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miércoles, 25 de agosto de 2010

Max Scheler (VI)

Miércoles 6 de agosto del 2008/5,51 p.m.
Uno de los primeros pensadores modernos que aprobó la idea de un paralelismo entre las matemáticas y la ética fue John Locke:

Tengo la osadía de pensar que la moral es susceptible de demostración, así como las matemáticas, puesto que la esencia real precisa de las cosas significadas por las palabras puede conocerse de un modo perfecto, de manera que se pueda descubrir con certidumbre la congruencia e incongruencia de las cosas mismas, que es en lo que consiste el conocimiento perfecto (Ensayo sobre el entendimiento humano, libro lll, cap.XI, secc.16).


Y fue también el primero en mencionar los estragos gnoseológicos ocasionados por la facultad apetitiva cuando se inmiscuye dentro del conocimiento de los valores éticos:

Creo que las ideas de cantidad no son las únicas capaces de demostración y de conocimiento; quizá otras provincias más útiles de la contemplación podrán ofrecernos la certidumbre, con tal de que los vicios, las pasiones y el interés dominante no se opongan o no amenacen semejantes empeños[1].

En ningún momento duda de que

se podrán deducir, partiendo de proposiciones de suyo evidentes, las verdaderas medidas del bien y del mal, por una serie de consecuencias necesarias tan incontestables como las que se emplean en las matemáticas, pero siempre que se aplique alguien a esa tarea con la misma indiferencia y atención que se emplean en los razonamientos matemáticos. Se podrán percibir las relaciones de los otros modos con igual certidumbre que las relaciones del número y de la extensión; y no puedo ver por qué no han de ser también capaces de demostración, si se elaboran métodos para examinar y descubrir su acuerdo o desacuerdo (ídem, IV, III, 18).


El conocimiento moral, pues,

es tan capaz de certidumbre real como las matemáticas. Porque, como la certidumbre no es sino la percepción del acuerdo o desacuerdo de nuestras ideas, y como la demostración no es sino la percepción de semejante acuerdo, con la intervención de otras ideas o medios, nuestras ideas morales, al igual que las matemáticas, siendo arquetipos en sí mismas, y, por lo tanto, siendo ideas adecuadas y completas, todo el acuerdo o desacuerdo que encontremos en ellas producirá un conocimiento real, igual que el conocimiento respecto a las figuras matemáticas (IV, IV, 7).

Todas estas añejísimas declaraciones me huelen a verdad, excepto por el postulado de la certidumbre, que no me mueve al optimismo tanto como a Locke. Si nuestras ideas éticas verdaderas fuesen arquetipos en sí mismas como sostenía este pensador, ya la cosa tomaría un cariz favorable, pero lo cierto es que los arquetipos no son las ideas sino los valores que las sustentan, y como los valores son en sí mismos incognoscibles, la demostración "matemática" de una verdad ética se complejiza enormemente. No digo que sea imposible llegar a una tal demostración de una total certidumbre, pero sostengo que si llegamos, será merced a un cambio radical de nuestro modo de percibir el universo y sus relaciones, y eso pide tiempo. Un tiempo, tal vez, infinito.
El ideal de Locke viene a identificarse con los juicios analíticos a priori. Si analizásemos los conceptos éticos con total detenimiento y escrupulosidad, llegaríamos poco a poco, análisis tras análisis, a los conceptos primarios, indescomponibles --que según yo entiendo serían los valores--, y luego estableceríamos con ellos ciertas relaciones funcionales, tipo ecuaciones, de las cuales obtendríamos otros conceptos primarios que complementarían los juicios éticos estructurales. Este también era el sueño de Robert Hartman, uno de los últimos axiólogos que se había resistido a la extinción de su especie. A mí, sin embargo, no me desvela esta búsqueda de la demostración perfecta y la certeza. Me interesaría sí demostrar que ciertos juicios que involucran valores tienen un carácter absoluto y necesario, pero no me interesa tanto conocer cuáles son puntualmente esos juicios, sino sólo saber que son posibles. Esta proposición: "Existen juicios de valor necesarios", esgrimida por quienes sostenemos que la ética es objetiva y no relativa, no es una proposición ética sino metafísica. Esto significa que sólo es propiamente metafísica si es verdadera; si es falsa, no es más que una expresión de deseos. Yo confío en que es metafísica. Y si es metafísica, es sintética y a priori. Todos los juicios a priori son necesarios (verdaderos), pero los juicios a priori y analíticos, además de necesarios, son evidentes. En esto difieren de los juicios sintéticos a priori, los cuales son necesarios pero no evidentes. Así las cosas, parece ser que nunca podré saber si mi proposición es verdadera o es hija de mis apetencias. Y lo mismo, se me figura, sucederá siempre que alguien emita un juicio de valor, por muy verdadero y matemáticamente fundado que pueda presentarse dentro del mundo de los arquetipos.
No es que no existan dogmas en el campo de la ética. Es que la cabeza del pensador sensato nunca sabrá digerirlos como tales.
o o o

Jueves 7 de agosto del 2008, 9,36 a.m.
No, no es que haya retornado a mi primera posición y afirme que los juicios éticos pertenecen al ámbito de la metafísica por ser intuitivos. Si estoy comparando los juicios metafísicos con los juicios de valor es porque ambos aparecen ante nosotros como no-evidentes, pero sigo sosteniendo que los juicios de valor, a diferencia de los metafísicos, son a posteriori, o sea que son, además de no-evidentes, contingentes.
Permítaseme citarme a mí mismo desde mis anotaciones del día 3/10/7:

Los empiristas duros y los relativistas afirman que la ética se reduce a lo que se observa y se ha observado que hace la gente a través de las diferentes culturas que van pasando por el mundo, es decir, que lo que yo llamo ética se reduce a lo que yo llamo moral. Si la ética se reduce lo que observamos, y visto que se observan comportamientos de lo más dispares entre razas y civilizaciones aisladas en tiempo o espacio, entonces la supuesta objetividad de sus leyes es ficticia y no existen los comportamientos buenos y los comportamientos malos propiamente dichos. Para evitar esto es menester derivar los conceptos éticos de un único parámetro [...]. Yo los derivo de la intuición.

