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lunes, 16 de agosto de 2010

Hildebrand otra vez

Ensayos correspondientes al capítulo 12 de La ética de la moral:

Capítulo 12
Hildebrand otra vez


El conocimiento objetivo es por lo general producible a voluntad. El conocimiento religioso, en la medida en que está fundado en vivencias religiosas, no. Al menos no en nosotros, hombres históricos.
Adolf Reinach, Anotaciones sobre filosofía de la religión, 2/5/1916


Lunes 24 de marzo del 2008/8,07 p. m.
Retomo el tema del comportamiento virtuoso como antesala del conocimiento, y lo retomo nuevamente de la mano de Dietrich von Hildebrand. Sorpresivamente apareció, en la librería El Ateneo, una nueva edición de un ensayo suyo escrito allá por 1919 intitulado Moralidad y conocimiento ético de los valores. Este trabajo intenta --entre otras cosas-- debilitar el argumento de aquellos que ven en esta conjunción entre conducta ética y conocimiento de los valores un círculo vicioso del que no se puede salir o al que no se puede ingresar. En efecto, una mirada superficial del problema trae aparejada la encrucijada: ¿cómo hacemos para conocer los valores éticos si necesitamos ser buenos para ello, y no podemos ser buenos sin conocer estos valores? Este dilema fue en parte desentrañado mientras analizaba la Ética hildebrandiana, pero no está de más intentar nuevos esclarecimientos.
Comencemos aclarando que la ética de Hildebrand es una ética axiológica, es decir, fundamentada en valores y no en fines, ni bienes, ni sentimientos ni ninguna otra cosa. Estos valores pueden "conocerse" --tal como conocemos, por ejemplo, el teorema de Pitágoras-- o "captarse" de manera inmediata, sin necesidad de que se produzca previamente ningún aprendizaje de tipo discursivo. "Existe para el reino de los valores --dice Hildebrand-- un peculiar aprehender cognoscitivo de valores en que se nos dan los valores objetivos, portados por las cosas, los estados de cosas y las personas, de modo análogo a como en el ver se nos dan los colores" (op. cit., parte I, cap. 2,b). Cuando conocemos un valor o un objeto valioso de modo discursivo, este conocimiento no redunda en nuestro estado anímico en un impulso desiderativo (en deseos de hacer algo) ni en emotividades relacionadas con el concepto de respuesta al valor (ver anotaciones del 6/8/7); más bien nos deja fríos, expectantes. Pero cuando "captamos" un valor, inmediatamente aparece dentro de nosotros la necesidad de responderle de algún modo. "Lo que propiamente viene al caso en la motivación de las tomas de posición del querer, el entusiasmo, la obediencia o el amor, es el valor captado intuitivamente y no el conocimiento del valor" (op. cit., I,2,b). Decía Sócrates que quien conoce el bien, no puede dejar de ser bueno; esto es verdadero para quien conoce este valor supremo de modo intuitivo, pero no para quien lo conoce discursivamente. Este último hablará maravillas del bien, lo ensalzará con gran entusiasmo, pero no lo sentirá dentro suyo como valor sino tan sólo como concepto, y este concepto carece del poder necesario como para inclinar la voluntad hacia él. Sin embargo, el conocimiento discursivo de un determinado valor ético denota ya una tendencia de la voluntad hacia la posesión plena de ese valor. Conocer discursivamente un valor y desear poseerlo es todo un mismo proceso.
El círculo vicioso se rompe con este primer conocimiento discursivo de un determinado valor. El que tiende y lucha por la pureza, confirma nuestro autor,

ve claramente su naturaleza de valor, sin hallarse todavía en posesión de esa virtud. Así, pues, la tarea consiste en hallar qué actitud moral es condición indispensable para la comprensión de la pureza; que no lo es la plena posesión de esta virtud, es cosa que vemos ya a primera vista (I,2,c).

No se necesita "captar" la pureza de una persona o de un suceso para conocer lo que la pureza significa, ni mucho menos se necesita ser uno mismo puro, pero

esto sólo es válido mientras se trate del grado del ver o sentir el valor que es necesario para conocer con claridad la naturaleza del valor. Muy otro es el caso, sin embargo, si pensamos en la dimensión de profundidad del sentir el valor. Tan claro como que no solamente el puro puede comprender el valor de la pureza, lo es asimismo que, en un aspecto distinto, la comprensión del puro va mucho más allá de la del que no lo es todavía. Al más alto grado de posesión de la virtud le corresponde un más profundo y más adecuado sentir el valor. [...] A todo progreso en la virtud va esencialmente unido un progreso en el sentir el valor, en el sentido de una profundización y una intimidad de la comprensión del valor. Si pienso, pues, en un determinado grado especialmente excelente del sentir el valor, entonces sí puedo considerar la plena posesión de la respectiva virtud como una condición indispensable. Mas si pienso, por el contrario, en la escueta pero clara comprensión de un tipo de valor, en lo que hace a lo que es imprescindible para conocer evidentemente la naturaleza del valor mismo, entonces la plena posesión de esta virtud no está en manera alguna presupuesta para ella (I, 2,c).

