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martes, 24 de diciembre de 2013

El derecho de propiedad como partero de la injusticia

El eje del mal es la propiedad. […] El hombre debe renunciar a esa propiedad o sufrir y hacer sufrir.
 León Tolstoi, ¿Qué debemos hacer?

Luego de fijar su posición respecto del paralelismo entre la ética y la matemática, John Locke nos ilustra con un ejemplo que a mí, particularmente, me ha servido de mucho para clarificar un concepto que considero capital. Afirma que

no hay injusticia donde no haya propiedad, es una proposición tan cierta como cualquier demostración que se encuentre en Euclides; porque, como la idea de propiedad es la de un derecho a algo, y como la idea a la que damos el nombre de injusticia es la invasión o la violación de ese derecho, resulta evidente que una vez establecidas esas ideas, y una vez anexados a ellas esos nombres, podré saber que esa proposición es verdadera con la misma certidumbre con que sé que un triángulo tiene tres ángulos iguales a dos rectos (Ensayo sobre el entendimiento humano, IV, III, 18).


Ya desde hace tiempo venía yo sospechando que el derecho de propiedad es algo que ninguna persona bien nacida podría reivindicar, y lo mismo sospechaba no sólo que lo que decía Sócrates en relación a la injusticia, que es peor cometerla que padecerla, es algo muy profundo, sino que en verdad la injusticia no puede ser padecida objetivamente porque no existe, y que quienes creen estar padeciéndola son víctimas de una ilusión a la que son conducidos por su propio egoísmo y orgullo. Sin embargo, esta relación tan directa entre injusticia y propiedad no la tenía tan explicitada en mi cabeza. Quien no considere nada de lo que posee como algo de su propiedad, ni siquiera su familia o su mismo cuerpo, o sus ideas, nunca sentirá que ha sufrido una injusticia si es que alguien o algo le arrebata estos bienes. Así, no sólo los robos y hurtos, sino los asesinatos, violaciones y demás delitos hacia la persona dejan de ser considerados injustos por estos bienhechores de la humanidad. Que el instinto de apropiación es parte de la naturaleza humana y que su raigambre se remonta desde los bestiales instintos de territorialidad es cosa palpable, pero eso sólo indica que aquel que deseare desdeñarlo deberá luchar contra poderosas fuerzas internas. De ningún modo el derecho de propiedad queda legitimado éticamente por el hecho de haberse afincado muy dentro de nosotros; si así lo supusiéramos, estaríamos cometiendo lo que los pensadores filosóficos denominan "falacia naturalista": la inclusión de conceptos pertenecientes a una ciencia natural --en este caso la biología-- dentro de una esfera --la ética-- en la cual no tienen competencia. Se tiene por la mayor falacia naturalista cometida por la filosofía  la que inició Herbert Spencer al proclamar que la lucha despiadada por la existencia, que a menudo sucede dentro del reino salvaje, es algo deseable dentro de una sociedad humana, pero lo cierto es que tal punto de vista, completamente miope, es un grano de arena en el desierto de yerros filosóficos en comparación con la hipóstasis masiva del concepto justicia que se viene realizando desde los comienzos mismos de la historia del pensamiento sistemático. Hoy no hay nadie o casi nadie que avale seriamente a Spencer en este rubro, pero tampoco hay nadie o casi nadie que se atreva a desdeñar, en sentido ético, el concepto de justicia, considerado muchas veces como la mismísima base de cualquier teoría que se ocupe del comportamiento humano. Ni siquiera los pensadores de orientación teológica, que deberían, por una cuestión de compatibilización evangélica, desconfiar al menos un poco de tal presupuesto, pueden evitar caer presas del agujero negro de la ciencia mayor. Y es que la Iglesia, como institución, necesita conservar sus propiedades inmuebles o muebles, y por eso necesita que la injusticia como concepto ético tenga sentido y sentido negativo. Necesita ver en la injusticia un disvalor. Tapadas, bien tapadas quedan las anécdotas de la vida del mayor santo cristiano, como aquella que indicaba que una vez establecido en una ermita o incluso en una modesta parroquia, a la menor invasión por parte de algún malviviente Francisco rehuía el conflicto y abandonaba el lugar sin escándalos y sin resentimientos o reproches. Lejos de considerarse víctima de una injusticia, rezaba por la bienaventuranza de los okupas. Y esto, que superficialmente parece un procedimiento y un modo de ser dignos de un orate, es algo tan lógico como el teorema de Pitágoras: como no se consideraba propietario de nada, Francisco era incapaz de suponer que había sido tratado injustamente. ¿Ceguera para el valor justicia? No: palmario discernimiento entre la esfera de los valores y la esfera de los deseos instintivos. La intromisión más punzante y extendida de un apetito dentro del campo del conocimiento puro, la intromisión más nefasta por endémica e hipercorrosiva, está representada por el derecho de propiedad en el sentido lato que aquí le atribuyo.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Pierre Simon Laplace y yo

Todos los acontecimientos, aun aquellos que por su insignificancia parecen no depender de las grandes leyes de la naturaleza, constituyen una sucesión tan necesaria como las revoluciones del Sol. Ignorando los vínculos que los ligan al sistema entero del universo, se los ha hecho depender de causas finales o del azar, según que ocurrieran y se sucedieran con regularidad o sin orden aparente; pero esas causas imaginarias han retrocedido gradualmente con los límites de nuestros conocimientos y desaparecen por completo frente a la sana filosofía que no ve en ellas más que la expresión de nuestra ignorancia respecto de las verdaderas causas.
Pierre Simón Laplace, Ensayo filosófico sobre las probabilidades, p. 12

Coincido[1].

Debemos considerar el estado presente del universo como efecto de su estado anterior y como la causa del que debe seguirlo. Una inteligencia que, en un instante dado, conociera todas las fuerzas de las que la naturaleza está animada y la situación respectiva de los seres que la componen, si por otra parte ella fuese suficientemente vasta para someter a análisis estos datos, abrazaría en la misma fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los de los más ligeros átomos; nada sería incierto para ella, y el porvenir, como el pasado, estaría presente ante sus ojos.
Ibíd., p. 13

El tiempo es una ilusión, no existe. El universo puede representarse como un cono que gira sobre su eje de simetría. Este movimiento representa a su vez la movilidad que los hombres le atribuimos al tiempo. Pero no todos los hombres se ilusionan con esta movilidad en el mismo grado. Los que viven lejos del eje se mueven más que los que viven cerca; los primeros se fijan sólo en cuestiones transitorias, mientras que los segundos se interesan más por aquellos sucesos que no obedecen a la moda ni son originados por ésta, es decir, son los individuos que ponen su atención en lo atemporal, en lo imperecedero. Conforme más se acercan al eje, menos se mueven, pero sólo podrían no moverse en absoluto si fuesen parte del Vértice, que es el punto en el cual la ilusión del tiempo desaparece por completo. La unión con el Vértice rompería tanto la ilusión del tiempo como la de la veracidad absoluta de nuestras percepciones o la de la infalibilidad de nuestros razonamientos. En el Vértice, y sólo en el Vértice, las cosas son como parecen, son realidad. Pero no hará falta que la humanidad se esfuerce por alcanzar este Vértice; si mal no intuyo, las causas nos acercan irresistiblemente hacia Él, y tampoco nos servirá la otra ilusión, la de que somos libres para caminar más rápido o más lento por esa escalera mecánica que nos hace subir y a la cual tenemos clavados nuestros zapatos.
Supongamos que un hecho nos sea transmitido por veinte testigos, de manera que el primero lo haya transmitido al segundo, el segundo al tercero y así sucesivamente; supongamos además que la probabilidad de cada testimonio sea igual a 9/10: la del hecho, resultante de los testimonios, será menor que 1/8. Nada mejor que comparar esta disminución de la posibilidad con la extinción de la nitidez de los objetos por la interposición de varios trozos de vidrio; un número poco considerable de ellos basta para impedir la visión de un objeto que un solo trozo permite percibir claramente. Los historiadores no parecen haber prestado bastante atención a esta degradación de la probabilidad de los hechos, cuando se los contempla a través de un gran número de generaciones sucesivas; muchos acontecimientos históricos, reputados como ciertos, serían por lo menos dudosos, si se los sometiera a dicha prueba.
Ibíd., p. 23

Esto mismo es lo que me parece que ha sucedido con la historia de la vida de Jesús: entre la que nos ha llegado a través de los libros y la verdadera, se han interpuesto un sinnúmero de borrosos cristales. Por eso digo que la mejor forma de conocer a Jesús es intuirlo. Hasta que las ciencias arqueológicas avancen lo suficiente, la intuición es nuestro mecanismo más confiable si queremos alimentar nuestro espíritu con pan de trigo y no con el pan de paja que se tragan los que no desgranan lo creíble de lo increíble y suponen que la Biblia y su Evangelios son cien por ciento verdaderos.