Pero no es verdad que no se pueda conjeturar, a partir de observaciones imparciales y exhaustivas y de un razonamiento sin fisuras, la estructura ética objetiva subyacente a la subjetiva moral que cada civilización en particular manifiesta. Ciertamente que lo que observaremos y analizaremos en cada caso formará parte de una estructura de comportamiento social bien relativa, pero entre relativismo y relativismo se podrá pescar, aquí y allá, algún denominador común a buena parte de los conglomerados humanos que ha servido de sustento para su buen desarrollo y ha elevado su calidad de vida. Este denominador común a casi todas las culturas que han prosperado alguna vez tendrá que ser, si los postulados axiológicos dicen verdad, algún valor o algún grupo de valores. En las culturas primitivas o en las poco espirituales, estos valores comunes estarían centrados en el grupo de los valores vitales y sus derivados; en las culturas más desarrolladas o más espirituales, el denominador común ascendería de los valores vitales a los estéticos, intelectuales, éticos y culturales para culminar con el ideal de la estimativa: el sumo respeto por el valor ontológico de todo ser vivo en general y de las personas en particular, desembocando en el amor a Dios, fuente de toda correcta valoración y de gran auxilio en la búsqueda del recto proceder. La evolución cultural, pues, comienza por la valoración de objetos beneficiosos para la mera supervivencia y continúa luego valorando cosas "inútiles" (objetos artísticos, paisajes), cosas abstractas o conceptuales (verdades), para por fin tomar por centro de sus ideales aquellas cosas que favorecen de lleno el perfeccionamiento social mismo y la feliz convivencia entre las partes. Con poca fortuna se podrán buscar estos altos valores entre los jíbaros reducidores de cabezas o entre los caníbales caribes, pero deducir de tales datos antropológicos la relatividad de los valores es ir demasiado lejos. Si la costumbre de reducir las cabezas de nuestros enemigos hubiese prosperado y expandídose hacia otras civilizaciones, o si el canibalismo se hubiese masificado, ahí sí tendríamos derecho a dudar seriamente del rigor intelectual que podría tener la búsqueda de la eticidad absoluta. Pero lo cierto es que estos comportamientos nefastos no perduran, como no perduran las culturas mismas que los prohíjan y que los tienen como normales. Podrán encontrarse aquí en Occidente algunos que otros caníbales de vez en cuando, pero si esto sucede la sociedad los rechaza por inmorales[2], por haberse apartado de la norma correcta. No es que el canibalismo sea "bueno" según el marco de referencia de los indios caribes y "malo" según el marco a que respondemos nosotros como quieren hacernos creer los relativistas. El canibalismo es objetivamente indeseable, y el hecho de que algunas culturas lo acepten y otras lo rechacen no aboga en contra de su indeseabilidad intrínseca, sino que indica el grado de inmadurez, o bien de putridez, de una determinada cultura con relación a otras más evolucionadas. Cuando el valor ontológico de nuestros congéneres no es tomado en cuenta, cuando los valores culturales brillan por su ausencia y los valores estéticos e intelectuales constituyen apenas como excrecencias de un todo vital que los subsume, es inevitable que algunos valores éticos más o menos importantes naufraguen o se oculten a los ojos de un público tan ignaro. Toda civilización que ha perdurado a lo menos algunos años gira en torno al eje objetivo de la ética de los valores. Girará simétricamente, con armonía perfecta, manteniéndose siempre a igual distancia de su marco de referencia y con movimiento uniforme, si tal civilización ha llegado a evolucionar de tal modo que toda su normativa moral, que todos los valores que pondera, son valores objetivos, pertenecientes al universo de los arquetipos noumenales. Pero su órbita se tornará excéntrica toda vez que las normas morales comúnmente aceptadas entren en conflicto con estos valores objetivos o los ignoren. Y cuanto más contraria o refractaria sea una sociedad a los valores objetivos que va rodeando en su desplazamiento, más excéntrico y menos uniforme será su andar, hasta que tal vez quede por fin paralizada, o hasta que su velocidad y excentrismo cobren tanta radicalidad que termine abandonando su orbitación y chocando contra otra civilización y haciéndose trizas, o chocando contra el mismísimo eje que debía ser el centro de su atención.
Al observar y analizar la organización de las diferentes culturas, podemos llegar a conclusiones relevantes relacionadas con el eje conductual del universo. Serán conclusiones no concluyentes, es verdad, porque ameritarán juicios sintéticos a posteriori que nada pueden garantizarnos con total seguridad. Extrapolar las normativas, acciones o valores relevantes desde un pequeño sector poblacional al todo espaciotemporal que abarca la ética es tarea riesgosa y sutil. La mayoría de los hombres de ciencia tienen recelo de las bruscas extrapolaciones; nosotros asumimos el riesgo y nos embarcamos en la empresa. Conocer lo infinito a través de lo finito es imposible si lo que se busca es un conocimiento acabado. Si la expectativa no va más allá de una humilde --aunque veraz-- aproximación, el intento puede realizarse y coronarse con el éxito[3].
o o o

Viernes 8 de agosto del 2008/2,0 5 p.m.

El intuicionismo ético y axiológico, básicamente absolutista, antinaturalista y antianalítico, se niega a explicar y elucidar (por ejemplo, en términos psicológicos, sociológicos o históricos) las palabras, las normas y los juicios éticos, y también los juicios de valor, y niega la posibilidad de justificarlos o de ofrecer una fundamentación para ellos, sea empírica o racional. Por consiguiente, erige una irreductible dualidad entre los hechos y los valores, entre la naturaleza y la sociedad, entre las necesidades, los deseos y los ideales, por un lado, y las pautas de la conducta moral, por el otro. Semejante dualismo excluye todo intento de explicar, fundamentar y corregir, sobre la base de la experiencia de la razón, las actitudes valorativas y las pautas morales. Abandona el comportamiento humano en brazos del impulso irracional del individuo [...] que se atribuye a sí mismo la posesión de una peculiar “intuición de valores" o "intuición de normas". De este modo, el intuicionismo ético y axiológico favorece al autoritarismo.
Mario Bunge, Intuición y razón, cap. l, secc. 2.5

Creo que queda claro que la presente crítica no me atañe. En mi axiología, el intuicionismo se compatibiliza perfectamente con el naturalismo y el racionalismo, tal como se deduce de lo ayer expuesto. Como decimos en Argentina, "ese palo no es para mi gallinero".

