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martes, 25 de febrero de 2014

Darwinismo y teleología en Eduard von Hartmann (segunda y última parte)

No querría despedirme de Hartmann sin haber citado algunos pasajes de su libro que dejen bien clara su postura evolucionista.
El de la p. 116 viene muy a propósito:

Si la especie ha perdido ya su flexibilidad para adaptarse en la lucha por la existencia y las condiciones de la lucha siguen variando en el mismo sentido, la especie desaparece de la localidad, reemplazándola las especies de las comarcas vecinas que están en posesión de condiciones de existencia análogas. Este es todo el resultado experimental de la lucha por la existencia; mas si una especie nueva surge de las antiguas, no suministrando la selección medios de explicar este hecho, tenemos que acudir a otro principio, a un impulso interno que determine la transformación. Entonces, si la especie nuevamente creada es más apropiada al nuevo medio que la antigua, naturalmente la expulsará y reemplazará, de la misma manera que expulsa y reemplaza a la antigua la especie recién introducida en el país.

Esta idea del impulso interno u ortogénesis rigiendo los destinos de la evolución de las especies fue muy estudiada y difundida en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. Después, cuando los pensadores filosóficos abandonaron la biología y la ciencia en general para dedicarse a la gramática y a la política, esta hipótesis, en manos de biólogos sin preparación filosófica, cayó en gran descrédito. Pero no lograron matarla. Y si la mataron, yo la resucitaré, de la mano del finado Hartmann:

La lucha por la existencia, y asimismo, toda la selección natural, son, respecto de la idea directriz [el impulso interno teleológico], simples auxiliares que desempeñan servicios inferiores en la realización de aquella idea, como si dijéramos, tallar las piedras medidas y típicamente determinadas de antemano por el arquitecto, y colocarlas en el lugar que les corresponde del edificio. Considerar la selección resultante de la lucha por la existencia como el principio esencial de la evolución del reino orgánico, equivaldría a tomar por arquitecto de la catedral de Colonia al peón que trabaja con otros en colocar las piedras del edificio (pp. 119-20).

El impulso interno, con el auxilio de la selección natural, crea y desarrolla las diferentes variabilidades, no interviniendo en este proceso ningún factor indeterminado o azaroso:

La variabilidad no es simplemente resultado de diferencias casuales en las circunstancias interiores o exteriores del proceso de formación, sino que es, sobre todo, una tendencia esencial a la variación en direcciones teleológicas determinadas, tendencia interna, espontánea, sometida a una ley (p. 128).

Yo propongo que asociemos esta ley de evolución interna con la palabra deseo en su sentido más lato, que puede incluir deseos inconcientes, por más que estos dos conceptos parezcan repelerse (¿cómo podríamos desear algo --pregunta el sentido común-- si no somos concientes de que lo deseamos?). Y aquí es donde volvemos a La finalidad de las actividades orgánicas de Russell (p. 55):

Tanto la hipertrofia como la atrofia, pueden no responder al simple uso y desuso sino que pueden estar esencialmente determinadas por las necesidades inherentes al cuerpo.

Russell está luchando contra el punto de vista lamarckiano que afirma que la causa principal de la variabilidad orgánica radica en el hábito, y para ello echa mano, como buen científico, de algunas observaciones y experimentaciones; por ejemplo, se fija en la regulación del número de glóbulos rojos en la sangre de los mamíferos, que aumenta o disminuye conforme disminuye o aumenta el porcentaje de oxígeno en el aire respirado; o presta fe a los experimentos de un tal Boycott, un cretino cuyo pasatiempo favorito consistía en extirpar hígados y riñones de perros y conejos para observar luego las respectivas atrofias o hipertrofias. Una vez agotadas las supuestas evidencias, Russell espeta la conclusión que nos interesa (p. 59):

Tanto el uso como el desuso no son las únicas «causas» de la hipertrofia y de la atrofia, respectivamente, ni tampoco es probable que sean los factores decisivamente reales, lo que es decisivo es la necesidad o deseo del cuerpo en cuanto totalidad; lo que se necesita será proporcionado por hipertrofia y lo que no se necesita será atrofiado o activamente extirpado (subrayado mío).

¿Quieren una mejor confirmación de este postulado que la que nos suministra Hagenbeck, quien "ha comprobado que a las jirafas que en invierno se les permite estar fuera del jardín zoológico de Hamburgo, les crece una gran cantidad de pelo, el cual hacia fines del invierno es dos veces y medio más largo que el pelaje normal"? (P. 68). Ir en contra de Lamarck, en este sentido, es ir en contra del mecanicismo estricto de las leyes biológicas y a favor de un contralor teleológico de las mismas. Este contralor --que Russell no llegó a admitir en la naturaleza inorgánica-- es el deseo.

       Llegados a este punto, cerremos el libro de Russell y despidámonos del autor con un caluroso saludo. Al cabo ¿qué otro detalle de su obra podría interesarnos después de haber degustado esa conclusión tan espirituosa?

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