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lunes, 14 de enero de 2013

LA CIENCIA SOCIAL DE SPENCER



La historia no confirma la opinión bastante generalizada de que el calor es un obstáculo para el progreso.
Herbert Spencer, La ciencia social, p. 19

El calor no sólo no es obstáculo sino que es una condición necesaria para el progreso moral, que poco tiene que ver con el progreso tecnológico que sí se hace fuerte hoy en las zonas frías más que en las cálidas. Pero este es un tema complejo del cual tal vez hable otro día, pues hoy no tengo ganas.

Los pueblos que viven en una atmósfera húmeda son menos enérgicos y menos vigorosos. Todas las razas conquistadoras del mundo antiguo, arianos, semitas, mongoles, han salido de la "región si lluvia", que partiendo del Egipto se extiende a través de la Arabia, Persia y Tíbet hasta Mongolia; aquellas razas tan distintas tenían un carácter común, la energía, que debían indudablemente a su larga permanencia en una comarca caliente y seca, puesto que la perdieron después de haberse establecido en países más húmedos y fueron a su vez conquistados por una nueva ola de invasores que venían también de la "región si lluvia".
Ibíd., pp. 19-20

¿No estarás confundiendo, Heriberto, la energía con la crueldad? Quienes viven en zonas desérticas llevan una existencia dura y arisca; eso condiciona el temperamento social (los individuos sutiles y románticos tienden a no sobrevivir), y en consecuencia estas sociedades se tornan duras, sádicas y guerreras.

La vanidad del salvaje es mucho mayor que la del hombre civilizado. Se ocupa de su adorno más que una de nuestras elegantes contemporáneas: sufre para hermosearse el cruel martirio de las picaduras con que embadurnan su cuerpo de groseras imágenes, o bien cuelga de su labio inferior un pesado trozo de madera. Para merecer la aprobación de sus vecinos, sigue la moda, no sólo en las picaduras, que hasta la invención de los vestidos era el único adorno posible, sino de sus costumbres y en sus opiniones. La opinión [de los demás] es tiránica entre los salvajes; nadie trata de sustraerse a su yugo.
Ibíd., p. 28

La conclusión es terminante: quien sigue los dictados de la moda y la opinión ajena en lugar de atenerse a lo que su propio yo le aconseja, es un primitivo salvaje. Sigue Spencer:

De aquí una gran fijeza en las costumbres: "Queremos hacer lo que han hecho nuestros padres", dicen ellos. Este mismo carácter se encuentra, aunque menos pronunciado, en nuestras clases inferiores; aborrecen también las innovaciones; un alimento nuevo les desagrada.

Y una idea nueva, ni te cuento.

... De tan diversas pruebas puede decirse que el hombre primitivo no era en realidad ni bueno ni malo; que se dejaba dominar por la emoción del momento, y que las explosiones de cólera se sucedían en él rápidamente a los más benévolos sentimientos.
Ibíd., p. 30

¡Exacto!: el hombre primitivo no era ni bueno ni malo. Le agradezco a Spencer esta posibilidad que me da de rectificar el juicio que anteriormente yo tenía respecto de los primeros humanos, a saber, que eran buenos por naturaleza. La condición humana no partió ni de un punto positivo ni de uno negativo moralmente hablando. Partió de un punto neutro, para comenzar luego a desarrollarse, por medio de la selección natural, sus códigos de conducta, los cuales han puesto al hombre a la vanguardia de toda especie animal en lo que a sus balanzas éticas y hedonistas (relación dolor-placer) se refiere.

El niño es imprevisor como el salvaje; obra por el primer impulso y busca la aprobación de otros; esta es una nueva prueba en apoyo de la teoría de la evolución, según la cual el hombre civilizado, en su desarrollo individual, pasa por todas las fases que ha presentado su raza.
Ibíd., pp. 30-1

Pero nuestra raza de "hombres civilizados", ¿no está todavía en la niñez? La mayoría de nosotros sigue, como los habitantes de las tribus salvajes, obrando por el primer impulso y buscando la aprobación de los otros. Y si bien somos más previsores, nuestros recaudos abarcan solamente los objetos materiales, dejando siempre a nuestro espíritu navegando a la deriva en el mar del futuro.

El salvaje ve las cosas tales como se le presentan; no raciocina ni sobre sus causas ni sobre sus consecuencias; así, no se forma ideas nuevas; hace lo que ha visto hacer; imita, no inventa. La actividad de la reflexión se haya en él en razón inversa de la actividad de la percepción.
Ibíd., pp. 32-3

El hombre del futuro tendrá el poder de percepción del antiguo salvaje y a la vez el poder de reflexión del pensador moderno.

