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martes, 26 de noviembre de 2013

El ateísmo evangélico

Un ensayo de John Gray que data del 2009 y se intitula "El espejismo ateo":

Una atmósfera de pánico moral envuelve a la religión. Esta, considerada no hace mucho como una reliquia de la superstición cuyo puesto en la sociedad se deterioraba progresivamente, se ha visto satanizada y señalada como responsable de los peores males del mundo. De ahí que se haya registrado una súbita eclosión de literatura del ateísmo proselitista. Hace unos cuantos años era difícil convencer a los editores comerciales de pensar siquiera en sacar a la venta libros sobre religión. Hoy los panfletos contra la religión pueden constituir una enorme fuente de riquezas, como sucede con El espejismo de Dios, de Richard Dawkins, y Dios no es bueno, de Christopher Hitchens, que venden cientos de miles de ejemplares. Por primera vez en generaciones, destacados científicos y filósofos, novelistas y periodistas debaten sobre el futuro de la religión. Con todo, el tráfico intelectual no avanza en una sola dirección. Los creyentes han dado algunos contragolpes, como El espejismo de Dawkins, del teólogo británico Alister McGrath, y La era secular, del filósofo católico canadiense Charles Taylor. Pero, en términos generales, el equipo que está contra Dios ha dominado las listas de ventas, y vale la pena preguntarse por qué.
El terrorismo sólo puede explicar en parte la abrupta transformación de la manera en que percibimos la religión. Los secuestradores del 11 de septiembre se consideraban mártires de una tradición religiosa, y la opinión pública occidental aceptó la imagen que tenían de sí mismos. Incluso hay quien considera el surgimiento del fundamentalismo islámico como un peligro comparable a las peores amenazas que enfrentaron las sociedades liberales durante el siglo xx.
Para Dawkins y Hitchens, Daniel Dennett y Martin Amis, Michel Onfray, Philip Pullman y otros, la religión en general es un veneno que ha alimentado la violencia y la opresión a lo largo de la historia y hasta nuestros días. La urgencia con la que producen sus querellas antirreligiosas sugiere que ha ocurrido una transformación tan importante como el surgimiento del terrorismo: la marea secular ha cambiado de dirección. Estos escritores pertenecen a una generación educada para pensar en la religión como un atavismo propio de un estadio anterior del desarrollo humano, algo destinado a desaparecer conforme avance el conocimiento. En el siglo xix, cuando las revoluciones científica e industrial modificaban la sociedad a paso veloz, este podría haber sido un razonamiento sensato. Dawkins, Hitchens y todos los demás quizá crean aún que, a la larga, el avance de la ciencia arrojará a la religión a los márgenes de la vida humana, pero ahora mismo esto constituye un artículo de fe, antes que una teoría basada en la evidencia.
Es cierto que la religión ha decaído bruscamente en varios países (Irlanda es un ejemplo reciente) y que desde hace muchos años ya no determina la vida cotidiana de la mayoría de la población británica. Gran parte de Europa es sin duda poscristiana. Sin embargo, nada sugiere que el distanciamiento de la religión sea irreversible, o que sea potencialmente universal. Estados Unidos no es más secular hoy de lo que fuera hace ciento cincuenta años, cuando Tocqueville quedó impactado y perplejo por la omnipresencia de la religiosidad. La era secular fue, en todo caso, un tanto ilusoria. Los movimientos políticos de masas del siglo xx constituyeron vehículos para los mitos heredados de la religión, y no es accidental que esta reviva ahora que dichos movimientos se han desmoronado. La actual hostilidad hacia la religión es una respuesta ante este desenlace. La secularización está en retirada, y el resultado es la aparición de un ateísmo de tipo evangélico que no se había visto desde tiempos victorianos.
