos quejosa y ya no hablaba de mensajes o advertencias [...]
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B. M., de 47 años. Sufre, desde los diecisiete, una forma hebefrénico-apática de la esquizofrenia. Pasa la mayor parte del tiempo sentada junto a su cama o en algún rincón del comedor, con la cabeza ligeramente inclinada a la izquierda y los brazos cruzados. [...] Una o dos veces por año sufre estados de intenso malhumor, con fuertes protestas y gritos injuriosos. Durante uno de estos episodios decía, con creciente irritación, "ese, sí, ese hombre me hace pasar noches terribles", mientras señalaba a una paciente que permanecía silenciosa y sorprendida en su cama. "¿Cómo ese hombre... si es una mujer?" preguntó la enfermera, y B. M. respondió, elevando su ira, "qué mujer ni qué mujer, no se hagan los estúpidos, ese es un degenerado de lo peor... todas las noches se aprovecha y me hace salir ríos de sangre de acá abajo". Un médico le preguntó "¿quiere decir que todas las noches usted es violada por una mujer?", y ella, ya en el borde de la agresión física, gritó "no es una mujer, estúpido, es un degenerado que se mete no sé cómo en mi cama". Una semana más tarde estaba nuevamente en su asiento, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados, como siempre. Le preguntamos si había recibido nuevos ultrajes, mientras señalábamos a la otra paciente, y contestó "aquí todo está tranquilo, nadie se mete con nadie".
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C. L., de 49 años. A los dieciocho comenzó a mostrar signos de malhumor mórbido. Por cualquier cambio de palabras se encerraba furiosa en su cuarto, y varias veces atacó violentamente a sus padres y hermanos. No sólo esta distimia llamaba la atención, pues la paciente, además, hablaba de "viajes mentales". Por otra parte, utilizaba extrañas palabras aisladas o combinaciones de palabras que nadie podía decir de dónde las sacaba. [...] Actualmente, a más de treinta años del comienzo del síndrome, vive apartada, casi siempre en cama o caminando rápidamente por el corredor del pabellón. [...] A veces se dirige espontánea y fugazmente a la enfermera para decirle "acordate Elsita, inyección matinal, morlaquita al cuarto". Aparte de esto, sólo habla para contestar. Cuando le preguntamos dónde estamos, responde "aquí... esto es Asia... esto es Asia-China". Entonces, ante la pregunta "¿cómo llegó usted aquí?", contesta "llegué por cuestiones de la cabeza hasta vieja... cuando me vine más vieja entré en la frontera con Asia, en el límite con Asia". "¿Usted viajó?" preguntamos, y nos dice "sí, claro, pude viajar con la cabeza, con la cabeza y todo mi ser, con todo mi ser humano". Volvemos a preguntar "¿qué lugar es éste?"; respuesta: "el pabellón Tomasita" (correcto: el pabellón se llama Tomasa Vélez Sarsfield). "Entonces no estamos en Asia-China" replicamos; y ella responde "sí... este es el pabellón Tomasita de la frontera Asia-China". Finalmente preguntamos "¿no estamos acaso en la Argentina?" y contesta "no, yo estaba antes en la Argentina, ahora me vine con la cabeza de vieja a la frontera de Asia". [...]
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M. D., de 38 años, es una mujer poco dotada, siempre dependiente de su madre. [...] Al llegar al pabellón, desde el servicio de guardia, se sentó en la silla de la enfermera y ordenó "vayan a buscarme un frasco de dulce de leche". Usaba dos pusieras, varios collares, una gorra marinera con escudo, y andaba descalza. [...] Preguntaba por la vida privada de médicos y enfermeras, y estaba dispuesta a bailar con cualquiera, hombre o mujer. A un electricista le dijo "¿qué hacés ahí trabajando?, vení a bailar un valsecito". Cuando la enfermera le indicó su cama, sacó el colchón, lo colocó en el piso y se acostó allí mismo, mientras se burlaba sacando la lengua. Al rato andaba por el pasillo pidiendo "besitos". [...] A los dos meses de internación volvió a su casa, acompañada por la madre. [...]
