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lunes, 1 de febrero de 2016

La risa norteamericana

Lo que le molesta a Julio Camba no es la mecanización de la industria norteamericana sino la mecanización de la vida norteamericana. No detesta las máquinas, no es un ludita, pero se indigna (¡cuándo no!) desde el momento en que la máquina deja de ser un mero instrumento y pasa a dirigir los destinos del hombre:

Siempre ha habido máquinas en el mundo, y si míster Ford se imagina haber determinado por sí mismo una revolución industrial con su automóvil, permítame decirle que está muy equivocado. Esa revolución la inició hace miles de años un hombre mucho más grande que él: el inventor de la rueda. ¡La rueda, la quilla, la vela, el timón...! Siempre ha habido máquinas en el mundo, pero jamás como un fin, sino como un medio, y así como antes lo primero era un propósito a realizar y luego la máquina para realizarlo, ahora se comienza por inventar la máquina, luego se ve a qué propósito puede responder, y después se realiza este supuesto propósito como si, efectivamente, fuese un propósito de alguien. Y este es el hecho monstruoso de la civilización moderna (La ciudad automática, p. 151).

Todo depende ahora de las máquinas, o mejor dicho, todos dependemos de las máquinas, y si ya tenemos bastantes necesidades nuevas que satisfacer, necesidades que las nuevas máquinas van creando por sí solas, no por eso no se siguen inventando nuevas máquinas que crearán, a su vez, otros nuevos nichos de necesidades, necesidades futuras que ahora no nos molestan porque ni las imaginamos siquiera y que las nuevas máquinas, y solo ellas, satisfarán. ¿Se entiende cuál es la diferencia? La rueda se inventó porque el hombre primitivo tenía ya la necesidad de trasladar objetos y la rueda vino a suplir esa necesidad; pero ¿quién tenía necesidad de estarse dos, tres o catorce horas diarias frente a una caja emisora de imágenes? Nadie; pero se inventó el televisor y ahora no podemos pasarnos sin él. Una multiplicación sin sentido de necesidades: a eso apunta, y no a otra cosa, la tecnología de hoy en día.
Y lo más cómico es que se inventan máquinas para cualquier cosa, excepto para las cosas más interesantes. ¿Existe, por ejemplo, una máquina que produzca no digamos felicidad, pero al menos contento o alegría? No, nadie ha patentado aún ese invento. Claro que los estadounidenses, ni cortos ni perezosos, no pudiendo inventar la máquina de la alegría, inventaron la máquina de hacer reír: el parque de diversiones. Y ellos piensan que subiendo a la montaña rusa y riendo a carcajadas, se ponen alegres, y tal vez tengan razón, pero no es lo tradicional. Lo tradicional es reírse a la europea:

En Europa, primero se pone usted alegre y luego se ríe usted. Aquí ocurre todo lo contrario. Nadie ha conseguido aún inventar una máquina de alegrar a las gentes, sino tan solo máquinas de hacerlas reír; pero los americanos cuando se ríen mucho creen que están muy alegres, y el resultado es el mismo. [...] Todo lo cual viene a cuento de la inauguración [del parque de diversiones] de Coney Island. La gran orgía va a comenzar. ¡Adelante, señoras y señores! Va a comenzar la gran orgía mecánica. Va a dar principio la fabulosa juerga automática (ibíd., p. 149-50).


Por desgracia para los norteamericanos --y para el mundo todo, que ya es un poco norteamericano--, el vaivén de la cola de un perro es la consecuencia y no la causa de su alegría, y ya puedo estarme horas zarandeándole el rabo manualmente al pobre animal que no conseguiré alegrarlo en lo más mínimo. Y así las cosas, podré yo reírme hasta que se me desencaje la mandíbula subido a un autito chocador, pero si soy un infeliz, seguiré siéndolo ni bien baje del autito y hasta tanto no corrija los disvalores que existen en mi persona y que me tornan desdichado. Hay ciertas necesidades que ni las máquinas, ni el dinero, ni el automatismo de la vida cotidiana ni nada que venga de los Estados Unidos pueden satisfacer.

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