Como en el pasado, este es un tipo de ateísmo que emula la misma fe que rechaza. Luces del norte, de Philip Pullman –una alegoría sutilmente alusiva, de muchos estratos, cuya reciente adaptación, La brújula dorada, fue un éxito de taquilla de Hollywood–, es un buen ejemplo de ello. La parábola de Pullman va mucho más allá de los peligros del autoritarismo. Los temas que plantea son esencialmente religiosos, y le debe mucho a la misma fe que ataca. Pullman ha declarado que su ateísmo se forjó en la tradición anglicana, y en efecto hay muchos ecos de Milton y Blake en su obra. Pero su deuda más grande para con dicha tradición es la noción de libre albedrío. El hilo central de la historia radica en la reafirmación del libre albedrío frente a la fe. La joven heroína Lyra Belacqua se dispone a desbaratar el Magisterium –la metáfora de Pullman para el cristianismo– porque este busca privar a los hombres de su capacidad para elegir un camino propio en la vida, lo cual, según cree, destruiría lo más humano en ellos. Sin embargo, la idea del libre albedrío que conforma las nociones liberales sobre la autonomía de la persona es de origen bíblico (piénsese en la historia del Génesis). La creencia en el ejercicio del libre albedrío como parte de lo humano es un legado de la fe, y la de Pullman, como casi todas las variedades del ateísmo hoy, deriva del cristianismo.
El ateísmo fervoroso reaviva algunos de los peores rasgos del cristianismo y del islam. Al igual que estas dos religiones, consiste en un proyecto de conversión universal. Los ateos evangélicos nunca ponen en duda que la vida humana podría transformarse si todos aceptaran su concepción de las cosas, y están seguros de que cierta forma de vida –la suya, adecuadamente embellecida– es la correcta para todos. A decir verdad, el ateísmo no tiene por qué ser un credo misionero de este tipo. Resulta totalmente lógico no tener creencias religiosas y aun así mostrarse afable ante la religión. Es curioso este humanismo que condena un impulso particularmente humano. Y, sin embargo, eso es lo que los ateos evangélicos hacen cuando satanizan la religión.
Una característica peculiar de este tipo de ateísmo es que algunos de sus misioneros más fervientes son filósofos. Romper el hechizo / La religión como un fenómeno natural, de Daniel Dennett, pretende bosquejar una teoría general de la religión. En realidad, más que nada es una polémica contra el cristianismo estadounidense. Este enfoque provinciano se refleja en la concepción que Dennett tiene de la religión, que para él significa la creencia en que algún tipo de agente sobrenatural (cuya aprobación buscan los creyentes) es necesario para explicar cómo son las cosas en el mundo. Para Dennett, las religiones son tentativas para lograr algo que la ciencia hace mejor, teorías rudimentarias o frustradas o, en todo caso, mero sinsentido. “La proposición de que Dios existe”, escribe Dennett con gravedad, “ni siquiera es una teoría”. Pero las religiones no están hechas de proposiciones que busquen convertirse en teorías. La incomprensibilidad de lo divino está en el corazón del cristianismo occidental, mientras que en la práctica del judaísmo ortodoxo tiende a prevalecer sobre la doctrina. El budismo siempre ha reconocido que en cuestiones espirituales la verdad es inefable, tal como lo hacen las tradiciones sufíes del islam. El hinduismo nunca se ha definido por nada tan simple como un credo. Sólo algunas tradiciones cristianas occidentales, bajo la influencia de la filosofía griega, han tratado de convertir la religión en una teoría explicativa.
La idea de que la religión es una versión primitiva de la ciencia se popularizó a finales del siglo xix con La rama dorada / Magia y religión, el estudio de J.G. Frazer sobre los mitos de los pueblos primitivos. Para Frazer, la religión y el pensamiento mágico estaban estrechamente vinculados. Enraizados en el miedo y la ignorancia, ambos eran vestigios de la infancia humana que desaparecerían con el avance del conocimiento. El ateísmo de Dennett no es mucho más que una versión modernizada del positivismo de Frazer. Los positivistas creían que con el desarrollo de los transportes y las comunicaciones –en su época, de los canales y el telégrafo– el pensamiento irracional acabaría por fenecer, junto con las religiones del pasado. Dennett cree casi lo mismo, sin que obste la historia del siglo pasado. En una entrevista que aparece en el sitio de internet de la Fundación Edge (edge.org) bajo el título “La evaporación de la poderosa mística de la religión”, Dennett predice que “en unos 25 años casi todas las religiones habrán evolucionado y se habrán convertido en fenómenos muy diferentes, tanto así que en casi todas partes la religión ya no impondrá como lo hace hoy”. Dennett confía en que esto acontecerá, según nos dice, básicamente debido a “la diseminación mundial de la tecnología de la información (no sólo internet sino los teléfonos móviles y las televisiones y radios portátiles)”. El filósofo, evidentemente, no ha reflexionado sobre la ubicuidad de los teléfonos móviles entre los talibanes, o sobre el surgimiento de un Al Qaeda virtual en la red.
