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jueves, 7 de julio de 2011

Filosofía y retórica (parte III)


Volviendo a Hitler y a la mala retórica –que no es mala porque no funcione sino porque se aparta de la lógica o de la ética--, cabe la siguiente pregunta: ¿Era Hitler quien persuadía a su auditorio, o el auditorio ya venía persuadido y lo que hacía Hitler era sólo adularlo y confirmarle la sensatez de sus pervertidas ideas e instintos? Si Demóstenes viviera, entendería que no fue Hitler quien contagió su antisemitismo y su belicosidad a los alemanes, sino que se valió de ellos para llegar al poder:

En ningún momento los oradores os hacen perversos u hombre de provecho, sino vosotros los hacéis ser de un extremo o del otro, según queráis. Pues no sois vosotros los que aspiráis a lo que ellos desean, sino que son ellos los que aspiran a lo que estimen que vosotros deseáis. Así pues, es necesario que seáis vosotros los primeros en fomentar nobles deseos, y todo irá bien; pues, en ese caso, o nadie propondrá ningún mal consejo, o bien ningún interés le reportará el proponerlo por no disponer de quienes le hagan caso (Demóstenes, Discursos políticos, tomo I, párrafo final del discurso titulado “Sobre la organización financiera”).

¡Brillante observación! Y es que es muy difícil educar a la masa, o a un auditorio más o menos ignorante, valiéndose de un discurso, pero es muy fácil adularlo[1] y confirmarle sus creencias, sobre todo si tienen éstas una raíz instintiva. En eso consiste la demagogia, en ir a favor de las ideas del pueblo y nunca en contra por más que dichas ideas sean política o económicamente disparatadas o redondamente inmorales. La buena retórica, por el contrario, se cuida muy poco de las opiniones y los prejuicios de tal o cual auditorio particular, porque se dirige a un auditorio universal, a la totalidad de los seres pensantes existentes y, sobre todo, por existir, sin importar que en el preciso momento en que se gesta el discurso o el escrito haya tales o cuales sujetos percibiéndolo, o no haya ninguno. El auditorio siempre estará presente en la mente del orador o del ensayista, pero cuanto más abstracto y extendido lo imagine, menos riesgo habrá de que la lógica y la ética inherente a la buena retórica termine interceptada y mancillada por ese deseo, tan arraigado en todos nosotros, de que nuestro mensaje sea coronado con un aplauso.
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Mi apología de la retórica escrita le habría caído muy mal a Sócrates. Según él, el conocimiento no debe adquirirse –o, mejor dicho, concienciarse, puesto que el conocimiento está siempre dentro de nosotros-- mediante la lectura sino cara a cara, dialogando con el maestro y utilizando lo que los griegos denominaban mayéutica, que es el arte de hacer parir a las ideas. Sócrates reniega de la palabra escrita porque, dice, actúa en contra de la formación de la memoria, ya que si confiamos en tener a mano en cualquier libro el conocimiento que necesitamos, nos olvidamos de ejercitar nuestra memoria personal y ésta se atrofia. El erudito, el hombre de letras, posee “la apariencia de la sabiduría”, pero de ningún modo es sabio, y además “su compañía será difícil de soportar” por la pedantería que suelen manifestar estos personajes (Fedro, 275)[2]. Hace Sócrates a continuación un parangón entre la escritura y la pintura:

Este es, mi querido Fedro, el inconveniente de la escritura y de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero analízalas y verás que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles explicación sobre el objeto que contienen y responden siempre lo mismo. Lo que está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, siempre necesita del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.

Este es, lo admito, un grave defecto de la letra escrita: el no poder interactuar con el alumno. En contraposición está el discurso verdaderamente provechoso, que es

aquel que se escribe con ciencia en el alma del que aprende, discurso que es capaz de defenderse a sí mismo, y que sabe hablar y guardar silencio ante quienes debe hacerlo (276).

Los libros van a parar a cualquier mano indiscriminadamente y por eso mismo muchos de ellos serán condenados a la esterilidad perpetua, engrosando bibliotecas que nadie lee ni leerá jamás, o que leerán sin provecho, porque no entenderán nada de lo que allí se dice. Serán como semillas frutales esparcidas en el desierto:

Un jardinero inteligente que tuviera unas semillas que estimara mucho y que quisiera ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en verano en los jardines de Adonis para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por una pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría sin duda las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, conformándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.