... la teoría de las probabilidades aconseja evitar todo cambio; sobre todo es necesario evitar los cambios bruscos que, tanto en el orden moral como el físico, jamás se operan sin una gran pérdida de fuerza viva.
Ibíd., p. 123

Los cambios sociales realmente revolucionarios se manifiestan gradualmente, de suerte que ninguna generación, por sí misma, puede ser capaz de llevarlos a cabo. Es más: ni siquiera puede ser capaz de percibirlos claramente, tal como nadie puede percibir claramente la rotación de la aguja horaria de un reloj si se queda fijo mirándola. La aguja inevitablemente se revoluciona, pero no pegando saltos sino imperceptiblemente. Las revoluciones políticas son saltos que nunca contribuyen al verdadero progreso social. Toda revolución política, de izquierda o de derecha, es intrascendente a los efectos históricos en el largo plazo. Son simples puntos negros en la historia de la Historia, que si bien no sirven para modificar la base de la condición moral de un pueblo, le servirán a la futura conciencia colectiva cuando se acumulen en tal cantidad en su memoria que nadie ya dude en asociar el concepto de revolución política con la palabra error. Cuando alguien es retardado necesita quemarse muchas veces para comprender, al fin, que el fuego quema.
O ¿no será que los cambios sociales profundos son como el desplazamiento imperceptible de los continentes, siendo entonces las revoluciones políticas los terremotos que inevitablemente surgen de cuando en cuando merced a ese desplazamiento? Si es así, las revoluciones políticas serán inevitables mientras la humanidad continúe moviéndose hacia el progreso. Pero esto no invalida la idea que tengo acerca del comportamiento de los revolucionarios políticos. Es más, la confirma: ¿puede haber sujeto más cretino que aquel que propicia un terremoto?[2]

Indudablemente, para condenar a un acusado, los jueces necesitan las pruebas más seguras de su delito. Pero una prueba moral siempre es sólo una probabilidad, y la experiencia ha mostrado demasiado los errores de que son susceptibles los juicios criminales, y aún aquellos que parecen más justos. La imposibilidad de reparar estos errores es el argumento más sólido de los filósofos que han querido proscribir la pena de muerte. Tendríamos, pues, que abstenernos de juzgar si hubiera que esperar la evidencia matemática. Pero el juicio se impone por el peligro que resultaría de la impunidad del crimen.
Ibíd., p. 145

¿Para quién resultaría peligrosa la impunidad del crimen? Ciertamente que no para los filósofos; ellos no adoptan actitud alguna que pueda molestar a los criminales y encolerizarlos, ni poseen nada que el criminal sea capaz de arrebatar de sus manos. Y lo mismo para los santos y los revolucionarios. ¿Quiénes son entonces los que les tienen miedo a los criminales? ¡Los criminales legales, por supuesto! (Ver anotaciones del 28/5/98). Sigue a continuación Laplace:

Este juicio se reduce, si no me equivoco, a la solución de la cuestión siguiente: ¿Tiene la prueba del delito del acusado el alto grado de probabilidad necesario para que los ciudadanos tengan que temer menos los errores de los tribunales, si es inocente y condenado, que sus nuevos atentados y los de los desdichados a quienes enardecería el ejemplo de su impunidad, si fuera culpable y absuelto? La solución de esta cuestión depende de muchos elementos muy difíciles de conocer. Tal es la inminencia del peligro que amenazaría a la sociedad si el criminal acusado quedara impune. A veces este peligro es tan grande que el magistrado se ve obligado a renunciar a las formas prudentemente establecidas para la seguridad de la inocencia.

Aquí Laplace admite lo que todo amante del derecho penal sabe pero no quiere decir en público: que el objetivo de los sistemas judiciales coercitivos es mantener a cualquier precio el orden establecido, incluso a costa de tener que castigar con la prisión o con la muerte a muchísimas personas legalmente inocentes que inevitablemente deben caer en la telaraña que se forma cuando un juez basa sus sentencias --como ocurre en el cien por ciento de los casos-- en meros postulados probabilísticos, sin ningún viso de absoluta certeza. Una sociedad tiende a ordenarse mejor --dice Laplace-- cuanto menor es el número de criminales libres y también cuanto menor es la cantidad de inocentes condenados que hay en ella. Si hubiese que estar "absolutamente seguro" de que el acusado es enteramente responsable del delito que se le atribuye, el juez no podría condenar nunca a nadie, porque la certeza absoluta es imposible de alcanzar. ¿Qué hacer entonces? Pues bien, condenemos a todo aquel que probablemente o muy probablemente (pero no seguramente) sea culpable de infringir determinada ley, y que se la aguanten piola los inocentes que tuvieron la desgracia de ir en contra de las matemáticas. Es como si el juez fuese a visitar a cada uno de los habitantes de un pueblo con un dado en la mano diciéndole: "Elija un número. Si sale, será usted condenado". "¡Yo no he cometido ningún delito!", replicará el jugador. "Eso no viene al caso. Nuestro objetivo es mantener el orden social; que usted sea o no culpable no es más que un detalle anecdótico". Si el precio a pagar por mantener "ordenada" una sociedad es el de castigar inevitablemente a unos cuantos inocentes, poniéndolos por error en la misma bolsa de los delincuentes..., ¡paso! Prefiero el "desorden" de un país sin castigos al orden aparente de una sociedad que trata a los individuos que la componen como simples agentes abstractos, como simples números susceptible de ser encarcelados sin delito si es que la ley de las probabilidades no quiso en algún caso ser demasiado precisa.
Por otra parte, no creo que la forma más efectiva de combatir el crimen sea incrementar en cantidad y calidad los castigos de la ley, aun si el sistema judicial se ha perfeccionado lo suficiente como para no aplastar a su paso a casi ningún inocente. Estados Unidos tiene sistema penitenciario más extenso y organizado del mundo, mismo que se ocupa, entre otros menesteres, de hacer pasar a mejor vida a cientos de personas anualmente; y a pesar de eso (tal vez sea mejor decir gracias a eso) el cociente que se registra en esa tierra dividiendo el número total de criminales (libres o en prisión) por el número total de habitantes (criminales o no criminales) es, me parece, mayor al de cualquier otra sociedad civilizada[3]. Se me dirá que este cociente tendrá sin cuidado a los norteamericanos siempre que su sistema penitenciario siga creciendo lo suficiente como para poder encerrar o aniquilar a la mayoría de los criminales y mantener así las calles relativamente limpias; pero si seguimos este tren, que es un tren que por fuera parece funcionar correctamente pero que por dentro tiene sus piezas cada vez más corroídas, se llegará a un punto en el que la mayoría de los habitantes estarán presos y sólo una pequeña minoría vivirá libre y "ordenadamente". Desde luego nunca podría llegarse a esto sin que antes el sistema carcelario reviente y comience a desperdigar criminales al ritmo de la onda expansiva, lo que me hace suponer que el imperio norteamericano, de no experimentar una torcedura drástica en su rumbo, inexorablemente se precipitará contra el abismo a más tardar dentro de tres o cuatro siglos. En una sociedad estructurada como la norteamericana, que basa la totalidad de su andamiaje en un sistema de premios y castigos externos a la conciencia de cada ser --externos no en el sentido de que no le influyen sino porque no es la propia conciencia la que los origina--, en una sociedad así se puede vivir muy ordenadamente si recortamos la palabra orden y la relacionamos exclusivamente con el mundo de las actividades económicas, pero sí queremos ampliar ese orden y llevarlo al nivel de las actividades psicológicas..., encontraremos que sólo unos pocos iluminados podrían vivir psicológicamente ordenados en ese ambiente, y como todo está relacionado con todo, esta carencia de orden psicológico a la corta o a la larga rebasará incluso al orden aparente y engañador de ese gran paraíso económico cuyo motor fabrica criminales en número mayor a la cantidad que consume.
Respecto a eso de considerar inmoral todo sistema jurídico coercitivo por el hecho evidente de estar basado en probabilidades y no en certezas, de modo que inexorablemente deban caer por error algunos inocentes en la volteada, alguno me refutará diciendo que, si el mundo razonara como yo, habría por ejemplo que prohibirle a la gente que tome sol porque se ha comprobado que muchos tomadores de sol han contraído cáncer de piel o se han muerto insolados. Mi contrarrefutación es muy sencilla, y se basa en que a mí el Estado no me obliga a tomar sol y a bancarme las consecuencias si es que me insolo; yo tomo sol por propia voluntad, y si me insolo es pura y exclusivamente por mi culpa, mientras que en el primer caso el Estado me obliga a insertarme dentro del sistema jurídico que el mismo Estado admite que no es infalible, o sea que me está obligando, a mí y a todos los habitantes que no han cometido delito alguno, a participar de un sorteo en el que el premio mayor es una estadía con todos los gastos pagos en la cárcel de Devoto. Entre todos los argentinos que en este verano que se acerca se asolearán en la playa, habrá unos pocos que muy probablemente perecerán insolados; y del mismo modo, entre todos los argentinos que hoy pasean por la calle habrá unos pocos que muy probablemente serán condenados por la justicia siendo inocentes del crimen que se les imputa. La diferencia está en que los insolados habrán muerto por ser ellos mismos negligentes, mientras que los condenados sin crimen no son más que víctimas inocentes de aquellos sádicos extremos que juegan a ser Dios pero que no son más que pobres tipos a los que la sociedad llama jueces.