El avance del conocimiento es un fenómeno que sólo los relativistas posmodernos niegan. La ciencia es la mejor herramienta que tenemos para forjar creencias fidedignas sobre el mundo, pero no difiere de la religión por el hecho de revelar una verdad descarnada que las religiones encubrirían con sueños. Tanto la ciencia como la religión son sistemas de símbolos que atienden a las necesidades humanas (en el caso de la ciencia, a las necesidades de predicción y control). Las religiones han servido para muchos propósitos, pero en el fondo responden a una necesidad de sentido satisfecha por el mito, antes que por la explicación. Una gran parte del pensamiento moderno está conformada por mitos seculares, narrativas religiosas despojadas de contenido que se traducen en pseudociencia. La idea de Dennett según la cual las nuevas tecnologías de la comunicación alterarán fundamentalmente la manera en que piensan los seres humanos es tan sólo un mito de esa naturaleza.
En El espejismo de Dios Dawkins intenta explicar el atractivo de la religión en términos de su teoría de los “memes”, unidades conceptuales vagamente definidas que compiten la una con la otra en una parodia de la selección natural. Dawkins reconoce que, puesto que los humanos tienen una tendencia universal a la fe religiosa, esta debe haber tenido cierta ventaja evolutiva, pero hoy, dice, esa fe se perpetúa principalmente a través de una educación deficiente. Desde un punto de vista darwiniano, el papel crucial que Dawkins otorga a la educación resulta desconcertante. La biología humana no ha cambiado mucho en el transcurso de la historia conocida y, si la religión es inherente a la especie, resulta difícil imaginar de qué manera podría incidir sobre ello un tipo diferente de educación. Sin embargo, Dawkins parece estar convencido de que si no se inculcara en las escuelas y las familias, la religión moriría. Es esta una opinión que tiene más en común con cierto tipo de teología fundamentalista que con la teoría darwiniana, y no puedo sino recordar a aquel cristiano evangélico que me aseguró que los niños criados en un ambiente casto crecerían sin pulsiones sexuales ilícitas.
La “teoría memética de la religión” postulada por Dawkins es un ejemplo clásico del sinsentido que se genera cuando el pensamiento darwiniano se aplica fuera de su esfera propia. Junto con Dennett, quien también se aferra a una versión de la teoría, Dawkins mantiene que las ideas religiosas sobreviven porque serían capaces de hacerlo en cualquier “banco memético”, o bien porque son parte de un “memplejo” que incluye “memes” similares, como por ejemplo la idea de que si uno muere como un mártir disfrutará de 72 vírgenes. Desafortunadamente, la teoría de los “memes” es ciencia en la misma medida en que lo es el diseño inteligente. Estrictamente hablando, ni siquiera es una teoría. Hablar de “memes” es simplemente lo último en una sucesión imprudente de metáforas darwinianas.
Dawkins compara la religión con un virus: las ideas religiosas son “memes” que infectan las mentes vulnerables, especialmente las de los niños. Estas metáforas biológicas podrían tener su utilidad; por ejemplo, las mentes de los ateos evangelistas parecerían particularmente propensas a la infección de los “memes” religiosos. No obstante, las analogías de este tipo rebosan peligro. Dawkins habla mucho sobre la opresión que la religión ha ejercido, algo bastante real. El autor le presta menos atención, empero, al hecho de que algunas de las peores atrocidades de los tiempos modernos fueran cometidas por regímenes que afirmaban contar con la sanción científica para sus crímenes. El “racismo científico” nazi y el “materialismo dialéctico” soviético redujeron la insondable complejidad de la vida humana a la simplicidad mortal de una fórmula científica. En cada caso, la ciencia no era más que una patraña, pero se le aceptaba como genuina en ese momento, y no sólo dentro de los regímenes en cuestión. La ciencia es tan susceptible de ser utilizada para propósitos inhumanos como lo es cualquier otra institución humana. De hecho, dada la enorme autoridad de la que goza la ciencia, el riesgo de que sea utilizada de tal manera es aún mayor.
