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lunes, 13 de agosto de 2018

Pessoa, el poeta fingidor


Considero al  Libro del desasosiego como un verdadero diario íntimo. [...] Bernardo Soares no pasa de ser una máscara —muy transparente por lo demás— que Fernando Pessoa pone ante su rostro al escribir este diario íntimo: una máscara que, en muchas ocasiones, parece dejar distraídamente sobre la mesa —o sobre la cómoda— en la que se apoya para escribir.
Ángel Crespo, Estudios sobre Pessoa [p. 18 y 210]

“Yo, artísticamente, no sé sino mentir”, le escribe Pessoa a João Gaspar Simões (AP 2987). Una de sus frases, tal vez la que más ha trascendido, es la siguiente: El poeta es un fingidor. ¿Es tan así? Para responder a esta pregunta es necesario precisar un poco mejor el aserto, porque decir que la frase el poeta es un fingidor es falsa o verdadera, carece de lógica. Yo creo que algunos poetas pueden ser fingidores y otros no, de manera que si la oración la escribiésemos así: “todo poeta es un fingidor”, entonces sería falsa. Pero lo que Pessoa quiere significar es que los poetas no fingidores son malos poetas y los que fingen —como él, supuestamente— hacen buena poesía. Tenemos entonces, simplemente, que analizar esta frase: “solo fingiendo se puede hacer poesía de alta calidad”, y decidir si es verdadera o falsa. Para ello tenemos que especificar primero qué entendemos por poesía de alta calidad. Esto, me parece, no es difícil: poesía de alta calidad es aquella que conmueve y emociona, de diferentes maneras, al público que la lee. Un poema que nos deja impertérritos, por muy perfecto que esté redactado en cuanto a su constitución formal, es un mal poema, porque la piedra de toque para descubrir un buen poema será siempre la emoción y la conmoción que suscita en el lector. Desde luego que hay poemas que nos dejan fríos a unos y que conmueven hasta las lágrimas a otros, debido a lo cual, forzosamente, esta catalogación estética se mueve bajo el imperio de la democracia o la estadística. La poesía de Bécquer, por ejemplo, es en este sentido mucho mejor que la de cualquier otro poeta menos leído, que también nos conmueva, y esto es porque Bécquer conmueve masivamente. No interesa si su poesía es simplona, trivial o cursi: si conmueve a muchos, es buena poesía y se acabó.
Sabemos que Pessoa es un poeta, y es poeta incluso —yo diría sobre todo— cuando escribe en prosa. Sabemos también que su obra cumbre, lo más leído y admirado de su producción, es el Libro del desasosiego. Este libro, desde su publicación en los años 80, no ha dejado de conmover a los millares de personas que lo han descubierto, y ha sido un éxito de ventas tanto en lengua portuguesa como en las ediciones españolas. La vara estadística que adoptamos para juzgar si una obra poética es buena, nos dice a las claras que el Libro del desasosiego es, de punta a punta, brillantemente poético. Y ¿por qué será que ha tenido tanto éxito entre la crítica literaria exigente y especializada, al igual que entre el público general? La respuesta, nuevamente, es muy sencilla: porque el lector asocia a Bernardo Soares con Fernando Pessoa y le atribuye al propio Pessoa todos los desasosiegos del primero. Se los atribuye en serio, no como un juego de ficciones. El lector toma este libro como una real autobiografía de Pessoa. Él nos dice que todo es ficción, que todo es fingimiento; nadie le cree. O prefieren no creerle, porque si le creen, todo el encanto de esta obra magnífica se va por el caño. Todo el mundo sabe, porque Pessoa mismo, con sus cartas, se encargó de certificarlo, que ha sido este portugués un ser esencialmente desdichado. Los que lo conocieron, en la mayoría de los casos, opinan lo mismo. Luego es evidente la equiparación que realiza el lector de la figura de Bernardo Soares con la de Pessoa. Y esa equiparación es lo que conmueve. ¿Qué suerte habría tenido, en cuanto a las emociones que despierta, el Libro del desasosiego si hubiera sido escrito, digamos, por Voltaire? No nos conmoveríamos leyéndolo ni la décima parte de lo que nos conmovemos ahora, porque sabríamos, conociendo el temperamento y la jocosidad de Voltaire, que el libro es una completa ficción, un completo fingimiento. ¿Por qué las películas basadas en algún hecho real nos aclaran, al comienzo de la misma, esta condición? Porque el director conoce perfectamente la psicología del espectador y sabe que si le dicen que la historia es verídica, no fingida, la gente se conmoverá mucho más que si la mirase sin este dato en la cabeza.
El lector, el espectador, el consumidor de arte no quiere fingimiento. Quiere que el artista se abra y sea sincero, que cuente lo que realmente le sucede o le ha sucedido, que transmita a través de su obra lo que siente o ha sentido, no quiere fingimientos. El problema es que algunos poetas, como no sienten nada, como son emocionalmente frígidos, tienen que fingir, a través de sus creaciones, que sienten algo que realmente no sienten, y esto es lo que llama Pessoa hacer poesía. Pero ya hemos visto que se equivoca, y su equivocación es más llamativa todavía habiendo sido él un poeta que no necesitaba fingir, porque sus desasosiegos eran reales, y los plasmaba de tal manera que estamos plenamente convencidos de que eran sus desasosiegos. Con el fingimiento a otra parte: la poesía, y el arte en general, piden sinceridad. O mejor dicho, quienes piden sinceridad son los consumidores de arte y de poesía. Si el artista quiere fingir que finja, pero nadie se conmoverá con su obra como se conmueven los espíritus hiperósmicos cuando huelen la verdad.
La filosofía y la poesía no son tan distintas, siempre que las tratemos con igual criterio. Desde el momento en que suponemos que la poesía es fingimiento, la tarea de hermanarlas se nos cae a tierra.

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