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martes, 19 de noviembre de 2013

Jean-Jacques Rousseau, el apologista de la naturaleza

No cuesta tanto confesar lo criminal como lo vergonzoso y ridículo.
Jean Jacques Rousseau, Las confesiones, p. 13

Lo sé. He confesado en mis escritos muchos actos inmorales, pero todavía no me animo con algunos hechos que sé me causarían vergüenza si se enterasen de ellos mis seres más queridos. Y lo curioso de todo esto es que estos actos que no me dejarían vivir tranquilo si trascendiesen... ¡no tienen nada de inmorales! Esto es para quien suponía que vivo con independencia de las normas sociales estúpidas. ¡Oh vanidad, cuán lejos estoy de dominarte!
                                                   
Nunca pude atreverme a demostrar mi locura a las mujeres que más he amado.
Rousseau, ibíd., p. 13
Lo mismo digo. Pero en singular.

Apasionado, doy a veces con lo que quiero decir, pero en la conversación ordinaria, no encuentro absolutamente nada que decir; me es insoportable por el mero hecho de que me obliga a hablar (p. 29).
A mí me pasa igual: cada vez me cuesta más participar de una conversación superflua, y me siento muy incómodo cuando una situación me impone tener que hablar con alguien de algún tema que ni a mí ni al otro le interesa.

Ninguno de mis gustos puede satisfacerse con dinero. Necesito goces puros, y el oro los envenena a todos (p. 29).
¡Sabias palabras, Jacobo! Y si te atuviste a ellas, ¡sabia conducta la tuya!

No he viajado a pie más que en mis días hermosos [de juventud] y siempre agradablemente. Pronto los deberes, los negocios, tener que llevar un equipaje, me obligaron a echármelas de caballero y tomar un coche, donde subían conmigo el roedor desasosiego, el engorro y la molestia, y desde entonces, en lugar del placer de andar que antes sentía en mis viajes, sólo he sentido el anhelo de llegar pronto (p. 50).
¡Abandonemos autos, taxis y microbuses! ¡Redescubramos el placer de caminar!

Durante mucho tiempo he buscado en París dos amigos de igual gusto que el mío que quisiesen consagrar cada uno cincuenta luises y un año a un viaje por Italia hecho así, juntos, sin más equipaje que un saco de noche llevado por un muchacho que viniese con nosotros. Muchos se manifestaron prendados de este proyecto, pero en el fondo lo consideraban como un castillo en el aire, cosa que se proyecta en la conversación, pero que nadie tiene el designio de llevar a cabo (p. 50).
¡Qué grata sorpresa, Jacobo: tenías alma de mochilero!

Habría sacrificado mil veces mi felicidad a la de la persona que amaba; su reputación me era más cara que mi vida, y por todos los placeres del mundo no hubiera querido comprometer su tranquilidad ni un solo instante. Esto me ha hecho emplear tanto cuidado, tanto secreto, tantas precauciones en mis empresas amorosas, que ninguna ha podido llegar nunca a buen término. Mi poca fortuna con las mujeres ha sido siempre el resultado de amarlas demasiado (p. 67).
Lo mismo digo. Pero en singular.

Siempre es un mal sistema, para leer el corazón ajeno, dar a entender que se oculta el propio (p. 71).
¡¿Pero cómo hacemos, querido amigo, si está en nuestra naturaleza no saber desnudarnos?! ¡Qué no daría yo por animarme a expresar lo que siento delante de la fuente que motiva mis sentimientos!

Nunca he podido hacer una proposición lasciva como no haya sido empujado por la iniciativa de aquella a quien la hiciera, aun sabiendo que no era escrupulosa, y estando casi seguro de su consentimiento (p. 77).
Es el triste destino de nosotros los introvertidos.

Nunca, en ninguna circunstancia de mi vida, pudieron delatar u oprimir mi corazón la prosperidad o la indigencia. En el transcurso de una vida desigual y memorable por sus vicisitudes, sin asilo y sin pan a menudo, siempre he mirado con iguales ojos la opulencia y la miseria. En caso necesario, hubiera podido mendigar o robar como otro cualquiera, pero no turbarme por verme reducido a tal extremo. Pocos hombres habrán sufrido tanto como yo, pocos habrán derramado tantas lágrimas; pero ni la pobreza ni el temor de caer en ella me han arrancado jamás un suspiro ni una lágrima. Capaz de resistir los vaivenes de la fortuna, mi espíritu no ha conocido otros bienes y otros males sino aquellos que no dependen de ella; y precisamente cuando no me ha faltado nada de lo necesario ha sido cuando me he sentido el más infeliz de los mortales (p. 91).
Te siento hablar así, amigo Jacobo, y los pies comienzan de nuevo a cosquillearme.

La previsión ha amargado siempre mis goces. En vano me he preocupado por el futuro: nunca he podido evitarlo (p. 94).
Previsión e infelicidad son sinónimos.

En mí se juntan dos cosas casi incompatibles, sin que yo mismo pueda comprender cómo; un temperamento muy ardiente, pasiones vivas, impetuosas, y lentitud en la formación de las ideas, las cuales nacen en mi mente con gran trabajo y nunca se me ocurren hasta después que ha pasado su oportunidad. Parece que mi corazón y mi cabeza no pertenecen a un mismo individuo. El sentimiento, más rápido que la centella, se apodera de mi espíritu; pero, en vez de iluminarme, me quema y me deslumbra. Lo siento todo, pero nada veo. Estoy como arrebatado, pero estúpido (p. 100).