La teoría del progreso continuo admitida sin restricción, es casi tan insostenible como la decadencia continua, y frecuentemente el progreso de ciertos tipos determina la degradación de otros. Tal es el caso en que una raza superior empuja a una raza inferior a localidades desfavorables, lo que motiva que ésta retroceda visiblemente en el camino de su progreso.
Ibíd., p. 38

Según intuyo, la teoría del progreso continuo es verdadera, porque me late que en el futuro las razas no necesitarán empujarse unas a otras, y entonces evolucionarán coordinada y ascendentemente todos los individuos en su conjunto. Y cuando hablo de individuos no me refiero exclusivamente a los hombres, sino también a todas las demás especies.

Si el miedo a los vivos es el origen de la autoridad política, el miedo a los muertos es la raíz de la autoridad religiosa.
Ibíd., p. 91

Pero todo miedo indica que algo no está bien. Luego, las autoridades políticas y religiosas no están bien.

El curso futuro de la evolución suprimirá el adulterio.
Ibíd., p. 182

Porque el curso futuro de la evolución es el Amor, y quien ama a su complemento no se aburre de acostarse con él.

miércoles, 9 de enero de 2013

El mecanicismo y su fobia teleológica


Acabo de terminar la lectura de un libro bastante interesante: Historia de un Ave Fénix. El mecanicismo, desde sus orígenes hasta la actualidad, escrito por Guillermo Boido y Eduardo Flichman. Según los autores, el mecanicismo clásico, que se hizo fuerte a partir de los siglos XVIII y XIX debido al avance del conocimiento científico y de los adelantos tecnológicos, sufrió un duro revés en el siglo XX a partir de las teorías relativista y cuántica de la física, en las cuales se otorga categoría de entidad a los campos de fuerza, en pie de igualdad con la clásica y única entidad aceptada por los mecanicistas, la materia. Los campos de fuerza carecen de materia y sin embargo se mueven por el espaciotiempo, lo cual pondría en cuestión el paradigma clásico de las hipótesis que admiten, para cualquier movimiento, la sola explicación de la interacción mecánica  entre cuerpos. Esta objeción al mecanicismo clásico fue  parcialmente subsanada, nos cuentan los autores, mediante una teoría denominada "mecanicismo con base ampliada".  Así, en lugar de afirmar que la base del mecanicismo es la explicación de todo fenómeno  a través de una hipótesis mecánica, esta nueva teoría dice que todos los fenómenos que se suceden en el espaciotiempo se explican o pueden explicarse a partir de teorías de la física y de la química; y como los campos de fuerza, tengan o no tengan materia que mover, se encuadran dentro de la física, el mecanicismo queda, así, salvado, o resucitado, como el ave Fénix. No es tan descabellado, pues, considerarse mecanicista en pleno siglo XXI.
Y ahora la pregunta que se cae de madura: ¿me considero yo un pensador mecanicista? Según el Diccionario filosófico de Ferrater Mora, "mecanicismo se llama a la teoría que reduce todos los hechos a procesos puramente mecánicos y, por lo tanto, que elimina el dinamismo del ser y niega la finalidad de los aconteceres". Lo de los procesos "puramente mecánicos" ya hemos visto que puede reemplazarse, sin eliminar el espíritu de la hipótesis mecanicista, por "procesos fisicoquímicos", y entonces yo podría, en este caso, adherir al mecanicismo. Pero el tema es que yo afirmo que estos procesos fisicoquímicos conllevan una intrínseca finalidad, una intrínseca teleología; y como el desprecio por la teleología es, según Ferrater mora y según también Guillermo Boido y Eduardo Flichman, la nota distintiva de cualquier tipo de mecanicismo, me veo entonces en la obligación de renegar de esta escuela de pensamiento que, por suscribir desde sus comienzos y hasta el comienzo de la teoría cuántica a la hipótesis del estricto determinismo de todo acontecimiento, se me hacía tan simpática.
