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lunes, 16 de marzo de 2015

René Descartes, muerto de frío

Cito párrafos de un libro de Richard Watson:

Descartes era una especie de maniático de la salud. Explicó a su amigo Guez de Balzac que, aparte de tener un aire malo, Italia era demasiado tórrida. Holanda era fría, pero en un clima frío siempre podemos entibiarnos ante una estufa. En un clima tórrido, en cambio, no hay manera de refrescarse (Descartes, p. 40).


Este maniático de la salud no entendió bien que suele ser mucho más perjudicial el frío que el calor y se dirigió, en 1649, en vez de a Italia, a Suecia, invitado por la reina Cristina, una de las monarcas más poderosas de aquel entonces. "Lo halagaba --dice Watson-- la idea de ser filósofo de una reina". Pero a los pocos meses, en pleno invierno sueco, falleció víctima de una neumonía. Descartes, que tenía la esperanza de vivir hasta los cien años, apenas llegó a los cincuenta y tres; "Cristina comentó, con marcada ironía, que el gran matemático había errado el cálculo por casi cincuenta años" (ibíd., p. 40). Merece sin duda que Cristina se mofe de él, incluso después de muerto. Si hubiera elegido Italia, no digo que hasta los cien, pero seguramente hasta los ochenta habría llegado.

domingo, 15 de marzo de 2015

El joven Nietzsche y la moral cristiana

En mayo de 1865, el joven Friedrich Nietzsche --tenía a la sazón veinte años-- acertó a leer la Vida de Jesús de David Friedrich Strauss y, tal como a mí me ocurriera, comenzó a dudar del conjunto de dogmas que damos en llamar cristianismo. Su hermana, fervorosa creyente, trata de retrotraerlo al redil, anunciándole que los misterios del cristianismo son tan difíciles de creer precisamente porque son verdaderos, y cuanto más verdaderos, más será la fe requerida para aprehenderlos. A este llamado a la fe y a la credulidad irracional responde Nietzsche con estas palabras, que merecen --como muchas de las palabras que ha proferido este pensador-- pasar a la posteridad:

Creo poder admitir en parte tu máxima de que lo verdadero está siempre del lado de lo más difícil. Sin embargo, es muy difícil comprender que 2 por 2 no sean 4, y no por ser difícil resulta verdadero. Además, ¿es en realidad tan difícil aceptar sencillamente todo aquello en lo que ha sido uno educado, todo lo que poco a poco ha ido echando profundas raíces en nosotros, aquello que es tenido por verdadero en el ambiente familiar y en el de muchas personas excelentes, y que además consuela y eleva realmente a los hombres? Aceptar todo esto, ¿crees tú que es más difícil que emprender nuevos caminos en lucha contra el hábito, en medio de la inseguridad de marchar sólo presa de frecuentes vacilaciones del espíritu y hasta de la conciencia moral, desconsolado a veces, pero siempre vuelto al eterno fin de lo verdadero, lo bello y lo bueno? Lo que se desea ¿es acaso dar con aquella concepción del mundo, de Dios y de la redención, más cómoda para nosotros? Para el verdadero buscador, ¿no es el resultado de su búsqueda algo del todo indiferente? ¿Buscamos paz, tranquilidad y dicha? No; buscamos sólo la verdad, aunque ésta fuese repulsiva y horrible. Una última pregunta: Si desde la infancia hubiéramos creído que toda salud espiritual nos venía de otro que no fuera Jesús, de Mahoma, por ejemplo, ¿no es seguro que habríamos sido partícipes de las mismas gracias? Sólo la fe salva --no lo objetivo que se oculte tras una creencia [...]. Toda verdadera fe es siempre infalible; da lo que el creyente espera encontrar en ella [...]. Aquí se separan los caminos de los hombres: ¿quieres paz espiritual y felicidad?, cree; ¿quieres ser un apóstol de la verdad?, entonces busca (carta fechada en Bonn el 11 de junio de 1865, citada por Carlos Astrada en Nietzsche y la crisis del irracionalismo, pp. 18-9).

