¿Es la fe
un componente inseparable de la religiosidad?
Haciendo
mención a la fe de los pueblos primitivos, que es tan excesiva que ofende a
nuestra moderna inteligencia, cita Guyau
el ejemplo de una mujer que atribuía a
cierto amuleto la virtud mágica de preservarla de los golpes y de las heridas;
se creía invulnerable como Aquiles. Admirado el juez del pueblo de que
existiese un amuleto tan precioso y deseando sin duda adquirirlo, pidió que se
comprobara la virtud atribuida ante sus ojos. Compareció la mujer y se hizo
venir a un guerrero preparado con su hacha. Aquella, completamente confiada,
extendió su brazo, el hacha cayó, la mujer lanzó un grito de sorpresa tanto
como de dolor y su mano cortada rodó por tierra. ¿Quién tendría una fe tan
completa en nuestros días? (Jean-Marie Guyau, La irreligión del porvenir, p. 115).
Yo digo que tal
insensatez, siendo un acto de pura fe, no es un acto religioso en ningún
sentido de la palabra. La fe es la creencia en una proposición más allá de
cualquier evidencia empírica o argumentación racional que pretendan
desacreditarla, y por eso sostengo que aquí lo que le sobraba a la mujer era la
fe, porque era a todas luces probable que se quedara sin mano y ella no lo
entendió así y se sometió a la prueba. Pero ¿dónde está el carácter religioso
del suceso? La religión, ya lo dije hace un tiempo (véase la entrada del
10/3/11), es la sensación de sometimiento, de estar sometidos a una entidad
superior a nosotros. Esta entidad puede cobrar formas diversas: un dios, una
idea, un líder espiritual… o incluso un amuleto. Pero la mujer no estaba
sometida a su amuleto, no le rendía culto ni lo veneraba. Simplemente suponía
que le confería poderes. Le tenía fe.
Se puede, pues, poseer una fe inquebrantable y completamente irracional sin ser
al mismo tiempo una persona religiosa. Lo inverso, en cambio, no es posible: no
puede ser uno un hombre religioso sin poseer un mínimo de fe. Pero recordemos
siempre que la fe religiosa no es incompatible con la duda, y que más vale
dudar de vez en cuando de esa entidad a la que le atribuimos poderes mágicos o
a la que nos sentimos sometidos… que creer sin vacilación, como la pobre
señora, y perder una mano[1].
[1] "Esta mujer
—concluye Guyau— era de la raza de los mártires", pero a mí no me lo
parece. La mujer estaba convencida de que no la lastimarían y por eso se somete
a la prueba. No hay aquí valentía, lo mismo que no se necesita ser valiente,
por ejemplo, para encender un interruptor si estamos convencidos de que las
conexiones eléctricas están bien hechas y no nos electrocutaremos. El mártir,
en cambio, sabía que los leones se lo comerían y sin embargo, con su prédica,
se arriesgaba a ello, y una vez apresado se resignaba a morir de ese modo con
alegría y sin quejas. A la señora, en su primitivo cerebro, el amuleto le
confería inmunidad en un sentido directo, corporal. Por eso, cuando la mano es
seccionada, grita de dolor y también de sorpresa. El mártir no tiene amuletos;
tiene a Dios, que no le confiere inmunidades corporales, sino espirituales. Las
dentelladas del león le duelen pero no lo sorprenden. Lo sorprenderían si el
león, además de destruir su cuerpo, fuese capaz de destruir también su alma.
(Bueno…, en rigor no se sorprendería tampoco, porque ya no habría cosa bajo la
cual operase la sorpresa…)
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