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viernes, 28 de mayo de 2010

Las causas del antisemitismo (3ª parte)

Henry Ford terminaría retractándose, en una carta pública fechada el 30/6/1927, de lo escrito en esos artículos y pidiendo perdón a la comunidad judía, pero este gesto, en palabras de Julio Meinvielle, no hace más que corroborar la idea central que Ford reivindicaba:

Ni se diga que Henry Ford ha desmentido su poderoso libro, porque un libro como el suyo, no se desmiente con una simple carta redactada bajo la presión de toda la judería internacional en contra de su industria. Al contrario, esta victoria de la judería en contra de una potencia como Ford, es la mejor demostración del poder fantástico de los judíos, amos de las riquezas del mundo (El judío, p. 120).

Ubiquémonos en 1936, en pleno auge del Tercer Reich. En ese año, al "cristiano" Julio Meinvielle se le antojó --para mejor honra y gracia de Dios, según habrá imaginado-- publicar párrafos como este:

La dominación de este pueblo, aquí y en todas partes, va cada día siendo más efectiva. Los judíos dominan a nuestros gobiernos como los acreedores a sus deudores. Y esta dominación se hace sentir en la política internacional de los pueblos, en la política interna de los partidos, en la orientación económica de los países; esta dominación se hace sentir en los Ministerios de Instrucción Pública, en los planes de enseñanza, en la formación de los maestros, en la mentalidad de los universitarios; el dominio judío se ejerce sobre la banca y sobre los consorcios financieros; todo el complicado mecanismo del oro, de las divisas, de los pagos, se desenvuelve irremediablemente bajo este poderoso dominio; los judíos dominan las agencias de información mundial, los rotativos, las revistas, los folletos, de suerte que la masa de gente va forjando su mentalidad de acuerdo a moldes Judá Lycos; los judíos dominan en el amplio sector de las diversiones, y así ellos imponen las modas, controlan los lupanares, monopolizan el cine las estaciones de radio, de modo que las costumbres de los cristianos se va modelando de acuerdo a sus imposiciones (pp. 10-11).

Pero se corresponda o no con la realidad, Meinvielle no se limitaba a la descripción de una determinada situación sociopolítica: también se jactaba, como ya veremos, de conocer el único remedio capaz de solucionar de plano el problema que los judíos presentaban al mundo. Era el mismo remedio que luego pusiera en práctica Hitler con magrísimos resultados si nos atenemos al hipercapitalismo --judío o no judío-- que reina en la actualidad; pero lo que a mí me perplejiza no es la ineficacia o putridez del remedio propagandeado, sino la posición desde donde Meinvielle lo propagandeaba. No me extraña que los nazis utilizaran como pretexto a los judíos a la hora de satisfacer sus íntimos impulsos sadomasoquistas, pero ¿qué papel representa en este juego necrofílico un dignatario eclesiástico? No será Meinvielle --personaje desconocido si los hay-- quien saldrá perjudicado por las citas que a continuación transcribiré. La única perjudicada será la Iglesia Católica, no por el hecho de no haberlo silenciado --todos tenemos derecho a expresar nuestras creencias-- sino por el hecho de no haberlo excomulgado después de haber escrito semejante apología del asesinato en masa. Pero bue… ¿Qué le hace una mancha más al tigre?
Meinvielle, argentino de pies a cabeza, antes de preocuparse, como Henry Ford, por el predominio judaico en las finanzas neoyorquinas, se estremecía pensando en la invasión hacia su propia tierra:

¿Donde no domina el judío? Aquí, en nuestro país, ¿qué punto vital hay de nuestra zona donde el judío no se esté beneficiando con lo mejor de nuestra riqueza, al mismo tiempo que está envenenando nuestro pueblo con lo más nefasto de las ideas y diversiones? Buenos Aires, esta gran Babilonia, nos ofrece un ejemplo típico. Cada día es mayor su progreso, cada día es mayor también en ella el poder judaico. Los judíos controlan aquí nuestro dinero, nuestro trigo, nuestro maíz, nuestro lino, nuestras carnes, nuestro pan, nuestra leche, nuestras incipientes industrias, todo cuanto puede reportar utilidad; y, al mismo tiempo, son ellos quienes siembran y fomentan las ideas disolventes contra nuestra Religión, contra nuestra Patria y contra nuestros Hogares; son ellos quienes fomentan el odio entre patrones y obreros cristianos, entre burgueses y proletarios; son ellos los más apasionados agentes del socialismo y comunismo; son ellos los más poderosos capitalistas de cuanto dancing y cabaret infecta la ciudad. Diríase, que todo el dinero que nos arrebatan los judíos de la fertilidad de nuestro suelo y del trabajo de nuestros brazos, será luego invertido en envenenar nuestras inteligencias y corromper nuestros corazones
[1].
Y lo que aquí observamos, se observa también en todo lugar y tiempo. Siempre el judío, llevado por el frenesí de la dominación mundial, arrebata las riquezas de los pueblos y siembra la desolación. Dos mil años lleva en esta tarea la tenacidad de su raza y ahora está a punto de lograr una efectiva dominación universal (pp. 11-2),

dominación que tendría por sustento su bíblica perversidad:

Siempre fue el israelita, y de modo particular el judío, de condiciones naturales perversas, dominado por una gran soberbia y una gran avaricia.
Moisés advierte expresamente a los israelitas (Deuteronomio, IX, 6): «Sabe pues que no por tus justicias que ha dado el Señor Dios tuyo esta excelente tierra en posesión, pues es un pueblo de cerviz muy dura» (p. 27).

El Judaísmo es un enemigo declarado y activo de todos los pueblos, en general, y de modo especial de los pueblos cristianos. Desempeña el papel de Ismael, que perseguía a Isaac; de Esaú, que buscaba matar a Jacob; de Caín, que dio muerte a Abel. San Pablo, en su I Carta a los Tesalonicenses, dice que «los judíos son enemigos de todos los pueblos». Observemos que todo esto es tremendo e importantísimo. Son enemigos teológicos. Es decir, no es una enemistad local, o de sangre, o de intereses. Es una enemistad dispuesta por Dios. Los judíos, si son judíos, es decir, si no se han convertido sinceramente al cristianismo,aunque no quieran, buscarán con mentiras hacer daño, perder y corromper a los cristianos, apoderarse de sus bienes y sujetar los como abriles esclavos. Desempeñan en ello una función teológica como la que desempeña el diablo, de quien son hijos (pp. 39-40).

No os fiéis del judío, porque ejerce la enemistad disimulando que os beneficia. [...] El judío hace daño sin mostrar la mano. [...] Así la acción judaica sobre el mundo se realiza en la sombra de los concilios secretos, y los personajes que parecen regir los pueblos, no son más que títeres manejados por estos hijos de la iniquidad (p. 41).

Examinemos ahora el particular maniqueísmo propugnado por Meinvielle:

En el mundo actual, en todas las manifestaciones de la vida, no puede haber más que dos modos verdaderamente fundamentales, dos polos de atracción: el cristiano y el judío. Sólo dos religiones: la cristiana y la judía. Sólo dos internacionalismos: el cristiano y el judío. Todo lo que no sea de Cristo y para Cristo, se hace en favor del judaísmo. De aquí que la descristianización del mundo corra paralelamente con su judaización (p. 42).

Esta judaización tendría como misión central la instauración mundial del capitalismo:

La decantada grandeza del Capitalismo inglés y americano, no es más que una creación judaica. Grandeza carnal incomparable, pero que es la obra de millones de cristianos y gentiles, en beneficio de un puñado de judíos (p. 43).

No puede haber la menor duda de que los judíos, directa o indirectamente (y más bien directamente) son amos de las riquezas de todos los pueblos, de las que se han apoderado legalmente en virtud del Capitalismo, que ellos han creado el impuesto (p. 121).