No deben de ser, amigo Rousseau, muy incompatibles tus excelentes reflejos sentimentales y tus cansinos resortes racionales, porque a mí me sucede algo muy parecido. Y también coincido con vos en que "es preciso que esté tranquilo para pensar. Lo particular es que, no obstante, tengo bastante acierto, penetración y hasta agudeza e ingenio con tal de que me dejen tiempo; haré una improvisación excelente si me aguardan, pero de repente no he sabido hacer ni decir cosa que valga la pena". En la p. 101 siguen las coincidencias:

Esta lentitud de pensamiento y esta viveza de sensibilidad no sólo me dominan en la conversación, sino hasta cuando trabajo solo. En mi cerebro, las ideas se ordenan con una dificultad increíble; allí fermentan hasta conmoverme, enardecerme, ponerme en estado febril; y en medio de esta emoción, nada veo distintamente, no sabría escribir una palabra; es necesario que aguarde. Insensiblemente va cesando ese gran movimiento, se desembrolla el caos, y cada cosa viene a colocarse en su lugar, pero lentamente y luego de una agitación confusa y prolongada.

En la p. 102 hablo, perdón, habla Rousseau acerca de los inconvenientes que se le presentan en las conversaciones:

Siendo tan poco dueño de mí mismo cuando estoy solo, júzguese cómo debo hallarme en conversación, donde, para hablar a propósito, es preciso pensar en mil cosas a un tiempo, y rápidamente. La sola idea de tantas condiciones, con la seguridad de faltar a alguna de ellas, basta para intimidarme. Ni siquiera comprendo cómo hay quien se atreva a hablar en una reunión de diversas personas; porque a cada palabra sería preciso examinar a todos los presentes y conocer el carácter de cada uno y su historia para estar seguro de que a nadie se ofende. Con respecto a esto, los que frecuentan la sociedad tienen una gran ventaja; y es que, sabiendo mejor lo que conviene callar, están seguros de lo que dicen, aunque a pesar de ello, a menudo se les escapan también tonterías. ¿Qué hará, pues, el que se encuentra en ella como caído de las nubes? Le será casi imposible hablar durante un momento impunemente. En el diálogo hay otro inconveniente que me parece todavía peor; y es la necesidad de hablar continuamente. Cuando uno habla, el otro ha de responder, y, si calla, es necesario animar la conversación. Esta insoportable obligación hubiera bastado para disgustarme de la sociedad. No encuentro mayor tontería que tener que hablar siempre y a renglón seguido. ¡Ignoro si es efecto de mi eterna repugnancia hacia toda sujeción! Pero basta que me vea en la necesidad imprescindible de hablar para que diga una tontería infaliblemente. 
Finalmente, desde las pp. 103 y 104 coincidimos en que

Lo dicho me parece bastante para hacer comprender cómo, sin ser un tonto, muchas veces he pasado por tal, aun entre personas que estaban en el caso de juzgar con exactitud; y he sido mucho más desdichado, pues cuanto más viveza revelaban mis ojos y mi rostro, tanto más chocante era mi estupidez. [...] A mí me gustaría la sociedad tanto como al que más, si no estuviese seguro de aparecer, no sólo con desventaja, sino hasta enteramente distinto de lo que soy en realidad. El partido que he tomado de ocultarme y escribir es precisamente el que me convenía. En el trato social nunca se hubiera sabido lo que yo valía, ni siquiera se hubiera sospechado.

¿Cómo es que, habiendo hallado tan buenas gentes en mi juventud, tan escasamente las encuentro a una edad avanzada? ¿Será que se ha extinguido su raza? No; sino que la categoría donde ahora tengo necesidad de buscarlas no es la misma en que en otro tiempo las hallaba. Entre la gente del pueblo, que sólo siente las grandes pasiones por intervalos, la voz de la Naturaleza se hace escuchar más a menudo. En las clases elevadas permanece completamente ahogada, y sólo hablan la vanidad o el interés bajo la máscara del sentimiento.  (p. 133).

¿Cómo hacen los ricos para soportarse? ¿Cómo hace la clase media para vivir dignamente sin empaparse con la sabiduría simple del pueblo?

Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, si se me permite la frase, como en los viajes que he hecho a pie y solo. El andar tiene para mí algo que me anima y aviva mis ideas; cuando estoy quieto, apenas puedo discurrir: es preciso que mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu. La vista del campo, la sucesión de espectáculos agradables, la grandeza del espacio, el buen apetito, la buena salud que se logran caminando, la libertad del mesón, el alejamiento de todo lo que me recuerda la sujeción en que vivo, de todo lo que me recuerda mi situación, desata mi alma, me comunica mayor audacia para pensar, parece que me sumerge en la inmensidad de los seres para que los escoja, los combine y me los apropie a mi gusto sin molestias ni temores. Así dispongo como árbitro de la Naturaleza entera; mi corazón, vagando de un objeto a otro, se asocia, se identifica con los que le halagan, se rodea de encantadoras imágenes, se embriaga de sentimientos deliciosos… (p. 147).
Compárese este pasaje con lo escrito por mí el 14/6/96 (que luego fuera parcialmente refutado desde mi quinto desprendimiento) y se me sospechará inmediatamente de plagio, pero afirmo a quien quiera creerme que no tenía yo idea ninguna de que Rousseau se hubiera expresado de esta forma sino hasta hace una semana, y mal puede acusárseme de plagiar un texto por mí desconocido. Por lo demás, le agradezco a Rousseau la recordación de que los conocimientos verdaderos son comunes a todos los hombres, y que los distintos tipos de aprendizajes, a lo sumo, sólo sirven para desempolvar (o embarrar por completo) esta benéfica raíz comunitaria.

La vida ambulante es la que mejor me conviene. Ir de camino con buen tiempo, por un país hermoso, sin llevar prisa, y tener un objeto agradable por término del viaje, he ahí, de todos los modos de vivir, el que más me agrada (p. 156).
La evolución de las especies se nutre, en ciertos aspectos, de un sinnúmero de regresiones. Es como ese punto de costura que avanza, retrocede un poco y sigue avanzando. Creo que la vuelta del hombre al nomadismo --un nomadismo no cazador, desde luego-- es un hecho necesario en su proyección histórica en el largo plazo.

