El último
trabajo de William James que glosaré por este año es un pequeño ensayo producto
(¡cuando no!) de una conferencia dictada en la Universidad de Stanford en 1906.
Se titula “El equivalente moral de la guerra”, y con él intenta persuadirnos de
que hay en el espíritu del combatiente, además de unas cuantas miserias, un
buen número de virtudes, y que si en el futuro la humanidad logra erradicar del
planeta los conflictos armados, estas virtudes podrían perderse si no
encontramos una actividad sustituta que las prohíje[1].
Comienza
James su alegato con un sincericidio. Dice que en la antigüedad, en la época
del hombre cazador, “perseguir a una tribu vecina, matar a los hombres, saquear
la aldea y poseer a las mujeres era el modo de vida más provechoso y
emocionante”. Lo mismo sucedía en la antigüedad: “aquellas guerras eran
puramente de piratas. El orgullo, el oro, las mujeres, los esclavos, la
emoción, eran sus únicos motivos”. Nadie se salva de esta caracterización, ni
siquiera el mayor conquistador de todos los tiempos: “La trayectoria de
Alejandro fue piratería pura y simple, una orgía de poder y saqueo, convertida
en romántica por el personaje del héroe. No había un principio racional en
ella”. En aquellos tiempos, para ser pirata era menester armarse de valor y
degollar a quienes se pusieran enfrente. Pero las sociedades han cambiado y se
han complejizado, y quienes pretenden hoy en día despojar de sus bienes a los
pueblos vecinos no se valen de esos métodos rudimentarios: “La guerra moderna
es tan costosa que sentimos que el comercio es un camino mejor para el saqueo”.
¡Si sabrán esto sus coterráneos, que cada vez comercian más y guerrean menos!
(excepto por encargo). No son sádicos, no disfrutan con el dolor ajeno;
solamente son avaros, quieren tenerlo todo y dejarle al resto solo las migajas.
Y para esto, como dice James, el medio más adecuado ya no es la guerra. Por eso
teme que la guerra desaparezca y con ella las virtudes marciales:
El militarismo es el gran guardián de
nuestros ideales de dureza, y la vida humana sin dureza sería despreciable. Sin
riesgos o premios para el valiente, la historia sería insípida, en efecto; y
hay un tipo de carácter militar que todo el mundo siente que no debería nunca
dejar de producirse, pues todo el mundo es sensible a su superioridad.
Los intelectuales
promilitaristas
adoptan una postura altamente mística del
asunto, y consideran la guerra como una necesidad biológica o sociológica
[...]. Cuando el tiempo del desarrollo sea oportuno, la guerra ha de venir,
haya o no razón, pues las justificaciones alegadas son invariablemente
ficticias. La guerra, en resumen, es una obligación
humana permanente.
Cita James a Homer
Lea, quien afirmaba, y no sin razón, como luego la historia lo demostraría, que
ciertas naciones, como el Japón por ejemplo, deben necesariamente expandirse si
pretenden sobrevivir, y esto significa que deben anexarse nuevos territorios[2].
Y digo que tenía razón porque Hitler, en Mi
lucha, levanta los mismos argumentos en favor de la expansión alemana. Lea
escribía, a principios del siglo XX, que la amenaza militarista del Japón era
tan patente y el remilgo norteamericano tan suicida, que si aquel país oriental
se decidiese a invadir la costa oeste de los Estados Unidos, vastas regiones
del país “caerían sin apenas resistencia [...] y en tres o cuatro meses la
guerra terminaría”. Los norteamericanos, víctimas de “nuestra vanidad, nuestra
ignorancia, nuestro comercialismo, nuestra corrupción, y nuestro feminismo”, no
sabrían cómo enfrentar a tan poderoso enemigo. La medida suprema de la salud de
los pueblos —decía Lea— consiste en la habilidad para guerrear. Por eso instaba
este aventurero a incrementar no solo el presupuesto militar de aquella nación,
sino por sobre todo a fomentar las virtudes marciales de los ciudadanos
comunes, que parecían destinadas al anacronismo. William James, sin concordar
del todo con estos argumentos, admite, primero, que ese supuesto “carácter
militar” existe en buena dosis en la mayoría de los seres humanos y que por lo
tanto la belicosidad no es cosa fácil de erradicar; y por otro lado, admite
también que los pueblos de paz, no por el hecho de serlo, deben desarmarse, y
que tienen que estar preparados para la guerra si es que algún pueblo vecino o
no tan vecino los amenaza. Pero supongamos, y solo supongamos, que ya no
existen los pueblos amenazadores, que las naciones han encontrado un equilibrio
demográfico, sin sobrepoblaciones, y que por ende la principal causa “racional”
de la guerra se ha desmantelado. ¿Qué pasaría entonces, desaparecida la guerra,
con aquellas virtudes marciales tan encomiables? Es de temer que por atrofia,
también desaparezcan. Aquí cita James una frase de Simón Patten: “La humanidad
fue criada en el dolor y el miedo, y la transición a una economía placentera
puede ser fatal para alguien que no esté preparado para defenderse contra sus
influencias desintegradoras”. En una palabra, los seres humanos, en paz y sin
un sustituto válido de la guerra, degenerarían. El deber, pues, del género
humano, es el de “mantener los caracteres militares en la reserva [...], de
modo que los niños mimados y débiles de Roosevelt no terminasen haciendo
desaparecer todo lo demás de la faz de la tierra”. Esta “reserva” de virtudes
marciales no tiene que permanecer latente; conviene acicatearla en todo momento
para que no se atrofie. Pero ¿cómo lograrlo sin conflictos armados? Las
competiciones pacíficas, como los deportes por ejemplo, son un pobre sustituto
en este sentido. Las virtudes militares están por cierto presentes en gran
parte de los enfrentamientos deportivos, pero la tensión psicológica a que
dichas virtudes quedan sometidas es infinitamente más intensa en la guerra, de
modo que la guerra es infinitamente más minuciosa como prueba y como escuela de
este grupo de virtudes cuya cabeza visible es la valentía. Para los
militaristas, los horrores que la beligerancia conlleva son el precio a pagar
por mantener en alto estas cualidades en la naturaleza de los pueblos, y para
algunos de ellos es un precio accesible considerando la adquisición. No para
James: hablar de gasto, en tan terribles circunstancias, “suena ignominioso”.