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A. R., de 35 años. A los quince años abandonó toda actividad, permanecía aislada en su cama, hablaba sola y sorpresivamente atacaba a los familiares, en una ocasión con un cuchillo. Al llegar a nuestro hospital, a los diecinueve años, afirmaba que el presidente de la nación estaba enojado con ella. Sentía que le gritaban desde el techo. "Estoy muy loca", decía con desasosiego. En los últimos años permanece, en general, tranquila, sin ocuparse de nada serio [...]. Dos o tres veces por año, pasa por semanas tormentosas, con intenso malhumor. En uno de estos ataques gritaba: "me vienen balas desde atrás, me perforan los sesos..., me sale sangre epitogénica..., hoy nacieron nenitos huérfanos y yo los vi allá, en la lona..., son hombres y mujeres sembrados..., soy checa, alemana, inglesa y árabe..., en la televisión hay una tehuelche que me saca el cerebro". A los pocos días se encontraba nuevamente caminando por el hospital con toda serenidad. Cuando le preguntamos por la tehuelche, parecía no saber a qué nos referíamos.
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Z. E., de 34 años, internada por primera vez a los diecinueve. Pasa casi todo el día en su cama, escuchando la radio; desaseada, desaliñada, pintarrajeada; no coopera en nada, no hace caso de nada; casi siempre se ríe de modo tonto. Esta vida pachorrienta es interrumpida por días oscuros, con gran irritación. En una de estas crisis entró al consultorio gritando: "qué crimen, qué crimen..., han matado a mi hermano..., le cortaron la cabeza y han dejado el esqueleto al aire". Estaba apenada y furiosa a la vez. Lloraba y golpeaba las puertas. A las veinticuatro horas, interrogada sobre la trágica muerte de su hermano, respondió: "no sé..., y, si lo mataron, ya pasó". También tiene días festivos o, más bien, de entusiasta necesidad de comunicación: "anoche volé a Córdoba en helicóptero..., lavé ropa y me pagaron 100.000 millones de pesos". Pasada la onda, sea irritable, sea expansiva, vuelve a la pachorra de siempre. [...]
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F. M., de 60 años, es un hombre alto, ágil, muy activo; siempre comunicativo y, en verdad, agradable. Está dispuesto, en todo momento, a contar las aventuras más diversas, en las cuales es siempre protagonista o, al menos, cercano espectador. Dice, por ejemplo, que el día anterior estuvo en un río del Paraguay, donde vio una enorme procesión de niños ciegos a lo largo de la costa. Otra vez dijo que estuvo en la estación de Retiro, donde estaba nevando; que había guerrilleros disparando sus armas desde la estación y que él debió refugiarse en un buzón. Frecuentemente decía que Remedios de Escalada venía por las tardes a visitarlo y le pasaba el número ganador del próximo juego de quiniela. Otra vez afirmaba haber estado en el Golfo de Méjico, donde vio lanchas de pescadores iguales a las que utilizaban los discípulos de Cristo. La última vez que lo vimos nos contó que vio una virgencita conduciendo una caravana de árabes conversos.
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A. G., de 36 años, alta y robusta; madre de dos niños. [...] A los veintiocho años sufrió una "crisis nerviosa" y debió ser internada. [...] Al llegar al pabellón, desde la sala de guardia, está excitada y malhumorada. Insulta permanentemente a su esposo y nos acusa, a los médicos presentes, de "detener el proceso judicial". [...] Pasa de un recuerdo a otro sin nexo comprensible. De pronto, interrumpiendo esta logorrea [...], toma dos historias clínicas que están sobre el escritorio y las agita gritando "todavía están aquí estos documentos... ¿qué clase de juzgado es éste?". Decide, por un momento, sentarse con aire displicente, moviendo las piernas y hablando [...] de sus años de juventud. Se ríe de un médico que acaba de llegar y le dice "Luisito, ¿vos también aquí?" y agrega "parece que estamos todos". Se dirige luego a otro médico para decirle "vos, ¿no sos Larroca por casualidad?... sí, sí, vos sos Larroca... ¿te acordás del cafetero y del rusito?". De pronto llora y pregunta por sus hijos, pero rápidamente vuelve a la exaltación y nos cuenta algo cómico del pediatra que asiste a sus hijos. Otra vez el llanto; se detiene y grita angustiada "mis hijos, ¿dónde están mis hijos?". Sorpresivamente se calma y vuelve a reír [...]. Llevada a la sala, confunde a otras pacientes con viejas compañeras y amigas. A la mañana siguiente se la encuentra parada frente a la puerta del lavadero del pabellón, bolso en mano, y ante el llamado de la enfermera responde "ya voy, estoy haciendo cola para comprar un poco de pan". [...]
