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sábado, 6 de julio de 2019

El señorío de la palabra

El lenguaje matemático ganó mucho terreno en las ciencias duras como la física, la química y la astronomía, mientras que en ciencias intermedias —ni tan duras ni tan blandas— se abre paso con lentitud. Consideremos, con George Steiner, la economía:

Los clásicos, Adam Smith, Ricardo, Malthus, Marshall, eran maestros de la prosa. Se apoyaban en el lenguaje para explicar y para convencer. A finales del siglo XIX empezó el desarrollo de la economía matemática. Keynes fue quizá el último en abarcar las ramas humanista y matemática de esa ciencia. Al comentar las aportaciones de Ramsey al pensamiento económico, Keynes indicaba que algunas de ellas, si bien de notable importancia, recurrían a unas matemáticas demasiado complejas para el lego o para el economista clásico. Hoy, el abismo se ha ampliado de manera impresionante; la econometría se está apoderando de la economía. [...] El alfabeto de la economía moderna ya no consta primordialmente de palabras, sino de cuadros, de gráficos, de cifras. El pensamiento económico más vigoroso del presente emplea los instrumentos analíticos y predictivos forjados en el análisis funcional de las matemáticas del siglo XIX (Lenguaje y silencio, pp. 35-6).

Steiner saluda este cambio de paradigma de la economía, porque la torna más predictiva, pero no muestra el mismo entusiasmo con otras ramas más maleables del saber que intentan matematizarse, como por ejemplo la historia:

Las ambiciones de rigor científico y predictivo han desviado gran parte de la escritura histórica de su verdadera naturaleza, que es el arte. Mucho de lo que hoy se presenta como historia es apenas legible. [...] Las ilusiones de la ciencia y las modas académicas tienden a transformar al historiador joven en un topo escurridizo y macilento que roe las minucias de un hecho o una cifra. Vive de la nota al pie de página y escribe monografías en un estilo lo menos literario posible, a fin de demostrar el alcance científico de su oficio. Uno de los pocos historiadores contemporáneos dispuestos a defender francamente la naturaleza poética de toda reflexión histórica es C. V. Wedgwood. Reconoce sin titubeos que cualquier estilo introduce la posibilidad de distorsión: «No hay ningún estilo literario que en un momento determinado no pueda divergir del contorno verificable de la verdad, cuya excavación y reconstrucción constituyen la tarea del investigador». Pero cuando esa excavación prescinde completamente del estilo o abriga la ilusión de una exactitud imparcial, entonces solo arroja luz sobre un puñado de polvo (ibíd., p. 35).


Y ni que hablar de los estragos que puede causar este intento —que se reduce a burda intentona— de tornar más precisa una ciencia si se lo extiende a la sociología:

Las tentaciones de las ciencias exactas aparecen de manera más flagrante en la sociología. Buena parte de la sociología actual es aliteraria o, más exactamente, antiliteraria. Está concebida en una jerga de vehemente oscuridad. Siempre que es posible, la palabra y la gramática del significado literario se sustituyen por el cuadro estadístico, la curva o el gráfico. Cuando tiene que ser verbal, la sociología pide prestado cuanto puede al vocabulario de las ciencias exactas. Puede hacerse una lista fascinante con tales préstamos. Consideremos solo los más destacados: normas, grupos, dispersión, integración, función, coordenadas. Todos tienen un contexto específico matemático o técnico. Fuera de ese contexto y metidas a iuro en un marco extraño, tales expresiones se vuelven borrosas y fatuas. Como esclavos amotinados, sirven mal a sus nuevos amos (p. 36).

Me viene a la mente, ante estas palabras de Steiner, aquel magnífico libro, desenmascarador como pocos de la charlatanería sociológica que se viste de ciencia exacta para impresionar a los imprudentes lectores: las Imposturas intelectuales de Alan Sokal y Jean Bricmont.
Llegamos por fin a nuestro suelo favorito, la filosofía, y al primer pensador filosófico que se dejó tentar por ese signo de su tiempo:

 La Etica representa el impacto formidable de las nuevas matemáticas en un temperamento filosófico. Spinoza percibía en las matemáticas ese rigor de la afirmación, esa consistencia y esa majestuosa confianza en el resultado que son la esperanza de toda metafísica. Ni siquiera la más rígida de las demostraciones escolásticas, con su cortejo de silogismos y de lemas, podía compararse con ese paso de axioma a demostración y a concepto nuevo que hay en la geometría euclidiana y analítica. Con una ingenuidad soberbia, Spinoza quería convertir el lenguaje de la filosofía en una matemática verbal. De ahí la organización de la Etica en axiomas, definiciones, demostraciones y corolarios. [...] Es un libro extraño, arrebatador, tan diáfano como las lentes que Spinoza pulía para ganarse la vida. Pero no produce nada, como no sea una imagen complementaria de sí mismo. Es una laboriosa tautología. A diferencia de los números, las palabras no contienen en sí mismas operaciones funcionales. Sumadas o divididas solo dan otras palabras, otras aproximaciones a su propia significación. Las demostraciones de Spinoza solo afirman; no pueden aportar pruebas (pp. 36-7).

Su intento estaba destinado al fracaso. La ecuación de la felicidad humana, y la del bien y la del mal, existen, pero necesitaríamos millones y millones de hojas de papel para escribir tanto signo y tanta cifra.
Existen ramas del saber en las que la palabra, con justa razón, se bate en retirada. En otras la palabra resiste, porque presiente que ahí está su casa, al menos por el momento. En la indagación histórica, en la moral, en las ciencias sociales —dice Steiner— la palabra debiera mantener su señorío. Si hasta las leyes de Newton necesitan ser pronunciadas, ¿cómo vamos a entregarnos al silencio ante alguna explicación que involucre algún valor más encumbrado?

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