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jueves, 21 de marzo de 2019

Pienso, existo, escribo


Escribir es, para mí, de una manera muy cruel para cualquier persona que esté a mi alrededor [...], lo más importante que hay sobre la Tierra [...]. Y por eso, temblando de miedo ante cualquier perturbación, me mantengo abrazado al escribir, y no solo al escribir sino también a la soledad correspondiente.
Franz Kafka, carta a Robert Klopstock, marzo de 1923

“Perdóname, Ophélia, pero yo debía escribir, debía solo escribir, no podía hacer otra cosa”, le dijo Pessoa —según Antonio Tabucchi— al amor de su vida como única explicación de su final distanciamiento. Pessoa representa fielmente al escritor fisiológico, a quien siente la necesidad de escribir de un modo parecido a como siente la necesidad de orinar. No meamos por placer sino para evitar que la vejiga nos moleste; y Pessoa no escribía por placer, sino porque si no escribía sus desasosiegos se incrementaban. Este tipo de escritores no son comunes, al menos entre los que cobraron fama. El único que podría equipararse a Pessoa en este sentido es Franz Kafka, quien, dirigiéndose, igual que Pessoa, a su amada, confiesa lo que para cualquier no escritor es un signo evidente de misantropía y sicosis:

Una vez me dijiste que te gustaría estar sentada a mi lado mientras escribo; pero date cuenta de que en tal caso no sería capaz de escribir […] nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe, […] nunca puede uno rodearse de bastante silencio […] la noche resulta poco nocturna, incluso. Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo. Acto seguido regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría de nuevo a escribir. ¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué profundidades lo sacaría! ¡Sin esfuerzo! Pues la concentración extrema no sabe lo que es el esfuerzo. Lo único que quizás no perseverase, y al primer fracaso, tal vez inevitable incluso en tales condiciones, no podría menos que hundirme en la más grande de las locuras: ¿qué dices a esto, mi amor? ¡No retrocedas ante el habitante de la cueva! (carta a Felice Bauer del 14/1/1913, citada por Ricardo Piglia en El último lector, p. 25).

“Difícil —comenta Piglia — encontrar algo más extremo. La torre de marfil suena frívola ante este sótano, y la isla de Robinson se puebla demasiado rápido. Esa forma de vida es la garantía de un uso del lenguaje absolutamente único”. Para escribir sin esfuerzo lo único necesario es la concentración extrema, y la concentración extrema solo es posible en el total aislamiento; coincido completamente.
Me viene a la mente un tercer ejemplo de escritor fisiológico: el Marqués de Sade, al menos como lo interpreta Geoffrey Rush en la película Letras prohibidas (Quills, 2000). Sentía tal necesidad de escribir este marqués pasado de rosca que cuando lo internaron en el manicomio y le negaron tinta y papel, escribió, al principio, en las sábanas de su cama con su propia sangre, y cuando ni esto pudo hacer ¡escribió en las paredes con su dedo como pluma y su mierda como tinta!... Escribía liviandades, pero no puedo menos que identificarme con este personaje a la hora de graficar mis ímpetus literarios.
Yo también escribo por necesidad, pero la escritura, en mí, y a diferencia de Pessoa, Kafka y Sade, no se constituye como un fin en sí misma, sino como un simple medio. La escritura es el medio imprescindible que necesito emplear para la consecución de mi más ansiado fin, que es pensar. Es verdad que hay ocasiones en que escribo por escribir y no para poder pensar, pero cuando escribo en serio, realmente en serio, utilizo la escritura como una simple y necesaria herramienta del pensamiento. Yo no sé pensar sin escribir. Es como si mis ideas, que moran en mi subconsciente (como las ideas de todo el mundo), necesitasen de la intermediación del papel y la lapicera para pasar de allí hacia mi conciencia. En mi Cita a ciegas escribí:

Si me encerrasen por diez años en una estrecha y solitaria celda, dándome previamente cantidad suficiente de papel y tinta, tal vez fuese yo un hombre relativamente feliz; pero si me encierran sin lápiz ni papel ninguno de donde atenazar mis pensamientos, ¡loco me volvería en unos pocos meses!

Soy como Kafka en su cueva, pero la locura me sobrevendría no por no poder escribir, sino por no poder pensar. A  Kwai Chang Caine lo encerraron cierta vez en un estrechísimo galpón, durante largos días, y solo se le acercaron para darle un pan (que no tocaba, por el calor que hacía ahí dentro) y un poco de agua. ¿Se volvió loco? Al contrario, salió más lúcido de lo que entró; tal es el poder de la contemplación mística. Pero yo de místico no tengo nada, soy pura racionalidad con una que otra intuición que se me cruza de vez en cuando, por eso necesito pensar constantemente, pedirme que ponga mi mente en blanco es como pedirle peras al olmo. Y como para pensar necesito escribir, la necesidad fisiológica, a simple vista, parece ser la escritura, pero no. Si me alcanzasen otra herramienta más útil para mejor pensar, dejaría sin dudarlo de escribir y me aferraría a ese otro artefacto o procedimiento.
Pessoa, Kafka y el Marqués dirían: escribo, luego existo; yo existo, como sugiere Descartes, solamente cuando pienso.

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