Somos inducidos naturalmente a creer que el orden según el cual vemos renovarse las cosas sobre la Tierra ha existido en todos los tiempos y subsistirá siempre.
Ibíd., pp. 179-80

Coincido, pero no tanto tomando como referencia el orden terrestre sino el del universo en general. Es posible que algún día lejano se acabe la vida en este planeta, mas en el universo entero la vida no se acabará nunca. Tómese lo antedicho como un apoyo a la teoría de que hay vida extraterrestre, o bien como un apoyo a la teoría que dice que algún día los terrícolas tendremos la capacidad de trasladarnos y vivir en otros planetas. O bien también como un apoyo a la teoría --bien poco científica-- de que nuestro Sol jamás se apagará.

Aunque existe mucha analogía entre la organización de las plantas y la de los animales, no parece sin embargo suficiente para extender a los vegetales la facultad de sentir; pero nada autoriza a rehusársela.
Ibíd., de. 210

Yo siento que los vegetales sienten, y además pienso que piensan.

Como el Sol, por la acción benefactora de su luz y su calor, hace desarrollar los animales y las plantas que cubren la Tierra, por analogía juzgamos que produce efectos semejantes sobre los otros planetas; no es natural pensar que la materia, cuya actividad vemos desarrollarse en tantas formas, sea estéril sobre un planeta tan enorme como Júpiter que, como el globo terrestre, tiene sus días, sus noches y sus años, y sobre el cual las observaciones indican cambios que suponen fuerzas muy activas. Sin embargo, sería extender demasiado la analogía, concluir de ella la semejanza de los habitantes de los planetas y la Tierra. El hombre, hecho para la temperatura de que goza y para el elemento que respira, no podría, según toda apariencia, vivir en los demás planetas. Pero ¿no debe haber una infinidad de organizaciones relativas a las diversas constituciones de los globos de este universo? Si la sola diferencia de elementos y climas introduce tanta paridad en las producciones terrestres, cuanto más deben diferir las de los diversos planetas y sus satélites. La imaginación más activa no puede formarse ninguna idea de ello, pero su existencia es muy verosímil.
Ibíd., de. 210-11

Junto con Laplace, cada vez creo más en la existencia de vida extraterrestre, sobre todo extravialáctica.

Por una notable analogía somos llevados a considerar las estrellas como otros tantos soles, dotados como el nuestro de un poder atractivo directamente proporcional a la masa e inversamente al cuadrado de la distancia. En efecto, como se ha demostrado que ese poder existe en todos los cuerpos del sistema solar y las moléculas más pequeñas, da la impresión de pertenecer a toda la materia.
Ibíd., p. 211

Las almas de los hombres también obedecen al principio de gravitación universal: se atraen irresistiblemente según sean sus masas y la distancia que las separa. Sostengo esto aun a riesgo de que se me considere metafísicamente como materialista (¿no será que quienes están en contra del materialismo moral tienden a creer en el materialismo metafísico, lo mismo que los que descreen del libre albedrío son los más entusiastas amantes de la libertad de los individuos?).

El método más seguro que nos puede guiar en la búsqueda de la verdad, consiste en elevarse por inducción de los fenómenos a las leyes y de las leyes a las causas. Las leyes son las relaciones que vinculan entre sí los fenómenos particulares; cuando hacen conocer el principio general de las fuerzas del que derivan, se verifica, sea por experiencias directas cuando ello es posible, sea examinando si satisface a los fenómenos conocidos; si por un análisis riguroso se los ve a todos derivar de ese principio hasta en sus menores detalles, si por otra parte ellos son muy variados y numerosos, entonces la ciencia adquiere el más alto grado de certeza y perfección que puede alcanzar. Tal ha ocurrido con la astronomía a causa del descubrimiento de la gravitación universal. La historia de las ciencias muestra que esta lenta y penosa marcha de la inducción, ha sido siempre la de los inventores. La imaginación, impaciente por remontarse a las causas, se complace en crear hipótesis y a menudo desnaturaliza los hechos para someterlos a su obra; en tales ocasiones, las hipótesis son peligrosas. Pero cuando sólo se las considera como medios de vincular entre sí los fenómenos para descubrir sus leyes, cuando evitando atribuirles realidad se las rectifica sin cesar mediante nuevas observaciones, ellas pueden conducir a las causas verdaderas o, por lo menos, ponernos en condiciones de deducir de los fenómenos observados aquellos que deben haberlos originado en las circunstancias dadas.
Ibíd., p. 212

Pero ¿se puede llegar a deducir una ley ateniéndonos meramente a coleccionar datos presupuestos como correctos y correlacionarlos con las más precisas observaciones y las más porfiadas y repetidas experiencias? ¿No nos hace falta además un cartel mental que nos señale, si bien borrosamente, el camino más firme y seguro que deberíamos tomar si queremos llegar a cierta verdad relativa? ¿Podríamos caminar correctamente hacia una verdad relativa sin tener a priori cuando menos un desdibujado mapa del camino, y más aún, una desdibujada idea del punto hacia el cual nos acercamos? Yo creo que sin esas ideas indicadoras (sea el individuo consciente o no de ellas) el conocimiento científico giraría loco y no llegaría nunca a descifrar nada. Todo investigador basa sus investigaciones en la fe que, antes de iniciarlas, tiene respecto de la veracidad de una ley o causa no demostrada suficientemente por la ciencia. Aquel que diga que investiga sin el incentivo de un idea que sospecha verdadera y que le orienta sus investigaciones... es un mentiroso si es consciente de su sospecha, o es una nueva víctima de los falsos racionalistas si su conciencia ordinaria desconoce tal inclinación. Esa sospecha que, según creo, existe antes de comenzar toda investigación, no es otra cosa que lo que yo llamo intuición, intuición científica en este caso, que se diferencia de la intuición moral en que la primera se ocupa de traer a nuestra conciencia el vislumbre de una verdad que se halla oculta para nuestra razón ordinaria, mientras que la segunda es la que nos ayuda, en ciertas encrucijadas de la vida, a tomar la decisión más conveniente[4], o sea la que nos proporcionará un placer más útil y duradero tanto a nosotros mismos como a todos los seres que nos rodean. En síntesis, la intuición científica nos orienta hacia la Verdad, mientras que la intuición moral nos enseña en dónde buscar el Bien --teniendo en cuenta, claro está, que el Bien no es otra cosa que la Verdad vista desde otro ángulo. (No debemos olvidar que toda intuición depende del grado ético alcanzado por el individuo que intuye, haciéndose más clara o más oscura según la claridad u oscuridad del carácter del sujeto. Si el tipo es decididamente malo, las intuiciones no se hacen presentes y en su reemplazo aparecen los presentimientos truchos --ver anotaciones del 20/3/98.)
Esta inveterada disputa filosófica sobre si existe o no la posibilidad de un tipo de conocimiento a priori, independientemente de la experiencia y la observación de los sentidos, me parece que se ha inclinado decididamente a favor del "apriorismo" gracias a la invención de las computadoras. "El hombre es un pensador lento, desordenado y brillante; la computadora es rápida, exacta y estúpida", decía W. A. Kelly. Pero ¿por qué es estúpida la computadora? ¿Por qué tiene la capacidad de procesar, ordenar e interrelacionar millones de datos con una precisión y velocidad impensadas para cualquier cerebro humano y sin embargo es incapaz de descubrir, por ejemplo, la vacuna contra el sida? Todos saben que si algún día se descubriese un antídoto contra este flagelo, el descubrimiento sería llevado a cabo por un ser humano o un grupo de seres humanos, pero nunca por una computadora, ni siquiera por la computadora tecnológicamente más avanzada. Esto es así porque para poder descubrir o inventar algo hace falta, además de la capacidad de acumular en una memoria una cantidad considerable de datos útiles y además de la capacidad de interrelacionar esos datos, hace falta también una intuición que parta no del razonamiento hacia el hallazgo, sino del hallazgo (aún desconocido racionalmente) hacia el razonamiento, actuando como un imán que atrae a la razón en la dirección correcta. Las computadoras sólo son capaces de alcanzar verdades de orden matemático, y esto es porque la matemática es la única ciencia que se deduce por sí misma con la mera combinación correcta de datos. La matemática es la ciencia más sencilla. Es la única capaz de llegar a verdades absolutas y probadas, en contraste con las demás ciencias, que sólo pueden alcanzar verdades relativas y probables. Las computadoras van perdiendo utilidad conforme uno pasa de las ciencias exactas a las naturales y de las naturales a las sociales, siendo absolutamente inútiles en el terreno de la ciencia moral, cuyas verdades son relativísimas[5] y dependen casi exclusivamente de la intuición en desmedro de los argumentos racionales. Si un individuo dependiera sólo de los datos aportados por sus sentidos y almacenados en su memoria, a la hora de sacar conclusiones no podría más que limitarse al terreno de la ciencias exactas, igual que las computadoras, que dependen total y exclusivamente de los datos que descansan en sus archivos. Conforme su poder intuitivo avance, este sujeto podrá valerse de otras herramientas de menor exactitud pero mayor alcance, como el principio de inducción por ejemplo, indispensable a la hora de trabajar en el campo de las ciencias naturales. Y si su intuición es grande, podrá elaborar interesantes hipótesis (hasta cierto punto verdaderas) en el marco de las ciencias sociales y morales. Teniendo siempre a la vista la relación directa que creo ver entre la bondad de un hombre y su poder intuitivo, colijo que son los mejores y los peores sujetos los que tienden a ocuparse de temas sociales y morales --los mejores por tener fuertes intuiciones y los peores por tener fuertes presentimientos truchos que ellos confunden con intuiciones--, siendo los individuos de carácter mediocre los que, por carecer de intuiciones o presentimientos truchos en grado elevado, les dan más importancia a la ciencias exactas y naturales que a las otras que miran de reojo sin sentirse ni estar capacitados para investigarlas.
No podemos hacer que las computadoras intuyan, pero sí podemos lograr que los científicos, que son los que más descreen del poder de la intuición, comiencen de una vez por todas a utilizarlo con mayor asiduidad. Para esto sólo es necesario que, generación tras generación, se vayan persuadiendo de que la intuición existe. De este modo, por la sola persuasión de esta verdad, sus intuiciones aumentarán, y entonces veremos cada vez más científicos que sientan la necesidad de supeditar sus avances en la ciencia natural a los dictados de la madre de las ciencias: la ciencia de la moral. El "mundo tecnológico" ya no caminará tan deprisa, lo admito; pero pago este precio con tal de vivir en un mundo en el que sean los científicos los que me hablen de su conocimiento de Dios en vez de los charlatanes que hoy tienen ese monopolio y entre los cuales me incluyo.



