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viernes, 10 de junio de 2011

Sobre los posibles perjuicios o beneficios del estudio universitario en filosofía

La pregunta: "¿Debe filosofar uno mismo?" Ha de ser contestada, paréceme, en la misma forma que otra semejante: "¿Debe uno afeitarse sólo?" Si alguien me preguntara, contestaría así: "Si uno sabe hacerlo bien, es una gran cosa". Esta bien, creo, que alguien intente aprender a hacerlo solo, pero que por nada haga los primeros ensayos en su propia garganta. ¡Actúa como ya antes de ti han actuado los más sabios, y no hagas el comienzo de tus prácticas filosóficas en lugares donde un error puede ponerte en manos del verdugo!
Georg Christoph Lichtenberg, Aforismos


¿Son convenientes para el aspirante a pensador filosófico los estudios universitarios, o son más bien una traba, un obstáculo para el libre discernimiento? Personalmente creo que los estudios universitarios pueden llegar a ser provechosos, pero con la condición de que se inicien no en la etapa de formación intelectual del individuo sino en el comienzo de su madurez. El aspirante a pensador filosófico que no desee quedar subsumido bajo las doctrinas de sus profesores no deberá comenzar sus estudios universitarios antes de haber cumplido sus 40 años de edad. Hasta los 20 años se desarrollará su educación escolar primaria y secundaria, entre los 20 y los 25 se dedicará a vivir y entre los 25 y los 40 comenzará su formación filosófica, pero en forma puramente autodidáctica. Guiado por su propia curiosidad y nada más que por ella, el aprendiz transitará los caminos que mejor se adapten a su particular idiosincrasia, lo que garantizará no la objetividad pero sí la pureza y la coherencia de su futuro pensamiento. Después, ya con un proyecto bien delineado y una filosofía propia, no habrá peligro alguno de que los profesores le inserten en su cabeza conceptos erróneos, abstrusos o dislocados que sólo esgriman la virtud del peso de la autoridad “de moda” de la que emanan. No sería conveniente, empero, que el comienzo de la formación universitaria se demorase más allá de los 45 años, porque entonces nos iríamos al otro extremo: los conocimientos adquiridos autodidácticamente correrían el riesgo de anquilosarse antes de haber sido convenientemente cotejados con los conocimientos de los profesores, y el autodidacta podrá caer en un exceso de originalidad que dificultará grandemente su inserción literaria.
Respecto de la publicación, se deberá esperar, por lo menos, hasta los 50 años. Antes no para no tentar a la fama, hábil distorsionadora del libre pensamiento. Después de los 50, difícilmente pueda la fama torcer nuestra forma de ver el mundo, por lo que no veo grandes inconvenientes en comenzar a buscar la masificación a partir de ese momento.
Pero el aspirante a pensador me dirá: “¿Y qué haré mientras tanto? ¿Qué haré mientras no publique?” Pensar y escribir, eso es lo que hará. Porque si desea publicar sólo por vanidad, no es digno de llamarse pensador filosófico; si desea publicar porque quiere que los demás oigan su verdad, 20 años más o 20 años menos no le harán mella a dicha verdad si es que es una verdad trascendente y no una de esas que se cocinan con el primer hervor y que tienen la misma vida útil que la primera plana de los diarios. Por último, si es que desea publicar para ganarse la vida, le contesto con estas sabias palabras de Rousseau:





... Pero conocí que el escribir para ganar dinero pronto hubiera ahogado mi genio y muerto mi talento [...]. Una pluma venal no puede dar nada grande y vigoroso. La necesidad, tal vez la avidez, me hubiera hecho trabajar atendiendo más a la cantidad que a la calidad. [...] A buen seguro me hubiera hecho decir más bien lo que agradase a la multitud que lo verdadero y lo útil; y de un autor distinguido como podría serlo, me habría convertido en un emborrador de papel. No, no; siempre he creído que la condición de autor no podía ser ilustre y respetable sino estando lejos de ser un oficio. Es harto difícil pensar noblemente cuando se hace para vivir. Para poder atreverse a decir grandes verdades es necesario no depender del éxito (Las confesiones, p. 368),

o con estas otras palabras no menos sabias de Schopenhauer:

Los honorarios y la prohibición de la reproducción de obras impresas son en el fondo lo que echa a perder la literatura. Sólo quien escribe única y exclusivamente por amor al arte escribe cosas dignas de ser escritas. ¡Qué inestimables beneficios reportaría que en todos los campos de cada literatura sólo hubiese pocos libros, pero que los que hubiese fuesen excelentes! Ahora bien, eso nunca se conseguirá mientras se puedan ganar honorarios. Pues es como si sobre el dinero que se hace una maldición: todo escritor se estropea tan pronto escribe con ánimo de lucro" (Paralipomena, parág. 272),

o si no con esta diatriba propia con formato en verso:

¿Desecho de autor? ¡No quiero! No transijo en ese fuero
donde algunas alimañas se arrastran por su alimento.
No hay nada más disoluto que un escritor prostituto;
se asemejan a un esputo de leproso purulento.

Joven escritor que anhelas oro, fama y bagatelas:
¡Dedícate a las finanzas o a la venta de calzado!
¡No mancilles la cultura! ¡Piedad! La literatura
día a día pierde altura por rendirse a ese pecado.

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