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F. M., de 45 años, es pícnica y simpática, pero tiene dificultades para vencer su timidez. Ha sido internada seis veces por lo mismo: inquietud desencadenada en los días previos a la menstruación. Al llegar al pabellón, desde la sala de guardia, se encuentra inquieta, juguetona. Es imposible concentrarla. Cuando le pedimos que escriba su nombre, toma el lápiz con rapidez y se pone a borronear sobre la hoja. A los pocos segundos se dirige hacia la puerta, anunciando que se retira a su casa, para enfilar luego hacia una cama y acariciar a la paciente que la ocupa. Al minuto siguiente se mantiene sentada, con el brazo derecho elevado y produciendo un constante movimiento de giro en la articulación de la muñeca. Se mete en todo lo que escucha; completa las frases que oye; levanta el tubo telefónico y pregunta quién llama --sin haber sonado el aparato--. De pronto se levanta, sale al pasillo y camine con rapidez, arrojando lejos el bolso que contiene su ropa. A una médica que acaba de entrar la saluda como si la conociera de toda la vida. Dice que el reloj de médico es de ella. Intenta, por momentos, tocar todo lo que está a su alcance. Se pone a bailar, cambia la posición de todos los elementos que hay en el escritorio, reordena las carpetas. Vuelve a girar su mano derecha en lo alto, y ante la pregunta por el motivo de este movimiento, responde festivamente "estoy resucitando gente". De pronto deja el aire festivo y llora fugazmente. [...] Al rato se distrae tanto que no es posible cambiar dos palabras con ella. Al minuto siguiente piensa que están preparando la fiesta de su casamiento y que hay gente que la espera dentro de un automóvil para llevarla a dar "un paseo de lujo". [...] Dice que sus intestinos están "cerrados", pero no puede aclarar nada sobre esto, tal es su constante cambio de tema. Al entrar un enfermero, le dice "¿qué hacés Angelito?". Tiene tres médicos frente a ella; a uno le dice "usted es contrabandista", a otro "me parece que usted es un maestro", y al tercero lo señala diciendo "este es un tipo cualquiera". De golpe se lanza sobre el teléfono y, nuevamente, pregunta quién habla --y, otra vez, el aparato no había sonado. Cuatro días después, ya tranquila, recuerda que al venir con sus familiares en el automóvil atravesaron un puente que tenían luz de día en el sector medio y oscuridad en las partes laterales. "Era de día y de noche al mismo tiempo" comenta. Junto al puente, además, había personas que estaban construyendo iglesias y resucitando muertos. [...]
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L. de F., 41 años. Delgada, tímida, delicada y muy hacendosa. Tiene a su cargo la cocina del pabellón; preparan infusiones, limpia la vajilla y supervisa la distribución del alimento. Adquiere extraños conocimientos por medio de "mensajes", externos e internos. Los mensajes externos provienen, muy probablemente, de los adventistas, quienes le informan que ella ha viajado en el tiempo. Una vez estuvo en Tierra Santa, en la época de Jesús, María y los apóstoles. En otra ocasión pasó por la Europa medieval. [...] En su viaje a Tierra Santa, que realizó junto con su prima, consiguió importantes vínculos que se ha mantenido inalterados. Cristo la visitó años después. Era una tarde fría, tan fría que podía ser letal. Al llegar Jesús, se mejoró la temperatura. Se reunieron sexualmente y, por esta unión, tuvo un hijo, un hijo de Cristo. Hace unos meses vio a este hijo, que pasaba manejando una ambulancia. [...] Ella sabe que existen seres "malísimos": los dobles. Se trata de personas como nosotros, pero sólo en apariencia, pues no comen y nada necesitan para seguir viviendo. Nacen "espontáneamente de los genes" y es evidente que, detrás de ellos, hay un "poder", "un poder del otro lado". La infancia de L. de F. fue muy desgraciada. Cuando tenía nueve años, los dobles entraron en su casa y la torturaron con electricidad. Además, su verdadero padre no vivía con ella; en su lugar pusieron un impostor. Ella vio, no hace mucho, a su auténtico padre, que pasó en un pequeño automóvil. De su verdadera madre sólo sabe que murió en un hospital, baleada por la espalda. […]
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H. A., de 50 años. Pasa la mayor parte del tiempo en cama, para reponerse de las torturas. Sus torturadores son médicos que trabajan en el Ministerio de Bienestar Social. Pero no se trata de puras vejaciones sino de experimentos. Quieren, por medios artificiales, que se llegue a la perfección. "No saben que sólo Dios puede alcanzar eso", comenta la paciente con aflicción. Le han colocado micrófonos en la cabeza y, con extrañas máquinas de transmisión, le alteran los procesos orgánicos. En uno de los experimentos, tuvo dos partos de cuatro hijos, con un embarazo de sólo cinco meses. El acto sexual que originó los embarazos tenía, a pesar de ser artificial, una fuerte carga instintiva. "Sentí como si fuera realmente con un hombre... claro que le faltaba el factor hombre, usted me entiende... es algo distinto, pero se disfruta... es lo lindo dentro de todo lo malo que me hacen". Cuando piensa cómo escapar de estos experimentos, las voces de los torturadores --que le hablan por los micrófonos cefálicos-- la amenazan con trasladar partes de su cuerpo a otros lugares del planeta. [...]
