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martes, 16 de julio de 2019

La hipótesis del Wittgenstein promiscuo


Nadie rebaje a lágrima o a furia
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez el halo y la lujuria.
Primera estrofa del Poema de los dones de Borges, levemente modificada

La Iglesia Católica impone a sus curas tres votos para poder realizar su tarea con efectividad y honor: el de pobreza, el de castidad y el de obediencia. Al cristiano primitivo le conciernen los dos primeros únicamente, porque solo se arrodilla ante Dios, jamás ante ningún ser humano que pretenda representarlo. De estos dos votos, Wittgenstein cumplimentó de manera efectiva el primero, pero desbarrancó una y otra vez frente al segundo. No lo digo en tono de reprimenda: tanto Tolstoi como yo sabemos lo difícil que es llevar a la práctica la continencia cuando se ha nacido con una sexualidad desbordada y a flor de piel.

Desde adolescente comprendió Wittgenstein que sus inclinaciones lascivas iban más para el lado de los hombres que de las mujeres. En Cambridge conoció a David Hume Pinsent, que fue su mejor amigo hasta que murió en un accidente de aviación durante la Gran Guerra, y se dice también, aunque no hay manera de probarlo, que fue su primer amante. Esta lista, la de sus amantes, es brevísima: David Pinsent (si es que lo fue), desde 1912 hasta su muerte en 1918; Francis Skinner, desde 1932 hasta 1941; Ben Richards, desde 1946 hasta la muerte de Wittgenstein en 1951. Los tres eran jóvenes veinteañeros. Tomando este dato como referencia podemos dar por sentado, con relativa seguridad, que Wittgenstein no supo, o no quiso, mantenerse casto, pero de aquí no se deduce en absoluto que fuera un desbordado sexual. Antes al contrario: tres parejas en cuarenta años indican más bien una moderación de apetitos que una exaltación del sexo[1]. El problema es que, al parecer, Wittgenstein no se conformaba con el aburrido sexo que le proporcionaba una pareja estable y salía una y otra vez de “cacería” en busca de presas apetecibles.

Todo comenzó, hasta donde se sospecha, en septiembre de 1919, justo después de que Wittgenstein abandonara sus posesiones y su propio domicilio, el Palacio Wittgenstein, yéndose a vivir a una pensión situada en el tercer distrito de Viena. Aquí cedo la palabra a su más famoso biógrafo:

Wittgenstein habría de encontrar en el tercer distrito, escogido por su conveniencia [estaba a solo diez minutos de camino del Palacio Wittgenstein], otra inesperada ventaja. Andando durante diez minutos en dirección este, [...] podía llegar rápidamente a los prados del parque del Prater, en donde jóvenes rudos estaban dispuestos a satisfacer su sexualidad. Una vez que encontró este lugar, Wittgenstein descubrió con horror que difícilmente podía apartarse de allí. Algunas noches, todas las semanas, salía de sus habitaciones andando el pequeño trecho que le llevaba al Prater, poseído, tal y como comentaría él a algunos amigos, por un demonio al que no podía controlar. Se encontró con que prefería mucho más al joven homosexual rudo e inculto con el que podía topar vagando por los caminos y callejuelas del Prater que aquellos otros, mucho más refinados jóvenes, que frecuentaban [...] los bares vecinos en el extremo del centro de la ciudad. Y era a este especial lugar [...] adonde Wittgenstein se apresuraba a ir siempre que vivió allí o visitó Viena. Del mismo modo, en sus últimos días en Inglaterra evitaba a veces a aquellos muchachos finos e intelectuales que se hubieran puesto fácilmente a su disposición, prefiriendo la compañía de jóvenes más ordinarios en los pubs de Londres (WB, pp. 51-2).