2,57 p.m.
Luego de fijar su posición respecto del paralelismo entre la ética y la matemática, John Locke nos ilustra con un ejemplo que a mí, particularmente, me ha servido de mucho para clarificar un concepto que considero capital. Afirma que

no hay injusticia donde no haya propiedad, es una proposición tan cierta como cualquier demostración que se encuentre en Euclides; porque, como la idea de propiedad es la de un derecho a algo, y como la idea a la que damos el nombre de injusticia es la invasión o la violación de ese derecho, resulta evidente que una vez establecidas esas ideas, y una vez anexados a ellas esos nombres, podré saber que esa proposición es verdadera con la misma certidumbre con que sé que un triángulo tiene tres ángulos iguales a dos rectos (op. cit., IV, III, 18).

Ya desde hace tiempo venía yo sospechando que el derecho de propiedad es algo que ninguna persona bien nacida podría reivindicar, y lo mismo sospechaba no sólo que lo que decía Sócrates en relación a la injusticia, que es peor cometerla que padecerla, es algo muy profundo, sino que en verdad la injusticia no puede ser padecida objetivamente porque no existe, y que quienes creen estar padeciéndola son víctimas de una ilusión a la que son conducidos por su propio egoísmo y orgullo. Sin embargo, esta relación tan directa entre injusticia y propiedad no la tenía tan explicitada en mi cabeza. Quien no considere nada de lo que posee como algo de su propiedad, ni siquiera su familia o su mismo cuerpo, o sus ideas, nunca sentirá que ha sufrido una injusticia si es que alguien o algo le arrebata estos bienes. Así, no sólo los robos y hurtos, sino los asesinatos, violaciones y demás delitos hacia la persona dejan de ser considerados injustos por estos bienhechores de la humanidad. Que el instinto de apropiación es parte de la naturaleza humana y que su raigambre se remonta desde los bestiales instinto de territorialidad es cosa palpable, pero eso sólo indica que aquel que deseare desdeñarlo deberá luchar contra poderosas fuerzas internas. De ningún modo el derecho de propiedad queda legitimado éticamente por el hecho de haberse arraigado muy dentro de nosotros; si así lo supusiéramos, estaríamos cometiendo lo que los pensadores filosóficos denominan "falacia naturalista": la inclusión de conceptos pertenecientes a una ciencia natural --en este caso la biología-- dentro de una esfera --la ética-- en la cual no tienen competencia. Se tiene por la mayor falacia naturalista cometida por la filosofía la que inició Herbert Spencer al proclamar que la lucha despiadada por la existencia, que a menudo sucede dentro del reino salvaje, es algo deseable dentro de una sociedad humana, pero lo cierto es que tal punto de vista, completamente miope, es un grano de arena en el desierto de yerros filosóficos en comparación con la hipóstasis masiva del concepto justicia que se viene realizando desde los comienzos mismos de la historia del pensamiento sistemático. Hoy no hay nadie o casi nadie que avale seriamente a Spencer en este rubro, pero tampoco hay nadie o casi nadie que se atreva a desdeñar, en sentido ético, el concepto de justicia, considerado muchas veces como la mismísima base de cualquier teoría que se ocupe del comportamiento humano. Ni siquiera los pensadores de orientación teológica, que deberían, por una cuestión de compatibilización evangélica, desconfiar al menos un poco de tal presupuesto, pueden evitar caer presas del agujero negro de la ciencia mayor. Y es que la Iglesia, como institución, necesita conservar sus propiedades inmuebles o muebles, y por eso necesita que la injusticia como concepto ético tenga sentido y sentido negativo. Necesita ver en la injusticia un disvalor. Tapadas, bien tapadas quedan las anécdotas de la vida del mayor santo cristiano, como aquella que indicaba que una vez establecido en una ermita o incluso en una modesta parroquia, a la menor invasión por parte de algún malviviente Francisco rehuía el conflicto y abandonaba el lugar sin escándalos y sin resentimientos o reproches. Lejos de considerarse víctima de una injusticia, rezaba por la bienaventuranza de los okupas. Y esto, que superficialmente parece un procedimiento y un modo de ser dignos de un orate, es algo tan lógico como el teorema de Pitágoras: como no se consideraba propietario de nada, Francisco era incapaz de suponer que había sido tratado injustamente. ¿Ceguera para el valor justicia? No: palmario discernimiento entre la esfera de los valores y la esfera de los deseos instintivos. La intromisión más punzante y extendida de un apetito dentro del campo del conocimiento puro, la intromisión más nefasta por endémica e hipercorrosiva, está representada por el derecho de propiedad en el sentido lato que aquí le atribuyo.
o o o

Domingo 10 de agosto del 2008/2,49 p.m.

Evidentemente, lo que a la moralidad le importa es que los derechos fundamentales de los demás (vida, propiedad, etc.) no sean lesionados.
Hans Reiner, Vieja y nueva ética, p.14

Discrepo. Lo que a la moralidad, o mejor, a la ética le importa es que los valores no sean lesionados. Los derechos pertenecen a la ciencia del Derecho, la jurisprudencia, que no está sino tangencialmente relacionada con la ética.
o o o