Mi reduccionismo fisicoquímico, entiéndase bien, depende de mi adhesión al paralelismo psicofísico, de suerte que lo que yo digo es que los entes materiales (o los campos de fuerza) y sus relaciones dependen pura y exclusivamente de procesos fisicoquímicos, pero no sucede lo mismo con las vivencias, que pertenecen al costado psíquico del mundo, costado que de ningún modo se toca ni se relaciona con su costado físico o fisicoquímico. Pero dejando de lado el tema de las vivencias, los propios sucesos o procesos espaciotemporales, tanto los que se operan en la materia orgánica como en la inorgánica, no por obedecer a leyes fisicoquímicas dejan de ser teleológicos u orientados a un fin específico. Las leyes que determinan el crecimiento de un árbol son pura y exclusivamente fisicoquímicas, pero además de fisicoquímicas, son teleológicas. Y esto mismo sucede con las leyes que determinan el movimiento de los hombres y de los pueblos, y también --cosa curiosa y harto difícil de interpretar-- con las leyes que determinan el movimiento de las mareas, de los planetas o de la corriente eléctrica. Nada sucede por azar, todo tiene una finalidad en la naturaleza, sólo que la naturaleza, la naturaleza física, no lo sabe ni podría saberlo; los que podemos saberlo (o en todo caso conjeturarlo) somos nosotros, a partir de nuestro costado psíquico o vivencial.
Ahora bien; esta imbricación teleológica que le atribuyo a la física y a la química no tiene por qué ser tenida en cuenta en el marco de las investigaciones científicas rigurosas, y hasta es conveniente que no lo sea, para evitar malentendidos. El científico especialista en ciencias "duras" hará bien en continuar investigando a partir de meras causas eficientes y desdeñando las causas finales, las cuales sólo lo estorbarían --a no ser que quisiese abrir su espectro hacia las cuestiones metafísicas. La teoría de las causas finales, científicamente hablando, sólo debería sostenerse en el terreno de las ciencias "blandas" (psicología, sociología y sus derivadas), y quizá también en la biología --aunque no estoy cierto de su conveniencia en este terreno. Las preguntas que debe hacerse el físico, el químico, el astrónomo, el geólogo, el ingeniero, deben comenzar con un "por qué", nunca con un "para qué", por mucho que este "para qué" tenga fundamental incumbencia dentro de esas mismas disciplinas en un sentido metafísico. E inversamente, el psicólogo, el sociólogo, el antropólogo, deben preguntarse con qué finalidad se hizo esto o lo otro y no tanto por qué causa sucedió esto o lo otro, si bien esta última pregunta no es tan improcedente aquí como el "para qué" dentro de las ciencias duras. Y en la biología, en la magna biología... dejo por ahora las puertas abiertas para que cada quien adopte la causación que le plazca. Darwin tomó como patrón la causación eficiente, Lamarck prefirió basar sus hipótesis en las causaciones finales; y cada cual, partiendo de tan distintas (aunque no antitéticas) posiciones, aportó lo suyo para mejorar la hipótesis general del transformismo. Se puede, pues, estudiar la biología evolucionista desdeñando la teleología... siempre y cuando no se decida hacer, además de biología, filosofía. Si nos metemos a filósofos y procuramos entender la evolución en su sentido más lato y trascendente, nos resultará imprescindible, me parece, la hipótesis finalista con todas sus consecuencias. El azar y la aleatoriedad quedan así restringidas a la teoría de la evolución en un sentido científico, y descartadas de dicha teoría cuando se la explica en sentido filosófico. Quienes pretendan "ontologizar" el azar y la aleatoriedad, otorgándoles credenciales metafísicas (como algunos físicos trascendentalizadores del principio de incertidumbre de Heisenberg), deberán remar fuerte y acomodar esta hipótesis dentro de una metafísica general que, me imagino, se le presentaría al lector como algo bastante caótico de comprender y asimilar.
En fin, este libro sobre el mecanicismo que acabo de leer me ha dado la excusa para explayarme sobre este tema, fundamental dentro de mi esquema de ideas, de la relación entre el determinismo fisicoquímico operante dentro de la naturaleza espaciotemporal y el determinismo teleológico operante dentro de la naturaleza espiritual de cada ente. El determinismo, junto con la matematización platonizante del mundo de los fenómenos, me acercó al mecanicismo, pero la repulsa del mecanicismo por cualquier tipo de teleología terminó por enemistarme con él, y el divorcio se ha hecho inevitable. No importa; al fin y al cabo el mecanicismo es primo hermano del cientificismo, y con esa prole...