Aristóteles fue el primero en diferenciar el conocimiento discursivo de los valores del conocimiento profundo, afirmando que el primero de estos conocimientos no impide la entrada del vicio al espíritu de quien lo posee. "No parece nada absurdo --dice Aristóteles-- que el incontinente «conozca» de un modo, en tanto que sería sorprendente que obrara si «conociera» del otro modo" (Ética nicomaquea, libro VII, secc. 3, 1147 a). El hombre librado a sus pasiones primitivas puede aún "conocer" el bien sin por eso ser persuadido por este conocimiento a los efectos de practicarlo. En estos casos

puede decirse que en cierto sentido se tiene conocimiento y en otro no, como le pasa al dormido, al demente y al ebrio. [...] El que tales hombres puedan hablar el lenguaje del conocimiento moral, no prueba que lo posean, pues aun los que están en los estados mencionados dan demostraciones científicas y recitan versos de Empédocles, y los que empiezan a aprender una ciencia encadenan bien sus proposiciones, pero no la saben aún, pues para esto hay que haberse connaturalizado con ella, y esto pide tiempo. Hemos de creer, pues, que las sentencias morales en boca de los incontinentes no tienen otro valor que las recitaciones de los actores en la escena.
Si el vicioso conociese lo que significa la virtud por medio de juicios universales y sólo por ellos, este conocimiento le impediría caer de nuevo en el vicio, pero el caso es que

cuando la incontinencia se produce, no está presente el conocimiento que se tiene por verdaderamente tal, ni es este conocimiento el que es arrastrado de una parte a otra por la pasión, sino un conocimiento derivado de la percepción sensible (op. cit., 1147 b).

Si formamos el concepto de lo que una determinada virtud representa mediante juicios particulares, tomados de la experiencia, esa virtud no se nos hará carne, no se nos incorporará; tal era la opinión de Aristóteles.
Vuelvo a Hildebrand:

Un sentir el valor que hace posible un conocimiento evidente de que esto es bueno no constituye aún el ideal de un sentir el valor. Con ello está caracterizado sólo en lo que respecta a su claridad, pero no se ha dicho nada sobre su profundidad. Comparemos la comprensión que un santo tiene de los valores morales particulares con la que es propia de una persona lúcida para el valor y abierta a lo moral, pero no santa. En ambos casos se presenta un claro captar el valor, tan claro que puede fundarse en él un conocimiento evidente. Ambos comprenden clara y distintamente las clases particulares de valor en su naturaleza de tales. Pero el sentir el valor del santo va en una dirección diferente y va más allá. Toda la belleza intrínseca del valor, su más íntima esencia, su completo alcance, la total e inmensurable cuantía de seriedad que hay en el valor [...], es captada y sentida por él de muy distinta manera. Éste posee una idea del valor mucho más adecuada, una comprensión de él más profunda y exhaustiva. A la infinita profundidad de los valores morales le corresponde una infinita graduación en la comprensión de ellos. En comparación con ésta, la profundidad que es precisa para reconocer el valor como valor es reducida (I,2,c).

Podemos entonces distinguir tres etapas en lo que hace al conocimiento ético: la más elemental, que aparece con el conocimiento discursivo y que, según mi punto de vista, se funda en la experiencia (pese a lo cual se dirige hacia valores absolutos); la intermedia, en la que se capta el valor intuitivamente con una intuición híbrida (sensitivo-intelectiva); y la postrera y mejor, en la que se captan los valores éticos en toda su magna profundidad de modo completamente intuitivo, sin el cotejo de ninguna experiencia. Se accede a la primera etapa sin necesidad de poseer la virtud en cuestión, pero para que podamos "sentir" el conocimiento además de vivenciarlo al modo reflexivo, ya se necesita poseer, al menos en parte, alguna virtud cardinal o un poco de cada una, quedando sólo al alcance de los que rozan el virtuosismo absoluto la posibilidad de acceder al ámbito de la captación cabal y profunda del conocimiento axiológico. Este virtuosismo absoluto queda emparentado con la santidad a los ojos de Hildebrand, mientras que Aristóteles, como buen griego que era, lo relaciona con la sabiduría. Para mí es lo mismo, ya que no se puede tender a la santidad sin tender al mismo tiempo a la sabiduría y viceversa, como queda establecido de acuerdo a este maridaje que todos nosotros vemos entre la virtud como idea y como fuerza impulsora de la conducta.
Dice Hildebrand que

para realizar una buena acción como tal, por ejemplo la salvación de otro, tengo que tener una conciencia del valor moralmente relevante que se halla a su base, al que mi voluntad constituye una respuesta (V, 2).