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H. G., de 64 años. Serio, reservado, muy prolijo. Todos los días, después de la siesta, se acicala para cumplir su misión. Sale del pabellón con paso seguro y se dirige siempre al mismo sitio, junto a un árbol en el cual se apoya. Entre su ropa y la corteza del árbol no hay contacto, pues él coloca una hoja de cartón que sujeta por medio de un piolín. Una vez instalado, comienza rápidamente la tarea. Cada dos o tres minutos dibuja, en un cuaderno, un pequeño círculo. Prefiere utilizar bolígrafos, pero a veces usa lápices. La realización de los círculos es disparada por mensajes procedentes de "la organización". Se trata de un conjunto de personas, entre las cuales obviamente se encuentra él, dedicadas a evitar el contrabando. Cada vez que un delincuente intenta contrabandear, el paciente recibe un mensaje; entonces, por medio del acto de dibujar el círculo, consigue abatir al malhechor. El cuaderno no está permanentemente en sus manos; luego de realizar el círculo fatal, lo guarda bajo la solapa del saco, de donde lo retira para efectuar la próxima operación. Además, cada vez que saca el cuaderno, golpea suavemente con ambos codos en su tronco. Si estos pasos no se realizan con precisión, el dibujo no consigue liquidar al contrabandista.
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La excentricidad hebefrénica aparece [...] bajo la forma de una particular alteración lingüística, que comprende falta de concisión, extrañas listas de términos, insólitas combinaciones de palabras, construcciones neológicas y descripciones patéticas. [...] Un paciente decía "ferrachi" en lugar de "serrucho", y para llegar a este neologismo pasó, en pocos minutos, por los desvíos parafásicos "serruchi" y "serrachi". Una hebefrénica decía que la medicación le alteraba "el cerebrado cerebral del cerebrilo". [...]
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[...] Un enfermo estaba sentado junto a nosotros; de pronto se paró, fue hasta la puerta del office y, mirando hacia el pasillo, gritó "hay fruta, postre"; inmediatamente volvió su silla. En el pasillo no había nadie, no se veían alimentos, ni era la hora de comer. [...]
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[...] Una paciente [...] dijo que detrás del pabellón había "semillas de pan". Cuando nos trasladamos con ella para verificar su hallazgo, nos muestra cuatro panecillos enmohecidos. "Si usted los entierra salen plantas de pan", afirmó. [...] La misma paciente le dijo a un médico "¿cómo le va, siempre en el frío?". El médico respondió "¿frío?, si estamos en verano" y la paciente expresó "no, usted es psiquiatra, y psiquiatra es siqui, siquí, siquí de esquí, de esquí para andar en el frío de la nieve". En otra ocasión, la misma enferma dijo "cuando escucho mi nombre, Blanquita, creo que el nombre dice bla de Blan, porque yo bla-bla, hablo y hablo, y el quita es porque eso me quita la comunicación". Ante la pregunta "¿qué clase de fruta es la mandarina?", esta enferma dijo "¿qué es esto...?, ¿me quiere decir que alguien me va a mandar harina?". [...]
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[...] Una enferma que cuida la cocina del pabellón, siempre prolija, siempre cordial, lleva un cuaderno con notas como la que seguidamente reproducimos:

El Pantalón
Brochero soy o Sea Curita de Campaña. Guerra a los Pantalones de la Dama En Total Seria. Si viniese la Moda A Varoncito La Toga Y su Jaké. En Campañas de Guerra Su Dama Con Uniforme Usa Pantalones Al Igual Que María. Pero No es Oficialidad. Guerra Habrá. ojo.