[1] (Nota añadida el 7/4/13.) Coincidía en aquel entonces (1998). Ahora no, porque ahora creo en las causas finales en pie de igualdad con las causas eficientes.
[2]  El historiador estadounidense Clarence Crane Brinton prefiere considerar a las revoluciones políticas no como terremotos, sino como accesos febriles: "Durante la gestación o antes de estallar la revolución, en el antiguo régimen, aparecerán en la sociedaddes signos de la perturbación que se acerca. [...] Viene luego un periodo en que los síntomas se declaran, y es cuando podemos decir que ha empezado la fiebre de la revolución. Ésta no actúa con regularidad, sino que adelantamos y retrocedemos hasta llegar a la crisis, acompañada con frecuencia de un delirio, norma de los revolucionarios más violentos: el reinado del Terror. Tras la crisis viene un período de convalecencia, a menudo interrumpido por una o dos recaídas. Por último, la fiebre cesa y el enfermo queda inmunizado [...] frente a un ataque similar, pero sin convertirse, ciertamente, en un nuevo hombre. El paralelismo llega hasta el final, puesto que las sociedades que soportan el ciclo completo de la revolución son quizá las más fuertes frente a ella, pero sin resurgir en modo alguno transformada por completo". Esta interesante analogía no es, según el autor, peyorativa: "Al utilizar términos sacados de la Medicina es probable, cuando menos, despertar en muchos lectores sentimientos que inducen otras falsas interpretaciones. Parece como si condenamos las revoluciones al compararlas con una enfermedad. [...] probablemente será inútil hacer protesta de nuestra buena intención, pero no podemos por menos de dejar constancia de que de ninguna manera se puede atribuir una idea de repulsión por las revoluciones en general. [...] Tal vez tenga mayor fuerza persuasiva para los desconfiados el hecho de que, biológicamente, la fiebre es en sí misma algo conveniente, antes que lo contrario, para el organismo que la supera. O dicho en términos oratorios: la fiebre destruye a los malvados y a las instituciones dañinas o inútiles. Si se analizan más de cerca y con ecuanimidad, nuestro esquema conceptual puede incluso ofrecer aspectos más bien favorables que lo contrario respecto de las revoluciones en general" (Anatomía de la revolución, cap. I, secc. III). Si esta comparancia tiene visos de certeza, ante una sociedad enferma sería deseable provocar la fiebre... siempre y cuando no se cure sola por medios menos drásticos y más inconscientes, como los que suele utilizar el cuerpo para sanarse sin que siquiera lo notemos.
Pero si la curación necesita ser traumática, no creamos que luego de la misma saldremos con superávit. Como dice Crane Brinton, después de una violenta fiebre quedamos fortalecidos e inmunizados, pero no transformados. Según este punto de vista, las revoluciones políticas, en algunos casos, pueden curar a la sociedad, pero nunca elevarla.

[3] (Nota posterior.) Según la agencia noticiosa Efe (ver diario Clarín del 4/12/97, p. 43), Rusia es el país con mayor número de presos en el planeta (1,300,000). Teniendo en cuenta que la población rusa total es de unas 150 millones de personas, el antedicho cociente será necesariamente mayor aquí que en Estados Unidos, como no sea que la cantidad de criminales no presos sea excesivamente mayor en el país de América que en el euroasiático, o que contemos como criminales también a los criminales "legales" (ver anotaciones del 28/5/98).
[4] Que nuestras decisiones estén o no predeterminadas por la cadena causal es algo que en la práctica no influye en forma directa en el momento de tomarlas. Cuando uno toma concientemente una decisión, el único interés que inexorablemente lo guía es el de su propio placer. La sospecha de que tal decisión es ilusoria no es más que uno de los ingredientes --si bien uno de los más poderosos-- del cóctel que a todo efecto práctico es preparado exclusivamente por nuestra voluntad con vistas a su mayor bienestar.
[5] Una verdad moral es tan absoluta como la verdad matemática; la que se hace relativa es nuestra capacidad de percibirla tal como es en sí misma, problema éste que no existe en el mundo de los números.

domingo, 1 de diciembre de 2013

¿Es posible el estudio de la ética bajo la sombra del postulado determinista? (extracto de una carta al Dr. Ricardo Maliandi)

[...] Y ahora paso al otro asunto, al que más me interesa: el de comentador --y crítico-- de sus escritos. Empezaré por un aserto que me perturba sobremanera, porque toca a la médula misma de mi pensamiento y de mi vocación propagandística, y es el tema de la contradicción performativa en relación a la hipótesis determinista. Dice usted en Transformación y síntesis, p. 13: "Todo «acto de habla» presenta una «estructura doble»; una parte «performativa» y otra «proposicional» (enunciativa). La contradicción pragmática o performativa tiene lugar entre esas dos partes, y no entre dos proposiciones. Así, por ejemplo, si alguien dice «yo no hablo», incurrirá en una clara autocontradicción pragmática, que es, en definitiva, la incompatibilidad lógica entre lo que se dice y el hecho de decirlo". Esto está perfectamente claro: digo "yo no hablo", pero mientras lo digo hablo, y entonces me contradigo; perfecto. Pero después encuentro, en la página 114 de la primera edición de su Ética: conceptos y problemas, las siguientes palabras:

Se puede demostrar que cualquier argumentación que pretenda negar la libertad incurre en una "autocontradicción performativa" (contradicción entre el contenido de lo que se dice y lo que se hace en el acto de decirlo), pues el recurso mismo a la argumentación ya presupone el reconocimiento de la libertad del que habla y de sus interlocutores.

Pero a mí no me parece que al negar el libre albedrío, esté yo incurriendo en ese tipo de contradicción, porque yo no diría que no soy libre para hacer lo que quiero (en este caso, hablar), sino que, al modo como lo planteaba Einstein --que seguía en esto a Schopenhauer--, diría que no soy libre para querer lo que quiero. "Yo puedo hacer lo que quiero, decía Alberto; puedo, si quiero, encender mi pipa, y efectivamente la enciendo. Pero desde el preciso momento en que yo quiero encender mi pipa, inevitablemente la encenderé y no podré negarme a ello (a menos que un inconveniente de orden externo me lo impida)". No es, pues, la libertad de acción la que se niega, sino la libertad del querer, la libertad del deseo. Y como la contradicción performativa habla de una incompatibilidad entre lo que se dice y lo que se hace a través del acto de decirlo, y no de una incompatibilidad entre lo que se dice y lo que se desea, no creo que pueda ser aplicada correctamente en este caso puntual de la negación de la libertad del querer. Una proposición determinista que intentara escapar de la contradicción performativa diría más o menos así: "Yo no soy libre para no desear lo que deseo, pero esto no significa que no sea libre para decir lo que quiero (en este caso, para decir que «no soy libre para no desear lo que deseo»)"[1].