El escritor es un sembrador imprudente que reparte semillas a discreción sin importar en dónde caigan. Se la pasa

sembrando discursos incapaces de prestarse ayuda a sí mismos mediante la palabra, e incapaces también de enseñar adecuadamente la verdad.

El escritor no discrimina: su libro no se amolda al carácter y a la inteligencia del que lo lee. En cambio con la dialéctica se puede presentar “al alma abigarrada discursos también abigarrados […], y discursos sencillos al alma sencilla” (277).
Sabios son los dioses, y amigos de la sabiduría los filósofos. ¿A qué título podrán aspirar entonces los oradores públicos y los escritores?

El que no posee nada de más valor que lo que compuso o escribió, […] ¿no lo llamarás con justicia poeta, o compositor de discursos, o autor de leyes? (278).

Títulos todos, desde luego, de inferior jerarquía que el título de filósofo.
La conclusión de Sócrates es que si se quiere aprender filosofía no hay que leer, sino que hay que recurrir a un filósofo y dialogar con él para que pueda ayudarnos a parir esas ideas que dormitan eternamente dentro de nuestro subconsciente; y si se quiere enseñar, no hay que escribir tratados que deambulen sin ton ni son por las estanterías de quienes no sabrán aprovecharlos, sino que hay que buscar individuos de carne y hueso y dialogar con ellos, y obligarlos a preguntar una y otra vez hasta que caigan por fin en la cuenta de que ya dominan el tema y que la luz ha llegado al umbral de su conciencia.
Yo coincido con Sócrates en que las ideas viven dentro de nosotros y que lo que hay que hacer es, simplemente, despertarlas para que salgan a la superficie, y coincido también con él en que un buen sistema, tal vez el mejor, para llegar a ese propósito es el diálogo. Pero ¿con quién dialogar? Con alguien idóneo, desde luego, si lo que se busca es instruirse, y con alguien deseoso de aprender filosofía si lo que se busca es enseñar. Ahora bien, tengo que hablar de mi propio caso para poder defenderme del cargo que, como mero escribidor, Sócrates me imputa, y entonces digo que si deseo aprender valiéndome de la mayéutica, debo necesariamente inscribirme en la universidad, porque Buenos Aires no es, como la Grecia de Pericles, un lugar en donde los filósofos aparezcan hasta por las alcantarillas y se presten a dialogar con cualquier transeúnte. Los filósofos escasean en las calles porteñas; me atrevería a decir incluso que no existen. Los que existen son los pensadores filosóficos, pero ellos se dejan ver únicamente dentro del ambiente universitario, y para ser universitario y poder dialogar con ellos necesito dinero y no lo tengo. Sí, los pensadores filosóficos de hoy actúan como actuaban los sofistas: cobran por enseñar. Si Sócrates viviera hoy en Buenos Aires, no el Sócrates filósofo hecho y derecho sino el joven Sócrates, en vías de desarrollo, tendría que recurrir a uno de estos dos métodos para cultivarse y comenzar a parir sus propias ideas: la educación mercenaria o los libros. De los libros desconfía, como ya hemos visto, pero también desconfía de quienes lucran con el conocimiento, y fue ésta una de sus luchas mayores, si no me engaño. Y aunque se decidiera por la universidad no podría ir debido a su pobreza, pues un Sócrates adinerado es una contradicción en los términos. ¿Qué habría hecho entonces? ¿Se habría puesto a charlar con el primer estúpido que apareciese delante suyo? ¿Podría, el habitante promedio de Buenos Aires, hacerle parir alguna idea a este diamante en bruto? Difícil lo veo. No hay filósofos de carne y hueso a la vista; pero hay bibliotecas, y en ellas los filósofos y los pensadores abundan, aunque no sean reales. Yo daría cualquier cosa por hablar cara a cara con Sócrates, con Epicteto, con Diógenes o con Jesús, pero me es imposible hacerlo, y los sujetos con los que podría hablar no tienen nada para ofrecerme, al tiempo que son completamente impermeables a mis enseñanzas. ¿No me será entonces de más provecho escuchar lo que los grandes filósofos tienen para decirme, aunque sea por intermediación del papel, que lo que tiene para decirme la gente con la que dialogo habitualmente? Es verdad que no puedo interactuar con un libro, no puedo hacerle preguntas específicas, pero sí puedo encontrar esbozos de respuestas a las miles de