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miércoles, 22 de junio de 2011

El Jesús del sermón de la montaña vs. el Jesús vengativo

Tengo en mi poder un librito que le regalaron a mi hermana. Más que un carpintero se llama, y lo escribió un tal McDowell. Es un texto apologético en el que se pretende demostrar, en base a evidencias históricas, tanto sea la divinidad de Jesús en sí misma como la certeza que él tenía de ser el mesías, el enviado y el hijo de Dios.

Mi postura respecto de estas dos cuestiones metafísicas (metafísicas, sí, y por lo tanto indemostrables, señor McDowell, mediante argumentos basados en testimonios históricos), mi actual postura relación a esto[1] indica que no creo que Jesús haya sido más hijo de Dios que yo o que cualquier otro hijo de vecino (aunque puedo estar equivocado, y dejo abierta la puerta para una posible voltereta, intuición mediante, en un futuro que raras veces preveo hacia dónde me arrastrará). Lo que ha cambiado en mi parecer es que antes creía que Jesús nunca creyó seriamente que fuera él el mesías, y ahora me parece que sí, que lo creyó, que su entorno terminó por convencerlo.

A mí nunca me cerró, nunca pude compatibilizar al Jesús del sermón de la montaña con el Jesús de las imprecaciones y los improperios, con ese "¡raza de víboras!" o ese "crujir de dientes" que tan fácil se le soltaba si hemos de creer en los evangelios. Tampoco me cierra la imagen del maestro del amor y la dulzura destrozando a bastonazos los puestos de los mercaderes. ¿Cómo explicar este ataque de iracundia en un hombre santo? (porque suponer que semejante vandalismo se llevó a cabo sin cólera es el colmo del infantilismo psicológico). Pues todo esto podría explicarse, y yo me adhiero a esa explicación, suponiendo que el temperamento de Jesús, o mejor, su carácter, fue cambiando con el correr de su apostolado, y que fue cambiando debido a, y justamente con, sus aspiraciones mesiánicas. Esta idea me la sirvió en bandeja el señor Carlos Ayarragaray desde su libro La justicia en la Biblia y en el Talmud, pp. 39 y 40. Citaré el párrafo casi completo:

Jesús no concibe la lucha. [...] Es, pues, sencillo y bueno. El amor ha sustituido en él la acción. Mas la acción de sus acompañantes concluye por arrastrarlo y le convencen de su misión divina. Es en este momento cuando Jesús deja de ser dueño de sí mismo y se transforma, trasmutando la caridad, el perdón, la mansedumbre, la docilidad y su alegría de vivir, para satisfacer el designio divino que le es atribuido. Hay una evolución evidente en Jesús. La beatitud originaria y subyugante y la prédica de la bienaventuranza se inflaman, y su plática y sermón se trastornan, volviéndose agresivo y malhumorado, susceptible, colérico, hasta anunciar crueldades, odios y venganzas. Su proverbial docilidad y suavidad, su preocupación por los pobres y simples, se vuelven acritud y violencia contra los incrédulos, los fariseos y los que le ponen en duda. A los ojos escudriñadores del Evangelio, esta transformación pareciera enfermiza en Jesús, y así, entre el recuerdo del sermón de la montaña y la expulsión de los mercaderes del templo, entre el hombre que se deja querer por María y el que maldice una higuera al aproximarse hambriento y encontrarla sin fruto, hay una división tajante que prueba una modificación sustancial en el pensamiento de Jesús. Admitimos que en todo cambio político, es necesaria cierta rudeza y que las promesas originarias sean seguidas del olvido, frente al llamamiento de la realidad, pero no podemos callar nuestra sorpresa ante la transformación de la humildad de Jesús en combate agresivo.

"La conciencia profética --dijo David Strauss-- había precedido en él a la conciencia mesiánica"[2]. Y ese cambio de conciencia, ese agrandarse, ese creérseela, fue lo que opacó su prístino y primoroso mensaje[3].


[1] Un momento. Cometí un error. La primera de las dos cuestiones sí es metafísica, la segunda no.
[2] David Strauss, Nueva vida de Jesús, secc. XXXVII.
[3] [No figura en el extracto] (Nota añadida el 1/1/11.) En el Evangelio según San Marcos, capítulo 5, se comenta un milagro de Jesús: la exorcización de un sujeto endemoniado. El demonio, por boca de su víctima, le pregunta a Jesús, que se apresta a enfrentarlo: “¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes”. Nótese que el endemoniado lo llama hijo de Dios. “Hasta ese momento –comenta Giovanni Papini--, ni los mismos Apóstoles habían reconocido en Jesús al Hijo de Dios; la primera proclamación abierta de la divinidad de Cristo se hace, pues, por la voz de un hijo de Satanás” (El Diablo, 28). Tentó el diablo a Jesús durante cuarenta días en el desierto y no logró quebrantarlo, pero lo quebrantó de un golpe certero y fulminante dirigido al núcleo de su egocentrismo y su soberbia cuando le hizo creer, por vez primera, que su naturaleza divina era más divina que la del resto de los mortales.

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