Parece que Husserl pretendió haber refutado este "determinismo de la querencia" propugnado por Schopenhauer, y Hans Reiner se doctoró, precisamente ante Husserl, con un trabajo que también pretende negar este tipo de determinismo y abrirle las puertas al libre albedrío o, como la llama él, a la libre decisión (cf. "La libertad del querer humano", ensayo incluido en su libro Vieja y nueva ética). Sin embargo, no viene al caso adoptar ahora  una postura en favor de las duplas Einstein-Schopenhauer o Reiner-Husserl, sino decidir si algún tipo de contradicción performativa puede o no desbaratar la tarea que un determinista como yo realiza en favor de la adopción, por parte de la intelectualidad primero y de la generalidad de la gente después, de una hipótesis de trabajo estrictamente (aunque no dogmáticamente) determinista.

El determinismo, estimado Ricardo, no me parece a mí "el cuco de la ética" como a veces se cree, sino todo lo contrario. Estoy plenamente convencido de que es posible el estudio de la ética partiendo desde la hipótesis determinista, y estoy también convencido de que una buena vida, una vida feliz y altruista, también puede construirse teniendo al determinismo en el horizonte. Y en apoyo de estos bastante heterodoxos postulados cito, ya sin parafrasearlo, a mi amigo Einstein:

No creo en absoluto en la libertad del hombre en un sentido filosófico. Actuamos bajo presiones externas y por necesidades internas. La frase de Schopenhauer: «Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede no querer lo que quiere», me bastó desde la juventud. Me ha servido de consuelo, tanto al ver como al sufrir la dureza de la vida, y ha sido para mí una fuente inagotable de tolerancia. Ha aliviado ese sentido de responsabilidad que tantas veces puede volverse una traba, y me ayudó a no tomarme demasiado en serio, ni a mí mismo ni a los demás. Así pues, veo la vida con humor (Mi visión del mundo, p. 15).

Le mando un abrazo y espero disponer de algún tiempo como para continuar la lectura de su obra, que es interesantísima y que me va llenando de sugerencias con las que complementar mis propios pensamientos relacionados con la ética. ¡Hasta pronto!



[1] Cito en mi apoyo al astrofísico español Martín López Corredoira con un extracto de su ensayo Determinismo en la física clásica (http://www.iac.es/galeria/martinlc/basilisco/basilisco.html): "Fue Epicuro quien dijo que un determinista no puede criticar la doctrina del libre albedrío porque admite que su crítica está determinada [...]; afirmar que todo está determinado equivale a afirmar que la afirmación está asimismo determinada y, por lo tanto, quitarle todo valor de afirmación. Y, como Epicuro, muchos otros autores fundamentaron su crítica en esto mismo [...]. Me parece una crítica sin fundamento. ¿Por qué ha de perder valor un razonamiento al que se está destinado a llegar? ¿Acaso tienen más valor los razonamientos indeterminados? ¿Por qué? Ante la falta de respuestas a estas preguntas, ante una falta de fundamento en la crítica, no cabe considerarla como tal. No supone ninguna contradicción estar determinados y, arrastrados por el destino, darse cuenta de que estamos determinados. Es totalmente consistente. Uno no puede "elegir" las buenas ideas, pero el destino puede "elegir" a los individuos que han de tener la verdad en sus manos. Unos pocos "elegidos por el destino" tienen la razón y los demás se equivocan. En analogía a la doctrina de Calvino [...], podríamos decir que el camino de nuestra vida consiste en saber si nosotros estamos entre los elegidos, pero no podemos hacer nada para cambiarnos de bando. Suponiendo que el mundo obedece a un determinismo, unos pocos elegidos verían la verdad: que el mundo es determinista, y los demás estarían condenados a las tinieblas de la ignorancia". Estoy cierto de que Maliandi coincidiría con Juan Arana en que "sólo hombres libres pueden llegar a teorizar la no-libertad"; yo le respondería, de la mano de López Corredoira, que no lo creo así, que no veo contradicción en que alguien sea llevado por su destino a convertirse en un filósofo que teorice la no-libertad.

martes, 26 de noviembre de 2013

El ateísmo evangélico

Un ensayo de John Gray que data del 2009 y se intitula "El espejismo ateo":