Este discurso me halaga por su proximidad con el mío, pero ¿no podría suceder que el apóstol de la verdad, en su marcha solitaria y vacilante, se topase con una verdad de fe, con una verdad que no pueda demostrar y que sin embargo sienta muy dentro suyo como verdadera? El cristianismo, tomado en bloque, y tomado sobre todo en su sentido metafísico, podría resultar desdeñable como conjunto doctrinario, pero la ética cristiana, o más precisamente la ética que se desgaja del sermón de la montaña, no creo que a mí me parezca verdadera por el hecho de haberla "mamado" en mi ambiente familiar y en mi sociedad, porque está claro que ni mi familia ni mi sociedad aprueban estas máximas ni mucho menos se rigen por ellas. Yo buscaba la ética perfecta, o la que más se acercase a la perfección, y la encontré dentro del sermón de la montaña. Si la encontré por fe o por razón, no es algo que deba preocuparme demasiado. Y la objeción, aplastante como pocas, de que si el cristianismo fuese verdadero quienes naciesen en territorio musulmán o budista deberían ser también cristianos y no budistas o musulmanes, queda sin efecto en lo que hace al nudo de la ética cristiana, que es común para los santos de aquellas regiones y los de cualquier rincón del universo. No es ética cristiana, es ética; cada cual después le agrega el adjetivo que le pluguiere.
Pero Nietzsche, incansable buscador de verdades, fue traicionado por su temperamento colérico, por su falta de amor, y no acertó a tamizar el cristianismo para extraer de él las pepitas de oro escondidas en el barro. Había que trabajar para encontrar estas pepitas, lo que significa, filosóficamente hablando, que había que volverse de cara hacia la bondad o hacia el comportamiento virtuoso, que son los únicos tamices confiables, y Federico no supo dar ese paso decisivo, pese a haber estado muy cerca de hacerlo[1].
Y esto me lleva al siguiente sinceramiento: Esta lucha interior que he iniciado en estos últimos días y de la que no sé si saldré con bien, esta guerra que le he declarado a la lujuria no ha tenido como fundamento teórico el perfeccionamiento de mi ser, sino la búsqueda de la verdad. En efecto, yo entiendo que la buena conducta conduce al buen discurrir y al buen intuir; que si me porto bien --sea este buen comportamiento resultado del fariseísmo, sea consecuencia del acicate propio de los grandes valores--, seré como un imán atrayendo hacia sí mismo las verdades, y verdades proporcionalmente tan trascendentes como trascendente sea mi buen comportamiento. Es, pues, este deseo de perfectibilidad interesado, o sea, racional. O mejor dicho, es al menos en parte, racional. Hay un motivo egoísta en este mi deseo de comportarme bien, pero no descarto que haya también algún valor apoyando logísticamente la contienda. Y este intento de sobrepujar con mi razón a un instinto desmadrado me parece que nacerá muerto, que se transformará rápidamente en intentona, si es que los valores no se hacen presentes y lo consolidan. Pero lo que yo siento --tengo que decirlo-- es que todo este sacrificio que, al menos por el momento, estoy sobrellevando sin demasiado pesar (apenas van cinco días de abstinencia), es un sacrificio que me conviene, o que me convendrá en el futuro: mi móvil es el egoísmo. Si este punto de vista resulta ser erróneo y lo que en verdad me impulsa es la pureza sexual o la continencia por sí mismas, bienvenido sea. Mas no creo haber llegado tan lejos.