Dos meses después, en noviembre de 1919, Wittgenstein se muda a la casa de un amigo, alejada del Prater, y con esto elude sus apetitos, pero la pausa no duró demasiado: en abril de 1920 se vio forzado a volver al tercer distrito, pues la madre de su amigo se había enamorado de él. Se mudó todavía más cerca del Prater, y obviamente sufrió una recaída:

Fue durante este tiempo en el que se vio implicado en el comportamiento con más promiscuidad de su vida. [...] Refiriéndose a su modo de vida, escribió a su amigo Paul Engelmann [...]: “Las cosas me han sido de forma absolutamente miserable últimamente. Sin duda, solo a causa de mi propia bajeza y perversión. He estado pensando continuamente en quitarme la vida y todavía ahora me sigue asaltando ese pensamiento. Me he hundido hasta el fondo. ¡Ojalá no estés nunca en tal situación!” (WB, pp. 52-3).

Su voluntad, que había resultado tan inflexible a la hora de desprenderse de su dinero, era un dique de papel que no podía detener en ningún caso el maremoto de su lujuria. La única salida era el aislamiento. En su cuaderno de notas escribió:

La solución que tú ves al vivir está en el tipo de vida que haga desaparecer lo problemático. Que la vida es problemática quiere decir que tu vida no ha encontrado la forma de vivir. Debes cambiar, por tanto, tu vida y encontrar la forma de que desaparezca así lo problemático. [...] Coloca al hombre en una atmósfera inadecuada y nada funcionará como debe. Se mostrará enfermo en todas sus partes. Colócalo, sin embargo en su elemento adecuado y todo se desarrollará y aparecerá sano (citado en WB, p. 53).

Comprendió entonces que la clave para evitar el desastre era de naturaleza atmosférica. A partir de ahí

habría de buscar entornos o situaciones que satisficieran dos condiciones: alejarse de la tentación del contacto sexual fácil y casual con jóvenes en las calles o en otros lugares, y estar rodeado de jóvenes con los que pudiera entablar relaciones platónicas satisfactorias [...]. Así, desarrolló una serie de amistades íntimas con jóvenes bien parecidos, de maneras dulces y suaves [...]. Fue de esta manera, y en parte jugando ese juego, como muchos jóvenes, entre los que se incluyen algunos de sus amigos y estudiantes favoritos de Cambridge, entraron en su vida. [...] Su compañía le distraía y protegía de aquella soledad que él odiaba; soledad que le lanzaba al acecho, en la noche, a la busca del sexo. La otra estrategia que utilizó Wittgenstein para protegerse de sí mismo fue, simplemente, evitar las “áreas de peligro”, como son Viena, Manchester y Londres, en donde era fácil encontrar sexo accidental e impersonalmente sin dimensión alguna intelectual o espiritual: de ahí sus retiros, al modo conventual, a Noruega, a los alejados pueblos de Semmering, en la baja Austria, e incluso Cambridge.
[...] Así habría de vivir Wittgenstein. Vivía su vida en una especie de aflicción, por así decirlo, sin poder escapar completamente del sexo. Y es que a lo largo de toda su vida retornaron episodios que él consideró recaídas y durante los cuales se lanzaba a fugaces relaciones con jóvenes encontrados en el anonimato de la noche y a los que nunca volvería a ver de nuevo (WB, pp. 54-5).

Y lo peor, tal vez, era no poder contarle a nadie sus “pecados”, no poder confesarse. Lo intentó una vez, aunque solapadamente, a través de una carta a su amigo Engelmann fechada el 2 enero 1921:

¡He estado moralmente muerto durante más de un año! [...]. Soy uno de esos casos que quizá no resulten extraños hoy en día: tuve una tarea, no la llevé a cabo y ahora el fracaso está arruinando mi vida. Debería haber hecho algo positivo con ella, haberme convertido en una estrella del cielo. En lugar de eso he permanecido apegado a la tierra, y ahora me estoy extinguiendo gradualmente. Mi vida se ha vuelto realmente absurda, pues solo consiste en episodios fútiles. La gente que hay a mi alrededor no lo ha notado y no lo entendería, pero sé que tengo una deficiencia fundamental. Alégrate, si es que no comprendes de qué estoy hablando (citado en WB, p. 55).