Una atmósfera de pánico moral envuelve a la religión. Esta, considerada no hace mucho como una reliquia de la superstición cuyo puesto en la sociedad se deterioraba progresivamente, se ha visto satanizada y señalada como responsable de los peores males del mundo. De ahí que se haya registrado una súbita eclosión de literatura del ateísmo proselitista. Hace unos cuantos años era difícil convencer a los editores comerciales de pensar siquiera en sacar a la venta libros sobre religión. Hoy los panfletos contra la religión pueden constituir una enorme fuente de riquezas, como sucede con El espejismo de Dios, de Richard Dawkins, y Dios no es bueno, de Christopher Hitchens, que venden cientos de miles de ejemplares. Por primera vez en generaciones, destacados científicos y filósofos, novelistas y periodistas debaten sobre el futuro de la religión. Con todo, el tráfico intelectual no avanza en una sola dirección. Los creyentes han dado algunos contragolpes, como El espejismo de Dawkins, del teólogo británico Alister McGrath, y La era secular, del filósofo católico canadiense Charles Taylor. Pero, en términos generales, el equipo que está contra Dios ha dominado las listas de ventas, y vale la pena preguntarse por qué.
El terrorismo sólo puede explicar en parte la abrupta transformación de la manera en que percibimos la religión. Los secuestradores del 11 de septiembre se consideraban mártires de una tradición religiosa, y la opinión pública occidental aceptó la imagen que tenían de sí mismos. Incluso hay quien considera el surgimiento del fundamentalismo islámico como un peligro comparable a las peores amenazas que enfrentaron las sociedades liberales durante el siglo xx.
Para Dawkins y Hitchens, Daniel Dennett y Martin Amis, Michel Onfray, Philip Pullman y otros, la religión en general es un veneno que ha alimentado la violencia y la opresión a lo largo de la historia y hasta nuestros días. La urgencia con la que producen sus querellas antirreligiosas sugiere que ha ocurrido una transformación tan importante como el surgimiento del terrorismo: la marea secular ha cambiado de dirección. Estos escritores pertenecen a una generación educada para pensar en la religión como un atavismo propio de un estadio anterior del desarrollo humano, algo destinado a desaparecer conforme avance el conocimiento. En el siglo xix, cuando las revoluciones científica e industrial modificaban la sociedad a paso veloz, este podría haber sido un razonamiento sensato. Dawkins, Hitchens y todos los demás quizá crean aún que, a la larga, el avance de la ciencia arrojará a la religión a los márgenes de la vida humana, pero ahora mismo esto constituye un artículo de fe, antes que una teoría basada en la evidencia.
Es cierto que la religión ha decaído bruscamente en varios países (Irlanda es un ejemplo reciente) y que desde hace muchos años ya no determina la vida cotidiana de la mayoría de la población británica. Gran parte de Europa es sin duda poscristiana. Sin embargo, nada sugiere que el distanciamiento de la religión sea irreversible, o que sea potencialmente universal. Estados Unidos no es más secular hoy de lo que fuera hace ciento cincuenta años, cuando Tocqueville quedó impactado y perplejo por la omnipresencia de la religiosidad. La era secular fue, en todo caso, un tanto ilusoria. Los movimientos políticos de masas del siglo xx constituyeron vehículos para los mitos heredados de la religión, y no es accidental que esta reviva ahora que dichos movimientos se han desmoronado. La actual hostilidad hacia la religión es una respuesta ante este desenlace. La secularización está en retirada, y el resultado es la aparición de un ateísmo de tipo evangélico que no se había visto desde tiempos victorianos.
Como en el pasado, este es un tipo de ateísmo que emula la misma fe que rechaza. Luces del norte, de Philip Pullman –una alegoría sutilmente alusiva, de muchos estratos, cuya reciente adaptación, La brújula dorada, fue un éxito de taquilla de Hollywood–, es un buen ejemplo de ello. La parábola de Pullman va mucho más allá de los peligros del autoritarismo. Los temas que plantea son esencialmente religiosos, y le debe mucho a la misma fe que ataca. Pullman ha declarado que su ateísmo se forjó en la tradición anglicana, y en efecto hay muchos ecos de Milton y Blake en su obra. Pero su deuda más grande para con dicha tradición es la noción de libre albedrío. El hilo central de la historia radica en la reafirmación del libre albedrío frente a la fe. La joven heroína Lyra Belacqua se dispone a desbaratar el Magisterium –la metáfora de Pullman para el cristianismo– porque este busca privar a los hombres de su capacidad para elegir un camino propio en la vida, lo cual, según cree, destruiría lo más humano en ellos. Sin embargo, la idea del libre albedrío que conforma las nociones liberales sobre la autonomía de la persona es de origen bíblico (piénsese en la historia del Génesis). La creencia en el ejercicio del libre albedrío como parte de lo humano es un legado de la fe, y la de Pullman, como casi todas las variedades del ateísmo hoy, deriva del cristianismo.
El ateísmo fervoroso reaviva algunos de los peores rasgos del cristianismo y del islam. Al igual que estas dos religiones, consiste en un proyecto de conversión universal. Los ateos evangélicos nunca ponen en duda que la vida humana podría transformarse si todos aceptaran su concepción de las cosas, y están seguros de que cierta forma de vida –la suya, adecuadamente embellecida– es la correcta para todos. A decir verdad, el ateísmo no tiene por qué ser un credo misionero de este tipo. Resulta totalmente lógico no tener creencias religiosas y aun así mostrarse afable ante la religión. Es curioso este humanismo que condena un impulso particularmente humano. Y, sin embargo, eso es lo que los ateos evangélicos hacen cuando satanizan la religión.
Una característica peculiar de este tipo de ateísmo es que algunos de sus misioneros más fervientes son filósofos. Romper el hechizo / La religión como un fenómeno natural, de Daniel Dennett, pretende bosquejar una teoría general de la religión. En realidad, más que nada es una polémica contra el cristianismo estadounidense. Este enfoque provinciano se refleja en la concepción que Dennett tiene de la religión, que para él significa la creencia en que algún tipo de agente sobrenatural (cuya aprobación buscan los creyentes) es necesario para explicar cómo son las cosas en el mundo. Para Dennett, las religiones son tentativas para lograr algo que la ciencia hace mejor, teorías rudimentarias o frustradas o, en todo caso, mero sinsentido. “La proposición de que Dios existe”, escribe Dennett con gravedad, “ni siquiera es una teoría”. Pero las religiones no están hechas de proposiciones que busquen convertirse en teorías. La incomprensibilidad de lo divino está en el corazón del cristianismo occidental, mientras que en la práctica del judaísmo ortodoxo tiende a prevalecer sobre la doctrina. El budismo siempre ha reconocido que en cuestiones espirituales la verdad es inefable, tal como lo hacen las tradiciones sufíes del islam. El hinduismo nunca se ha definido por nada tan simple como un credo. Sólo algunas tradiciones cristianas occidentales, bajo la influencia de la filosofía griega, han tratado de convertir la religión en una teoría explicativa.
La idea de que la religión es una versión primitiva de la ciencia se popularizó a finales del siglo xix con La rama dorada / Magia y religión, el estudio de J.G. Frazer sobre los mitos de los pueblos primitivos. Para Frazer, la religión y el pensamiento mágico estaban estrechamente vinculados. Enraizados en el miedo y la ignorancia, ambos eran vestigios de la infancia humana que desaparecerían con el avance del conocimiento. El ateísmo de Dennett no es mucho más que una versión modernizada del positivismo de Frazer. Los positivistas creían que con el desarrollo de los transportes y las comunicaciones –en su época, de los canales y el telégrafo– el pensamiento irracional acabaría por fenecer, junto con las religiones del pasado. Dennett cree casi lo mismo, sin que obste la historia del siglo pasado. En una entrevista que aparece en el sitio de internet de la Fundación Edge (edge.org) bajo el título “La evaporación de la poderosa mística de la religión”, Dennett predice que “en unos 25 años casi todas las religiones habrán evolucionado y se habrán convertido en fenómenos muy diferentes, tanto así que en casi todas partes la religión ya no impondrá como lo hace hoy”. Dennett confía en que esto acontecerá, según nos dice, básicamente debido a “la diseminación mundial de la tecnología de la información (no sólo internet sino los teléfonos móviles y las televisiones y radios portátiles)”. El filósofo, evidentemente, no ha reflexionado sobre la ubicuidad de los teléfonos móviles entre los talibanes, o sobre el surgimiento de un Al Qaeda virtual en la red.
El avance del conocimiento es un fenómeno que sólo los relativistas posmodernos niegan. La ciencia es la mejor herramienta que tenemos para forjar creencias fidedignas sobre el mundo, pero no difiere de la religión por el hecho de revelar una verdad descarnada que las religiones encubrirían con sueños. Tanto la ciencia como la religión son sistemas de símbolos que atienden a las necesidades humanas (en el caso de la ciencia, a las necesidades de predicción y control). Las religiones han servido para muchos propósitos, pero en el fondo responden a una necesidad de sentido satisfecha por el mito, antes que por la explicación. Una gran parte del pensamiento moderno está conformada por mitos seculares, narrativas religiosas despojadas de contenido que se traducen en pseudociencia. La idea de Dennett según la cual las nuevas tecnologías de la comunicación alterarán fundamentalmente la manera en que piensan los seres humanos es tan sólo un mito de esa naturaleza.
En El espejismo de Dios Dawkins intenta explicar el atractivo de la religión en términos de su teoría de los “memes”, unidades conceptuales vagamente definidas que compiten la una con la otra en una parodia de la selección natural. Dawkins reconoce que, puesto que los humanos tienen una tendencia universal a la fe religiosa, esta debe haber tenido cierta ventaja evolutiva, pero hoy, dice, esa fe se perpetúa principalmente a través de una educación deficiente. Desde un punto de vista darwiniano, el papel crucial que Dawkins otorga a la educación resulta desconcertante. La biología humana no ha cambiado mucho en el transcurso de la historia conocida y, si la religión es inherente a la especie, resulta difícil imaginar de qué manera podría incidir sobre ello un tipo diferente de educación. Sin embargo, Dawkins parece estar convencido de que si no se inculcara en las escuelas y las familias, la religión moriría. Es esta una opinión que tiene más en común con cierto tipo de teología fundamentalista que con la teoría darwiniana, y no puedo sino recordar a aquel cristiano evangélico que me aseguró que los niños criados en un ambiente casto crecerían sin pulsiones sexuales ilícitas.
La “teoría memética de la religión” postulada por Dawkins es un ejemplo clásico del sinsentido que se genera cuando el pensamiento darwiniano se aplica fuera de su esfera propia. Junto con Dennett, quien también se aferra a una versión de la teoría, Dawkins mantiene que las ideas religiosas sobreviven porque serían capaces de hacerlo en cualquier “banco memético”, o bien porque son parte de un “memplejo” que incluye “memes” similares, como por ejemplo la idea de que si uno muere como un mártir disfrutará de 72 vírgenes. Desafortunadamente, la teoría de los “memes” es ciencia en la misma medida en que lo es el diseño inteligente. Estrictamente hablando, ni siquiera es una teoría. Hablar de “memes” es simplemente lo último en una sucesión imprudente de metáforas darwinianas.
Dawkins compara la religión con un virus: las ideas religiosas son “memes” que infectan las mentes vulnerables, especialmente las de los niños. Estas metáforas biológicas podrían tener su utilidad; por ejemplo, las mentes de los ateos evangelistas parecerían particularmente propensas a la infección de los “memes” religiosos. No obstante, las analogías de este tipo rebosan peligro. Dawkins habla mucho sobre la opresión que la religión ha ejercido, algo bastante real. El autor le presta menos atención, empero, al hecho de que algunas de las peores atrocidades de los tiempos modernos fueran cometidas por regímenes que afirmaban contar con la sanción científica para sus crímenes. El “racismo científico” nazi y el “materialismo dialéctico” soviético redujeron la insondable complejidad de la vida humana a la simplicidad mortal de una fórmula científica. En cada caso, la ciencia no era más que una patraña, pero se le aceptaba como genuina en ese momento, y no sólo dentro de los regímenes en cuestión. La ciencia es tan susceptible de ser utilizada para propósitos inhumanos como lo es cualquier otra institución humana. De hecho, dada la enorme autoridad de la que goza la ciencia, el riesgo de que sea utilizada de tal manera es aún mayor.
Los adversarios contemporáneos de la religión muestran una notoria falta de interés por el registro histórico de los regímenes ateos. En El fin de la fe / Religión, terror y el futuro de la razón, el escritor estadounidense Sam Harris afirma que la religión ha sido la principal fuente de violencia y opresión a lo largo de la historia. Harris reconoce que los déspotas seculares como Stalin y Mao infligieron terror en gran escala, pero sostiene que la opresión ejercida por ellos no tenía relación alguna con su ideología del “ateísmo científico”; el problema con sus regímenes estribaba en que eran tiranías. Pero ¿acaso no existiría una conexión entre el intento de erradicar la religión y la pérdida de la libertad? Es poco probable que Mao –quien lanzara su ataque contra el pueblo y la cultura del Tíbet bajo el eslogan “la religión es veneno”– hubiera concedido que su visión atea del mundo no tenía relación con sus políticas. Es cierto que se le veneraba como una figura casi divina, como a Stalin en la Unión Soviética. Pero al desarrollar estos cultos la Rusia y la China comunistas no estaban pecando contra el ateísmo. Estaban demostrando lo que sucede cuando el ateísmo se convierte en un proyecto político. Invariablemente, el resultado es un sustituto de la religión que sólo puede mantenerse por medios tiránicos.