jueves, 3 de enero de 2013

Los diez grandes cánceres que inficionan a la filosofía contemporánea


¿Ha muerto la filosofía? Algunos dicen que sí; otros dicen que está moribunda; los menos, afirman que goza de buena salud. Entre los que la perciben agonizante, estoy yo, y está también el nonagenario Mario Bunge, quien se tomó el trabajo --por si de verdad la filosofía termina muriendo-- de realizarle una autopsia prematura[1], detectando con ella los diez cánceres que hoy día la mantienen postrada y anhelante. Veámoslos uno por uno:

 El primero de los males es la profesionalización excesiva. Antes, el filosofar era cosa de aficionados, de amantes de la sabiduría. Desde hace un par de siglos, la filosofía es una profesión como cualquier otra. Además, hoy hay tantos puestos de profesor de filosofía que, inevitablemente, muchos de ellos son ocupados por personas sin vocación. Para peor, están obligados a publicar para poder conseguir empleo o ascenso.
Con la comunidad científica ocurre otro tanto: está llena de funcionarios que, en otros tiempos, hubieran sido competentes artesanos, escribientes o abogados. El resultado inevitable de la profesionalización de la filosofía y de la ciencia es la pérdida de calidad.

Coincido con este primer diagnóstico: la profesionalización en filosofía es nefasta. Sócrates ya se lo había advertido a los sofistas, pero éstos no le hicieron caso y siguieron cobrando dinero por sus lecciones. Los profesores de filosofía son los nuevos sofistas.


El segundo mal es la confusión entre hacer filosofía y contar su historia. No hay duda de que el conocimiento del pasado de su disciplina es más importante para el filósofo que para el químico o el biólogo, porque muchos problemas filosóficos tienen raíces antiguas y siguen abiertos.
La historia de la filosofía es una herramienta para filosofar; pero ocurre demasiado a menudo que el medio se toma por fin. La consecuencia es que marchamos mirando para atrás. Esta es una aberración. Al fin y al cabo, los historiadores de la filosofía se ocupan de filósofos originales, no de historiadores de la filosofía.

También coincido aquí, aunque esta patología no es ni por asomo tan perniciosa como la primera.

El tercer mal es la confusión entre profundidad y oscuridad. Es verdad que es difícil entender un pensamiento profundo; pero también es verdad que es fácil hacer pasar una perogrullada, o incluso un absurdo, por un pensamiento profundo. Para esto basta utilizar expresiones confusas o retorcidas.
Por ejemplo, al escribir que “el mundo mundea”, que “el tiempo es originariamente la maduración de la temporalidad” y disparates similares, Martin Heidegger se hizo pasar por un pensador profundo. De no ser catedrático alemán, la gente lo habría tomado por loco, cuando no fue sino un charlatán.

Nueva coincidencia. Los alemanes han sembrado de oscuridades el terreno filosófico y muchos de nosotros hemos mordido el anzuelo. En esta problemática lista yo incluiría a Hegel, a Fichte, a Krause, a Kant por momentos, y por supuesto a Heidegger. ¡Y eso que no nombro a los franceses y a los afrancesados del siglo XX!

El cuarto mal es la obsesión por el lenguaje, que aqueja tanto a los filósofos analíticos como a los existencialistas[1]. Por supuesto que el filósofo debe cuidar el lenguaje, pero en esto no se distingue del matemático, el geólogo, el escritor o el periodista. Además, una cosa es escribir correctamente y con claridad, y otra tomar el lenguaje como tema central de la reflexión filosófica y, para peor, sin hacer caso de los trabajos de los expertos en la materia, o sea, los lingüistas.
.Al filósofo no le interesa saber cómo se usa esta o aquella palabra en tal o cual comunidad lingüística. Sin duda, puede interesarle la idea general de lenguaje, pero solo como una de tantas ideas generales. Si se limita al lenguaje, irrita al lingüista y aburre a todos. El resultado es que no enriquece la lingüística ni la filosofía.


[1] Me parece que aquí Bunge se refiere, más que a los existencialistas en general, a ese subgrupo dentro del existencialismo llamado filosofía hermenéutica


Nueva coincidencia. Este diagnóstico de Bunge se va tornando brillante.

El quinto mal es el subjetivismo. Este es el conjunto de doctrinas filosóficas que niegan la realidad objetiva del mundo y la posibilidad de alcanzar verdades objetivas. Ejemplos modernos de subjetivismo son la fenomenología o egología (teoría del yo) de Husserl; la tesis positivista según la cual no hay hechos físicos, sino solo observaciones, y la tesis relativista conforme a la cual cada grupo social construye sus propias verdades, sin que haya modo racional de zanjar entre ellas.
El subjetivismo es comodísimo. Si el mundo es lo que yo imagino, no tengo por qué tomarme el trabajo de estudiarlo; y, si no hay verdades objetivas, no tenemos por qué esforzarnos por encontrarlas. El resultado neto es la devaluación de la investigación científica.