[1] Ver a este respecto mis anotaciones del 7/6/9.

lunes, 9 de marzo de 2015

La mujer varonil

Cultivar en las mujeres las cualidades del hombre y descuidar las que les son esencialmente propias, me parece claramente laborar en su detrimento. [...] No es agradable ver a una mujer dividida en dos como una avispa; choca a la mirada y hace sufrir a la imaginación.
Jean-Jacques Rousseau, Emilio o la educación

Ha pasado el día internacional de la mujer. Pero ¿qué es lo que quieren reivindicar las mujeres? Si quieren obtener los mismos derechos políticos, sociales y económicos que los hombres, las apoyo incondicionalmente; si quieren parecerse cada vez más a los hombres en su formación cultural, en su modo de trabajo y en sus ansias expansivas, ¡vuelvan por donde vinieron, señoras y señoritas!
Leo a Otto Weininger: "La necesidad de liberación y equiparación con los hombres sólo se manifiesta en las mujeres varoniles, [...] la mujer como tal no siente la menor necesidad de emanciparse" (Sexo y carácter, primera parte, cap. VI). Según Weininger, todos los hombres tenemos algo de feminidad y todas las mujeres algo de masculinidad, y es de las mujeres más masculinas de donde surgen esos ideales "feministas", porque no es la mujer sino el macho que llevan dentro quien pugna por liberarse. Así, "las mujeres que piden la emancipación por cierta necesidad interna inducen a las restantes la tendencia a adquirir una cultura", y entonces, queriendo imitar a estos híbridos y emprendedores referentes, "surge la moda del estudio entre las mujeres y se fomenta una agitación risible que las lleva creer en una actitud que de ordinario no es otra cosa que un medio de defensa". No hay que poner "ningún obstáculo en el camino de aquellas mujeres cuyas verdaderas necesidades psíquicas [...] las impulsara hacia las ocupaciones masculinas, es decir, de las mujeres con rasgos masculinos", pero debería evitarse, para salvaguardar la salud mental de aquellas mujeres bien femeninas, debería evitarse la epidemia por contagio imitativo que Weininger, hace cien años, ya vislumbraba y que hoy se ha convertido en pandemia, por no decir en endemia. En definitiva, "no es la mujer genuina la que aspira a la emancipación, sino que este movimiento se debe a las mujeres masculinas que interpretan mal su propia naturaleza, y no reconocen los motivos de su acción cuando creen hablar en nombre de la mujer".
Sin embargo, Weininger no cree que tal perturbación social se vuelva endémica. Ha habido, dice, otros movimientos similares en el pasado, uno en el siglo X y otro en los siglos XV y XVI, y ambos perecieron sin dejar secuelas. Sospecha que nos ha tocado vivir dentro de un período evolutivo similar a esos, caracterizado por "un mínimo de gonocorismo" entre los humanos más civilizados. Hoy abundan más que nunca los hombres afeminados, y en compensación también abundan los marimachos, responsables éstos de la expansión del fenómeno tratado. Sorprende leer que a principios del siglo pasado ya se insinuaba el ideal de la mujer alta, esquelética y sin tetas ni culo que ahora es moneda corriente en los desfiles fayon. Según Weininger, el hecho de que un ideal así se imponga es un claro indicio de que los hombres están afeminándose. Sólo a un homosexual bien marica, asumido o no, puede gustarle la mujer tabla. Pero esto pasará. "Entre los animales se ha observado frecuentemente la periodicidad de fenómenos semejantes", es decir, de períodos en los que las formas intersexuales aumentan desmedidamente; luego todo vuelve a estabilizarse. Extrapolar este fenómeno al género humano es intelectualmente arriesgado y Weininger no lo hace, sólo insinúa que tal vez, con alguna probabilidad, esté ocurriendo algo tangencialmente parecido en los países más desarrollados. Esto me huele a embrionaria sociobiología, y a mí el aroma de la sociobiología me fascina. Además, ya he conversado lo suficiente en estos últimos años con innumerables hombres afeminados como para dudar del innegable componente genético que la homosexualidad posee (al menos la homosexualidad pasiva).

La mujer de hoy se queja de que ya no hay hombres. Los hombres están, pero están esperando que la mujer deje de jugar a ser hombre. Entre una mujer que se comporta como hombre y un hombre que se comporta como mujer, algunos prefieren a este último. Un travesti suele ser más femenino, y por ende más sensual, que una taxista.