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lunes, 19 de diciembre de 2011

felicidad e inteligencia

Yo dije, o concordé con el que dijo, que para ser enteramente feliz era necesario resignar cierta cuota de inteligencia y además, claro está, permanecer bajo una campana de cristal, lejos y a la vez aislado del virus de muerte que gira por el planeta desde que Pandora abrió su caja. Es cierto: lo dije y lo estoy diciendo de nuevo; pero creo que esta vez podré zafar de la contradicción, del doble mensaje. La felicidad, tal como la conocemos habitualmente, tal como la profesamos en algunas dudosas circunstancias, es enemiga de la inteligencia. Y esa enemistad es tan evidente que se revela no sólo en los momentos de dicha sino también en los que la preceden y suceden, siendo así que aquellos individuos en los que predomina el apego a este tipo de manifestaciones del espíritu, no suelen destacarse por sus brillantes razonamientos. Hay otros que sí, que dejan entre cada jolgorio interior el espacio de tiempo suficiente como para que los preparativos de su nueva fiesta no se superpongan con la dulce resaca de la que ya pasó, y entonces disponen de algún margen en blanco que tratan de aprovechar al máximo para desarrollar sus ideas. Sí, pueden llegar a concluir meritorias deducciones, pero el entretiempo que les sobra para este cometido es tan escaso que únicamente a los genios --si es que existen o existieron-- les es dado el don de una potencia cerebral capaz de sublimar sus conocimientos sin dedicarse de lleno a ellos. Es muy difícil, pero muy difícil, que una persona de estas características piense. Y no hablo ya de pensamientos elevados, dignos de todo elogio, sino simplemente de pensar. De pensar hasta en lo infantil y tonto; de meditar un segundo antes de acometerse de nuevo contra su placer artificial.


Hay otra clase de gente --entre la que me incluyo-- que, vaya a saber si por decisión propia o porque así vinieron de fábrica, opta por darles la espalda a esas felicidades, un poco por el engreimiento de sospechar la proporcionalidad inversa entre éstas y la fina erudición y otro tanto por entender que algo raro hay en esa dicha que se consigue con tan poco esfuerzo. El error que aquí aparece consiste en suponer, antagónicamente respecto del otro grupo, que la meta a cruzar, el máximo escalafón al que uno aspira, es la suprema inteligencia. Complicado pero hermoso es el momento en que uno descubre que en cierto modo debe darle la razón al otro bando, que por más depurada que se halle, la inteligencia por sí misma no es un fin sino un medio, un mecanismo glorioso y enaltecedor como pocos que deberá emplearse, con todo su poderío, en la búsqueda del verdadero objetivo: la felicidad. Y acá se llega al punto en donde se entrecruzan los conceptos. Si la felicidad destruye la inteligencia, ¿cómo puede uno valerse de la inteligencia para llegar a la felicidad? Esta paradoja, que no es tal, será revelada luego. Ahora me interesa poner en claro un peligro que olvidé mencionar y que tiene que ver con esta proporción inversa. Quienes han llegado entender que la felicidad de entrecasa no es el punto máximo al que aspira el ser humano en cuanto al goce de la vida, conciben que el verdadero placer está en otra parte. Entonces volvemos a la idea de la suprema inteligencia, de la sabiduría. Para quien no ha entendido bien hasta dónde y hasta quiénes llega el alcance del principio que nos ocupa, para aquel filósofo o aspirante que se asquea de las formas de alegría que constantemente aparecen a su alrededor, la felicidad es un fin repugnante que merece su total rechazo. Cuando descubre esto, se siente altivo y soberbio y desprecia a quienes se muestran felices y despreocupados por considerarlos inferiores. Es ahí cuando se propone el saber como meta superior y se embarca en el descomunal error de creer que para llegar a la suprema inteligencia es necesario prescindir de toda dicha, y, siempre respetando el ahora invertido y a esta altura falso principio, se abandona sin luchar en el mundo de las depresiones y las angustias porque las considera imprescindibles, porque supone que cuanto mayor sea la caída de su estado de ánimo, en esa misma proporción aumentará su intelectualidad. Tal vez sea un paso más en la carrera, un trago amargo y obligatorio que a todo pensador le han servido en algún tramo de su camino. En este caso, si lo que aquí hay es un licor podrido que tienta sin excepciones, lo verdaderamente sabio y noble es el desengaño, el resistírsele y abandonarlo como debería hacerse con cualquier otro vicio, pues los vicios, a lo más, destruyen nuestra vida, nuestros ideales, nuestros sueños, y a lo menos, nos hacen perder el tiempo, que ya es decir mucho.

La felicidad no mata la inteligencia. La felicidad, la verdadera felicidad, se sirve de la inteligencia, se alimenta de ella. Es uno de los principales pilares en los que se asienta. Cuando se llega a este punto, aquel principio tan nombrado, tan relativamente cierto, se ve muy pequeño, muy a la distancia. Y ahí, viéndolo desde lejos, es cuando nos damos cuenta de que en realidad no existe, que sólo se muestra en el mundo en forma artificial, para que lo vean sólo aquellos que piensan, sienten y viven artificialmente. Abandonar este mundo de cotillón, despertar al espíritu de la expansión material extrema que, buena o mala, no le compete, son requisitos indispensables para empezar a entendernos correctamente y así buscar juntos el verdadero camino de la unidad y la felicidad.

¿Que cómo se llega a esta verdadera felicidad? Bueno, no lo sé muy bien, y si lo supiera, hoy no me aventuraría a intentar explicarlo. En las últimas horas el sol me ha estado pegando muy de lleno en el marote y mis neuronas me piden que las deje descansar un poco para que puedan ellas también disfrutar de este día tan hermoso y desarrollar en él todos sus sentidos y pasiones. Sí, mis neuronas se apasionan, sobre todo en el verano.

Alguien dijo que el amor no se busca, se encuentra. La misma definición podría caberle a la felicidad, con lo cual nuestra voluntad vería reducido su campo de acción a la gratísima y colosal tarea de allanar el camino.En eso estamos

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