Lunes 11 de agosto del 2008/11,21 a.m.
Tomando en consideración lo escrito en estos últimos días, tengo que admitir que las afirmaciones de Rudolf Carnap acerca de la ética y la metafísica no iban, después de todo, tan descaminadas. Afirmaba este pensador que las proposiciones que involucran conceptos pertenecientes a estas dos ramas del conocimiento no poseen contenido teorético, sino que son más bien expresiones de deseos. Hemos visto que las proposiciones de orden metafísico, si son falsas, son esgrimidas por las personas en virtud del deseo que tienen de que sean verdaderas, mientras que si son verdaderas pueden ser esgrimidas también por razones apetitivas mundanas... o por verdaderas intuiciones intelectuales acompañadas de un deseo metafísico no relacionado con los intereses personales o al menos no siendo la causa de su origen estos intereses. Los juicios metafísicos puros, pues, expresan siempre un deseo; en este sentido, Carnap estaba en lo cierto. Pero no son necesariamente falsos o carentes de contenido teorético, y es aquí donde la teoría carnapiana se desvanece.
Saliendo ahora de la metafísica y entrando al conocimiento ético, es más que probable que la mayoría de los juicios que la gente realiza en este campo estén auspiciados por la facultad apetitiva del espíritu de cada quien, pero esto no invalida la posibilidad de los juicios éticos puros, auspiciados por el puro entendimiento del sujeto que los realiza sin intervención de sus apetitos personales. O sea que aquí en la ética es factible la existencia de pronunciaciones ajenas o incluso contrarias al propio deseo, cosa que no se da en la metafísica. Y tanto los juicios éticos puros --apetitivamente asépticos-- como los que son influidos o determinados por un deseo mundano, nunca dejan de ser contingentes, es decir que tanto los unos como los otros pueden ser verdaderos o falsos. Exactamente lo mismo que sucede con los juicios del conocimiento (juicios de valor intelectual), que según Carnap son los únicos que poseen contenido teorético, los cuales pueden estar auspiciados por el deseo de que sean verdaderos y no por un razonamiento lógico lo mismo que cualquier juicio de valor ético, estético, vital o cultural. "Los juicios éticos, estéticos y metafísicos son siempre ocasionados por el deseo del que los expresa" es un juicio que no alcanzo a discernir muy bien si posee carácter intelectual o se va ya para lo metafísico, pero en cualquiera de los dos casos, estoy persuadido de que le surgió a Carnap no por inducción ni por intuición, sino porque su temperamento antifilosófico quería que todas estas disciplinas dejaran de ser estudiadas por los intelectuales. Es una expresión de deseo, y el juicio que involucra es falso.
o o o

Miércoles 13 de agosto del 2008, 12,37 p.m.
En la escala jerárquica de valores de Max Scheler no figuraban los valores éticos o morales. Él justificaba esta omisión diciendo que los valores éticos no pueden "intentarse" sin desvanecerse, que cuando uno se comporta bien en sentido ético lo hace "de espaldas" a la ética, sin tenerla en cuenta en su intención, que siempre debe dirigirse al cumplimiento de valores extramorales. El profesor Juan Llambías de Azevedo, gran comentador de la doctrina scheleriana, clarifica este punto de la siguiente manera:

Los valores realizados en el objeto no son ni pueden ser valores morales: sus materias son necesariamente económicas o vitales, o estéticas o cognitivas, o sociales o políticas o religiosas. Esto nos hace ver que los actos morales no son una especie de actos al lado de aquellas otras especies sino que la distinción «bueno-malo» los atraviesa de extremo a extremo y que cualquier acción de todas y cada una de esas especies cae bajo esta distinción. [...] lo que estrictamente es bueno o malo no son las materias de valor realizadas en las acciones sino los actos de decisión de la persona, en que se entienden aquellas materias según la diferencia de valores posibles a realizar, que se ofrecen en el horizonte de esa persona en tal o tal situación. [...] el que quisiera ejecutar un acto bueno sin dirigirse a alguna de aquellas materias de valor, estaría en la misma situación que si quisiera respirar en el vacío. [...] Scheler tiene razón: hay que distinguir entre el valor objetivo al que se dirige el acto y el valor del acto de dirección (Max Scheler, pp.100-1).

Estoy perfectamente de acuerdo con todo esto. Uno no puede intentar "ser virtuoso" sin caer en el fariseísmo[4]; se intentan otra clase de valores no relacionados con la ética y uno aplica inconcientemente sus virtudes (o sus vicios) en ese menester. Al penetrar en una casa incendiada para rescatar a un hombre, llevamos a la práctica nuestra bondad inteligente, pero nuestra intención apunta hacia un valor vital, pues lo que está en juego es la vida del sujeto que ha quedado atrapado entre las llamas. Cuando gritamos una de nuestras verdades más incómodas sin reparar en las consecuencias negativas que pudiéramos experimentar, posiblemente hayamos sido impulsados por la virtud de la veracidad, pero nuestra intención estará referida al valor mismo que le otorgamos a esa verdad, es decir, a un valor intelectual. Cuando emprendemos la tarea de crear una obra de arte, si somos auténticos artistas podremos estar motivados merced a la virtud del esteticismo centrífugo, pero no pasará por nuestra cabeza esa circunstancia, sino la idea del valor estético, o quizá cultural, que tendrá nuestra creación. Por último, diremos que cuando nos comportamos con verdadera humildad, lo hacemos en honor del valor ontológico de las personas que nos rodean, que consideramos gigantesco incluso en aquellos individuos reputados negativamente por el grueso del grupo social que los incluye, y también para gloria del valor ontológico supremo representado por Dios, ante quien no podemos más que sentirnos extremadamente limitados y sumisos[5].
Todas estas consideraciones, empero, no se aplican a mi tabla jerárquica de valores en la cual incluyo los valores éticos (ver anotaciones del 4/7/8). Estos valores no pueden "intentarse", pero sí pueden conocerse y compararse con los valores de los otros grupos. Este conocimiento nos revela que los valores éticos tienen preeminencia por sobre los demás valores cualitativos, sobre todo porque las cualidades que implican sólo pueden ser atribuidas sistemáticamente a seres personales. También se deduce de mi escala que los valores culturales están por encima de los intelectuales. Esto es así porque lo que se prioriza es el efecto que la realización de un valor produce en vistas al normal y armónico desarrollo de la civilización, y en este sentido los bienes culturales, por masivos y multifacéticos, ganan la pulseada frente a los bienes intelectuales, que no pueden consistir en otra cosa más que en juicios. Este mero carácter judicactivo de los bienes intelectuales alcanza y sobra, por otra parte, para considerarlos prioritarios respecto de los bienes estéticos. Son contadas las personas que saben apreciar la real belleza de un suceso y conmoverse adecuadamente frente a ella; la verdad puede ser aprehendida con mayor facilidad y utilizada con mayor provecho (si bien las emociones inherentes a su captación no suelen ser tan placenteras como las que acompañan a la percepción artística). Por lo demás, parece claro que los valores vitales deban ser considerados como los de menor importancia. Mueve a confusión el hecho de que salvar vidas parece ser más importante que crear una obra de arte, pero no hay que olvidar que la tabla jerárquica que yo postulo no hace referencia a las acciones sino a los sucesos valiosos, es decir, a los bienes. Un bien vital viene a ser, por ejemplo, una determinada cantidad de dinero, o una saludable comida, o un abrigo, todo lo cual cae por debajo del valor que posee un objeto artístico. Es verdad que como decía Hartmann, los valores vitales tiene más "fuerza" que cualesquiera de los otros en el sentido de que debemos priorizarlos para continuar viviendo y poder cumplimentar el resto de nuestras aspiraciones, pero mi escala no interpreta necesidades intrínsecas ni prioridades, sino espiritualidades, y los valores vitales aparecen en todo momento como los menos espirituales.
Réstame decir, simplemente, que el fariseísmo que con tan buen criterio ha vapuleado Scheler sólo se presenta, me parece, cuando actuamos para considerarnos o que nos consideren virtuosos, y que no puede llamarse fariseísmo al hecho de ser concientes, luego de haber actuado en vistas al cumplimiento de un valor extramoral, de haber empleado una virtud en ese trance. Si pensamos que somos buenos mientras actuamos, ya no actuamos por bondad, pero si luego de actuar correctamente caemos en la cuenta de que actuamos bien, el fariseísmo deja su lugar al conocimiento del propio valor, lo cual viene a ser, como todo conocimiento adquirido por un alma noble, éticamente deseable[6] y no empequeñece nuestra humildad. Un santo que se cree el peor de los pecadores es un santo ignorante, y en consecuencia no es un santo. Mientras podamos valorar ontológicamente a cada persona por igual y mantengamos nuestra prosternación ante Dios, nuestra humildad quedará garantizada por muy concientes que seamos de las virtudes impulsoras de nuestras acciones[7].
o o o