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Una paciente [...], ante la pregunta "¿en qué año estamos?" Dijo lo siguiente:

no sé...94... pero ya están haciendo murales para el 2006... se va a conmover toda la tierra, van a venir con una armada los mejicanos mudos, actores mejicanos, y salen en revistas, y mis amigos salieron en revistas... tenían de todo y murió tuberculosa una que se casó de blanco... uno jugaba a la lotería, fumaba y se mataron en un accidente... lo trajeron para Buenos Aires y la hija murió cuando vino la gripe perforada... se pusieron medio luto y a los hijos los desterró a todos y a las nietas les elegían marido, y casaron paisanos con paisanos, y cantaban... yo también subí a cantar, pero no, pusieron un tango... el hermano se tuvo que poner de colectivero, pero no sé si sabía manejar... pusieron una tienda... vendían lila... dije medio luto pero no era medio luto y la ropa negra se usa... mi prima vino porque se volvió puta y entregadora... nunca me ha querido y yo le escribí una carta que ella abría y no contestaba.

La misma paciente, en otra ocasión, se acercó para decirnos

¿Sabe una cosa?... los escuel son inspectores espiritistas, son los voluntarios de los trausende, como de los osorios, que son muchos hombres que están internados, y así están... que sí, que no, que sí, que no, que no querés que te enjabone.
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[...] Una paciente entra al consultorio con aire preocupado y nos pregunta "¿sabe que la morfina negra no la puedo hacer soltar con el agua radial?". "¿Agua radial?" Preguntamos, y contesta "sí, claro, es un líquido que usan los erasmos desterrados". [...] La enferma de los "erasmos desterrados" --que no sabe quién era Desiderio Erasmo-- nos dijo:


Francia vio volar a mi hijo, que volaba con alas blancas llevando un mensaje de paz... estábamos en guerra y mi hijo volaba sobre un volcán en erupción, y yo lo defendía de la máscara japonesa... porque se escapó de la cama y lo agarró un japonés, y peleamos con alambre de púa... y así llegó a volar como enviado papal. [...]
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Hay pacientes que aún bajo el más estricto cuidado siguen siendo intensamente excéntricos. Tienen una verdadera avidez por la ropa estrafalaria y por los adornos más chocantes. Estos trastornos no se limitan a vestidos y adornos. Puesto que letras, palabras y frases son objetos utilizados o los actos verbales, las expresiones de los pacientes resultan asimismo raras, extrañas y estrambóticas. Una enferma, molesta por la conducta de otras pacientes, pidió al médico la "electrificación inmediata de toda rastrerísima que burle vilmente la higiene del sistema urogenital anal". Otra enferma, para referirse a un médico de apellido Vázquez, dice "dos medios Vázquez". Los gestos y modales se tornan excéntricos. Una paciente saluda a los gritos; otra lo hace en silencio, inclinando el tronco lenta y excesivamente. Una, para presentar sus demandas, se pone de rodillas y eleva los brazos; otra intenta siempre escabullirse, aun estando entre personas que ve todos los días durante años. Una enferma camina extendiendo los dedos de las manos al ritmo de sus pasos; otra observa todo desde un rincón, con la palma de la mano derecha sobre la nuca, y la palma izquierda en el hombro derecho. Muy típica es la tendencia a coleccionar, a veces ordenadamente, todo lo fútil que se encuentra. Pequeños papeles, naipes sueltos, trapitos, chapitas, fósforos usados, vacías cajitas de remedios, etc., todo se guarda en paquetes que los pacientes hacen y deshacen todos los días. En estas colecciones se puede hallar, junto a lo fútil, cosas útiles cuya importancia no conocen los enfermos. Un hebefrénico pueril siempre llevaba una caja de madera en la que encontramos una fotografía del núcleo centro-mediano del tálamo. Parece pues que, todo aquello capaz de emitir el acto de coleccionar, es efectivo al fallar el filtro pragmático.
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Párrafos extraídos del libro Introducción al diagnóstico de las psicosis de Juan Carlos Goldar (Buenos Aires, Salerno, 1994), excepto el último, tomado de Anatomía de la mente (Buenos Aires, Salerno, 1993), mismo autor.

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