Los adversarios contemporáneos de la religión muestran una notoria falta de interés por el registro histórico de los regímenes ateos. En El fin de la fe / Religión, terror y el futuro de la razón, el escritor estadounidense Sam Harris afirma que la religión ha sido la principal fuente de violencia y opresión a lo largo de la historia. Harris reconoce que los déspotas seculares como Stalin y Mao infligieron terror en gran escala, pero sostiene que la opresión ejercida por ellos no tenía relación alguna con su ideología del “ateísmo científico”; el problema con sus regímenes estribaba en que eran tiranías. Pero ¿acaso no existiría una conexión entre el intento de erradicar la religión y la pérdida de la libertad? Es poco probable que Mao –quien lanzara su ataque contra el pueblo y la cultura del Tíbet bajo el eslogan “la religión es veneno”– hubiera concedido que su visión atea del mundo no tenía relación con sus políticas. Es cierto que se le veneraba como una figura casi divina, como a Stalin en la Unión Soviética. Pero al desarrollar estos cultos la Rusia y la China comunistas no estaban pecando contra el ateísmo. Estaban demostrando lo que sucede cuando el ateísmo se convierte en un proyecto político. Invariablemente, el resultado es un sustituto de la religión que sólo puede mantenerse por medios tiránicos.
Algo parecido ocurrió en la Alemania nazi. Dawkins desestima cualquier insinuación de que los crímenes de guerra nazis pudieran estar vinculados con el ateísmo. “Lo que importa”, dice en El espejismo de Dios, “no es si Hitler y Stalin eran ateos sino si el ateísmo ejerce una influencia sistemática que conduce a la gente a hacer cosas malignas. No existe la menor evidencia de que sea así”. Este es un razonamiento cándido. Hitler, que siempre fue un partidario entusiasta de la ciencia, se sintió muy impresionado por el darwinismo vulgarizado y por las teorías eugenésicas derivadas de las filosofías materialistas de la Ilustración. Hitler usó la demonología antisemítica cristiana en su persecución de los judíos, y las iglesias colaboraron con él en un grado aterrador. Pero fue la creencia nazi en la raza como una categoría científica lo que abrió paso a un crimen sin parangón en la historia. La visión del mundo de Hitler era la de mucha gente con escasa educación en la Europa de entreguerras: una mezcolanza de ciencia espuria y recelo contra la religión. No cabe duda de que este fue un tipo de ateísmo y que contribuyó a que los crímenes nazis fueran posibles.
Hoy la mayor parte de los ateos se confiesa liberal. Ellos no buscan –y así nos lo dirán– un régimen ateo sino un Estado secular en el que la religión no desempeñe ningún papel. Sin duda, estas personas creen que dentro de un Estado con tales características la religión tenderá a desaparecer. Pero la constitución secular de Estados Unidos no ha garantizado una política secular. El fundamentalismo cristiano es más poderoso en Estados Unidos que en cualquier otro país, mientras que en Gran Bretaña, que cuenta con una Iglesia oficial, tiene muy poca influencia. Los críticos contemporáneos de la religión exigen mucho más que la desvinculación del Estado y la Iglesia. Está claro que quieren eliminar toda huella religiosa de las instituciones públicas. Lo que resulta extraño es que muchos de los conceptos que Harris despliega, incluida la idea misma de la religión, han sido moldeados por el monoteísmo. Detrás del fundamentalismo secular yace una concepción de la historia que deriva de la religión.