Viernes 15 de agosto del 2008/1,59 p.m.
El conocimiento moral, y, extrapolación mediante, el conocimiento ético, hemos dicho que puede alcanzarse de manera objetiva con la condición de que no interfieran --o, si esto es imposible, de que interfieran lo menos posible-- los deseos personales bastardeando inconcientemente las observaciones y las deducciones propias del proceso cognitivo. Así, lo que yo llamo razón pura, que viene a ser el pensamiento aplicado a lo teórico, tiene incumbencia en la ética; su jurisdicción llega --aunque no sin gran esfuerzo y aplicación-- a este campo tan controvertido del saber humano por mucho que renieguen Bergson y sus continuadores. Sin embargo, cuando pasamos de la razón pura a la razón práctica, ya la ética deja de ser considerada en su estricto sentido, pues aquí los deseos personales constituyen la regla y no la interferencia. La razón práctica es la parte de nuestro pensamiento que se ocupa de nuestras decisiones. Emite, lo mismo que la razón pura, juicios, pero no juicios de valor sino juicios eudemónicos. Los juicios de valor consideran la posible bondad, verdad, belleza, trascendencia o salubridad de un suceso, mientras que los juicios eudemónicos consideran solamente la conveniencia de un determinado plan de acción en función de los réditos de todo tipo que el propio emisor del juicio, y sólo él, podría obtener y si estos beneficios compensan los posibles displaceres que acarrearía el accionar evaluado. En pocas palabras, la razón práctica es egoísta, no puede funcionar fuera del contexto del egoísmo. Y como el egoísmo no es una cualidad que pueda considerarse valiosa en sentido ético (aunque tampoco es éticamente disvaliosa como muchos interpretan), hay que concluir que la razón práctica, a diferencia de la razón pura, queda fuera de la jurisdicción de la ética.
Los imperativos categóricos vienen a ser juicios inclasificables dentro de las dos opciones que se han barajado. No son juicios de valor, porque no afirman o niegan que un suceso sea valioso sino que instigan; operan sobre la voluntad, no sobre la cognición. Pero tampoco son juicios eudemónicos, porque la investigación no está subordinada a la conveniencia personal sino al deber, deber que a su vez deriva de un determinado valor que habrá de cumplimentarse a través de la acción recomendada por el imperativo categórico. Voy entonces a clasificar a los juicios, en primer término, como teóricos o como prácticos. Si son teóricos, son juicios de valor; si son prácticos, es decir, instigadores del accionar, pueden clasificarse secundariamente como eudemónicos o como intuitivos. Los juicios eudemónicos pueden llamarse también juicios prácticos condicionados, porque la instigación se produce con la condición de que, a juicio del individuo involucrado, sea un proceso conveniente al propio interés, mientras que los juicios intuitivos pueden llamarse juicios prácticos incondicionados o categóricos, porque la instigación no se produce bajo ninguna condición lógicamente discernible, sino que proviene del ámbito de la metafísica. Estos juicios tienen la función de auspiciar las acciones propias del preferir y el postergar intuitivos. Cuando se prefiere un valor a realizar por sobre otros, se deriva esta preferencia de un juicio intuitivo perfecto; si lo que ocurre tiene que ver con la postergación metafísica de una acción disvaliosa o menos valiosa que otras, esto es consecuencia de la aparición en la conciencia de un juicio intuitivo imperfecto. Esta nueva distinción obedece a que la instigación, en el caso del preferir, opera sin ambages: el individuo sospecha firmemente que lo recomendado debe hacerse "porque sí", porque el deber mismo se lo indica. Pero nada parecido sucede cuando surge la instigación postergativa, que siempre se disfraza como mera conveniencia personal ("no te conviene hacer A; mejor haz B, C o cualquier otra cosa que se te ocurra") por más que la decisión sea en realidad importante para el devenir ético general en mayor medida que para el devenir eudemónico particular.
La razón práctica, que sólo emite juicios eudemónicos, puede utilizar como materia prima para la elaboración de estos juicios la esfera de lo subjetivamente satisfactorio, pero también puede usufructuar los juicios teóricos. La esfera de lo subjetivamente satisfactorio está fuera de toda valoración teórica, o sea que no pueden existir estimaciones relacionadas con el placer. El juicio que afirma que "X es placentero" es necesariamente falso así como está, pues no existen los sucesos que sean en sí mismos placenteros. Debe añadírsele a la proposición un "para tal o cual sujeto" para que pueda ser verdadera. Esto mismo sucede dentro del campo de los valores vitales, debido a lo cual hemos catalogado como juicios de valor relativos a los que se refieren a un valor o disvalor vital (ver anotaciones del 8/7/8). Ahora bien; una vez relativizado, una vez referido a un sujeto (o a varios) en particular, yo no dudo en catalogar estos juicios como juicios de valor vital. ¿No debería, siguiendo este criterio, clasificar el juicio "X es placentero para el sujeto Y" como un juicio de valor hedónico? No, no es el caso. Lo que yo considero es que dicho juicio tiene valor intelectual, o sea que podría establecerse, en principio, el carácter placentero o displacentero de X en función del sujeto Y, lo que nos da derecho a estimar esa proposición como verdadera o bien como falsa --puesto que es, objetivamente, o verdadera o falsa más allá de nuestro punto de vista. Tiene valor intelectual, pero no tiene un supuesto valor "hedónico" por lo siguiente: para que un juicio teórico pueda dar pie a una estimación que vaya más allá de la simple veritatividad o falsedad de la proposición implicada, es imprescindible la inclusión en dicha proposición de algún concepto que al trasladarse el juicio desde el ámbito de la razón pura al de la razón práctica, amerite una respuesta (volitiva, sentimental o teórica) adecuada o inadecuada al valor representado en ese concepto central que da sentido al juicio. Si yo juzgo a tal o cual persona como bella, ese mismo juicio me permitirá, estimación mediante, responder adecuada o inadecuadamente a ese valor que doy por sentado (sea que exista o no en forma objetiva en esa persona). Y lo mismo para cuando considero trascendente una revolución política o nutritivo un alimento. Si yo mismo soy buena gente, sentiré deseos de darles una respuesta adecuada a estos juicios teóricos; querré utilizar mi bondad (o cualquier otra virtud que posea, absoluta o relativa) en beneficio de la consecución de aquel valor, querré darle cumplimiento a ese valor mediante una respuesta que lo corone. Y lo mismo, pero a la inversa, si soy mala gente, en cuyo caso desearé dar una respuesta inadecuada al valor percibido. Este impulso de respuesta que ya es en sí mismo éticamente correcto o incorrecto (ver anotaciones del 28/6/8) falta por completo en los juicios teóricos referidos a un concepto central de tipo hedónico o eudemónico. Si yo digo "X es placentero, o es motivo de felicidad para el sujeto Y", este juicio, desde luego, puede ameritar una respuesta por parte de mi persona; por ejemplo, puede sugerirme poner al suceso X al alcance del sujeto Y para procurarle placer o