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viernes, 11 de enero de 2019

¿Es deseable la existencia de pensadores diletantes?


Hablando de la creciente popularidad de Nietzsche, Miguel de Unamuno se la adjudica “a la decadencia de los estudios filosóficos, a la extensión del diletantismo” (De esto y de aquello, tomo II, p. 148). Pero yo me considero, y a mucha honra, un diletante de la filosofía; ¿caigo entonces entre los decadentes que menciona Unamuno? Siempre no. La palabra diletante proviene del italiano dilettante, que significa que se deleita. Ese es el sentido que yo le atribuyo a esta palabra cuando me considero yo mismo un diletante filosófico: una persona que estudia filosofía no para aprobar un examen ni para ganar dinero, sino por placer. La palabra tiene tres acepciones en el diccionario de la Real Academia Española. La primera habla de un “conocedor de las artes o aficionado a ellas”; la segunda, de una persona “que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional”. Esta segunda acepción es la que yo utilizo para definir a un diletante filosófico. Unamuno, en cambio, al hablar de la extensión del diletantismo le da a este vocablo una definición similar a la tercera acepción de la Academia: “Que cultiva una actividad de manera superficial y esporádica”. Una cosa es cultivar un campo del saber como aficionado, sin cobrar por ello, y otra muy distinta es cultivarlo de manera superficial y esporádica. Yo cultivo la filosofía como aficionado, sin duda, pero de ningún modo de manera superficial y esporádica. Siempre que puedo y que me dejan trato de quebrar la superficie y nadar hacia lo profundo, y si bien durante estos últimos años es verdad que filosofé de manera harto esporádica, en el balance general, en el promedio, creo tener más horas de filosofía que cualquier profesor con dedicación completa. Yo entiendo, en definitiva, que lo que separa a un diletante de un no diletante en lo que respecta a los estudios filosóficos es el profesionalismo, es el dedicarse a la filosofía por placer y no para ganarse la vida.
Los que simpatizan con Nietzsche --no todos pero en gran medida-- son diletantes en el sentido de que cultivan la filosofía de manera superficial y esporádica; yo soy diletante en el sentido de cultivar la filosofía por deleite y no por obligación o por dinero. Y este último modo de cultivarla, el diletantismo bien entendido, es el único que nos garantiza llegar a buen puerto, o al menos arrimarnos al muelle:

Nuestra facultad de pensar nos incita a plantear preguntas para las cuales nuestras respuestas se antojarán siempre insatisfactorias. ¿Por qué existo? ¿Por qué existe algo? ¿Porque hay algo más bien que nada? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿En qué consiste vivir bien? La filosofía se bandea incómoda entre la apertura de los interrogantes y la pretensión de haber hallado las respuestas. No pretendo trivializar estas preguntas. Tampoco aspiro a responderlas. La tesis que defiendo tiene que ver con la naturaleza de la actividad que, presumiblemente, ha de lidiar con tales interrogantes. No tiene aquí cabida un proyecto profesional, cuasicientífico. Si estoy en lo cierto, la filosofía es, por su propia naturaleza, un asunto de aficionados (Mattheu Stewart, La verdad sobre todo, p. 19).

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