Con Capitalismo y Pauperismo, con burgueses y proletarios, con liberalismo y socialismo, los judíos han logrado dividir el mundo en dos grandes bandos igualmente perniciosos. Y desde entonces todas las manifestaciones de la vida, culturales, benéficas, gremiales, religiosas, políticas, económicas, llenan el sello de uno u otro bando.
Y el Catolicismo, que es la Salud del mundo, que forjó la Cristiandad, queda confinado en una «especie de ghetto»: arrinconado apenas en las sacristías, en los seminarios y conventos.
Las gentes, el público, sean judaizado; los ricos con el liberalismo, los pobres con el socialismo. Todos piensan, odian, aman y danzan a lo judaico. Todos se sienten libres, es cierto. Libres para ser manejados como títeres por el astuto poder de los hijos de Israel. Todos libres, pero ninguno piensa sino por el cerebro judaizado de su diario, de su libro, de la revista. Todos libres, pero ninguno odian y aman sino a través de la artista o el actor judaizado del cine. Todos libres, pero sus ideas políticas, económicas, religiosas, filosóficas han sido preparadas e impuestas por los judíos (p. 124).

En el tema de las persecuciones, Julio Meinvielle nos descubre ora su faceta cristiana (compasiva), ora su faceta judía (vengativa). Empecemos por lo mejor:

Los cristianos no pueden odiar a los judíos, ni perseguirlos, ni impedirles vivir, ni perturbarles en el cumplimiento de sus leyes y costumbres (p. 45).

Por este motivo

la Iglesia jamás ha odiado el judío. Al contrario, ha obrado y ha hecho orar por ellos; los ha defendido de las vejaciones y persecuciones injustas, de tal suerte que cuando el sanedrín judío se reunió públicamente por primera vez después de siglos, en Francia en 1807, convocado por Napoleón, rindió homenaje público a la benevolencia de los Pontífices, en documentos que se conservan (p. 44).

La Iglesia, asegura Meinvielle, ha defendido a los judíos de las persecuciones injustas; visto está que la persecución que se venía, la del nazismo, y a juzgar por la pasividad con que la Iglesia la trató, a los ojos del Papa sus compinches era una persecución justa.
Julio Meinvielle, y la Iglesia que lo secundaba, no recomendaban odiar a los judíos, pero sí precaverse de ellos

como quien se precave de los leprosos. Tampoco se puede odiar, ni perseguir, ni perturbar a los leprosos, pero hay que tomar precauciones contra ellos para que no infición en el organismo social. Dura cosa es, no hay duda; pero es irremediable. Así los cristianos no han de trabar relaciones comerciales, ni sociales, y políticas con esa casta perversa que hipócritamente busca su ruina y el daño de la Iglesia. Los judíos deben vivir separados de los cristianos porque así se lo ordenan sus propias leyes y además porque son «infecciosos» para los demás pueblos.
Si los demás pueblos rechazan estas precauciones, tienen que atenerse a las consecuencias, o sea hacer lacayos y parias de esta raza, a quien le corresponde la superioridad en el reino de lo carnal (p. 46).

Esta toma de precauciones, está "dura cosa" que es menester realizar, asegura Meinvielle que no se asemejan nada a la cacería nazi que ya por entonces había comenzado.

En la tremenda persecución de Hitler, el Romano Pontífice y los Obispos alemanes han hecho oír su voz de protesta (p. 50).

Léase, sin embargo, el opúsculo de Meinvielle titulado Qué saldrá de la España que sangra (1937), en donde se afirma que la España católica "trabajará junto a las potencias fachistas o semifachistas de Europa para dar término a la tarea de quebrar la cabeza del monstruo comunista" (p. 41). Resulta evidente que, para Meinvielle, el monstruo comunista y el monstruo judío son la misma cosa, y si le parece "tremenda" la persecución de Hitler no puede después, sin desdecirse o sin faltar a la lógica, apoyar las quebraduras de cabezas comunistas que Franco propiciaba durante la Guerra Civil Española
[2].

El antisemitismo es una cosa condenada, porque la persecución al judío es un movimiento de odio y de menosprecio al carácter sagrado de su Raza, y porque no es posible desconocer en el judío los derechos naturales de la humanidad (p. 82 de El judío).

