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viernes, 12 de agosto de 2011

Algunas disquisiciones sobre el pecado y el sentimiento de culpa

Los engranajes de la razón, afirma Ricardo Maliandi, son bidimensionales: por un lado pretenden fundamentar; por el otro, criticar. Nietzsche, en esta bidimensionalidad, se comportaba asimétricamente, criticando y demoliendo cuanta estructura filosófica encontrara legitimada por el tiempo, pero rara vez fundamentando algo, o fundamentándolo pobremente. Por eso (entre otras cosas) me disgusta su filosofía, porque yo entiendo que la fundamentación es la parte primordial, el corazón del pensamiento sistemático, y la crítica un corolario. No sucede con la filosofía lo mismo que con los edificios viejos, que primero hay que demolerlos para luego construir algo nuevo en aquel terreno; la filosofía es como un organismo vivo, que nunca destruye sus partes sin antes haberse tomado el trabajo de construir los reemplazos, al modo como la serpiente pierde su vieja piel inmediatamente después, y no antes, de que la nueva ya esté lista y en condiciones de uso. Demoler por demoler, sin haberse tomado previamente el trabajo de fundamentar el reemplazo de lo demolido, es de lo más sencillo, y a mí lo sencillo, en filosofía, me resulta sospechoso. Pero vamos también a decir las cosas por su nombre: Nietzsche era principalmente, y casi exclusivamente, una grúa demoledora, y sin embargo... ¡qué grúa demoledora! ¡Qué potencia destructiva la de su dialéctica! Cuando se me aparece la tal grúa amenazando alguno de mis principios más queridos, tiemblo como un epiléptico con urticaria; pero cuando, en alguna que otra ocasión, la grúa-Nietzsche pretende jugar a mi favor, arrancando, por así decirlo, la piel muerta de la serpiente filosófica que no quiere desaparecer ante la nueva que ya está presta, me alegro infinitamente y contrato los servicios de la grúa --con la condición de ser yo quien la maneje, porque su conductor no me inspira confianza.
Vamos entonces a remover, con la ayuda de la topadora-Nietzsche, dos principios religioso-filosóficos muy arraigados en la psiquis del hombre y que ya no son necesarios y hasta molestan, porque hay otros principios más evolucionados esperando turno para reemplazarlos. Me refiero al principio de la pecaminosidad como ofensa a Dios y al principio de la culpabilidad.
En relación al primero, dice Nietzsche:

Pecado es un sentimiento judío y una invención judía, y con referencia a este transfondo de toda la moralidad cristiana, el cristianismo aspiraba a "judaizar" el mundo entero. En qué grado lo ha conseguido en Europa, puede rastrearse muy sutilmente por el grado de extrañeza que tiene siempre para nuestra sensibilidad la antigüedad griega --un mundo sin sentimiento de pecado-- [...] "sólo si te arrepientes Dios te será propicio" --esto para un griego es una risa y un escándalo-- él diría: "así pueden verlo los esclavos". Aquí se presupone un poderoso, un superpoderoso que disfruta con la venganza. Su poder es tan grande que no se le puede causar daño alguno en absoluto a no ser en el punto del honor. [...] Si por otra parte se ha causado daño con el pecado, si se ha dado lugar con él a una profunda y creciente desgracia, que coge sofoca a un hombre tras otro como una enfermedad --esto deja indiferentes en el cielo a estos ambiciosos orientales. Pecado es un delito para con él, no para con la humanidad. [...] Dios y humanidad están aquí tan separados, están pensados de manera tan opuesta que en el fondo no se puede pecar en absoluto contra esta última--. Toda acción debe ser considerada solamente con relación a sus consecuencias sobrenaturales, no a las naturales. Así lo quiere el sentimiento judío para quien todo lo natural es lo indigno en sí (La ciencia jovial, § 135).

"Pecado es una invención judía"; ¿es así? El pecado, podríamos decir, es una invención judía en tanto que ofensa a Dios, pero no siempre se consideró al pecado de este modo. Y aun hay autores que niegan esta significación originaria dentro del pueblo judío. Según Josef Pieper (cf. El concepto de pecado, pp. 24 ss), en los escritos de Homero aparece reiteradamente el verbo hamartein, que significa pecar, cada vez que un tirador de jabalina no acierta a dar en el cuerpo del enemigo, y Aristóteles utiliza las palabras hamartia y hamartema para referirse a errores médicos, a faltas gramaticales o a errores tipográficos, además de, por cierto, utilizarlo para designar faltas morales. Y en relación a la los judíos, dice un tal Kittel citado por Pieper, que "la designación más usual de «pecado» en hebreo no tiene el tono fundamental dominante de tipo religioso que es propio del término en nuestro idioma". Y no sólo el idioma griego y el hebreo comenzaron teniendo del concepto "pecado" una idea muy abarcativa, sino también el latín, en cuya etimología (peccatum) se basa nuestro españolísimo pecado. El mismo Santo Tomás, a quien Pieper cita, lo define en estos términos: "Toda acción desordenada puede llamarse peccatum, bien pertenezca al ámbito natural, o al artístico, o al moral". Peccatum, concluye Pieper, se entiende para Tomás

