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domingo, 3 de julio de 2011

Diferencia entre intuición y adivinación


La ciencia de la adivinación, la presciencia que intentara ligar al porvenir, es rechazada también [por Epicuro]; el porvenir queda abierto para el poder espontáneo; la vida, la voluntad, el porvenir, es lo que saldrá de la indeterminación persistente en germen hasta en la determinación actual. La ciencia de los adivinos no puede, pues, sostenerse (Jean-Marie y Guyau, La moral de Epicuro, p. 100).


Yo sigo pensando que los adivinos existen, aunque me niego a calificar lo suyo como una ciencia. Es un don, como el don de la poesía.

Pero hay algo aquí que me preocupa, y es que pueda llegar a tomarse un acto de adivinación por uno de intuición.

Tanto la intuición como la adivinación forman parte de un proceso místico que nos permite vislumbrar efectos sin que tengamos conocimiento de por qué esos efectos se producen en el tiempo. Esto es lo que tienen en común entre sí y lo que las diferencia de la razón, que sólo puede conocer efectos partiendo del conocimiento de todas o algunas de las causas que los generan. Pero la intuición difiere de la adivinación en que la primera se ocupa de proposiciones y de decisiones, mientras que la segunda se maneja exclusivamente con representaciones. Un adivino, en tanto que tal, no sabrá qué decirnos si le preguntásemos si hay vida en Marte, ni podrá persuadirnos o disuadirnos de ir hacia ese planeta en la próxima expedición. Esto es así porque "hay vida en Marte" o "no hay vida en Marte" son proposiciones, y las proposiciones sólo pueden ser verificadas por la razón o por la intuición. Asimismo, el "¿qué debo hacer?" no es una pregunta para un adivino, sino para un lógico o un intuitivo.
Y sin embargo el adivino puede, indirectamente, influir en la ratificación o rectificación de cualquier proposición, o aconsejar tal o cual comportamiento, dando conocer la visión de algún hecho revelado internamente. Si le preguntamos si hay vida en Marte y él nos comunica que acaba de tener una visión de un planeta así y asá en cuya superficie no se divisaba más que polvo, podemos suponer, y sólo suponer, que tal planeta era Marte y que en Marte no hay vida. Aquí nunca estaremos seguros de nada, porque ni siquiera sabemos si la visión correspondía efectivamente a Marte, o al Marte presente (ya que puede ser una visión del pasado o del futuro); y aunque el adivino describa tan bien el lugar que no haya dudas de que se trata del Marte de hoy, a lo sumo quedaremos convencidos de que no hay en él macrovida (el adivino no puede percibir sus visiones con mayor agudeza sensitiva que la normal: no podría ver si hay microbios), o de que no la hay sobre la superficie, a no ser que nos describa también todo el interior del planeta y toda su atmósfera. Del mismo modo, si le comentamos que nos han invitado a explorar ese planeta, pero que tenemos miedo de lo que nos podría suceder en el viaje, el adivino, siempre refiriéndose sólo a hechos, podrá decirnos que ha escuchado en su interior un eco como de algo metálico que revienta, y tendremos todo el derecho de suponer (y sólo suponer, mientras la visión no sea más específica) que lo que reventará será la nave que se dirigirá próximamente hacia Marte, estemos o no estemos nosotros en ella.

Como se ve, la adivinación, si bien es un procedimiento extrasensorial, se le representa al adivino bajo la forma de una percepción sensitiva (una imagen, un sonido, un olor, un sabor, un dolor, etc.). He aquí el punto capital que nos evitará cualquier confusión, porque las intuiciones nunca se presentan ni podrían presentarse como percepciones sensitivas. Si le preguntamos si hay vida en Marte, nuestra intuición, si es que la tenemos, nos dirá que sí o que no, pero nunca nos enriquecerá con visiones, ruidos o sabores marcianos. Si estas percepciones interiores aparecen, o bien somos adivinos, o bien las estamos imaginando, pero nunca deberemos atribuírselas al proceso intuitivo. Y lo mismo para cuando le preguntemos si nos conviene ir a Marte: sí o no será la respuesta[1], pero no habrá rastro alguno en nuestra conciencia del cual podamos inferirla.

El adivino percibe algo, un hecho, que sucedió, sucederá o está sucediendo en algún sitio, y a partir de tal percepción arma su predicción. El intuitivo no percibe nada, simplemente se convence de la veracidad o falsedad de tal proposición o de la conveniencia o no de hacer tal cosa.
Si no se sabe ubicar la visión en el tiempo y en el espacio en que realmente ocurre, o si se ubica bien pero se interpreta mal, la predicción fallará, y fallará también si lo que parecía ser una visión no era otra cosa que un producto de la imaginación.

Aparte de que la imaginación no forma parte de la realidad mientras que la visión sí, no existe otra cualidad que las distinga. Y puesto que al adivino se le hace imposible distinguir de algún modo lo que es y lo que no es real en su mente, me parece que la única guía más o menos confiable para realizar la distinción es la intensidad y la duración del mensaje. Si no se percibe claramente, o si dura demasiado poco, desconfiemos. Para un adivino la imaginación es tan peligrosa como peligroso es para un intuitivo el presentimiento trucho (ver anotaciones del 20/3/98).

La gente culta tiende a desconfiar de los adivinos, y bien que hacen, porque si adivinan una vez de cada quinientas ya es mucho decir. Lo que pasa es que ponen en la misma bolsa a los adivinos, a los imaginativos y a los chantas; y si tenemos en cuenta que, según lo dicho, ni siquiera ser adivino en serio garantiza la realización de predicciones correctas, tenemos como corolario el escepticismo exagerado, que lo mismo que el exagerado dogmatismo, no se condice con la ciencia.

Aclaro, para que se sepa que no tengo ningún interés creado en esto, que no me considero un adivino; apenas soy un individuo escasamente imaginativo. Lo que sí creo tener es algo de intuición. No mucha, pero algo. Y cuando le pregunto si los adivinos existen, la mayoría de las veces me contesta que sí.

[1] La intuición no trabaja con multiple choice, necesita siempre opciones antagónicas. Si ante nosotros el camino se bifurca en cuatro senderos, y queremos intuir cuál nos conviene tomar, deberemos hacernos no una pregunta sino tres: 1. ¿Me conviene más el camino A que el B? 2. ¿Me conviene más el camino conveniente en 1 que el C? 3. ¿Me conviene más el camino conveniente en 2 que el D? La intuición realiza este descarte automáticamente, pero si el nivel moral de quien intuye no está muy calibrado puede suceder que no logre dar la respuesta correcta con rapidez o que no la dé nunca. Para quienes no somos santos, sabios ni revolucionarios, lo indicado es intuir en base a dualismos opuestos (preguntas que se puedan responder con sí o con no), dejando para los expertos las intuiciones que impliquen respuestas más extensas.

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