... Una de las pruebas de la excelencia del carácter de esa apreciable mujer es que aquellos que la querían también se amaban entre sí. Los celos, la misma rivalidad cedían al sentimiento dominante que inspiraba, y no he visto nunca que existiese el menor rencor entre las personas que la rodeaban. Los que me lean suspendan un momento su lectura en este elogio, repasen su memoria y, si encuentran alguna mujer de quien se pueda decir lo mismo, únanse a ella para la paz de su vida, aunque fuese la última ramera.  (p. 163).
No tengo que repasar mucho mi memoria para encontrar en ella una mujer amada por dos hombres que, sabiendo cada uno del amor del otro, no se guardan rencor entre sí. Conozco a esa mujer, amigo Jacobo, pero ¿cómo hago para unirme a ella si esa unión, por más que a mí me traiga paz, a ella le traerá conflicto? Y ¿cómo hago para que mi unión no sumerja en el más oscuro sufrimiento a cierto compañero que tengo cuya principal virtud es el buen gusto? No una ramera, sino una Doña Flor necesito que sea.

Aquí principia, después de mi llegada a Chambéry hasta que marché a París en 1741, un intervalo de ocho o nueve anos durante los cuales tendré pocos acontecimientos que referir, porque mi vida fue tan sencilla como apacible, y esta uniformidad era precisamente lo que más necesitaba para que acabase de formarse mi carácter, al que una continua agitación impedía madurar. Durante ese precioso intervalo fue cuando mi educación, falta de orden y unidad, tomó consistencia, haciéndome lo que he sido siempre, aun a través de las tempestades que me esperaban. (pp. 163-4).
Si no me engaño, y salvando algunos puntos, yo me encuentro en un período similar a este que Rousseau describe, en el cual el carácter de uno termina casi definitivamente de formarse. A mí me llegó en forma tardía, pero más vale tarde que nunca.

 Fuerza es que haya nacido para este arte [la música], puesto que desde mi infancia me ha cautivado siempre, siendo el único a que he tenido un amor constante en todas las épocas de mi vida. Lo más notable es que, a pesar de haber nacido con esta predisposición, me ha costado tantísimo su estudio, y he obtenido tan lentos resultados, que nunca he logrado, después de una práctica de toda la vida, cantar de repente con seguridad (pp. 165-6).

Tal vez naciste como yo, con la capacidad de saber disfrutar hasta el éxtasis de la música pero sin la capacidad de estudiarla e interpretarla.

Si no me agrada vivir entre los hombres es culpa de ellos más bien que mía (p. 173).
Esto implica soberbia y aun desprecio, pero mentiría si dijese que yo no pienso lo mismo.

Yo no creo que pueda aliarse la virtud con los triunfos en sociedad (p. 183).
Yo tampoco, si es que tomamos como triunfo social el poseer propiedades o dinero.

...La alteración de mi salud influyó en mi carácter y templó la impetuosidad de mi fantasía; sintiéndome decaer, me aquieté un poco, y se entibió mi furor por los viajes. (p. 203).
Habiendo nacido fisiológicamente saludable, bueno será que procure yo mantener esta salud en grado sumo para que no me suceda lo que a Rousseau o a Darwin, que no pudieron seguir sus inclinaciones naturales por culpa de sus padecimientos corporales.

En general los creyentes se hacen un Dios a su imagen y semejanza; los buenos, bueno; los malos, malo; los beatos, rencorosos y biliosos, como ellos quisieran condenar a todo el mundo, no ven más que el infierno, en que apenas creen las almas dulces y amantes (p. 210).
No estoy seguro de que el infierno no exista, pero si existe, el que no existe es Dios.

...Mamá [la amada de Rousseau[1]] no mentía conmigo, y aquella alma sin hiel que era incapaz de concebir un Dios vengativo y siempre airado, sólo veía clemencia y misericordia donde los devotos no descubren más que justicia y castigo. A menudo decía que Dios no sería justo, si obrara justamente con nosotros; pues, no habiéndonos dado lo necesario para serlo, exigiría que le devolviésemos más de lo que nos había dado. (p. 211).
¿Quién dijo que las mujeres no piensan elevadamente?

...Lo más singular es que, sin creer en el infierno, no dejaba de creer en el purgatorio. Esto procedía de que no sabía qué hacerse de las almas de los malos, no pudiendo condenarlas ni colocarlas entre las de los buenos hasta que lo fuesen; preciso es convenir en que efectivamente, así en este mundo como en el otro, los malos son siempre un gran estorbo.  (p. 211).
El malo no merece ningún infierno posmortem: su propia maldad le creó ya una vida de pesadilla en la propia tierra. Y tampoco necesita un purgatorio en donde lavar sus pecados, ya que él no es responsable de las desgracias que su entorno social o sus genes le hicieron cometer. Digo, junto con Rousseau, que "toda la doctrina del pecado original y de la redención queda destruida con este sistema; conmueve la base del cristianismo vulgar, y por lo menos con ella el catolicismo no puede subsistir". Y es así; la teología católica tradicional, basada en mitos grotescos y sustentada por hábiles sofismas escolásticos, llevará a la extinción a la Iglesia si es que su argumentación no evoluciona. Cierto es que se puede subsistir en el tiempo sin evolucionar demasiado; tal es el caso, por ejemplo, de la cucaracha. La pregunta es la siguiente: ¿Quiere la Iglesia católica parecerse a la cucaracha?