preguntas que, endémicamente, me rondan por la cabeza. De todos los personajes que trato asiduamente no hay ni uno solo, ni uno, que pueda evacuarme alguna duda epistemológica, por ejemplo. Preguntar a mis amigos o familiares sobre el tema es perder el tiempo y ponerme en ridículo. Voy entonces a la biblioteca y les pregunto a los libros, los cuales, en algunas puntuales ocasiones, me han respondido, lo que ya es decir mucho en comparación con mis experiencias dialécticas. Esto en cuanto a mi desempeño como aprendiz. En cuanto a la docencia, lo mejor, ciertamente, sería que distribuyese yo mis conocimientos dialogando, pero para que la dialéctica fructifique se necesitan fundamentalmente dos cosas: facilidad de palabra oral y personas deseosas de instruirse acerca de los asuntos que trata la filosofía, y yo no poseo a la primera ni tengo mano a las segundas. Soy, como Moisés, “torpe de lengua”. Difícilmente una persona deseosa de asimilar mis conocimientos pueda lograrlo interrogándome personalmente, porque mi discurso, sobre todo si el tema es abstruso, se deshilachará inexorablemente. Pero el caso es que nadie de mis conocidos se interesa en absoluto por lo que yo pudiera saber, nadie dialoga conmigo sobre cuestiones trascendentes, de modo que aunque supiese hablar con propiedad de nada me serviría, porque hoy día la filosofía no interesa a casi nadie. Ante semejante panorama, la dialéctica se me aparece como el sistema ideal… para el filósofo ideal y para los ciudadanos ideales: para Sócrates y los atenienses. No teniendo yo la facilidad de palabra de Sócrates y no teniendo los habitantes de Buenos Aires las inquietudes filosóficas que desbordaban a los atenienses del siglo de Pericles, lo mejor que puedo hacer como partero de ideas es alejarme de mi tiempo y de mi lugar e ir en busca de otros públicos más abiertos a los temas que a mí me interesan. Siendo que no se ha inventado aún la traslación metafísica y no puedo emigrar hacia otras latitudes y otros tiempos intelectualmente más venturosos, sólo me queda el recurso de la letra escrita, que puede deambular como semilla que lleva el viento por cualquier tierra, por distante que sea, y que puede aguardar, inerme y sin echar sólidas raíces, siglos y siglos hasta que por fin encuentra el abono adecuado y el árbol surge. No hay que desparramar semillas por cualquier lado sin plan ni provecho, opina Sócrates, y opina así porque sus semillas son escasas, porque su voz, su voz oral, no es eterna y su saliva se seca de tanto hablar con el final del día, por lo que debe apuntar su mensaje hacia oídos lúcidos solamente. Lo suyo es cultivo orgánico, cultivo artesanal y pormenorizado; lo mío, en cambio, es agricultura intensiva. Yo no aspiro a ser como el elefante, que por ser sus crías –sus semillas-- tan escasas, las cuida como tesoros; yo soy un salmón: mis huevos se cuentan por millares y van a la deriva por el río de los tiempos a la espera de que alguien de mi misma especie los fertilice. Se perderán muchos de ellos, la gran mayoría, pero eso no tiene importancia, porque me cuesta muy poco engendrarlos. Y en esta táctica del fuego a discreción me siento corroborado por la propia selección natural: los salmones proliferan, mientras que los elefantes están extinguiéndose. Decía yo en alguna parte que mis escritos son mis hijos, pero esto no es verdad; mis escritos son mis óvulos, y los esparzo profusamente por doquier para que mis probabilidades de engendrar un verdadero hijo, un discípulo, se incrementen. Sólo en este terreno la promiscuidad es virtuosa y tiene su recompensa.
Una última reflexión dialéctica: ¿qué sería de la semilla socrática y del socrático árbol, que hoy ya forma un bosque inmenso y salvífico, si platón se hubiese atenido a las enseñanzas de su maestro y hubiese renegado de la escritura?


[1] Según expresa Platón en el Gorgias (466a), la retórica constituye “una parte de la adulación”.
[2] En los diálogos platónicos suele ocurrir que platón pone en boca de Sócrates argumentos que el Sócrates histórico jamás habría levantado. No es éste el caso, me parece. Aquí el que argumenta es verdaderamente Sócrates, pues fue Sócrates y no Platón el verdadero abanderado de la mayéutica y la dialéctica.

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