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martes, 2 de septiembre de 2014

Algunas disquisiciones sobre el nexo felicidad-virtud

El criminal vive más felizmente que el hombre virtuoso aquí en la tierra. Esto es injusto; luego, es necesario que los criminales al morir se vayan al infierno y los virtuosos al cielo para compensar esta justicia[1]. En estos tres renglones se condensa prácticamente toda la historia escatológica de la humanidad, y teniendo en cuenta que cada cultura difería en su interpretación de lo que era el cielo o el infierno, pero nunca difería en asociar al cielo con algo placentero y al infierno con los dolores. Lamentablemente para la salud de los sistemas religiosos basados en este principio, y afortunadamente para todos nosotros, seamos criminales o virtuosos, un análisis detallado de los placeres y dolores experimentados en toda la historia de la humanidad por individuos de buen o mal carácter parece decirnos que, al revés de lo que muchos suponen, los buenos tienden a ser más felices que los malos[2]. La ilusión de que ocurre lo contrario se debe, según mi punto de vista, a que para evaluar si un hombre es más feliz que otro tendemos a ecuacionar los placeres y dolores de cada uno según nuestro propio gusto y no según una escala objetiva. Si, por ejemplo, a nosotros nos agradan por demás los bienes materiales, tenderemos a creer que cuanto más rico es un hombre más feliz vive, y como es a todas luces evidente que las personas adineradas no son muy compasivas que digamos, sacamos de aquí la errónea conclusión de que los malos tienden a ser felices cuando en realidad deberíamos concluir meramente que los malos tienden a ser ricos, o al menos a desear la riqueza[3]. Y así con cualquier otro placer subjetivizado. Es sabido que a mí me fascina tomar sol; y muchas veces, viendo en una templada mañana la figura de mi gato asoleándose sin preocupaciones en el techo de una casa vecina, me asaltó la idea de que Chatrán era el ser más feliz del mundo en ese momento; no comprendía yo que hay cosas (aunque no muchas) más placenteras que esa, y que aunque tomar sol sea el placer de los placeres, no es correcto suponer que lo que yo siento tomándolo es algo parecido a lo que sienten los gatos, por más ronroneo que produzcan. Los gatos podrán experimentar cierto placer al tomar sol, pero hasta ahí llegan, no pasa de ser algo puramente sensitivo; para convertir el placer en felicidad se necesita espiritualidad, o sea pasión y razón, cosas éstas que los gatos tienen en forma muy precaria, por lo que no pueden sentir lo que yo siento cuando tomo sol. Asimismo, quien ama lo material, y por más que opinen lo contrario los ricachones de la new age, quien ama lo material se aleja proporcionalmente de lo espiritual, y entonces el placer que se puede experimentar en la riqueza es ínfimo comparado con los placeres que perciben los que viven y desean vivir en la pobreza. Pero los placeres sensitivos se dejan ver por los demás, y los placeres que derivan de la posesión de objetos, si bien no se dejan ver tan fácilmente, se deducen por la visión de los objetos mismos, mientras que los placeres espirituales suelen esconderse a la vista de los extraños de modo que éstos pueden llegar a suponer su inexistencia en tal o cual individuo. Primero vemos a un hombre comiendo y bebiendo hasta saturarse con los más refinados platos y pociones espirituosas, y encima acompañado de una voluptuosa señorita y con un Mercedes-Benz esperándolo en la calle; luego vemos a un linyera que sonríe. Nos parecerá obvio que el primer sujeto es más feliz que el segundo, y esto es así porque en el primero percibimos claras señales de que está gozando de sus sentidos y de sus posesiones, mientras que al segundo sólo le contamos una tibia sonrisa que poco nos informa de su condición. Y aunque ni siquiera esté sonriendo, aunque lo veamos serio y con la mirada fija, ¿no podría suceder que nuestro linyera este justo en medio de un éxtasis espiritual tan placentero como mil orgasmos superpuestos en una única relación sexual? Podría suceder, pero nosotros no lo percibimos, y entonces seguimos pensando que el gordito del Mercedes-Benz es más dichoso que aquel loco vestido con harapos. Así es como ha razonado siempre la humanidad; y a este razonamiento incompleto, incompleto como todo razonamiento que utilice sólo la observación y la experiencia para fundamentarse, a este razonamiento debemos la podrida conclusión de que los malos son más felices que los buenos aquí en la tierra[4].