Coincido palmariamente, pero en este punto parece Bunge un tanto inconsecuente, puesto que su cruzada por la objetividad de las verdades no llega al terreno de la ética ni a ningún tipo de valoración. "Si algo es valioso --dice Bunge--, lo es para una unidad social U, en algún respecto R, en alguna circunstancia C, y con un conocimiento de fondo K. Nada es valioso a secas ni bueno en sí mismo: no hay valores y bienes intrínsecos y absolutos" (Ética y ciencia, apéndice III, 1). No digo que la posición de Bunge en este asunto sea enteramente contradictoria, pero esta ambivalencia al pasar de un campo al otro de la especulación filosófica es llamativa. Los engranajes chirrían, el sistema se resiente.

El sexto de los males que aqueja a la filosofía es la atención exagerada que presta a problemas ínfimos y a juegos académicos, tales como las especulaciones sobre mundos posibles. Esta preferencia por lo menudo justifica el viejo dicho cínico: “La filosofía es aquello con lo cual, y sin lo cual, el mundo queda tal y cual”.

Mi coincidencia hasta aquí es total.

El séptimo de los males anotados es el abuso del formalismo sin sustancia, y su complemento, el abuso de lo sustancioso informe. Quienes cometen el primer pecado suelen ser lógicos que creen que la lógica formal no solo es necesaria sino que basta para filosofar. En el segundo pecado caen quienes no advierten que el tratamiento preciso de problemas profundos exige el uso de algunas herramientas formales lógicas o incluso matemáticas. [...]

Correcto, correctísimo y muy actual. Y tengo que decir, nobleza obliga, que yo he caído con bastante frecuencia en el segundo pecado que Bunge describe.

El octavo mal es el desdén por la construcción de sistemas filosóficos, so pretexto de que todos los sistemas anteriores, tales como los de Leibniz y Hegel, han fracasado. Esto es como renegar de la física porque cada una de las teorías físicas ha resultado defectuosa. Lo malo no es el esfuerzo de sistematización en sí, sino tal o cual resultado.
Necesitamos sistematizar nuestras ideas porque las ideas aisladas son apenas inteligibles, y porque el propio mundo es un sistema antes que un agregado de objetos desconectados. Una idea cualquiera “arrastra” o “atrae” a otras ideas, así como todo cuerpo atrae a otros cuerpos. Por ejemplo, la idea de negación es incomprensible sin las ideas de proposición y de afirmación.
A partir de Einstein, la idea de tiempo es incomprensible sin relación con las ideas de acontecimiento, materia y espacio. Por estos motivos, necesitamos sistemas conceptuales, o sea, teorías, y debemos construir puentes entre estas. La filosofía no escapa a la necesidad de sistematizar.

¡Bien! ¡Por este puntual diagnóstico merece Bunge que lo aplauda hasta que me ardan las manos! El desdén por el sistema se hizo fuerte a partir de Nietzsche y ha sido una fuente inagotable de desdichas para la filosofía y para sus cultores, porque un pensador filosófico sin ansias de sistema se asemeja a un futbolista que no desea participar en el equipo seleccionado de su país, o a un físico teórico que no sueña con encontrar ecuaciones unificadoras. Quienes reniegan de la sistematización en filosofía lo hacen, consciente o inconscientemente, más que por convicción, por impotencia.

El noveno mal es el desinterés por la ciencia y la técnica. Este desinterés lleva a formular especulaciones escandalosamente anacrónicas. [...]

También coincido, aunque si este desinterés se torna interés excesivo, comienza una nueva patología.
Por último , la mayoría de los filósofos vive en la torre de marfil, sin interesarse por los problemas sociales. Por ejemplo, la mayoría de los éticos se desinteresa de los problemas morales que a todos nos plantean la tiranía y la guerra, la pobreza y el deterioro ambiental. Por consiguiente, sus análisis son de interés puramente académico.
Se cierra el diagnóstico con diez totales coincidencias entre el autor del ensayo y éste que lo glosa --aunque según mi opinión, los pensadores éticos cometen otro error mucho más imperdonable que el de desinteresarse de los problemas morales concretos de la sociedad en que habitan, y es el de no tener mayor interés en convertirse ellos mismos en mejores personas, antes que en mejores eticistas.
Es Bunge un pensador polémico, y por su estilo frontal y desinhibido se ha granjeado la animadversión de un buen número de gente. Ser polémico y agresivo es peligroso, porque si se yerra el tiro puede venir la respuesta certera y clavarse justo entre los ojos del agresor. Es peligroso si se yerra el tiro, pero Bunge ha tirado diez veces y las diez veces acertó. Algunos pensarán que ha errado, y que por ello ha quedado en ridículo y ha perdido prestigio académico. Para mí es al revés: ahora, gracias a este pequeño artículo, lo aprecio mucho más que por cualesquiera de sus otras contribuciones al quehacer filosófico.
Cierro con las palabras finales de Bunge:

 En resolución, la filosofía de nuestro tiempo está aquejada de diez males. Cualquiera de ellos hubiera bastado por sí solo para postrarla; los diez morbos juntos la han puesto gravemente enferma; pero enfermedad no es lo mismo que muerte. Más aún, el diagnóstico acertado de una enfermedad precede al tratamiento eficaz, y por ello puede ser la primera fase de la recuperación.
La filosofía no morirá mientras queden personas curiosas por problemas generales cuya solución no tenga otra utilidad que la de ayudarnos a comprender la realidad, en particular al ser humano. El que no todos estos individuos sean catedráticos de filosofía, poco importará a la larga. Tampoco Descartes fue catedrático y, sin embargo, fue el padre de la filosofía moderna. Lo que realmente importa para la salud de la filosofía es mantener viva la curiosidad por las ideas generales. Como reza el dicho popular, “no está muerto quien pelea”.



[1] "Autopsia prematura de la filosofía" es el nombre de este ensayo de Bunge del cual extraeré algunos párrafos. Figura en su libro Elogio de la curiosidad, pp. 210 a 217.

martes, 1 de enero de 2013

Nuevo aniversario del comienzo de la revolución cubana


La hipótesis comunista continúa siendo la buena hipótesis, no veo ninguna otra. Si tenemos que abandonar esta hipótesis, ya no vale la pena hacer nada en absoluto en el campo de la acción colectiva. Sin el horizonte del comunismo, sin esta Idea, no hay nada en el devenir histórico y político que tenga algún interés para un filósofo.
Alain Badiou, ¿Qué representa el nombre de Sarkozy?
                                      
Hoy se cumplen 54 años del comienzo de la revolución política más pintoresca e idealista del siglo XX. La mayoría de los periódicos de Buenos Aires hacen un balance negativo de dicho episodio. El diario La Nación, por ejemplo, afirma en la tapa del suplemento "Enfoques" del 28/12/8 que "tras medio siglo de gobierno castrista, sin rumbo político y acosada por la pobreza, la falta de desarrollo y la censura, Cuba está hoy lejos de haber cumplido con las promesas de la revolución". Quieren los dueños de estos periódicos que Cuba elimine los totalitarismos e ingrese a la sana democracia titiriteada por Norteamérica tal como es el caso de casi todos los demás países del continente. Se fomentarían entonces en esta isla caribeña, para regocijo de los amantes del capitalismo bien entendido, vastos planes de analfabetización general comparables a los que implementan otros grandes referentes de la región, y se procuraría que las tasas de mortalidad infantil alcancen, por lo menos, el nivel que ostentan en los países pioneros de Latinoamérica como Brasil o la Argentina. Por último, el tema de los hospitales públicos: es hora ya de que comiencen a funcionar mal y a discriminar a la gente que se acerca a ellos, priorizando la atención de los políticos y periodistas extranjeros que buscan poner fin a sus dolencias en esas latitudes por no confiar en los establecimientos médicos de su zona de influencia.
Pero supongamos que sí, que la revolución cubana fracasó. ¿Habrá sido que fracasó porque la idea central que la cruzaba del comienzo al fin era descabellada, inmoral o errónea? No me parece. Si fracasó, fracasó como fracasa un hombre que quiere respirar mientras otros energúmenos más corpulentos le tapan la nariz y la boca con sus manos. Le han bloqueado las vías respiratorias y ha fallecido; es asesinato, no fracaso. ¡Y todo por querer respirar un poco de aire puro!

Había en Latinoamérica, tierra de ovejas negras, una ovejita gris que se paseaba con alegría y cadencia por entre sus compañeras, que la observaban con indignación. Esa ovejita gris ya no está, y el rebaño de ovejas negras lanza por fin balidos de alivio. ¡Adónde iremos a parar, si ya ni tonos grises nos quedan!