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sábado, 1 de septiembre de 2012

La clave de un matrimonio duradero

William Sheldon entrevistó e investigó a 200 estudiantes o graduados universitarios de entre 17 y 31 años, de sexo masculino, "todos miembros activos de una comunidad universitaria", durante un período de cinco años, con el objetivo de analizar la constitución física y el temperamento de cada uno y la relación entre ambos aspectos del ser, relación que, en palabras de Sheldon, "dista mucho de ser distante" (Las variedades del temperamento, cap. VI)[1]. Lo que ahora me interesa resaltar en relación con esa investigación es el hecho de haber encontrado Sheldon diferencias tan abarcativas en el aspecto sexual entre sus investigandos. La gama va desde los que se masturban más de cincuenta veces al mes y los que copulan en ese lapso unas treinta veces ("en un caso, cuarenta"), hasta los que nunca se produjeron el orgasmo sexual autoeróticamente y el gordito casado que "estima en una vez cada cuatro meses su ritmo normal de relación sexual"). Y si estas diferencias se encontraron en un pequeño muestreo de 200 casos, no quiero imaginarme hasta dónde se dilatan en el universo de una ciudad populosa. La mujer es por lo general menos impulsiva sexualmente que el hombre, y muchos matrimonios han fracasado por no haber analizado de antemano este factor, fundamental para mantenerse a flote a través de los años evitando infidelidades o desagradables contrapuntos. Si lo que se desea es un matrimonio estable y relativamente placentero, hay que saber a ciencia cierta si el ritmo sexual de los involucrados es más o menos parejo. Y no creo que basten las preguntas íntimas entre ambos: se hace necesario el concurso de un profesional que hile fino allí donde por pudor o por ignorancia involuntaria se haga presente la mentira. Lo que Sheldon llama "sexualidad manifiesta" y califica en una escala que va del 1 al 7, es un índice que todos deberíamos llevar grabando con tinta indeleble sobre nuestro mismo documento de identidad, por nuestro propio bien y por el bien de la sagrada institución del matrimonio, que perderá inexorablemente lo poco de sacro que aún le queda si la gente sigue atendiendo al color de ojos de su futura pareja y no a lo que con toda probabilidad hará fracasar o cimentar la convivencia.



[1] ¡Bravo, traductor! Y no hay ni un ápice de sarcasmo en esta exclamación.

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