felicidad. Pero esa respuesta no será una respuesta al valor porque no es en sí misma ni adecuada ni inadecuada. A primera vista, en el ejemplo que doy parece haber una respuesta adecuada, pero ¿qué sucedería si el suceso X que procura placer o felicidad y que pongo al alcance de Y es la violación de un niño? No hay dudas de que en este caso la respuesta que me ha sugerido el juicio no es adecuada. Pero tampoco es inadecuada, porque yo no le facilitaría al niño, que sé que ha de sufrir, porque lo odie o porque soy malo; lo que al niño le suceda me tendría sin cuidado, sólo querría ver gozar a Y porque Y me simpatiza, sin importarme las consecuencias éticas que implica ese goce. Si yo paro mientes en el sufrimiento del niño y digo que por más que simpatice con Y, no le facilitaría la violación, ya entonces el concepto central del juicio se ha desviado del mero hedonismo y ha pasado a lo vital (u ontológico), y es por eso que ahora sí es un juicio de valor propiamente dicho y como tal ha posibilitado esa respuesta adecuada, a saber, el esconder al niño de las garras del pervertido Y. Mientras el concepto central del juicio teórico pase por lo subjetivamente satisfactorio, sin ser interferido por ningún otro concepto relacionado con algún valor vital o de cualquier otro grupo (incluidos los valores ontológicos), cualquier respuesta que surja como consecuencia de la creencia en la veracidad de dicho juicio será éticamente neutra, lo que debe entenderse como "éticamente no comprometida" y no, por cierto, como "éticamente irrelevante" (¡pues vaya si no es relevante la violación de una criatura!). Hemos visto, en la anterior entrada de este diario, cómo los valores éticos que una persona posee se manifiestan siempre mientras la persona realiza un suceso valioso en sentido extramoral, siendo estos valores extramorales como "atravesados" en todo momento por la ética, por las virtudes o vicios del sujeto actuante, pensante o sintiente (pues no hay que olvidar que la respuesta puede ser, además de volitiva, teórica o afectiva). Es este atravesamiento de la ética el que falta por completo cuando se responde a un juicio teórico circunscrito a lo subjetivamente satisfactorio, sea que el juicio implique una satisfacción personal o la satisfacción de otros seres. No hay valor, pues, en intentar ser feliz o en procurarse placeres, y esta era ya una proposición que la mayoría de los estudiosos de la ética tenían por verdadera, pero tampoco hay valor en procurarles placeres o intentar hacer dichosos a nuestros congéneres, y esto es lo que gran parte de los eticistas no querrán aceptar; pero se deduce de mis pretéritas cavilaciones, y por tanto yo lo acepto. Desde el momento en que pensamos, actuamos o sentimos en función del placer o la dicha, digamos, de los habitantes de nuestro país, lo que sea que pensemos, hagamos o sintamos carecerá de auténtico valor por más que las apariencias indiquen lo contrario. Si queremos que la ética gobierne, atraviese y se desparrame toda entre las respuestas que tenemos para ofrecer al mundo, no debemos pensar que deba ser un lugar feliz o placentero, sino un lugar saludable, bello y trascendente. Y así, sin buscar que nuestro prójimo sea dichoso, sino que sea sano y virtuoso, obraremos en pro de su felicidad; sin buscar el goce estético sino la creación artística o la contemplación de la belleza, encontraremos este goce; sin buscar la fama ni los honores personales, o que nuestro prójimo sea famoso y honorable, sino buscando la trascendencia, encontraremos la gloria. Sin buscar la propia estimación, sino el valor de los demás seres y el valor de Dios, descubriremos nuestra grandeza como de rebote, y encontraremos la beatitud.
La razón práctica puede valerse tanto de estos juicios que hacen referencia a meros estados agradables (o desagradables) como también de los auténticos juicios de valor. Si creemos que tal suceso nos procurará cierto placer y no nos producirá mayores sufrimientos, nuestra razón práctica nos instigará para llevar a cabo este suceso por más que no veamos en él ningún valor ni su cumplimiento sea valioso en ningún sentido conocido. Nuestra conciencia moral podrá estar o no de acuerdo con la ejecución de ese proyecto, pero el proyecto en sí, por el hecho de estar auspiciado por un juicio perteneciente a la esfera de lo subjetivamente satisfactorio, es éticamente neutral: no nos interesa si su cumplimentación producirá cierto daño o cierto beneficio al universo. El sujeto que así se maneja toda vez que utiliza su razón como acicate volitivo es aquel que, en el lenguaje de Hildebrand, no ha egresado de una posición o actitud fundamental orientada en dirección a la concupiscencia. Si este sujeto logra modificar su posición fundamental y dirigirla no tanto hacia lo agradable sensitivo sino hacia lo agradable valorativo, habrán comenzado a regir sus acciones racionales los bienes objetivos para la persona. Esto de lo "agradable valorativo" no supone contradicción respecto de lo dicho sobre el carácter no-axiológico de los placeres y displaceres. Cuando la voluntad es dirigida por la esfera motivacional de los bienes objetivos, la razón del individuo apunta directamente hacia determinados bienes y trabaja para conseguirlos con la idea y la esperanza, ciertamente, de que tal consecución le reporte algún placer o lo libre de un displacer (sensitivo, moral o de cualquier otra índole), pero claramente se observa la dicotomía que se opera en el ámbito racional cuando el mundo de los valores cobra vigencia: los bienes, que son considerados como simples medios productores de placer o indicadores de displacer, no son valorados hedónicamente sino después de que han adquirido su valor vital, cultural, etc., o sea que el valor ya está dado, cognoscitivamente, por consideraciones extrahedónicas, y una vez conceptualizado el suceso como valioso, ahí recién la razón práctica lo pone al servicio del interés personal y lo utiliza como mera palanca para concretar apetencias. Quienes postulan la existencia de los valores "de lo agradable" meten en la misma bolsa el enfoque pragmático de la razón, que percibe en todo suceso nada más que un medio hedónico egoísta, y el conocimiento teórico de los valores que luego, encarnados en bienes, podrán ser utilizados (o no) para satisfacer apetitos personales.