Aunque no hubiese habido moral cristiana, opino que ella [la amada de Rousseau] la habría seguido; de tal modo se acomodaba ésta a su carácter. Practicaba cuanto estaba prescrito, pero, caso que no lo hubiese estado, su conducta habría sido la misma. En las cosas indiferentes le era agradable obedecer; y, si no le hubiera estado permitido Y HASTA PRESCRITO comer carne, habría ayunado a solas con Dios y su conciencia sin que la prudencia hubiese intervenido para nada (p. 211, subrayado y exaltado míos).
¡Cuánto mal le hizo a este mundo la costumbre judía de asesinar corderos! Muchas almas nobles, que por su naturaleza repelen las matanzas, no se abstienen de comer carne porque, siendo católicas, ven al papa y a sus compinches atragantarse de chuletas todos los días y entonces siguen su ejemplo. Una religión que no contempla la compasión hacia los animales es, como religión, un fraude avergonzante. Si los papas no dejan de comer carne, las almas nobles dejarán de ser católicas; así de sencilla es la ecuación.

Jamás he podido tolerar ese cúmulo insignificante y tonto de las conversaciones ordinarias; mas las útiles y sólidas siempre me han causado un gran placer y nunca las he rehusado (p. 213).
Yo tampoco las rehusaría... si supiese integrarme a ellas cuando las encuentro, o si pudiese provocarlas yo mismo, cosas éstas que parecen negárseme constantemente. Como Moisés al hablar con su pueblo, como Marco Antonio en presencia de su amada Cleopatra, se me lengua la traba, quiero decir, se me traba la lengua cada vez que tengo que hablar de algo trascendente.

... realmente es muy extraño que jamás haya sufrido enfermedades graves en el campo. He padecido mucho en él, pero nunca me he visto obligado a guardar cama. Con frecuencia, sintiéndome más enfermo que de ordinario, he dicho: «Cuando me veáis próximo la muerte, llevadme a la sombra de una encina; os prometo revivir» (p. 214).
Yo comprobé por propia experiencia no los poderes curativos, pero sí los preventivos que tiene la vida vivida en el seno de la naturaleza: durante los siete meses que duró mi viaje no me enfermé ni una sola vez. Ni siquiera me resfrié, a pesar de haber padecido el frío día y noche como nunca en mi vida. En el invierno siguiente, estando ya en Buenos Aires, estuve resfriado un sinnúmero de días y hasta tuve que hacer reposo por haberme subido la temperatura, y esto a pesar de (o tal vez debido a) la estufilla que mata el frío y el aire puro de mi departamento y a pesar también de los manjares tan "nutritivos" (léase procesados) que mi madre me procura desde mi regreso y que reemplazaron en buena medida a las sosas y poco proteicas bananas y mandiocas con las que subsistí mientras fui mochilero.

Lo primero que se experimenta al dedicarse a las ciencias es su enlace, que hace que se atraigan mutuamente, se ayuden y se aclaren, y que una no pueda subsistir sin la otra. Aunque la inteligencia humana no baste para abarcarlas todas y sea siempre preciso dedicarse a una con preferencia a las demás, si se carece de nociones de las otras, aun en la preferida se halla uno con frecuencia a oscuras (p. 215).
Si quiero sumergirme a fondo en cuestiones religiosas, debo ser lógico y no desestimar ni el poder de la razón ni el de los sentidos; si quiero sumergirme a fondo en cuestiones lógicas, debo ser religioso y no desestimar ni el poder del amor ni el de la fe. El santo que no es a la vez un poco científico, no sirve; el científico que no es un poco santo, tampoco.

No saber nada a la edad cercana a los veinticinco años, y querer aprenderlo todo, es obligarse a aprovechar mucho el tiempo. Ignorando en qué punto podía detener mi celo la suerte o la muerte, me proponía a todo trance adquirir ideas sobre todas las cosas, así para sondear mis inclinaciones naturales, como para juzgar por mí mismo cuál de ellas merecía mejor ser cultivada (p. 216).
Algo así me sucede desde que volví de mi viaje.

Preciso es que yo no haya nacido para el estudio, porque una tensión continua me fatiga de tal modo, que me es imposible ocuparme con actividad durante media hora sin interrupción de una misma cosa, sobre todo siguiendo ideas ajenas; pues algunas veces me ha sucedido que, a pesar de detenerme mayor tiempo en las mías, he logrado un resultado favorable. Cuando me he fijado en algunas páginas de un autor que debe ser leído con atención, mi espíritu le abandona y se cierne en los espacios. Si me obstino, me fatigo inútilmente, se agotan mis fuerzas y nada veo; pero cuando se suceden asuntos diferentes, aun sin interrupción, uno me hace descansar del otro, y sin necesidad de descanso sigo más fácilmente. En mi plan de estudio me valí de esta observación, y lo varíe de tal manera, que trabajaba todo el día sin fatigarme jamás (p. 216).
Salvando las enormes distancias en cuanto a grandeza espiritual, ¡qué parecido somos, amigo Jacobo! A mí también me cuesta mucho prestarles atención a ciertos autores durante un tiempo prolongado de lectura, y suplí ese defecto de mi pensadora leyendo de a dos o tres libros distintos por jornada. Salto de Descartes a Spencer y de Spencer a Pavlov y así ninguno de esos tres termina por fastidiarme. Con este sistema llego a leer a veces hasta diez horas corridas. Y no por obligación, sino por puro placer, por el placer que todos experimentamos al sentir ensancharse nuestros conocimientos.

... me acuerdo con fruición de todos los diferentes ensayos que hice para distribuir el tiempo de modo que me produjese a la vez tanta utilidad como deleite... (p. 216).
El ideal al que aspiro es el de llegar a encontrar placer en todo lo que es útil al mundo para entonces dedicarme a ello durante la totalidad de mis horas de conciencia.

El mejor medio de obtener del Dispensador de los verdaderos bienes los que nos son necesarios es, más que pedirlos, merecerlos (p. 217).
Como buen determinista, no le veo a la oración de petición ningún sentido práctico como no sea el psicológico de la sugestión.