A.C. Grayling, en su libro Hacia la luz / Historia de las luchas por la libertad y los derechos que conformaron el Occidente moderno, nos proporciona un ejemplo de la persistencia de las categorías religiosas en el pensamiento secular. Como lo indica el título, el libro de Grayling es una especie de sermón. Su objetivo es reafirmar lo que él llama “una visión whig de la historia del Occidente moderno”, cuyo núcleo radica en la idea de que “Occidente realiza el progreso”. Los whigs fueron cristianos piadosos que creían que la divina providencia había ordenado la historia para que esta culminara en las instituciones inglesas, y Grayling cree, a su vez, que la historia “se está desplazando en la dirección correcta”. Sin duda ha habido reveses: Grayling menciona el nazismo y el comunismo incidentalmente, dedicándole unas cuantas líneas a cada uno. Pero estos desastres fueron periféricos. No inciden sobre la tradición central del Occidente moderno, que siempre ha estado consagrada a la libertad y que –según afirma Grayling– es inherentemente antagónica a la religión. “La historia de la libertad”, escribe, “es otro capítulo –y quizás el más importante de todos– en la gran querella entre religión y secularismo”. La posibilidad de que algunas versiones radicales del pensamiento secular pudieran haber contribuido al desarrollo del nazismo y del comunismo no se menciona. Grayling está más seguro sobre el curso de la historia que los mismos whigs del siglo xviii, a los que el Terror francés hizo temblar.
La creencia en que la historia es un proceso direccional está tan basada en la fe como cualquier otra cosa en el catequismo cristiano. Los pensadores seculares como Grayling rechazan la idea de la providencia, pero siguen pensando que la humanidad avanza hacia un objetivo universal: una civilización fundada en la ciencia que a la larga incluirá a la especie entera. En la Europa precristiana la vida humana se concebía como una serie de ciclos, y la historia era considerada trágica o cómica antes que redentora. Con la llegada del cristianismo se empezó a creer que la historia tenía una meta predeterminada que era la salvación humana. Aun cuando suprimen el contenido religioso, los humanistas seculares siguen aferrándose a creencias de este tipo. No es que queramos privar a nadie del consuelo de la fe, pero resulta obvio que la idea de progreso en la historia es un mito gestado por la necesidad de sentido.
El problema con la narrativa secular no radica en el supuesto de que el progreso es inevitable (en muchas versiones, no existe este supuesto). El problema radica en creer que el tipo de avance que se ha logrado en la ciencia puede ser reproducido en la ética y la política. De hecho, aunque el conocimiento científico aumente por acumulación, nada parecido sucede en la sociedad. La esclavitud fue abolida en gran parte del mundo durante el siglo xix, pero regresó en una escala mayúscula con el nazismo y el comunismo, y aún existe hoy. La tortura fue prohibida en convenciones internacionales celebradas después de la Segunda Guerra Mundial, sólo para ser adoptada como un instrumento político por el régimen liberal más importante del mundo a principios del siglo xxi. La riqueza ha aumentado, pero ha sido reiteradamente destruida en guerras y revoluciones. La gente vive más y se mata entre sí en mayor número. El conocimiento aumenta, pero los seres humanos permanecen iguales.
La creencia en el progreso es una reliquia de la visión cristiana de la historia como una narrativa universal, y un ateísmo intelectualmente riguroso comenzaría por ponerla en cuestión. Eso es lo que hizo Nietzsche cuando desarrolló su crítica al cristianismo a finales del siglo xix, pero casi ninguno de los misioneros seculares de hoy ha seguido su ejemplo. Uno no tiene que ser un gran admirador de Nietzsche para preguntarse por qué sucede esto. La razón, sin duda, estriba en que él no asumió ningún vínculo entre el ateísmo y los valores liberales; por el contrario, consideraba dichos valores como un retoño del cristianismo y los condenaba en parte por la misma razón. En contraste, los ateos evangélicos se han asumido como defensores de los valores liberales, rara vez investigan de dónde provienen dichos valores y nunca aceptan que la religión pudo haber contribuido a su gestación.