Tanto en la esfera de lo subjetivamente satisfactorio como en la de los bienes objetivos para la persona, la motivación primaria es la misma: el egoísmo. Pero el primero de estos egoísmos, el egoísmo concupiscente, es, por decirlo así, rudimentario y muchas veces mal "calculado", mientras que el segundo puede incluso rozar el comportamiento ideal en cuanto a los efectos del accionar sobre el mundo, ya que los hombres esclarecidos pagan su tranquilidad de conciencia sólo con acciones nobles y altruistas. Sin embargo, este que di en llamar "egoísmo sublimado" es impotente, o puede muy poco, a la hora de la edificación espiritual del individuo actuante. Es ésta la gran tragedia de quienes entienden que la meta personal de todo buen sujeto ha de pasar por esta edificación. El valor del fariseísmo interior es de suyo inapreciable para todos... excepto para el propio fariseo, que probablemente no comprenda por qué se le oculta la beatitud pese a sus buenas obras. Y es que siempre que utilizamos un bien para satisfacer algún deseo racional, las acciones implicadas en la maniobra serán impuras independientemente de la intención y de los efectos. La bondad no se practica ni se potencia con buenas intenciones ni con buenos resultados, sino enfocando las acciones hacia los valores en sí mismos, como fines y no como medios. Pero sucede que la razón práctica, abandonada a sus propios métodos, es impotente cuando de percibir valores se trata. Percibe bienes, sucesos valiosos, pero los valores en sí mismos no puede aprehenderlos. Para lograr esto último es menester abandonar la razón y los dictados de la buena conciencia y dejarse llevar por las intuiciones prácticas, por el preferir y el postergar, únicas herramientas avasalladoras del interés personal y el egoísmo. No vamos a decir que cuando actuamos intuitivamente "vemos" los valores que en sí mismos motivan nuestros movimientos, pues los valores tienen carácter nouménico y no se pueden percibir concientemente. Sin embargo, en el impulso intuitivo, a diferencia del impulso racional, el bien –el suceso valioso-- se "desdibuja" (esto en el caso del preferir; en el postergar no es tan así), de suerte que ya no interesa tanto el portador puntual del valor homenajeado. Si vemos que alguien se ahoga en el mar, no nos interesará saber quién es ese alguien: con entender que hay una vida en peligro, a la intuición le basta y sobra para activarse. Si dependiese de nuestra razón y sólo de ella, seguramente arriesgaremos nuestra vida en el salvataje si y sólo si logramos identificar al bañista como alguien conocido y respetado[8]. Estaremos, en este caso, yendo al rescate de un bien; en el otro, intentamos rescatar un valor. La razón trabajará con el siguiente juicio como punto de partida: "La vida de X tiene gran valor para mí, y rescatándolo tranquilizaré mi conciencia"; la intuición se servirá de uno más escueto: "Toda vida tiene valor". Aquí no hay cálculo, o hay cálculo metafísico. El karma de la razón práctica es este no poder nunca desembarazarse del insufrible contador interior, casado hasta la muerte con la relación coste-beneficio y sin posibilidad de serle infiel aunque sea una vez cada tanto[9].
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Lunes 8 de septiembre del 2008 11,40 a. m.
He nombrado ya las antítesis de los valores éticos absolutos o virtudes cardinales, pero nunca llegué a explicar en qué consisten.
A la bondad inteligentemente activa se opone el sadismo metódico, cualidad que nos impele a dañar al prójimo de manera tal que el daño no se circunscriba a un momento puntual y a un sector específico del espíritu o del cuerpo de las víctimas, sino que perdure lo más posible o que produzca recidivas a lo largo del tiempo, y que produzca estragos en todos los grandes distritos del ser, así como desarreglos fisiológicos o anatómicos generalizados y en lo posible irreparables. Quien así se comporta es malo aquí, en la China, en la península escandinava y hasta en las lunas de Saturno, es decir, es objetivamente malo.
A la veracidad se opone la mendacidad, cualidad instigadora del mentir a todas horas y en cualquier circunstancia.
La antítesis de la inteligencia trascendente pasa por la estupidez trascendente, cualidad que nos engaña ofreciéndonos resoluciones apócrifas de grandes cuestiones como si fuesen verdaderas e indiscutidas.
El antiesteticismo es la curiosa cualidad que presentan ciertas personas de opacar, a través de una luz mortecina que irradian, el valor estético de las obras de arte o bien la capacidad creativa del artista que las está produciendo (efecto antimusa). En el primer caso, el antiesteticismo se ceba en la obra ya concluida y procura impedir que la gente goce con su belleza; en el segundo se ataca directamente al creador para evitar que la obra nazca o para que nazca defectuosa. Esta gente "mala onda" no parece tan dañina como los malos inteligentes o los estúpidos trascendentes, pero como son legión y aparecen por doquier a la caza de lo bello y del creador de la belleza, la consecuencia de su accionar es terrible para el mundo, porque si bien no hacen daño en un sentido concreto y palpable, al eclipsar la belleza incitan a muchas personas a creer que la vida es algo sombrío, y este sí es el caldo de cultivo perfecto para las acciones inicuas.
Por último tenemos, como antítesis de la humildad, la soberbia, que nos hace creernos mejores en tal o cual sentido de lo que somos en realidad y que nos impide admitir que otro ser es superior a nosotros, o, en los casos más tristes, nos impide percibir el valor ontológico de toda persona y nos persuade de que no puede haber nadie que sea esencialmente más valioso que nosotros mismos, actitud que desemboca en el ateísmo. La soberbia es la verdadera raíz del mal, y es por eso que la maldad inteligentemente activa siempre hace nido en los individuos de gran soberbia, siendo refractaria para los humildes.
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[1] (Nota añadida el 11/9/9.) El primer pensador que tuvo la idea de aplicar el método matemático a la ética y al derecho, antes de Locke e incluso antes de Spinoza, parece que fue Hobbes, y fue también Hobbes quien primero mencionó los problemas que el interés personal ocasiona cuando intentamos razonar sobre cuestiones éticas o jurídicas. Este inglés conoció Los elementos de Euclides en 1629, mientras realizaba un viaje por el continente, y quedó impactado por el método deductivo que ese libro utiliza. "¿Por qué --se pregunta en ese entonces-- el pensamiento lógico obtiene tan grandes resultados en este dominio de la geometría? Porque no están frente a frente la verdad y el interés de los hombres. Pero este el caso cuando, en lugar de comparar líneas y figuras, tenemos que comparar hombres: inmediatamente tropezamos con su derecho y con su interés, y somos rechazados. Pues tan a menudo como la razón esté contra el hombre, tantas veces el hombre se pondrá contra la razón" (citado por Ferdinand Tönnies en Vida y doctrina de Thomas Hobbes, cap. II, secc. I, parág. 2). Y tres años después, ya de regreso en Londres, se desespera por adquirir uno de los escasos ejemplares del Diálogo de Galileo que habían arribado a su ciudad, y no porque le interesara demasiado la física o la astronomía, sino los principios galileanos, que complementados con la geometría euclidiana podrían ser aplicados, suponía, a los estudios de las "facultades y pasiones del alma" (ibíd., II, I, 4). Según Tönnies, Hobbes trabó amistad con Galileo en 1635 y le comunicó su intención de tratar la moral al modo geométrico, para darle certeza matemática, idea que fue celebrada por el reconocido astrónomo.
[2] Queda excluido de tal inmoralismo el canibalismo de circunstancia u obligado, como por ejemplo el de los uruguayos que sobrevivieron a la caída de su avión en la Cordillera de los Andes en 1972.
[3] Una crítica coherente y esclarecedora de lo que implica el relativismo cultural aparece en el cap. 11 de la Introducción a la filosofía moral de James Rachels.
[4] El fariseísmo ético puede ser exterior (cuando deseamos que otras personas crean que somos buenos) o interior (cuando deseamos pasar por buenos ante nosotros mismos).