Algo parecido ocurrió en la Alemania nazi. Dawkins desestima cualquier insinuación de que los crímenes de guerra nazis pudieran estar vinculados con el ateísmo. “Lo que importa”, dice en El espejismo de Dios, “no es si Hitler y Stalin eran ateos sino si el ateísmo ejerce una influencia sistemática que conduce a la gente a hacer cosas malignas. No existe la menor evidencia de que sea así”. Este es un razonamiento cándido. Hitler, que siempre fue un partidario entusiasta de la ciencia, se sintió muy impresionado por el darwinismo vulgarizado y por las teorías eugenésicas derivadas de las filosofías materialistas de la Ilustración. Hitler usó la demonología antisemítica cristiana en su persecución de los judíos, y las iglesias colaboraron con él en un grado aterrador. Pero fue la creencia nazi en la raza como una categoría científica lo que abrió paso a un crimen sin parangón en la historia. La visión del mundo de Hitler era la de mucha gente con escasa educación en la Europa de entreguerras: una mezcolanza de ciencia espuria y recelo contra la religión. No cabe duda de que este fue un tipo de ateísmo y que contribuyó a que los crímenes nazis fueran posibles.
Hoy la mayor parte de los ateos se confiesa liberal. Ellos no buscan –y así nos lo dirán– un régimen ateo sino un Estado secular en el que la religión no desempeñe ningún papel. Sin duda, estas personas creen que dentro de un Estado con tales características la religión tenderá a desaparecer. Pero la constitución secular de Estados Unidos no ha garantizado una política secular. El fundamentalismo cristiano es más poderoso en Estados Unidos que en cualquier otro país, mientras que en Gran Bretaña, que cuenta con una Iglesia oficial, tiene muy poca influencia. Los críticos contemporáneos de la religión exigen mucho más que la desvinculación del Estado y la Iglesia. Está claro que quieren eliminar toda huella religiosa de las instituciones públicas. Lo que resulta extraño es que muchos de los conceptos que Harris despliega, incluida la idea misma de la religión, han sido moldeados por el monoteísmo. Detrás del fundamentalismo secular yace una concepción de la historia que deriva de la religión.
A.C. Grayling, en su libro Hacia la luz / Historia de las luchas por la libertad y los derechos que conformaron el Occidente moderno, nos proporciona un ejemplo de la persistencia de las categorías religiosas en el pensamiento secular. Como lo indica el título, el libro de Grayling es una especie de sermón. Su objetivo es reafirmar lo que él llama “una visión whig de la historia del Occidente moderno”, cuyo núcleo radica en la idea de que “Occidente realiza el progreso”. Los whigs fueron cristianos piadosos que creían que la divina providencia había ordenado la historia para que esta culminara en las instituciones inglesas, y Grayling cree, a su vez, que la historia “se está desplazando en la dirección correcta”. Sin duda ha habido reveses: Grayling menciona el nazismo y el comunismo incidentalmente, dedicándole unas cuantas líneas a cada uno. Pero estos desastres fueron periféricos. No inciden sobre la tradición central del Occidente moderno, que siempre ha estado consagrada a la libertad y que –según afirma Grayling– es inherentemente antagónica a la religión. “La historia de la libertad”, escribe, “es otro capítulo –y quizás el más importante de todos– en la gran querella entre religión y secularismo”. La posibilidad de que algunas versiones radicales del pensamiento secular pudieran haber contribuido al desarrollo del nazismo y del comunismo no se menciona. Grayling está más seguro sobre el curso de la historia que los mismos whigs del siglo xviii, a los que el Terror francés hizo temblar.
La creencia en que la historia es un proceso direccional está tan basada en la fe como cualquier otra cosa en el catequismo cristiano. Los pensadores seculares como Grayling rechazan la idea de la providencia, pero siguen pensando que la humanidad avanza hacia un objetivo universal: una civilización fundada en la ciencia que a la larga incluirá a la especie entera. En la Europa precristiana la vida humana se concebía como una serie de ciclos, y la historia era considerada trágica o cómica antes que redentora. Con la llegada del cristianismo se empezó a creer que la historia tenía una meta predeterminada que era la salvación humana. Aun cuando suprimen el contenido religioso, los humanistas seculares siguen aferrándose a creencias de este tipo. No es que queramos privar a nadie del consuelo de la fe, pero resulta obvio que la idea de progreso en la historia es un mito gestado por la necesidad de sentido.
El problema con la narrativa secular no radica en el supuesto de que el progreso es inevitable (en muchas versiones, no existe este supuesto). El problema radica en creer que el tipo de avance que se ha logrado en la ciencia puede ser reproducido en la ética y la política. De hecho, aunque el conocimiento científico aumente por acumulación, nada parecido sucede en la sociedad. La esclavitud fue abolida en gran parte del mundo durante el siglo xix, pero regresó en una escala mayúscula con el nazismo y el comunismo, y aún existe hoy. La tortura fue prohibida en convenciones internacionales celebradas después de la Segunda Guerra Mundial, sólo para ser adoptada como un instrumento político por el régimen liberal más importante del mundo a principios del siglo xxi. La riqueza ha aumentado, pero ha sido reiteradamente destruida en guerras y revoluciones. La gente vive más y se mata entre sí en mayor número. El conocimiento aumenta, pero los seres humanos permanecen iguales.
La creencia en el progreso es una reliquia de la visión cristiana de la historia como una narrativa universal, y un ateísmo intelectualmente riguroso comenzaría por ponerla en cuestión. Eso es lo que hizo Nietzsche cuando desarrolló su crítica al cristianismo a finales del siglo xix, pero casi ninguno de los misioneros seculares de hoy ha seguido su ejemplo. Uno no tiene que ser un gran admirador de Nietzsche para preguntarse por qué sucede esto. La razón, sin duda, estriba en que él no asumió ningún vínculo entre el ateísmo y los valores liberales; por el contrario, consideraba dichos valores como un retoño del cristianismo y los condenaba en parte por la misma razón. En contraste, los ateos evangélicos se han asumido como defensores de los valores liberales, rara vez investigan de dónde provienen dichos valores y nunca aceptan que la religión pudo haber contribuido a su gestación.
De entre los contendientes antirreligiosos contemporáneos sólo el escritor francés Michel Onfray ha tomado a Nietzsche como punto de partida. En algunos sentidos, En defensa del ateísmo, de Onfray, es superior a cualquier publicación en lengua inglesa sobre el tema. De manera refrescante, Onfray reconoce que el ateísmo evangélico es una imitación involuntaria de la religión tradicional: “Muchos militantes de la causa secular se parecen asombrosamente al clero. Lo que es peor: parecen caricaturas del clero.” Onfray comprende la influencia formativa de la religión sobre el pensamiento secular con mayor claridad que sus pares anglosajones. Sin embargo, parece no darse cuenta de que los valores liberales que da por sentados fueron moldeados en parte por el cristianismo y el judaísmo. Los teóricos liberales de la tolerancia más importantes son John Locke, que defendía la libertad de culto en términos explícitamente cristianos, y Baruch Spinoza, un racionalista judío que también era un místico. No obstante, Onfray no muestra sino desprecio por las tradiciones de las que estos pensadores surgieron, en particular por el monoteísmo judío: “No tenemos un certificado oficial de nacimiento para la veneración de un solo Dios”, escribe. “Pero la línea de parentesco está clara: los judíos lo inventaron para hacer perdurar la coherencia, la cohesión y la existencia de su pequeño y amagado pueblo.” Aquí, Onfray pasa por alto una importante distinción: quizá sea cierto que los judíos desarrollaron primero el monoteísmo, pero el judaísmo nunca ha sido una fe misionera. En la medida en que busca la conversión universal, el ateísmo evangélico está del lado del cristianismo y del islam.
Con el descontento actual en torno a la religión se ha olvidado que durante el pasado siglo la mayor parte de la violencia basada en la fe fue de naturaleza secular. Hasta cierto punto, esto también es cierto de la actual ola de terrorismo. El islamismo es un amasijo de movimientos; no todos son violentamente yihadistas y algunos se oponen con vehemencia a Al Qaeda, pero la mayoría son un tanto fundamentalistas y buscan recuperar la pureza perdida de las tradiciones islámicas tomando al mismo tiempo algunas de sus ideas directrices de una ideología secular radical. Existe un cierto discurso en boga sobre el islamofascismo, y los partidos islamistas tienen efectivamente algunos rasgos en común con los movimientos fascistas de entreguerras, incluido el antisemitismo. Sin embargo, los islamistas le deben mucho a la extrema izquierda, y sería más preciso referirse a muchos de ellos como islamoleninistas. La genealogía de las tácticas islamistas de terror también se remonta a los movimientos revolucionarios. Las ejecuciones de rehenes en Iraq son copias teatrales exactas y detalladas de los “tribunales revolucionarios” europeos de la década de los setenta, como el que montaran las Brigadas Rojas al asesinar en 1978 al ex primer ministro italiano Aldo Moro.
La influencia de los movimientos revolucionarios seculares sobre el terrorismo se extiende más allá de los islamistas. En Dios no es buenoChristopher Hitchens apunta que, mucho antes de Hezbolá y Al Qaeda, los Tigres Tamiles de Sri Lanka fueron los precursores de lo que él acertadamente llama la “repugnante táctica del suicidio homicida”. Hitchens omite mencionar que los Tigres son marxistaleninistas que, al tiempo que reclutan hombres principalmente entre la población hindú de la isla, rechazan la religión en todas sus variantes. Quienes cometen los atentados suicidas en este grupo no se dirigen hacia la muerte con la creencia de que serán recompensados en algún paraíso póstumo. Tampoco creían esto los suicidas que expulsaron a las fuerzas francesas y estadounidenses del Líbano en la década de 1980, la mayoría de ellos pertenecientes a organizaciones de izquierda como el Partido Comunista Libanés. Estos terroristas seculares creían que estaban acelerando un proceso histórico del que surgiría el mejor mundo que haya existido jamás. Esta es una visión de las cosas más distante de las realidades humanas y más infaliblemente letal en sus consecuencias que la mayor parte de los mitos religiosos.
No es necesario creer en ninguna narrativa del progreso para pensar que vale la pena defender con tesón a las sociedades liberales. Nadie puede poner en duda que son superiores a la tiranía impuesta por los talibanes en Afganistán, por ejemplo. Este asunto es de gran relevancia. El islamismo, plagado de conflictos y sin la base industrial del comunismo y el nazismo, está muy lejos de representar un peligro de la magnitud de aquellos superados durante el siglo xx. Corea del Norte, que sobrepasa por mucho a cualquier régimen islamista en su historial de represión y que claramente posee algún tipo de capacidad nuclear, representa una amenaza mucho mayor. Los ateos evangélicos rara vez la mencionan. Hitchens constituye una excepción, pero cuando describe su visita al país, sólo es para concluir que el régimen encarna “una forma degradada y, sin embargo, refinada, del confucianismo y el culto a los ancestros”. Como en el caso de Rusia y China, la noble filosofía humanista del marxismoleninismo es inocente de toda responsabilidad.
Al escribir sobre la secta trotskistaluxemburguista a la que alguna vez perteneció, Hitchens confiesa con tristeza: “Hay días en que extraño mis viejas convicciones como si de un miembro amputado se tratase.” No debería preocuparse: su actuación en el tema de Iraq demuestra que no ha perdido la voluntad de creer. El resultado de la invasión encabezada por Estados Unidos ha sido la entrega de la mayor parte del país fuera de la región kurda a una teocracia islamista electiva en la que las mujeres, los homosexuales y las minorías religiosas están más oprimidos que nunca en la historia de Iraq. La idea de que este país pudiera convertirse en una democracia secular –una idea promovida impetuosamente por Hitchens– fue posible sólo como un acto de fe.
En The Second Plane Martin Amis escribe: “La oposición a la religión es de por sí superior, intelectual y moralmente.” Amis está convencido de que la religión es mala, y de que no tiene futuro en Occidente. Tratándose del autor de Koba el Temible / La risa y los Veinte Millones –un examen forense del autoengaño entre la intelligentsia occidental pro soviética– tal confesión resulta sorprendente. Esos intelectuales cuya locura Amis disecciona se convirtieron al comunismo en cierto sentido como un sustituto de la religión, y terminaron inventando excusas para Stalin. ¿En verdad no existen locuras comparables? Algunos neoconservadores, como Tony Blair, que pronto estará enseñando política y religión en Yale, combinan su progresismo beligerante con sus creencias religiosas, creencias, empero, que Agustín o Pascal difícilmente reconocerían. La mayoría de estos hombres son utopistas seculares que justifican la guerra preventiva y transigen en el empleo de la tortura como si esto nos llevara a un futuro radiante en el que la democracia fuera universalmente adoptada. Incluso en la cima de Occidente, la política mesiánica no ha perdido su peligroso encanto.
La religión no se ha ido. Reprimirla es como reprimir el sexo: una empresa fallida. En el siglo xx, cuando estuvo al mando de Estados poderosos y de movimientos de masas, ayudó a gestar el totalitarismo. Hoy el resultado es un clima de histeria. No todo en la religión es precioso ni merece reverencia. Hay en ella un legado de antropocentrismo –esa horrible fantasía de que la Tierra existe para servir a los humanos– que casi todos los humanistas comparten. Y está también la pretensión de las autoridades religiosas, que es la misma de los regímenes ateos, de determinar la manera en que las personas expresan su sexualidad, controlan su fertilidad y terminan su vida, algo que debería ser rechazado categóricamente. A nadie debería permitírsele restringir la libertad de esta manera, y ninguna religión tiene el derecho de romper la paz.