de tal manera que designa toda clase de defecto, bien se trate del defecto técnico del pontonero, bien del defecto artístico del músico, bien de la falta moral. Dondequiera que haya producción y acción, también existen posiblemente defectos, peccata. Vista así la cosa, no sólo un animal puede cometer un pecado, en tanto "hace algo defectuosamente", sino que, además, si en el seno materno se forma un organismo monstruoso, podemos hablar de peccatum naturae, de una producción defectuosa de la naturaleza (ibíd., p. 25).

Se toma entonces por pecado prácticamente todo lo mal hecho, todo lo malo, lo malo moral y lo malo no moral. Pero ¿tendrá algún término Santo Tomás para referirse a lo malo moral tan solo? Parece que sí, y sería el término "culpa":

A partir de este campo amplio del pecado, es decir, de la acción defectuosa, o sea, del mal causado por la producción y acción, se circunscribe la parcela semántica más pequeña de lo que ha de designarse como "pecado" en sentido estricto. Tomás de Aquino, en tanto ópera con estos conceptos, usa para ello la palabra culpa. "Éstas tres cosas --malum, peccatum, culpa-- en cada caso se comportan entre sí como lo más universal con lo menos general" .(ibíd., p. 25-6).

Después comienza Pieper unas disquisiciones acerca del verdadero motivo que nos induce a pecar en este sentido amplio del término, y concluye (pp. 27-8) que se peca no cuando se realiza una mala acción (moral o no moral) sino cuando se transgrede una norma o reglamentación que permite la realización de las acciones en su forma correcta. Dicho de otro modo, si erramos nuestra acción, pero siguiendo el procedimiento o la reglamentación correcta, no pecaríamos, y sí pecaríamos si obramos sin atenernos a la reglamentación correcta, aunque lo hiciéramos de modo acertado. Lo que interesa no es la acción en sí, sino la norma, y esto en ambos terrenos, en el moral y en el no moral.

¿Qué opino yo todo esto? Pues opino que aquí tenemos el concepto de pecado que a mí me interesa propagandear: pecado como desorden en general, como una introducción de nuevos conflictos dentro del orden inmanente a la creación. El cosmos, según mi criterio y tal como la palabra en griego lo indica, implica un orden, pero un orden muy inestable que acepta, para su ordenamiento, el desorden. Pero aceptarlo como un apriori cosmológico no me impide catalogar a este desorden como una anomalía, como algo que se debería evitar. Así las cosas, todo acto y toda acción, moral o no moral, que favorezca el desorden y la entropía del universo, es un acto malo, un pecado, y tanto más si este acto o esta acción fueron ejecutados merced a la sugerencia de una regla o norma pervertida, aunque también califico (soy consecuencialista) de pecaminosas a las acciones que desordenan el universo y que han sido concebidas bajo el influjo de un principio de acción correcto.

El pecado, pues, según este mi criterio no está relacionado en absoluto con la libre voluntad del ente pecante (puesto que hasta los terremotos pecan cuando desorganizan a una nación y destruyen a sus habitantes). Y he aquí entonces que entra en juego en la teología de Pieper, con esta libre voluntad que le atribuye a los hombres, el "verdadero" pecado, el pecado culposo, o más sucintamente, la culpa.

Está claro que no hemos expresado todavía lo auténtico del pecado cuando lo calificamos de acción defectuosa [...]. La diferencia principal [...] está en la voluntariedad [...]. Pertenece a la naturaleza de la acción moral defectuosa el ser querida libremente, mientras que en todo el resto de los casos la acción defectuosa nunca es querida; se produce siempre sin querer, por lo cual nadie es propiamente culpable ni puede ser inculpado a causa de tal acción, a causa de una "falta de arte" (ibíd., p. 28-9).