 En el extremo del jardín tenía yo otra pequeña familia; eran las abejas. No me descuidaba, y mamá conmigo muchas veces, en ir a visitarlas; tomaba gran interés por su trabajo; me divertía grandemente viéndolas volver a la pecorea, tan hartas de néctar que apenas podían andar. Al principio, la curiosidad me hizo indiscreto y me picaron dos o tres veces, pero luego hicimos buenas relaciones y por más que me acercase no me molestaban. Cuando las colmenas estaban tan repletas que casi no quedaba espacio para los enjambres, éstos me rodeaban a veces y tenía abejas en las manos y en la cara, sin que jamás me picase ninguna. Todos los animales desconfían del hombre, no sin razón; pero, desde el momento en que tienen la seguridad de que no quiere dañarles, cobran una confianza tan grande que es preciso ser más que bárbaro para abusar de ella.  (p. 220).
Otra gran verdad. Si no, miren a los pingüinos antárticos recibiendo como si fuesen parte de sus familias a los humanos que se les acercan. Se comportan así porque nunca los han cazado o agredido, y entonces no tienen por qué escapar de los hombres o atacarlos. Imaginémonos un mundo en el que ningún hombre agrediese a ningún animal; al cabo de unas cuantas generaciones habrían perdido el miedo que nos tienen; se pasearían a nuestro lado todos los mamíferos silvestres, y se posarían en nuestros hombros todo tipo de aves. Quien no desee vivir en un mundo así, que siga comiendo carne y llevando a sus hijos al zoológico.

Leyendo las obras de Port Royal y del Oratorio me había vuelto medio jansenista, y, a pesar de toda mi confianza, su dura teología a veces me espantaba. El terror del infierno, que hasta entonces había temido muy poco, turbaba lentamente mi serenidad, y si mamá [la amada de Rousseau] no hubiese tranquilizado mi alma, esta horrible doctrina hubiera acabado por trastornarme completamente (p. 222).
Sí, los jansenistas creían en el infierno; éste fue, según creo, el gran error de su teología. Pero a mí me gusta rescatar de las diferentes sectas religiosas sus aciertos, no sus errores. El jansenista afirmaba que la gracia divina inundaba todo el accionar del universo, y que por lo tanto no había lugar en este mundo para el libre albedrío. Ese es, a mi criterio, su gran acierto, por más que después se utilizara para decir que todos nosotros, desde nuestro mismo nacimiento, estamos determinados para ir al cielo o el infierno.

Yo quisiera saber si por los corazones de los demás pasan puerilidades semejantes a las que a veces pasan por el mío (p. 223).
Aquel hombre cuyo corazón no atesore alguna puerilidad... será el hombre más estúpido de todos cuantos conozco.

El juego no es más que un recurso de las personas que se fastidian (p. 286).
Schopenhauer opinaba lo mismo, diciendo que los tontos, al no tener ideas que intercambiar, intercambian cartoncitos con números y figuras y así se divierten.

... La justicia e inutilidad de mis clamores dejaron en el fondo de mi alma un germen de indignación contra nuestras estúpidas instituciones civiles, en que el verdadero bien público y la verdadera justicia quedan siempre sacrificadas a no sé qué orden aparente, destrucción real de todo orden, que sólo sirve para agregar la sanción de la autoridad pública a la opresión del débil y a la inquietud del fuerte (p. 298).
Una sociedad estructurada a partir de convenciones políticas, sean convenciones izquierdistas o derechistas, es una sociedad ordenada en su superficie, pero desquiciada en su individualidad. En cambio, una sociedad sin leyes ni estructuras coercitivas podrá mostrarse desquiciada, pero en el fondo responde a las indicaciones íntimas que cada individuo se da a sí mismo, y esta libertad personal no demoraría demasiado en ajustar ese primitivo desquicie de toda sociedad que pasa de un control total al anarquismo. Sólo los políticos, los propietarios y los cobardes --es decir, sólo los individuos menos agraciados-- no pueden concebir una sociedad que se abstenga de suministrar premios y castigos a quien ella juzga digno de merecerlos.

Aunque nazca con algún talento, el arte de escribir no se aprende repentinamente (p. 322).
Lo primero es lo primero: antes de aprender a escribir, es necesario que aprenda yo a leer.

...Renuncié para siempre a todo proyecto de fortuna y prosperidad. Resuelto a pasar en la independencia y en la pobreza el poco tiempo que me restaba de vida, empleé todas las fuerzas de mi alma en romper las cadenas de la opinión, y en hacer con valor todo lo que me parecía bien, sin preocuparme para nada del juicio de los hombres (p. 331).
Yo también estoy en eso, aunque no tengo ni por asomo la valentía y el despeje mental que mi amigo Jacobo supo conocer en sí mismo y que lo ayudaron a salir airoso en semejante empresa. Y además escribo mal, pero eso es lo de menos.

Mientras viví ignorado del público, fui querido de cuantos me conocieron, y no tuve un solo enemigo; mas tan luego como tuve un nombre, perdí todos mis amigos (p. 331).
La fama pudre.

... Empecé la reforma por mi traje; me quité el oropel y las medias blancas; adopté una peluca sencilla, dejé la espada... (p. 332).
Uno de los primeros requisitos para el aspirante a la humildad es vestir como viste el pueblo.

... Todas estas polémicas [las que generaba la publicación de sus primeros escritos] me preocupaban mucho, haciéndome perder el tiempo, con poco fruto para el descubrimiento de la verdad y poco provecho para mi bolsillo (p. 335).
 Algo parecido le pasó a Descartes cuando saltó a la fama. Entonces digo yo, ¿qué fuerza impulsa a los pensadores a publicar sus escritos en vida? ¿Será el amor a la verdad, o será sólo vanidad?