Si tiene que optar entre los militaristas y los pacifistas, se recuesta más
hacia estos últimos:
Creo devotamente en el reinado último de
la paz y en el advenimiento gradual de algún tipo de equilibrio socialista. La
visión fatalista de la función de la guerra me resulta absurda [...]. Y cuando
naciones enteras son ejércitos, y la ciencia de la destrucción rivaliza en
refinamiento intelectual con las ciencias de la producción, veo que la guerra
se vuelve absurda e imposible desde su propia monstruosidad. [...] No veo razón
por la que todo esto no debiera aplicarse a las naciones tanto amarillas como
blancas, y desear un futuro en el cual los actos de la guerra fueron
formalmente proscritos entre las gentes civilizadas.
Y para evitar la
blandura y el refinamiento que un mundo sin guerras podría ocasionar, propone
lo siguiente:
Una economía de la paz que tuviera éxito
permanentemente no puede ser una simple economía del placer. En el futuro más o
menos socialista hacia el que la humanidad parece dirigirse, debemos someternos
colectivamente a aquellas austeridades que responden a nuestra posición real en
este mundo único parcialmente habitable. Hemos de hacer que nuevas energías y
audacias continúen la masculinidad a la que la mente militar tanto se aferra.
Las virtudes marciales han de ser el cemento endurecedor; la valentía, el
desdén por lo débil, la cesión del interés privado, la obediencia a las
órdenes, deben seguir siendo la roca sobre la que se construyan tales estados.
Esto se llevaría a
la práctica sustituyendo el servicio militar por
un servicio de toda la población joven
para formar durante cierto número de años a una parte del ejército alistado
contra la naturaleza [...]. Los
ideales militares de dureza y disciplina calarían en el carácter de la gente;
nadie permanecería ciego, como ciegas son ahora las clases altas, a la relación
real del hombre con el mundo en el que vive, y a las fundaciones duras y
permanentemente sólidas de su vida más elevada. Al carbón y a las minas de
hierro, a las flotas pesqueras en diciembre, al lavar los platos y las ropas y
las ventanas, a la construcción de carreteras y de túneles, a las fundiciones y
a los agujeros de carbón, y a los armazones de los rascacielos, que harían de
nuestra dorada juventud un esbozo según su elección, para reclutar su
puerilidad y para volver a la sociedad con compasiones más saludables y con
ideas más sobrias. Habrían pagado el impuesto de la sangre, y hecho su propia
parte en la guerra humana inmemorial en contra de la naturaleza, pisarían la
tierra con más orgullo, las mujeres los valorarían más, serían mejores padres y
maestros de la siguiente generación.
El enemigo ya no
sería un país vecino sino la impersonal naturaleza, y este combate
preservaría en medio de una civilización
pacífica las virtudes masculinas que el partido militarista tanto teme ver
desaparecer en la paz. Deberíamos conseguir la dureza sin insensibilidad, la
autoridad con la menor crueldad criminal posible, y deberíamos llevar a cabo
alegremente el trabajo doloroso, porque el deber es temporal y no amenaza, como
lo hace ahora [a las clases bajas], el resto de la vida de uno.
La ecología nos ha
enseñado actualmente que a la naturaleza no conviene combatirla sino más bien
encauzarla y preservarla dentro de lo posible; pero más allá de esta discrepancia
meramente gramatical, este ejército de la paz que propone James me parece
válido y bien encaminado para evitar que la juventud, desarmada, degenere al
ritmo de la comodidad y los placeres y se torne irremisiblemente cobarde, en
especial la juventud de las clases acomodadas. Es de desear que las clases
altas, lo mismo que la guerra, tiendan a desaparecer; pero mientras existan,
trocar su ocio y su molicie durante algunos años por trabajos de riesgo las
inmunizaría contra el vicio del desinterés y la falta de compromiso. Agrego yo
que habría que realizar algunos tests psicológicos para evitar que ciertos
jóvenes no se vean conminados a realizar estos trabajos si es que su naturaleza
temperamental resulta completamente contraria al espíritu de aventura. Un
poeta, por ejemplo, prestará mejores servicios a su nación escribiendo sus
poesías que no levantando rascacielos. Que no se cometa el error de propiciar
un pueblo de espartanos: algún que otro cobarde no es carga pesada para una
sociedad, sobre todo si ese cobarde crea cultura. Pero como el peligro
actualmente es que el mundo en general y la juventud en particular se encadene
al placer sensitivo y a la cobardía, saludo esta propuesta de William James con
un caluroso aplauso e invito a los gobiernos a que vuelvan sus ojos a estas
páginas que preconizan nada menos que un planeta pacífico y socialista, mas no
por ello cobardón y melindroso. Es claramente una utopía, pero como toda utopía
sana, puede servirnos para calibrar nuestra puntería y dejar de disparar al
bulto[3].
[1] Citaré directamente de internet. No encontré este
ensayo en ninguno de los libros de James que pude leer.
[3] Encuentro similitudes
entre la propuesta de James y mis escritos de hace veinte años que hablan de la
existencia de un instinto de riesgo utilitario que sería deseable incentivar en
reemplazo de los instintos aventureros necrofílicos (ver la entrada del
5/9/97).
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