Ya tenemos aquí la desvirtuación del originario concepto de pecado, subsumido ahora en el concepto de culpa:

Pertenece también al concepto de falta moral, o sea, de pecado, el que haya que responder de ella y sea imputable. Si no se diera esta libertad de decisión, en virtud de la cual podemos comportarnos de una manera o de otra, [...] entonces no habría ni culpa ni pecado en sentido estricto (ibíd., p. 40).

Y aquí viene lo que Nietzsche critica, porque lo que le interesa a esta teología no es el desorden natural o social, el conflicto existencial que el pecado provoca, sino la ofensa a Dios:

El elemento que intuíamos al principio como esencial en el concepto de pecado, [...] viene a ser el quebrantamiento de una norma absoluta, que trasciende al hombre y, por tanto, constituye una oposición a Dios (ibíd., p. 40).

Una "oposición a Dios" dice Pieper, y en otro lado (p. 58), “un acto dirigido contra Dios”. No se decide por el término “ofensa”, considerando por un momento que el hecho de ofender a Dios suena un poco a cosa imposible o infantilismo. ¿Cómo vamos a ofender a Dios? ¿Nosotros, ofender a Dios? Pero tampoco es lícito decir que podemos oponernos a Él, puesto que Él nos creó y Él nos dirige. Si es cierto que la bombilla eléctrica puede oponerse a Tomás Edison, lo es en el sentido de que no funcione bien, de que no pueda encenderse. Sólo así podemos oponernos a Dios: si no funcionamos de acuerdo a como deberíamos funcionar en un mundo ideal. Pero si no funcionamos así, no es por culpa nuestra, sino por culpa (o por inextricable voluntad) del Ingeniero.
Pero Pieper se sintió tocado en su amor propio por eso del “infantilismo” y reacciona agazapado:

¿Cómo Dios puede ser “ofendido” o ni siquiera alcanzado por el “desprecio” del hombre? Es evidente que ningún teólogo ha afirmado tal cosa. Muy al contrario, por ejemplo, Tomás de Aquino dice: “De suyo la acción del hombre no puede añadir o quitar algo a Dios”[1], e incluso se atreve a decir que, estrictamente hablando, no sucede algo contra voluntad de Dios ni cuando el hombre se revela explícitamente contra él: “No queda frustrada la voluntad de Dios ni en los que pecan, ni en los que consiguen la salvación”[2]. Esta frase, difícil de situar en su justo medio, recuerda una vez más la diferencia entre “problema” y “misterio” (ibíd., p. 65).

¡Misterio, divino misterio! Pero aquí no hay nada misterioso, en tanto estamos razonando y no teologizando. Si la acción del hombre no puede añadir o quitar algo a Dios, y si la voluntad de Dios nunca queda frustrada, la lógica, señor Pieper, la lógica y no la teología nos lleva de la mano hacia la hipótesis determinista y por ende hacia la negación de la culpa. No niego que haya misterios tanto en la religión como en la filosofía, pero no se vale ir con la lógica hasta un determinado punto y después, porque las consecuencias a que la lógica nos arrastra nos disgustan, abandonarla y declarar el asunto como “misterioso”. Esa teología acomodaticia me repugna y debería repugnar a todo el mundo, pero lamentablemente es moneda corriente. Sí, lo es incluso ahora que la teología doctrinaria ha caído en descrédito, porque ha pasado a ser la teología del pueblo y también, ¡oh calamidad!, la teología de ciertos pensadores filosóficos que pretenden oponerse a la religión y a la teología. Pero ya hablaremos de estos pensadores, o de uno en particular, en la próxima entrada; por ahora, sigamos leyendo a Santo Tomás a través de Pieper (puesto que adentrarse en la Suma teológica sin guía idóneo siempre me ha parecido como adentrarme sin guardaparques en la selva amazónica –y conste que hablo de la selva amazónica y no del desierto del Sahara):

Tomás, a la pregunta de cómo debe explicarse el cegamiento del corazón humano, le da la respuesta consternadora: “La causa de la sustracción de la gracia no sólo es el que resiste a la gracia; es también Dios, que, por su juicio condenatorio, no concede la gracia. Y en este sentido Dios es la causa del cegamiento, de la sordera en el oír y del endurecimiento de corazón” (ibíd., p. 90)[3].

¿Cómo justifica Pieper este nuevo "desaguisado" de Santo Tomás? "Nadie --dice-- podrá dispensarse de hacer muy suya esa frase, que por supuesto es sólo un intento de respuesta". Más sensata me parece esta otra oración, con la que Pieper parece hacer temblar los estamentos católicos:

El filósofo, si no está dispuesto a apoyarse en la información de la tradición sagrada, o sea, en una información suprarracional, ¿no debería capitular realmente ante la pregunta de la posibilidad (por así decir) metafísica de la culpa humana? (ibíd., p. 92).