 El éxito de mis primeros escritos me había puesto de moda; mi posición había excitado la curiosidad y el deseo de conocer a un hombre tan extraño que no buscaba a nadie y no quería otra cosa que vivir libre y feliz a su manera. Era lo bastante para que no pudiese lograrlo. Mi casa no dejaba de estar un momento llena de gente que bajo diversos pretextos venían a distraerme; las mujeres empleaban mil ardides para tenerme a su mesa. Cuanto más huía del trato de las gentes y más brusco me mostraba, tanto más se obstinaban; no podía rechazar a todo el mundo; y, a pesar de atraerme con mi esquivez mil enemigos, incesantemente me veía subyugado por mi complacencia; de cualquier modo que me manejase apenas me quedaba más de una hora mía (pp. 335-6).
El gran amante de la libertad se hizo esclavo de los infaltables aduladores y recriminadores que la fama trae consigo. ¡Tenlo siempre presente a Rousseau, Cornejín, cuando la vanidad te tienda su trampa!

... Entonces conocí que no siempre es tan fácil como parece el ser pobre e independiente; quería vivir de mi trabajo, y el público no quería. Imaginaban mil medios para resarcirme del tiempo que me hacían perder, y al paso que iba, pronto hubiera sido preciso enseñarme como polichinela, a tanto por persona. No conozco sujeción más envilecedora que ésta. No vi mejor remedio que rehusar los regalos grandes y pequeños, sin excepción de personas, pero no logré más que atraer a los dadivosos, que querían tener la gloria de vencer mi resistencia, forzándome a quedarles agradecido a pesar mío (p. 336).
Dentro del género de los aduladores existe una especie en continua expansión: los regaleros. Si supiesen cuánto mal le hacen al mundo regalando los objetos más innecesarios a las personas que menos los necesitan... no tendría yo tanta razón en deprimirme durante mis cumpleaños.

Mi mayor desdicha fue siempre no poder resistirme a los halagos (p. 339).
Casi todos compartimos esta desdicha, pero sólo los grandes la reconocen como tal y reconocen además la impotencia que sienten al no poder superarla.

El estudio del hombre y de la Naturaleza me había enseñado a ver en todas partes las causas finales y la inteligencia que las dirigía. La lectura de la Biblia, y sobre todo del Evangelio, a que me dedicaba hace algunos años, me había enseñado a despreciar el modo bajo y estúpido de interpretar a Jesucristo que tenían las personas menos dignas de comprenderle. En una palabra, la filosofía, descubriéndome lo esencial de la religión, me había librado de esa hojarasca de fórmulas con que los hombres la han ofuscado (p. 359).
La filosofía y la religión son como las dos piernas de un mismo cuerpo: si nos cuidamos más de una que de otra, perderemos sincronización y andaremos en malos pasos; y si directamente decidimos amputarnos una, no nos quedará más remedio que vivir a los saltos.

No escribo mis confesiones para que se publiquen en vida mía ni en vida de ninguna de las personas interesadas. Si fuese dueño de mi destino y del de este escrito, no vería la luz pública sino mucho tiempo después de mi muerte y de la suya (p. 366).
Lo mismo digo. Y aclaro, de paso, que consideraría como un gran canalla a quien osare lucrar con la propiedad intelectual de algo que yo haya escrito, por hijo mío, hermano o sobrino que sea.

... Pero conocí que el escribir para ganar dinero pronto hubiera ahogado mi genio y muerto mi talento [...]. Una pluma venal no puede dar nada grande y vigoroso. La necesidad, tal vez la avidez, me hubiera hecho trabajar atendiendo más a la cantidad que a la calidad. [...] A buen seguro me hubiera hecho decir más bien lo que agradase a la multitud que lo verdadero y lo útil; y de un autor distinguido como podría serlo, me habría convertido en un emborronador de papel. No, no; siempre he creído que la condición de autor no podía ser ilustre y respetable sino estando lejos de ser un oficio. Es harto difícil pensar noblemente cuando se hace para vivir. Para poder atreverse a decir grandes verdades es necesario no depender del éxito (p. 368).
Sospecho que la historia del pensamiento humano florecerá en cámara rápida cuando los aspirantes a pensadores decidan atenerse de lleno a estas sabias palabras[2]. Por mi parte, me mantengo asido a ellas como sopapa; y si en un futuro termino lucrando con mis ideas, deberé aclarar en ese mismo instante si ese cambio de actitud se estará debiendo a un cambio en mi modo de ver las cosas en este respecto --algo harto dudoso de que sucediese-- o porque, simplemente, la vanidad, o la cobardía ante la falta de recursos económicos, terminaron por sitiarme.

Se ha notado que la mayor parte de los hombres, durante el curso de su vida, difieren a veces enteramente de sí mismos y parecen transformarse por completo en otros muy distintos. No era mi intención hacer un libro para exponer una cosa sobradamente conocida por todos; tenía un objeto más lleno de novedad y más importante, cual era el de investigar las causas de estas variaciones y de fijarme, sobre todo, en aquellas que dependen de nosotros para demostrar cómo podemos encaminarlas a fin de hacernos mejores y más dueños de nosotros mismos (pp. 373-4).
Un motivo bastante parecido es el que determina mis escritos --amén del placer que experimento al escribir y sobre todo al leer lo que escribo. Sin embargo, no creo que el "conócete a ti mismo" sea la meta suprema de toda persona; más bien es el principio del camino y no la llegada. Primero conocernos a nosotros mismos, y a partir de ahí, atacar cualquier otro tipo de conocimiento, que así estaremos bien pertrechados para extraer la verdad inmanente en cada cosa por haberla percibido y experimentado dentro de nuestro propio corazón. El oráculo de Delfos, junto con mi amigo Sócrates, no descubrieron el abecedario completo, sino tan sólo su primera letra. Pero hizo muy bien Rousseau en trabajar en favor del autoconocimiento, puesto que en su época y en su tierra se llegó a pensar que la mera ilustración científica y artística bastaría para hacer de éste un mundo mejor. (¿Y no sucede lo mismo ahora? ¿Cuántos cachetazos idénticos son necesarios para despertar al sonámbulo?)