Si se refiere a salvar a una persona de algún peligro para su integridad física, no es imprescindible la concienciación del valor, ya que se la puede rescatar merced a un impulso instintivo, tal como la leona defiende a sus cachorros del león que se los quiere comer. Me dirá Hildebrand que lo de la leona no es una buena acción en sentido propio, pues no hay deliberación racional en ese rescate y por tanto no hay libertad para negarse a ello, mas como yo soy de la opinión de que no hay libertad nunca, ni aun cuando se delibera racionalmente, en mi punto de vista se puede obrar bien sin necesidad de conocer el valor al cual respondemos con nuestra conducta. Y también se puede conocer el valor de algo sin que este conocimiento nos impulse a obrar bien, tal como aclara Hildebrand en el siguiente pasaje:

Con la conciencia del valor no está necesariamente unida la voluntad que conduce a la acción: ésta puede también faltar. Sólo el sentir los valores de una determinada profundidad constituye una excepción. El que siente los valores muy profundamente dará también la correspondiente respuesta al valor. Pero esto tiene su fundamento en que, para poder sentir así el valor, la posición de búsqueda del valor tiene que llenar actualmente a la persona (V, 2).

"No se puede servir a dos amos --decía Jesús--. O se sirve a Dios, o se sirve a las riquezas" (Mateo, 6. 24). Trasplantado al terreno de la ética, digamos que no es posible llegar a conocer profundamente la virtud si dividimos nuestro tiempo en la búsqueda de los valores éticos por un lado y la búsqueda del placer por el otro.

Sólo el ser orientado moralmente se halla en condiciones de entender el mundo de los valores objetivos, sólo a él se le ha quitado de los ojos la venda que tiene la persona en la posición fundamental orgullosa y concupiscente (íbíd, conclusión).

Aristóteles dividía a las personas viciosas en desenfrenadas e incontinentes. El desenfrenado es aquel que corre sin estorbos hacia el placer sensible y presente, mientras que el incontinente, queriendo la virtud, tropieza con el vicio y cae a pesar suyo. Este incontinente, vicioso como no puede dejar de serlo, tiene la ventaja de que su posición fundamental --como la llama Hildebrand-- apunta hacia la virtud. Si mantiene esta su posición a lo largo del tiempo, es probable que comience a captar intuitivamente los valores y, debido a ello, abandone sus vicios más perniciosos o la totalidad de los mismos, cosa que nunca les sucederá a los que adoptan la posición fundamental equivocada. Muchos de éstos ni siquiera saben que viven bajo el yugo de una posición fundamental rastrera. San Francisco de Asís, el santo por excelencia, vivía en estas condiciones hasta que se decidió --o lo decidieron desde arriba-- a "decapitar" su posición fundamental y dirigir su mirada hacia el valor supremo. Y

cuando esta decapitación se efectúa hasta la profundidad última de la posición fundamental [...], se quiebra por completo el poder oscurecedor de los valores de los elementos de orgullo y concupiscencia (V,1A).

Dios está siempre ahí, sólo que nuestra concupiscencia, y sobre todo nuestro orgullo, nos eclipsan la posibilidad de captarlo como el valor supremo.
Queda por último el tema de la puesta en práctica de la virtud. Conocer discursivamente lo que la virtud sea, dijimos que no nos hace poseedores de ningún aspecto de la virtud (aunque nos inclina a buscarla). Distinto es cuando captamos intuitivamente un determinado valor, captación que nos permite por sí misma ingresar este valor a nuestro acervo temperamental. Y si esa captación intuitiva se produce con mayor profundidad, la virtud se nos pegará de tal modo a la personalidad que ya no podremos ostentarla pasivamente: desearemos plasmarla en el mundo a todas horas, con humildad, pero también con desparpajo. Esto no significa que aquellos que poseen un conocimiento intuitivo poco profundo de los valores éticos no sean capaces de actuar incentivados por su virtuosismo; pero a diferencia de los más esclarecidos, no está presente esa especie de picazón que hace de la acción ética una necesidad indispensable. Al santo, al sabio y al héroe la virtud le brota, y más le brota cuanto más se rasca.

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