[5] De ahí que la soberbia, madre de los más perniciosos pecados, no pueda desarrollarse a pleno en un alma de veras piadosa.
[6] Las almas impuras o corrompidas, en cambio, se ceban aún más en su corrupción cuando adquieren conocimientos (ver la primera sección del Apéndice del presente extracto).

[7] (Nota añadida el 10/9/9.) Según William Blake, la verdadera humildad no sólo no es incompatible con la propia estimación, sino que tampoco lo es con la arrogancia; si el santo que se autodesprecia no es santo, tampoco puede ser santo --afirma este poeta místico-- el hombre sumiso: "¿Fue Jesús humilde o dio alguna prueba de humildad? [...] Huyó cuando era un niño todavía, y a sus padres dejó desconsolados. Cuando hubieron vagado por tres días, estas palabras profirió su boca: «No reconozco padres en la Tierra: realizo las labores de mi Padre». [...] Hablaba con autoridad y no como un escriba. Él dice, con arte consumado: «Seguidme, soy humilde, dulce de corazón». Es éste el solo modo de eludir la red del miserable, la trampa del glotón. [...] Si él hubiera sido el Anticristo, un vil Jesús, todo hubiera hecho para agradarnos, hubiera ido servilmente a las sinagogas, y no hubiera tratado a ancianos y sacerdotes como a perros; sino que humilde como un cordero o un asno, él mismo hubiera obedecido a Caifás. Dios no demanda la humillación del hombre: esta es la tarea del Demonio Antiguo. Es ésta la carrera que Jesús corrió: humilde ante Dios, arrogante ante los hombres" (William Blake, El Evangelio eterno).
[8] Este desdibujamiento puede darse también en algunos impulsos aberrantes de base instintiva. Así pudo decir Ortega y Gasset que "la pura voluptuosidad --diríamos la pura impureza-- preexiste al objeto. Se siente el apetito antes de conocer la persona o situación que lo satisface. Consecuencia de esto es que puede satisfacerse con cualquiera" (Amor en Stendhal, cap.lll, ensayo incluido en el tomo V de sus "Obras completas"). La bondad inteligente, cuando rebasa el corazón del hombre, también se satisface con cualquier desconocido, lo mismo que la lujuria desbordada se "descarga" sobre cualquier sujeto, sin necesidad de que se lo considere bello tal como es requisito en las relaciones eróticas ordinarias.

[9] Este contador interior no existe en (a) el caso ya mencionado de las intuiciones prácticas, (b) en los impulsos instintivos, en los cuales el agente no busca su interés personal sino que obedece a los propios genes o similares en su lucha por sobrevivir y replicarse, y (c) en los impulsos meméticos puros (ver anotaciones del 14/4/8), en los cuales el agente busca, conciente o inconcientemente, la creación, replicación o perduración de un bien cultural.

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