No puedo meditar sino andando; tan luego como me detengo, no medito más; mi cabeza anda al compás de mis pies (p. 375).
Aplicándolo no al pensamiento sino a la vida misma, el gitano de Bye Bye Brasil dijo algo parecido: "Somos como ruedas: si nos movemos estamos en equilibrio; si nos detenemos, nos caemos". ¡Cómo siento inflarse mi vena nómade con cada minuto que se quema en el cómodo sedentarismo!

La sed de felicidad no se extingue jamás en el corazón humano (p. 378).
Esa sed de felicidad, ese perpetuo soñar con lo inalcanzable... no es otra cosa que la felicidad misma, al menos en su forma existencial más pura y perceptible. La felicidad y la esperanza se confunden.

A vueltas de reflexionar, ya no vi más que error y locura en las doctrinas de nuestros sabios, error y miseria en nuestro orden social. Con la ilusión de mi necio orgullo, me creí nacido para disipar todos esos prestigios; y, creyendo que para hacerme escuchar era forzoso que mi conducta estuviese en conformidad con mis principios, adopté unas costumbres singulares, que no me han dejado seguir, ejemplo que mis pretendidos amigos no han podido perdonarme, que al principio me puso en ridículo y que al fin me habría hecho respetable si hubiese podido perseverar en él (pp. 380-1).
El hacer el ridículo es propio del que se decide a tirar abajo las costumbres estúpidas; confío en que con el tiempo uno se acostumbra a las cargadas y deja de sufrir por ellas. Respecto de lo de forzar al máximo nuestra conducta intentando equipararla con nuestros principios, no creo que sea una buena idea. Nosotros los introvertidos nacimos para pensar, y no podemos pretender equiparar el valor de nuestros pensamientos con el valor de nuestros actos. Nuestro accionar será siempre harto inferior a nuestra ideología, lo que no quita que nos movamos siempre hacia ella pretendiendo alcanzarla, mas no con paso forzado, sino como dejándonos estar, o a lo sumo apartando los objetos que nos separan de ella, porque más bien es ella la que nos atrae que no nosotros los que queremos tocarla.

... Hasta entonces había sido bueno; desde aquel momento fui virtuoso, o al menos apasionado por la virtud. Esta pasión había empezado en mi cabeza, mas había pasado luego a mi corazón (p. 381).
Y ¡qué dulce es ese pasaje, a pesar de que yo apenas lo siento!

... Me hallaba verdaderamente transformado; mis amigos y mis conocidos no me reconocían ya; no era éste aquel hombre tímido y más bien vergonzoso que modesto, que no se atrevía a presentarse ni a hablar; a quien desconcertaba la menor chanza, y a quien hacía ruborizarse la mirada de una mujer. Audaz, valeroso, intrépido, llevaba a todas partes una seguridad tanto más firme cuanto que era sencilla y residía más en mi alma que en el exterior (p. 381).
¿Podré yo algún día modificar tan radicalmente mi temperamento como lo hizo mi amigo Jacobo?

Donde se aprende a amar y a ser útil a la humanidad es en el campo; en las ciudades se aprende a despreciarla (p. 420).
Doy fe: hay que ser muy guapo para evitar odiar al prójimo viviendo en Buenos Aires. El apretujamiento produce fricciones, y las fricciones calentamiento. Imagino las ciudades del futuro con más reservas ecológicas que automóviles, de suerte que no viviremos chocando unos con otros y apurados por llegar a lugares en los que uno nunca desearía estar. Así sí sería muy sencillo eso de amar a nuestros semejantes.

Yo siempre me he creído, y bien considerado, aún me creo el mejor de los hombres (p. 472).
Yo antes tenía un defecto: era una persona muy soberbia. Pero ya lo solucioné y ahora soy perfecto.

Mi lectura ordinaria de la noche era la Biblia, y de esta suerte la leí toda lo menos cinco o seis veces seguidas (p. 530).
¡Qué desperdicio de tiempo![3]

Naturalmente colérico, he sentido la ira, y hasta el furor en los primeros impulsos; pero jamás se ha arraigado en mi corazón un deseo de venganza (p. 536).
Tal vez sea imposible que no sintamos odio por nadie en ningún momento; pero si poseyésemos la virtud de saber acallar ese odio al poco rato de haberse manifestado, la mitad de la tarea estaría cumplida, ya que el rencor, que es la ira potenciada en el tiempo, no anidaría en nuestros corazones. A esta virtud se puede llegar de dos maneras diferentes: al modo de Rousseau, que consistía en olvidar rápidamente todo lo malo que le hubiese acaecido ("me acuerdo poco de la ofensa para que me preocupe mucho su autor"), o al modo del determinista, que recuerda perfectamente la ofensa pero que no juzga responsable de ella a quien en apariencia fue su causante, y por lo tanto lo libera de toda culpa sin siquiera pretender que lo está perdonando.

He aprendido a dudar de que a un hombre que goza de una gran fortuna, sea quien fuere, puedan agradarle sinceramente mis principios y mi persona (p. 552).
Lo mismo digo, e incluyo también a la clase media.

... me comprometí a enviarle [a Du Peyrou] las memorias de mi vida, y hacerlo depositario general de mis papeles, con la expresa condición de no hacer uso de ellos hasta después de mi muerte, deseando acabar tranquilamente mi carrera sin despertar en el público mi memoria (p. 585).
¡Cómo me gustaría encontrar a mi Du Peyrou!

