Hay
mucha gente que muere por causa del sida, pero la mayoría no muere por la
enfermedad misma sino por la idea que se hicieron de ella: “Los suicidios del
sida sobrepasan a las muertes en más de 100.000, según datos del CDC (Centro de
Control y Prevención de Enfermedades) en EE.UU de 1981 a 1998. Algo insólito en
la historia de las enfermedades humanas” (Luis Campos, La macroestafa del sida, p. 24). Y entre estos suicidas, gran
cantidad no son enfermos de sida, sino simples portadores de HIV, por lo que
resulta improbable que pudiesen desarrollar en el futuro la enfermedad. De
estos crímenes tendrá que dar cuenta alguna vez el aparato científico, que
magnificó una patología rara de tal manera que creó una vorágine de
desesperación en los seropositivos, desesperación injustificada la mayoría de
las veces[1].
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