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domingo, 29 de agosto de 2010

Max Scheler (VIII)

Jueves 18 de septiembre del 2008/11,07 a.m.
Aristóteles nos presenta otro ejemplo de su teoría del justo medio con el caso de la liberalidad, que sería la virtud intermedia entre la simple avaricia y la prodigalidad. Es una situación similar a la que presenta la valentía: hay un solo disvalor antitético a la liberalidad y es la avaricia, siendo la prodigalidad una liberalidad que soltó las riendas y deambula tipo Quijote, hacia donde el destino la lleve. Y es, desde luego, una virtud y no un vicio. Y una virtud de las más pintorescas[1].
El caso de la avaricia no admite discusión: es un vicio relativo de los más perniciosos. Se acapara lo que no se necesita en lugar de repartirlo entre quienes se debaten por un plato de comida o un abrigo. Bestialidad pura que contrasta con la preciosa liberalidad, definida como el impulso que nos incita a desprendernos de nuestras posesiones, como si cada objeto --mueble o inmueble, pero fundamentalmente los inmuebles-- que considerásemos propio nos quemase lentamente las entrañas por esta sola condición y nos obligase a echarlo por la borda, sintiendo un alivio indecible al hacerlo. Quien disfruta de esta rara virtud podrá entregar sus posesiones[2], tal vez, a una institución multimillonaria como la Iglesia Católica, lo que a simple vista parece una acción provechosa para el mundo pero es contraproducente, pues la Iglesia colecciona inmuebles donados como un filatelista colecciona sellos postales: sin compartirlos con nadie. Esto nos da la pauta del carácter relativo que posee esta virtud, cuya puesta en práctica puede resultar altamente nociva. Sin embargo, en general sucede que los liberales entregan sus dineros a gente de bajos recursos o a familiares y amigos de buena calaña que los utilizarán con provecho, y es por eso que decimos que la liberalidad es una virtud, pues (a) tiende a incrementar el bienestar general en la mayoría de los casos en que se aplica y (b) tonifica el espíritu y propicia el desarrollo pleno de la personalidad del individuo que la practica (y este desarrollo personal es independiente de que se practique correcta o incorrectamente)[3].
La liberalidad, así entendida, no pasa por virtud a los ojos de la sociedad moderna en sentido corporativo --si bien la gente, individualmente, tiende a mirar con simpatía estos extraños actos de desprendimiento espontáneo. Lo que la sociedad corporativa respeta y valora más que nada no es la liberalidad sino una cierta cualidad mercantilista que podríamos llamar prudencia económica. Pero aquí no hay virtud ni hay vicio: es una cualidad que produce indistintamente acciones buenas o nocivas. El aparato burgués, sin embargo, la considera una virtud o quiere hacérnoslo creer a nosotros para que nos adiestremos en esas operaciones indispensables a su buen funcionamiento, porque al capitalismo no le sirve ni que la gente acapare y no consuma (avaricia), ni mucho menos que no adquiera nada y regale los propios bienes (liberalidad).
o o o

[1] Aristóteles no termina de ponerse de acuerdo consigo mismo en este punto: "La naturaleza del pródigo, en el fondo, no es mala; nada hay de vicioso ni de bajo en esa tendencia excesiva a dar mucho y a no recibir nada; no es más que una locura" (op. cit.,IV,1). Y lo mismo se torna irresoluto con el estatus moral de la temeridad, de la cual afirma que "no deja de parecerse a la valentía" (ll, 8). Lo que tornaría viciosas a estas dos cualidades que pecan por exceso sería, a los ojos del estagirita, su irracionalidad, pues las acciones virtuosas tienen que ser ordenadas --según él-- por el libre arbitrio raciocinante para poder ser consideradas como tales.
[2] De nuevo choco con Aristóteles. Según él, disipar la propia fortuna es vicioso (íbíd, IV, 1), y para mí es acción de las más virtuosas que se conocen, como bien lo sabía y pregonaba Jesús (Mateo, 19:21), que en cuestiones de moral era un perito mucho más idóneo que el preceptor de Alejandro. El pródigo sólo se diferencia del liberal en que éste distribuye su fortuna, mientras el primero la suelta (pero no la derrocha; si así fuera, ya no sería pródigo sino consumista).

[3] La idea del utilitarismo cristiano en cuanto a los límites de la liberalidad, es la siguiente: como es nuestro deber hacer siempre aquello que tenga las mejores consecuencias globales para todos los afectados, debemos ser generosos con nuestro dinero y nuestras posesiones hasta que alcancemos el punto en el que dar más sería más dañino para nosotros que provechoso para los demás. Así, por ejemplo, no deberíamos deshacernos de nuestro último par de zapatillas, pues careciendo de todo calzado sufriríamos más de lo que gozaría quien lo recibiese, incluso si se lo entregásemos a un descalzo (pues estaría más habituado que nosotros a caminar sin protección en los pies). Esto no implica, desde luego, que debamos resistir el arrebato de nuestras últimas zapatillas si es que un pillo las desea.

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