Los que tantas contradicciones me achacan no dejarán de ver otra en lo presente. Dije que me hacía insoportables las reuniones su ociosidad, y heme aquí buscando la soledad para entregarme en ella únicamente a la ociosidad. Con todo, soy así; si hay en esto alguna contradicción, acháquese a la Naturaleza y no a mí; mas tan poca es la que puede haber, que por esto precisamente es por lo que siempre soy el mismo. La ociosidad de las reuniones es mortal por ser forzada, la del aislamiento es encantadora por ser libre y voluntaria. Estando en compañía, me mortifica no hacer nada, por lo mismo que estoy obligado a ello: fuerza es permanecer allí clavado en una silla o en pie, plantado como una estaca, sin mover pies ni cabeza, sin atreverme a correr, saltar, gritar, ni gesticular cuando me viene en voluntad, sin atreverme aun a meditar, teniendo a la vez todo el fastidio de la ociosidad y todo el tormento de la sujeción; obligado a prestar atención a todas las tonterías que se dicen y a todos los cumplimientos que se hacen y a fatigar incesantemente mi espíritu para no dejar de colocar a mi vez mi equivoquillo y mi embuste. ¿Y a esto se llama ociosidad? Esto es un trabajo propio de forzados (pp. 586-7).
La ociosidad que a Rousseau le apetecía no es la ociosidad de las viejas que se juntan en la esquina para contarse chismes, sino la ociosidad propia de los grandes artistas y pensadores, que se revela sólo en soledad, o a lo sumo en pareja: el ocio creativo.

... No hallo homenaje más digno a la Divinidad que esta muda admiración, excitada por la contemplación de sus obras y que no se expresa por medio de actos determinados. Comprendo que los habitantes de las ciudades, que no ven sino paredes, calles y crímenes, tengan poca fe; mas no puedo comprender cómo pueden carecer de ella los campesinos y, sobre todo, los solitarios (p. 588).
Según intuyo, Dios no creó la naturaleza: Dios es la naturaleza. Por eso los citadinos, que no están nunca en contacto con la naturaleza, que ni siquiera, impedidos por la edificación, pueden disfrutar de un ocaso o contemplar extasiados el asome de la luna, por eso mayormente no creen en Dios, o si creen, no se preocupan mucho en buscarlo. Todo lo contrario sucede con las personas que viven fuera de las ciudades: casi todas, aun las de poco raciocinio, creen desesperadamente en Dios y así lo buscan; viven tan impregnadas en Él que hasta pueden olerlo. Es prácticamente imposible no tener fe habiendo crecido en el campo, en el bosque o en la selva.

... A menudo, dejando mi lancha a merced del viento y del agua, me abandonaba a meditaciones sin objeto, que, no por ser estúpidas, eran menos gratas (p. 589).
Las meditaciones estúpidas suelen ser los embriones de las grandes teorías.

Cualquiera que, aun sin haber leído mis obras, examinando por su propios ojos mis sentimientos, mi carácter, mis costumbres, mis inclinaciones, mis placeres, mis hábitos, pueda creerme un malvado, es un hombre digno de la horca (p. 601).
Triste final para uno de los más grandes monumentos a la literatura como lo son estas Confesiones. En este mundo no existen los hombres dignos de la horca, sólo existen los soberbios que ni bien levantan la vista encuentra gente digna de ser condenada. Estos soberbios, y no sus visiones, son lo más parecido a un hombre digno de ser ahorcado.
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[1] (Nota añadida el 31/10/13.) Se trata de Madame de Warens. Se conocieron cuando él tenía 15 años y ella 28, pero no fueron amantes sino hasta después de cumplir Rousseau los 21 años. Baronesa por matrimonio y separada voluntariamente del marido, dama de temperamento aventurero y proclive a hacer negocios que siempre terminaban en la ruina, Françoise-Louise de la Tour se convirtió en protectora, mentora y amante (en ese orden) del joven.
[2] (Nota añadida el 24/3/2006.) Aquí van otras palabras no menos sabias que las anteriores, escritas por otro no menos grande pensador: "Los honorarios y la prohibición de la reproducción de obras impresas son en el fondo lo que echa a perder la literatura. Sólo quien escribe única y exclusivamente por amor al arte escribe cosas dignas de ser escritas. ¡Qué inestimables beneficios reportaría que en todos los campos de cada literatura sólo hubiese pocos libros, pero que los que hubiese fuesen excelentes! Ahora bien, eso nunca se conseguirá mientras se puedan ganar honorarios. Pues es como si sobre el dinero que se hace una maldición: todo escritor se estropea tan pronto escribe con ánimo de lucro" (Arthur Schopenhauer, Paralipomena, parág. 272).

[3] (Nota añadida el 14/10/12.) Gandhi coincide conmigo: "Comencé a leerla, pero fui incapaz de recorrerme todo el Antiguo Testamento. Leí el libro del Génesis y los capítulos siguientes que invariablemente me hacían dormir. Pero sólo por poder decir que había leído la Biblia, seguí adelante con mucha dificultad y sin el menor interés ni comprensión (Mohandas Gandhi, Autobiografía, 1, XX [p. 81]). (Nota añadida el 3/11/13.) Habiendo publicado esta cita y esta nota en feisbuc, recibí variadas críticas. Una en especial, la de un seminarista que no coincidía con eso de que leer la Biblia tantas veces sea una pérdida de tiempo, mereció esta respuesta mía: "Para un seminarista, seguramente no será una pérdida de tiempo leer seis veces seguidas, de forma íntegra, un libro tan voluminoso como la Biblia; pero para un filósofo o aspirante a filósofo, que se supone tiene centenares y centenares de libros por leer en todo momento, detenerse en un libro cualquiera durante esa cantidad de tiempo --la que requiere leer la Biblia 6 veces seguidas en forma completa-- es ser demasiado "parcial" en relación a un determinado tipo de pensamiento, salvo, claro está, que se haya leído también 6 veces la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica, 6 veces las Meditaciones metafísicas de Descartes, seis veces El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, seis veces el Leviatán de Hobbes y así sucesivamente. Una empresa demasiado epopéyica para cualquier filósofo o aspirante a serlo".

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