De entre los contendientes antirreligiosos contemporáneos sólo el escritor francés Michel Onfray ha tomado a Nietzsche como punto de partida. En algunos sentidos, En defensa del ateísmo, de Onfray, es superior a cualquier publicación en lengua inglesa sobre el tema. De manera refrescante, Onfray reconoce que el ateísmo evangélico es una imitación involuntaria de la religión tradicional: “Muchos militantes de la causa secular se parecen asombrosamente al clero. Lo que es peor: parecen caricaturas del clero.” Onfray comprende la influencia formativa de la religión sobre el pensamiento secular con mayor claridad que sus pares anglosajones. Sin embargo, parece no darse cuenta de que los valores liberales que da por sentados fueron moldeados en parte por el cristianismo y el judaísmo. Los teóricos liberales de la tolerancia más importantes son John Locke, que defendía la libertad de culto en términos explícitamente cristianos, y Baruch Spinoza, un racionalista judío que también era un místico. No obstante, Onfray no muestra sino desprecio por las tradiciones de las que estos pensadores surgieron, en particular por el monoteísmo judío: “No tenemos un certificado oficial de nacimiento para la veneración de un solo Dios”, escribe. “Pero la línea de parentesco está clara: los judíos lo inventaron para hacer perdurar la coherencia, la cohesión y la existencia de su pequeño y amagado pueblo.” Aquí, Onfray pasa por alto una importante distinción: quizá sea cierto que los judíos desarrollaron primero el monoteísmo, pero el judaísmo nunca ha sido una fe misionera. En la medida en que busca la conversión universal, el ateísmo evangélico está del lado del cristianismo y del islam.
Con el descontento actual en torno a la religión se ha olvidado que durante el pasado siglo la mayor parte de la violencia basada en la fe fue de naturaleza secular. Hasta cierto punto, esto también es cierto de la actual ola de terrorismo. El islamismo es un amasijo de movimientos; no todos son violentamente yihadistas y algunos se oponen con vehemencia a Al Qaeda, pero la mayoría son un tanto fundamentalistas y buscan recuperar la pureza perdida de las tradiciones islámicas tomando al mismo tiempo algunas de sus ideas directrices de una ideología secular radical. Existe un cierto discurso en boga sobre el islamofascismo, y los partidos islamistas tienen efectivamente algunos rasgos en común con los movimientos fascistas de entreguerras, incluido el antisemitismo. Sin embargo, los islamistas le deben mucho a la extrema izquierda, y sería más preciso referirse a muchos de ellos como islamoleninistas. La genealogía de las tácticas islamistas de terror también se remonta a los movimientos revolucionarios. Las ejecuciones de rehenes en Iraq son copias teatrales exactas y detalladas de los “tribunales revolucionarios” europeos de la década de los setenta, como el que montaran las Brigadas Rojas al asesinar en 1978 al ex primer ministro italiano Aldo Moro.
La influencia de los movimientos revolucionarios seculares sobre el terrorismo se extiende más allá de los islamistas. En Dios no es buenoChristopher Hitchens apunta que, mucho antes de Hezbolá y Al Qaeda, los Tigres Tamiles de Sri Lanka fueron los precursores de lo que él acertadamente llama la “repugnante táctica del suicidio homicida”. Hitchens omite mencionar que los Tigres son marxistaleninistas que, al tiempo que reclutan hombres principalmente entre la población hindú de la isla, rechazan la religión en todas sus variantes. Quienes cometen los atentados suicidas en este grupo no se dirigen hacia la muerte con la creencia de que serán recompensados en algún paraíso póstumo. Tampoco creían esto los suicidas que expulsaron a las fuerzas francesas y estadounidenses del Líbano en la década de 1980, la mayoría de ellos pertenecientes a organizaciones de izquierda como el Partido Comunista Libanés. Estos terroristas seculares creían que estaban acelerando un proceso histórico del que surgiría el mejor mundo que haya existido jamás. Esta es una visión de las cosas más distante de las realidades humanas y más infaliblemente letal en sus consecuencias que la mayor parte de los mitos religiosos.