Yo respondo que sí, que los pensadores filosóficos debemos capitular. Y aquí vuelvo a Nietzsche:

Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. […] La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción --todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ese es el origen de la “mala conciencia” (La genealogía de la moral, II, 16).

La mala conciencia, parece decir Nietzsche, aparece cuando el hombre se vuelve social y pacífico, esto es, cuando pierde su carácter animal y se transforma propiamente en hombre. La única salida parecería ser, si es que queremos desterrar la mala conciencia o remordimiento de la mente humana, regresar a la animalidad. Sería éste un mal negocio, me parece a mí; prefiero ser un hombre con remordimientos que no un cerdo sin ellos. Pero la vida es dialéctica decía Hegel: podemos llegar a una síntesis entre la tesis del animal sin remordimientos y la antítesis del hombre culpable y culposo. Podemos llegar a ser hombres en el cabal sentido del término, es decir, hombres sociales y pacificados, y eliminar además la culpa de nuestros corazones. Y esto en base a una única idea. Nietzsche sugiere volverse señor, volverse el dominador del rebaño, dueño de sí mismo y de los otros. “Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración” (ibíd., II, 17). Pero repito que yo no quiero, para eliminar la culpa del mundo, convertir al mundo en un caos; es un precio demasiado elevado. Sí, porque estos aristócratas a los que alude Nietzsche no son, como dice, “organizadores”, sino desorganizadores, porque a su paso toda la sociedad se desorganiza. Yo busco el orden, ya lo dije, y el aristócrata, con sus órdenes autoritarias y no consensuadas, desordena. ¿Qué hacemos entonces con la culpa y la pena? Porque conviene eliminarlas, en eso siempre estaré con Nietzsche:

Lo que con la pena se puede lograr, en conjunto, tanto en el hombre como en el animal, es el aumento del temor, […] el dominio de las concupiscencias: la pena domestica al hombre, pero no lo hace “mejor”, --con mayor derecho sería lícito afirmar incluso lo contrario (ibíd., II, 15).

La pena domestica al hombre en el mal sentido del verbo domesticar –pues mucho de lo que de grande tenemos se debe a nuestra domesticación. El secreto para ser hombres domesticados y libres a la vez está en esa única idea que si pudiese implantarse de una vez y para siempre en los corazones de la gente, eliminaría por sí misma la culpa, la pena y el pecado contra Dios (aunque no el pecado en el sentido lato que yo le atribuyo). Es la vieja idea del optimismo metafísico, la idea de que “el todo ya está bien”, y que el universo no necesita de nuestro concurso para enderezarse. Los animales no son fatalistas, simplemente no piensan cuál es la fuerza que guía sus pasos. El hombre, hoy en día, se cree libre, y por eso vive reprochando y reprochándose. ¿Podría suceder que seamos algún día, de una vez y para siempre, seres que no juzguen ni sean juzgados, seres organizados como los hombres y liberados como los animales? Entiendo que sí, pero falta mucho.


[1] Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, 21, 4 ad 1. La frase completa dice así: “El acto bueno o malo del hombre no llega a ser un provecho o daño de Dios, pues se dice en Job 35,6.7: Si pecas, ¿qué daño le haces? Si obras justamente, ¿qué le das? Luego el acto del hombre, bueno o malo, no tiene razón de mérito o de demérito ante Dios”.
[2] Ibíd., I, 63, 7 ad 2. La frase completa dice así: “Dios hizo la naturaleza intelectual para que alcanzara la bienaventuranza. Así, pues, si el ángel supremo entre todos fue el que pecó, hay que concluir que la ordenación divina quedó sin efecto en la más noble de las criaturas. Esto es inaceptable”.
[3] Ibíd., I-II, 79, 3 resp. La frase completa dice así: “La obcecación y el endurecimiento implican dos cosas. Una de ellas es el movimiento del ánimo humano, que se adhiere al mal y se aparta de la luz divina. Y en cuanto a esto Dios no es causa de la obcecación y del endurecimiento, como no es causa del pecado. Otra es la sustracción de la gracia, de lo cual se sigue que la mente no sea iluminada para ver rectamente y el corazón del hombre no se ablande para vivir rectamente. Y en este sentido Dios es causa de la obcecación y del endurecimiento”.

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