Este aserto, salido de la mitad cristiana de Meinvielle, es elogiable, pero contrásteselo con este otro salido de su mitad macabea:

La espalda es la única arma eficaz, con eficacia a corto plazo que puede vencer las asechanzas judías. Porque la espada, lo militar está dentro de lo heroico del hombre, del vir, del varón. Está conectado por vínculos metafísicos con los valores espirituales del hombre. Es algo esencialmente opuesto a lo carnal. De aquí que el judío que tiene las primacías en lo carnal, sienta pánico ante la espada. Si los judíos a. C. fueron héroes capaces de dirimir la espada [...], d. C., cuando se canalizaron, se hicieron impotente de manejar la espada: son profundamente cobardes, como cobardes son todos los cristianos idiotizados por el liberalismo y por las lacras democráticas.
Hay dos modos radicalmente opuestos de combatir: el uno carnal, el otro espiritual; el uno del diablo, el otro de Dios; el uno del judío, el otro del cristiano; el uno acecha, el otro arremete con hombría (pp. 146-7).

No hay que perseguir al judío, dice Meinvielle por un lado; por el otro, dice que hay que espadearlo. ¿En qué quedamos? Una vez entablado un combate, suele suceder que el enemigo retroceda, y entonces ¡qué!, ¿no lo perseguiremos mientras intenta reagruparse batiéndose en retirada? No es técnicamente imposible combatir sin perseguir, pero que yo sepa, ningún ejército ni grupo armado ha empleado nunca esta curiosa modalidad bélica... Es sabido que los chinos --al menos en alguna época-- tenían prohibido combatir bajo la influencia del odio hacia el enemigo; así, se cuenta que un chino que estaba punto de matar a un rival, fue escupido en la cara por éste, y como el chino se encolerizara sobremanera por el escupitajo recibido, no tuvo más remedio que dejar en libertad al ya reducido soldado. Será todo lo utópico que se quiera este oriental proceder, pero se comprende y hasta se admira; mas ¿cómo interpretar los movimientos de un espadachín que se abalanza sobre su rival cuando es atacado y se paraliza cuando su rival retrocede? Estoy siendo, lo admito, demasiado literal en la interpretación de los párrafos citados; si algún exégeta católico, acostumbrado a estos menesteres, logra conciliarlos, quedará al resguardo de las malas lenguas la cordura de Meinvielle. Por ahora, yo no veo en él sino a un nazi que se equivocó de cruz, a un nazi reloco, porque matar judíos en nombre de la raza aria es algo repugnante, pero no ilógico, y sí es ilógico hasta la demencia el matarlos en nombre de la caridad cristiana como lo sugería este sombrío dignatario:

La caridad cristiana que nos manda procurar eficazmente el bien de Dios, el bien de la Iglesia, el bien de los pueblos cristianos nos manda por lo mismo empuñar la espada para asegurar eficazmente esto bienes cuando no haya otro modo de asegurarlos.
Si no ha llegado todavía, quizá no esté lejos el momento en que si no queremos ver proscrito el nombre de Dios, incendiados los templos, vilipendiados los sacerdotes, violadas las vírgenes por la chusma desatada, sea necesario ceñirse los lomos y empuñar la espada.
Si por sentimentalismo o por cobardía nos resistimos a pelear con denuedo, tendremos que vivir esclavos de una minoría rabiosa de judíos que después de habernos vilipendiado en lo más sagrado nos sujetará la tiranía del deshonor.
La caridad misma lo exige. Porque no pueden decir que aman verdaderamente a Dios, a la Iglesia, a su Patria, a sus hijos e hijas aquellos que rehúsan adoptar aquel medio único que asegure el respeto inviolable de Dios, de la Iglesia, de la Patria, de los hijos e hijas.
Medio único, doloroso pero indispensable, como indispensable es el uso del bisturí para cortar la gangrena que infecciona.
Si el uso de la espada implica una villanía cuando se usa para exterminar al inocente, en cambio, cuando se emplea para restaurar los derechos de la Verdad y de la Justicia, importa los honores del heroísmo (pp. 148-9)
[3].

El siguiente párrafo resumirá el punto de vista de Meinvielle referente a esta cuestión:

Aunque los cristianos debamos amar al judío de acuerdo al precepto de Cristo y amar a nuestros mismos enemigos, no se sigue que debamos desconocer la peligrosidad que hay en ellos y que no podamos y debamos acabarnos contra ella. También debemos amar [...] a los delincuentes y esto nos da a que se los encarcele para que no dañen a la sociedad (p. 50).