[1] Pero ¿no será mucho una eternidad de tormentos en castigo de unas cuantas décadas de mala conducta? El ojo por ojo y diente por diente, que ya de por sí nos parece inhumano, es el colmo de la caridad comparado con la justicia infernal. No hay teólogo que pueda salvar este punto negro de la teoría escolástica.
[2] (Nota añadida el 11/6/3.) El pícaro Voltaire anduvo errado en muchísimas de sus apreciaciones, pero en este punto supo ver más allá de las vulgares apariencias. En un diálogo suyo titulado Sofrónimo y Adelo, uno de los personajes afirma: "He conocido a muchos hombres malos, a muchos hombres infames, pero ninguno que viviese feliz. No es cosa de ponerse a enumerar aquí todo el pormenor de sus torturas, de sus espantosos recuerdos, de sus constantes errores, de los recelos que los atormentaban con respecto a sus criados, a sus mujeres y a sus propios hijos. [...] Y si así se castiga el crimen, la virtud es recompensada, no en los Campos Elíseos, con los pueriles esparcimientos de un cuerpo que ya no existe, sino en esta misma vida, con la satisfacción interior que da la conciencia del deber cumplido, con la paz del espíritu, el aplauso del mundo y la amistad de los hombres honrados. Así pensaban Cicerón, Catón, Marco Aurelio y Epicteto; así pienso también yo. No es que estos hombres afirmen que la virtud hace al hombre perfectamente dichoso. Cicerón confiesa que semejante dicha no puede ser nunca pura, ya que nada lo es en la tierra. Pero debemos dar gracias al Señor de la naturaleza humana por haber supeditado a la virtud la cantidad de dicha de que es capaz la naturaleza" (citado por David Strauss en Voltaire, p. 190). Del mismo modo Denis Diderot, uno de los fundadores de la Enciclopedia --para la cual Voltaire redactó algunos artículos--, es autor de una Conversación de un filósofo y una generala en la que su alter ego, el señor Crudeli, está persuadido de que "para la propia felicidad en este mundo vale más ser un hombre de honor que un vivo". Y ahora descubro --esto lo agrego el 2/10/5-- que hasta el mismísimo Aristóteles concuerda conmigo: "La vida es por sí misma buena y agradable (lo cual se comprueba por el hecho de que todos la desean, y sobre todo los justos y felices, para quienes la vida es lo más apetecible, y su existencia la más feliz); [...] la vida es apetecible, y particularmente para los buenos (porque para ellos la existencia es buena y agradable, puesto que reciben placer de la conciencia de estar presente en ellos algo bueno en sí mismo)" (Ética nicomaquea, libro IX, cap. IX). ¡Qué pena que la Iglesia Católica, tan devota del estagirita en algunas cuestiones oscuras o irrelevantes, lo haya desdeñado por completo en este punto tan trascendente!
[3] Ojo al piojo: que todos los ricos (en un mundo pobre) sean inmorales no significa que todos los pobres sean buenas personas. Hay pobres que desean la riqueza material tanto o más que los ricos, y con ello demuestran ser tan malos como el más acaudalado accionista, con el agravante de que además son estúpidos por no saber conseguir lo que desean. Para ser bueno y dichoso la pobreza es una condición necesaria, pero no suficiente.
[4] Existen placeres espirituales tan o más escondidos que los del linyera y que sin embargo son inmorales (la vanidad, la soberbia, el sadismo), pero esto no invalida mi razonamiento, sólo nos induce a ser aún más precavidos al juzgar hedónicamente a una persona, a la vez que nos aclara que no todos los placeres espirituales son preferibles a los sensitivos, pues es mejor ser un glotón incurable que un incurable vengativo.

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