El intento de erradicar la religión sólo conduce a su reaparición en formas grotescas y degradadas. Una creencia ingenua en la revolución mundial, la democracia universal o los poderes ocultos de los teléfonos móviles es más ofensiva para la razón que los misterios de la religión, y tendrá menos probabilidades de sobrevivir en los próximos años. El poeta victoriano Matthew Arnold escribió sobre los creyentes que quedan inermes cuando la marea de la fe se repliega. Hoy la fe secular se está replegando, y son los apóstoles del descreimiento los que han quedado varados en la costa. 

Traducción de Marianela Santoveña

sábado, 23 de noviembre de 2013

La neurología contra el libre albedrío

En el capítulo 2, sección 11, de su libro Perros de paja, John Gray rechaza la idea del libre albedrío basándose en algunas investigaciones recientes. "Los trabajos de Benjamin Libet --dice Gray-- han demostrado que el impulso eléctrico que inicia una acción tiene lugar medio segundo antes de que tomemos la decisión consciente de actuar. Nosotros creemos que deliberamos primero acerca de qué hacer y luego lo hacemos. Pues bien, en realidad, en la práctica totalidad de nuestras vidas, nuestras acciones se iniciaron de manera inconsciente: el cerebro nos prepara para la acción y luego pasamos por la experiencia de actuar". Después cita Gray al propio Libet: "Evidentemente, el cerebro «decide» iniciar (o, al menos, preparar para su inicio) el acto en un momento previo a la existencia de cualquier conciencia subjetiva identificable de que tal decisión ha sido tomada [...] la iniciación cerebral de hasta el más espontáneo de los actos voluntarios [...] puede (y suele) tener lugar en forma inconsciente". A mí no me consta que se haya llegado a esa conclusión con el rigorismo y la exactitud y objetividad científicas que hay que demostrar a la hora de investigar cuestiones tan significativas. Pero si me constase, y el experimento fuese tan claro y tajante que pudiese decirse, con un mínimo de duda, que no existe ninguna de las llamadas acciones voluntarias que pueda escapar a este fenómeno, ¿concluiría por eso que la idea del libre albedrío ha sido completamente derrotada y que no tiene ya sentido seguir defendiéndola? De ningún modo. Se podrá sepultar con aquel experimento la posibilidad de la existencia de cualquier libre albedrío psíquico, mas quedará siempre abierta la puerta para que ingrese a nuestro mundo interior algún tipo de libertad metasíquica proveniente del mundo de las cosas en sí, del mundo noumenal. Los únicos que quedarían en ridículo en este caso serían, me parece, los que pretendiesen seguir defendiendo el libre albedrío desde una posición antimetafísica, al estilo sartreano.
Pero las investigaciones de Libet, si bien apoyan con buena sonoridad al determinismo físico, apoyan mucho más explícitamente al epifenomenismo, hipótesis que también avalo y cada vez con mayor entusiasmo[1].



[1]  Tomo lo siguiente de un blog de internet: "Christoph Hermann, catedrático de psicología general de la Universidad de Carl von Ossietzky, critica las conclusiones de Libet y aporta nuevas e interesantes perspectivas desde las que afrontar el problema. El equipo de Hermann realizó nuevos experimentos en los que a los sujetos se les daba la opción de pulsar dos teclas en función de una serie de estímulos visuales. Cuando vieran una determinada imagen debían pulsar la tecla de la izquierda y si veían otra, la de la derecha. Entretanto, podrían aparecer otras imágenes que no obligaban a pulsar tecla alguna y se monitorizaba la actividad cerebral mediante magnetoencefalografía. Lo que se probó es que la actividad cerebral preparatoria para pulsar cualquiera de las dos teclas aparecía, no sólo cuando se visualizaban las imágenes que señalizaban que había que pulsarlas, sino en las otras también. El cerebro no sólo se activaba en señal de tomar la decisión antes de ser consciente de tomarla, sino en señal de estar preparado para tomar cualquier decisión. La actividad cerebral refleja la expectativa genérica de tener que hacer algo, no la causación que precede a la decisión libre. Los experimentos de Libet quedan así invalidados".