Yo pregunto: ¿Jesús se precavió contra quienes pretendían capturarlo? ¿Autorizó a su discípulo Pedro a levantar la espada contra ellos a fin de "restaurar los derechos de la Verdad y la Justicia"? ¿No fue al revés, no fue Pedro quien, en un arranque de furia instintiva, hirió con su espada al enemigo mientras Jesús le ordenaba guardarla y estarse quieto? El argumento de que no hay que odiar al delincuente y sin embargo hay que encarcelarlo ya fue sostenido por pensadores mucho más eminentes que Meinvielle, como Bertrand Russell por ejemplo
[4]. Y es lógico que un ateo como Russell defienda esta postura, ¡pero que la defienda un eclesiástico, un seguidor de Jesús, cuando Jesús nunca encarceló ni deseó encarcelar a nadie!... Eso es un crimen de leso cristianismo, un crimen que los curas como Meinvielle vienen cometiendo desde la época de Constantino, una burda racionalización del cristiano que no puede ni quiere controlar su cobardía y/o su resentimiento y/o su sadismo y que por eso mismo ya no es cristiano, por muy de negro que se vista. Ese raro vestido que se colocan les hace juego con el color de su alma.
Hay más citas imperdibles:

El judío que no se adhiere a Cristo es un «ser de iniquidad», es un «ser de perfidia» y no puede estar haciendo otra cosa en el curso de la historia que perseguir a Cristo. Aunque no lo quiera, es su destino. Porque la razón de ser de esta raza es el Cristo. O con Él o contra Él. De aquí la perfidia del judío carnal. Y carnal es todo judío que no se diría Cristo. Luego digamos sencillamente: la perfidia del judío (p. 49).
El judío podrá ser y es bueno dentro de su pueblo.sus costumbres son generalmente intachables y laudables. Pero con respecto a otros pueblos, aunque viva dentro de ellos, es un enemigo hipócrita que estás echando en la sombra contra los que le brindan hospitalidad. Es un enemigo que acecha... Que acecha aun sin querer y sin saber, pero que acecha (p. 52).
Así como un día enjuició a Cristo, la insultó y escupió y le entregó a los gentiles para que fuese clavado en la cruz, así desde entonces su única razón de ser y su única preocupación es destruir al cristianismo (p. 53).
Porque la Ley que rige el judío contenida en el Talmud, les manda, en efecto, despreciará todo los pueblos y no parar hasta sujetarlos como a esclavos (p. 54).

Volvamos, para terminar con Meinvielle, al tema del predominio judaico en lo económico:

En todos los tiempos, los judíos han sido y son, para castigo de los cristianos pródigos, los grandes usureros (p. 70).
Así como la avaricia es el pecado de los judíos, la lujuria es el pecado de los novio judíos. Un judío, por miserable que sea su situación económica, siempre va acumulando ahorros que forman un capital; en cambio el gentil, por holgada que sea su condición, siempre se halla en bancarrota porque gastan vicios más de lo que gana. Es lógico que los novio judíos acudan los judíos en busca de dinero (p. 70).
¿No quieren los cristianos ser víctimas de esa perfidia? Dejen de frecuentar a los judíos; nos entreguen a los vicios y así no tendrán necesidad de recurrir al prestamista judío (p. 90).
Si la Misericordia de Dios no dispone otra cosa, no estamos lejos del día en que los cristianos seremos los parias que con nuestros sudores vivamos amontonando las riquezas de esta raza maldita (p. 91).
Si los pueblos gentiles, es decir también nosotros, queremos una civilización basada en la grandeza de lo económico, como [...] la civilización americana o inglesa y en general, en Capitalismo, y aún, como sin duda es o puede ser la civilización soviética... es decir un régimen de grandeza carnal del auge de todos los valores económicos, un régimen en que toda la Nación maravillosamente equipada con las últimas invenciones de la técnica se desenvuelva con la precisión de un reloj, para producir cuanto el hombre necesite para una vida confortable, aquí abajo, yo digo --que sí, lo podemos lograr como se ha logrado estas civilizaciones... ¿Sabéis cómo? Siendo los judíos los amos y nosotros los esclavos (p. 91).
No es posible una civilización de grandeza carnal, del predominio de Mammón, el dios de las riquezas y el Dios de la iniquidad, sin que sean los judíos sus creadores y sean los gentiles sus ejecutores. ¿Por qué? Porque a ellos se les ha dado la hegemonía en lo carnal (pp. 91-2).
El proceso de destrucción del orden cristiano, o sea de una civilización de tipo espiritual, corre paralela con la formación de una civilización de tipo carnal, materialista, de predominio económico; y uno y otro proceso corren asimismo paralelos con la emancipación de los judíos que van tomando revancha sobre las pretendidas agresiones medioevales y ha de culminar con la esclavitud de los pueblos cristianos (p. 92).
Y así como el pueblo judío que renegó de Cristo fue entregado al cautiverio oprobioso de los otros pueblos, así ahora los gentiles conoceremos el oprobio de la esclavitud judaica (p. 135).