No es necesario creer en ninguna narrativa del progreso para pensar que vale la pena defender con tesón a las sociedades liberales. Nadie puede poner en duda que son superiores a la tiranía impuesta por los talibanes en Afganistán, por ejemplo. Este asunto es de gran relevancia. El islamismo, plagado de conflictos y sin la base industrial del comunismo y el nazismo, está muy lejos de representar un peligro de la magnitud de aquellos superados durante el siglo xx. Corea del Norte, que sobrepasa por mucho a cualquier régimen islamista en su historial de represión y que claramente posee algún tipo de capacidad nuclear, representa una amenaza mucho mayor. Los ateos evangélicos rara vez la mencionan. Hitchens constituye una excepción, pero cuando describe su visita al país, sólo es para concluir que el régimen encarna “una forma degradada y, sin embargo, refinada, del confucianismo y el culto a los ancestros”. Como en el caso de Rusia y China, la noble filosofía humanista del marxismoleninismo es inocente de toda responsabilidad.
Al escribir sobre la secta trotskistaluxemburguista a la que alguna vez perteneció, Hitchens confiesa con tristeza: “Hay días en que extraño mis viejas convicciones como si de un miembro amputado se tratase.” No debería preocuparse: su actuación en el tema de Iraq demuestra que no ha perdido la voluntad de creer. El resultado de la invasión encabezada por Estados Unidos ha sido la entrega de la mayor parte del país fuera de la región kurda a una teocracia islamista electiva en la que las mujeres, los homosexuales y las minorías religiosas están más oprimidos que nunca en la historia de Iraq. La idea de que este país pudiera convertirse en una democracia secular –una idea promovida impetuosamente por Hitchens– fue posible sólo como un acto de fe.
En The Second Plane Martin Amis escribe: “La oposición a la religión es de por sí superior, intelectual y moralmente.” Amis está convencido de que la religión es mala, y de que no tiene futuro en Occidente. Tratándose del autor de Koba el Temible / La risa y los Veinte Millones –un examen forense del autoengaño entre la intelligentsia occidental pro soviética– tal confesión resulta sorprendente. Esos intelectuales cuya locura Amis disecciona se convirtieron al comunismo en cierto sentido como un sustituto de la religión, y terminaron inventando excusas para Stalin. ¿En verdad no existen locuras comparables? Algunos neoconservadores, como Tony Blair, que pronto estará enseñando política y religión en Yale, combinan su progresismo beligerante con sus creencias religiosas, creencias, empero, que Agustín o Pascal difícilmente reconocerían. La mayoría de estos hombres son utopistas seculares que justifican la guerra preventiva y transigen en el empleo de la tortura como si esto nos llevara a un futuro radiante en el que la democracia fuera universalmente adoptada. Incluso en la cima de Occidente, la política mesiánica no ha perdido su peligroso encanto.
La religión no se ha ido. Reprimirla es como reprimir el sexo: una empresa fallida. En el siglo xx, cuando estuvo al mando de Estados poderosos y de movimientos de masas, ayudó a gestar el totalitarismo. Hoy el resultado es un clima de histeria. No todo en la religión es precioso ni merece reverencia. Hay en ella un legado de antropocentrismo –esa horrible fantasía de que la Tierra existe para servir a los humanos– que casi todos los humanistas comparten. Y está también la pretensión de las autoridades religiosas, que es la misma de los regímenes ateos, de determinar la manera en que las personas expresan su sexualidad, controlan su fertilidad y terminan su vida, algo que debería ser rechazado categóricamente. A nadie debería permitírsele restringir la libertad de esta manera, y ninguna religión tiene el derecho de romper la paz.

El intento de erradicar la religión sólo conduce a su reaparición en formas grotescas y degradadas. Una creencia ingenua en la revolución mundial, la democracia universal o los poderes ocultos de los teléfonos móviles es más ofensiva para la razón que los misterios de la religión, y tendrá menos probabilidades de sobrevivir en los próximos años. El poeta victoriano Matthew Arnold escribió sobre los creyentes que quedan inermes cuando la marea de la fe se repliega. Hoy la fe secular se está replegando, y son los apóstoles del descreimiento los que han quedado varados en la costa. 

Traducción de Marianela Santoveña

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