Estaba hablando de su promiscuidad homosexual, pero de manera codificada; la vergüenza le prohibía ser más explícito. Para un aspirante a santo, educado al amparo de un férreo padre protestante, ser promiscuo era ya un gran problema, imaginémonos entonces la magnitud del inconveniente si a la promiscuidad a secas se le agrega el dato de ser practicada entre personas del mismo sexo[2].
Wittgenstein había leído a Otto Weininger, como casi todos los jóvenes instruidos de su tiempo y lugar. Weininger se había convertido en una figura de culto en la Viena de principios de siglo. Su libro Sexo y carácter pasó a ser un best seller de la época luego de que August Strindberg, en una carta publicada en la revista de Karl Kraus, lo describiera como “libro imponente, que probablemente ha solventado el más difícil de los problemas”. Fue reeditado veinticinco veces en el transcurso de veinte años y se tradujo a ocho idiomas. Pero lo que más prensa le dio a Weininger fue, sin dudas, su suicidio:

El suicidio de Weininger les pareció a muchos el resultado lógico del argumento del libro, y fue eso principalmente lo que lo convirtió en una cause célebre en la Viena de antes de la guerra. El hecho de que se quitara la vida no fue visto como una cobarde huida del sufrimiento, sino como un hecho ético, la valiente aceptación de una conclusión trágica. Fue, según Oswald Spengler, una «lucha espiritual», que proporcionó «uno de los más nobles espectáculos ofrecidos por la más reciente religiosidad». Como tal, inspiró un cierto número de suicidios imitativos. De hecho, el propio Wittgenstein comenzó a sentirse avergonzado por no haber osado matarse[3] (RM, p. 35).

La prédica de Sexo y carácter insiste una y otra vez en declarar las relaciones sexuales como algo sucio y corrompido, la otra cara, completamente opuesta, del verdadero amor. El futuro autor del Tractatus, con tan solo catorce años, asimiló este punto de vista y lo hizo suyo:

Wittgenstein se sentía incómodo no solo en lo que respecta a la homosexualidad sino en relación a la sexualidad misma. El amor, ya sea de un hombre o de una mujer, era algo que apreciaba muchísimo. Lo consideraba como un don, casi como un don divino. Pero, al igual que Weininger [...], distinguía claramente entre amor y sexo. La excitación sexual, tanto homosexual como heterosexual, le turbaba enormemente. Lo veía como algo incompatible con el tipo de persona que quería ser (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 43).

De ahí que siendo tan sexuado y no pudiendo evitar estos arrebatos, fantaseara con la solución que en aquel entonces estaba de moda. Tres de sus hermanos se habían suicidado, y los dos primeros, Hans en 1902 (se suicidó en La Habana[4]) y Rudolf en 1904 (en Berlín), al igual que Ludwig y Otto, eran homosexuales. Se suicidaron, comenta Reguera, “probablemente [...] por una homosexualidad no asumida frente a la que emergía —punitiva y solemne— una figura del padre muy estricta, de juez exigente e inmisericorde, que les persiguió hasta el escondrijo de su vergüenza” (op. cit. p. 40). Estaba todo dado, pues, para que el menor de los hermanos también se suicidara. Una y otra vez lo asaltó la idea, especialmente durante su juventud, cuando, tras haberse distanciado de la religión instituida, no lograba encontrar ningún tipo de paz espiritual; pero no lo hizo. Es verdad que admitió que en 1914 se había alistado como voluntario para coquetear con la muerte[5]; pero luego, ya de regreso a su país, y visto y considerando que la muerte no se había producido, pudo haber tomado él mismo cartas en el asunto. Después de haber optado por combatir en la guerra, no creo que le hubiesen faltado agallas para suicidarse si la desesperación lo hubiese sitiado completamente. Pero esta desesperación total nunca le llegó; ¿por qué?[6]
Weininger aconsejaba renunciar al sexo y mantener la castidad. La condición previa para todo desarrollo del espíritu y para el logro de una fuerza genial creadora era, según él, una abstinencia sexual completa[7]. Era homosexual, pero siempre se abstuvo de las relaciones carnales. Hans y Rudolf, que al igual que Weininger —según se sospecha— eran homosexuales no practicantes, terminaron sus días de la misma trágica manera. ¿Qué diferencia existió entre estos tres casos y el de Ludwig? ¿Por qué aquellos tres se suicidaron y Ludwig no? Yo tengo una hipótesis: evitó el suicidio, y la desesperación previa que lo posibilita, por el simple hecho de haber dado rienda suelta a su promiscuidad. Algo así opinaba también William Bartley:

Se ha solido decir que Wittgenstein vivió al borde de la locura. Es posible que aquellos “episodios fútiles” que se permitió de vez en cuando le dieran ese tipo de relajación que le ayudó a mantenerse sano y vivo. Weininger, después de todo, acabó suicidándose (WB, p. 56).

Bueno es mantenerse casto cuando la castidad es un ideal que no nos cuesta la vida. Si nos cuesta la vida, o la cordura, arrojemos la castidad al tacho de la basura y encaminémonos presurosos al Prater, que allí encontraremos no uno, sino unos cuantos jóvenes que sin estar doctorados en psicología, se encargarán de enderezarnos las ideas.


[1] Incluso varios de sus biógrafos afirman que de sus tres parejas, con la única que tuvo real actividad sexual fue con Skinner.
[2] También utiliza a su profesor y amigo para descargarse a través de veladas confesiones: "Mi vida está llena de los más feos y mezquinos pensamientos imaginables (esto no es una exageración) [...]. Estoy demasiado cansado de lo eternamente sucio y mediocre. Mi vida ha sido hasta ahora una gran cochinada" (carta a Bertrand Russell del 3 de marzo 1914, citada en RKM, p. 66). Luego, durante la guerra, se calificaría en su diario íntimo de pobre hombre, débil, desgraciado, miserable, pecador y gusano. En una posdata de una carta a Russell del 1/11/1919 (RKM., p. 73), le hace un pedido desesperado porque teme que la verdad salga a la luz: "Entre mis cosas hay una cantidad de cuadernos-diarios y manuscritos. ¡Deben ser TODOS QUEMADOS!". "Se horrorizaba enormemente —comenta Bartley (WB, p. 205)— ante alguien que penetrara en su vida personal”. Su intimidad era para él sagrada: ¡No juegues con las profundidades del otro!” (Aforismos, p. 63).
[3] De todas maneras escribió: “Sé que matarse uno mismo es siempre una cosa sucia” (citado por Anthony Kenny en Wittgenstein, p. 21).
[4] ¿Cómo puede alguien suicidarse en La Habana?
[5] En su diario íntimo, entrada del 12 de septiembre de 1914, anotó: "No tengo miedo de morir de un tiro, pero sí de no cumplir bien con mi deber. ¡Que Dios me dé fuerzas! ¡Amén, amén, amén!" (Citado por Whilhelm Baum en Ludwig Wittgenstein, p. 77). “Va a la guerra —afirma Isidoro Reguera— para coger talla personal frente a la cercanía de la muerte, en el enfrentamiento a algo duro de verdad y diferente a la tarea intelectual [...]. «Si me acobardo al escuchar los disparos, será señal de que es falsa mi visión de la vida.» «Tal vez la cercanía de la muerte me traiga la luz de la vida»” (Ludwig Wittgenstein, p.40).
[6] En 1918 estuvo a un paso del fatal desenlace: "Su tío Paul le disuade de la muerte cuando a finales de julio de ese verano lo encuentra por casualidad en penosísimo estado y aspecto en la estación de ferrocarril de Salzburgo dispuesto a tomar el tren para suicidarse en el magnífico escenario de Salzkammergut" (Isidoro Reguera, El feliz absurdo de la ética, p. 27). Es curioso que aquel estado de total depresión coincidiera con la fecha exacta de la redacción del Tractatus, que fue pasado en limpio allí, en la casa de su tío.
[7] (Nota posterior.) Véase también, en relación con este tema, unas páginas más abajo, la entrada del 30/4/19.

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