Hoy en día, cuando prácticamente todos los pueblos subdesarrollados hemos sido esclavizados por los dictados del Fondo Monetario Internacional, la profecía lanzada por Meinvielle parece haberse cumplido al pie de la letra. Porque aunque los integrantes del FMI no sean, tal vez, mayoritariamente de origen hebreo, sí es hebrea su concepción de la vida, su capitalista carnalidad, su negación, su imposibilidad de vivir por y para el espíritu en lo que éste tiene de noble y compasivo. Poco importa saber si con el capitalismo ha triunfado tal o cual judío instalado en el poder. No son los judíos de carne y hueso, sino el ideal judío el que se ha impuesto entre nosotros, y ya seamos judíos, cristianos, orientales o musulmanes, lo mismo corremos detrás de los dineros en vez de correr tras la virtud, tras la gloria, tras la inmortalidad.
El judío le ganó el cristiano una decisiva batalla ideológica, pero aún no ganó la guerra. Esta guerra ideológica continuará en el tercer milenio, aunque ya no se combatirá con la espada ni con la cámara de gases, sino con la paciencia y la resignación. Al fin y al cabo, si estamos luchando por el predominio de lo espiritual no podemos quejarnos de que se nos arrebaten nuestras riquezas materiales. No quiero linchar al banquero, quiero convertirlo; y si esto no es posible --como en la mayoría de los casos no lo es--, quiero convertir a su hijo, para que no devenga en un monstruo carnalmente incurable como su padre.
Matemos al ideal judío, matemos al capitalismo... y dejemos al judío de carne y hueso vivir en paz.
0. 0. 0
[1] (Nota mía.) Respecto de la proliferación judía en la Argentina, pocos conocen el dato de que Theodor Herzl (el fundador del movimiento sionista) imaginó a fines del siglo XIX la famosa "tierra prometida" en algún rincón de nuestras pampas: "La Argentina --dijo desde la p. 42 de El Estado judío -- es por naturaleza uno de los países más ricos de la tierra, de inmensa superficie, población escasa y clima templado. La República Argentina tendría el mayor interés en cedernos una porción de tierra [¿?]. La actual infiltración de los judíos ha provocado disgusto: habría que explicar a la Argentina la diferencia radical de la nueva emigración judía".
[2] Guerra que califica (pp. 49 ss. de ibíd.) de "justa" y "santa", como sino formaran oxímoron estos conceptos junto al primero.
[3] (Nota añadida el 26/5/4.) Algunos prefieren purificar por la espada; otros, por el fuego. Este último es el caso del escritor español Juan Manuel Ortí y Lara, quien, en una publicación apañada por la Iglesia, llegó a decir que el adagio "Al que fuere judío, que lo quemen" puede ser repetido sin peligro de remordimientos ("tuta conscientia") por cualquier católico, pues "¿qué importa al orden esencial de la justicia que las llamas sean el instrumento destinado a arrancar de los cuerpos almas que por lo regular han de arder eternamente en el fuego?" (La Inquisición, pp. 294-5). (Hay más citas a Ortí y Lara --tan horrendas como esta-- más adelante, en la entrada correspondiente al 1/3/4.)
[4] Ver su ensayo titulado Por qué no soy cristiano, pp. 48-9.

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