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jueves, 14 de noviembre de 2019

Enfermedades infecciosas y enfermedades degenerativas


La guerra permanente contra los entes biológicos que han construido, regulan y mantienen la vida en nuestro planeta es el síntoma más grave de una civilización alienada de la realidad que camina hacia su autodestrucción.
Máximo Sandín

Reproduciré a continuación, para concluir estas lucubraciones (o mejor dicho, elucubraciones: la RAE cambió el criterio) relacionadas con el sida y con el dogma de la vacuna, una extensa explicación del doctor de Jaime Scolnik que nos alerta sobre los peligros de la vacunación indiscriminada y de la farmacología en general (citado por Carlos Casanova Lenti en El alimento integral y crudo como medicina, pp. 1094 a 1102):

La medicina alopática u oficial se ha embarcado en una carrera vacunista cada vez más alocada.
Ya no se conforma con la vacuna antivariólica, que se aplica en el mundo desde 1796, sino que pretende «salvar» a la humanidad de muchas otras enfermedades, tales como la difteria, fiebre tifoidea, tuberculosis, gripe, tétanos, tosferina, etc. etc., siempre por medio de vacunas.
Con estas últimas se pretende formar en la sangre del vacunado anticuerpos o antitoxinas específicos, es decir, sustancias capaces de destruir los microbios o anular la acción de sus venenos o toxinas.
Felizmente, en la mayoría de los casos fracasa la acción de las vacunas y el individuo contrae la enfermedad cuando llega el momento oportuno, produciéndose así la depuración o limpieza orgánica.
Cuando, para mayor desgracia del paciente, la vacuna produce su efecto, y la enfermedad infecciosa no puede declararse, se produce una serie de peligrosos trastornos fisiológicos debidos a la presencia en el organismo de las sustancias morbosas acumuladas, que no pueden ser eliminadas ni destruidas.
La naturaleza, entonces, al no encontrar la válvula de escape necesaria, efectúa un peligroso rodeo: frustrado el proceso agudo o febril, el único capaz de quemar o incinerar los desechos orgánicos, se inicia un proceso lento, tórpido, de descomposición orgánica, que acarrea las más tristes consecuencias. [...] Así se explica la disminución de las enfermedades agudas y el fantástico aumento de las enfermedades crónicas y degenerativas: cáncer, diabetes, enfermedades del corazón y de las arterias, nefrosis, enfermedades mentales y de la nutrición, etc. etc.
Las autoridades sanitarias, siempre las últimas en enterarse de los magnos problemas que les atañen, se limitan a expresar su asombro ante el cambio habido; la transmutación de la enfermedad aguda en crónica. No intentan siquiera explicar el fenómeno y sus posibles causas. ¿Para qué? Parece que eso no les compete...
Mientras tanto, la sociedad se ve cada vez más agobiada bajo el peso de los enfermos crónicos, que aumentan diariamente, y que constituyen un pesado lastre económico, biológico y social.
[...]
Como se ve, demasiado alto es el precio que paga la humanidad a cambio de los ilusorios beneficios que espera de las vacunas. Pues dichas enfermedades crónicas y degenerativas matan cada año muchos más enfermos que los que podrían matar en un siglo todas las enfermedades infecciosas juntas.
Está demostrado que los pueblos salvajes, que viven lejos de la civilización y sus males (entre los cuales está la vacuna), desconocen en absoluto el cáncer, la diabetes y demás enfermedades crónicas y degenerativas.
Grave como es el peligro representado por la vacuna en el orden físico, no termina ahí. Encierra aún otro peligro, pero de orden moral: deja subsistir en el pueblo la creencia errónea de que el sistema de vida que se lleva es indiferente y ajeno al problema de la enfermedad. Según tal idea, cada uno puede vivir como se le antoje: alimentándose irracionalmente, distribuyendo mal el tiempo para el trabajo y el reposo, haciéndose esclavo de todos los vicios (alcohol, tabaco, alcaloides, juego), etc., etc. La vacuna salvadora vendrá a absolverlos de sus pecados, echará un manto piadoso sobre todos los desvíos y errores, y los protegerá de la enfermedad. Y todas esas gangas sin hacer ningún esfuerzo y sacrificio, bastando recibir un simple pinchazo. ¡Qué maravilla!
Si es disculpable tamaño error en el público ignorante, no lo es en cambio en las clases ilustradas y cultas, que deberían demostrar mayor interés en el problema de la salud pública. ¿Qué decir entonces de los gobiernos y de la clase médica, cuya misión específica debería consistir en destruir esa ignorancia y señalarle al pueblo el recto camino? Pero ya revelaremos cuáles son las «poderosas causas» que les impiden proceder como es debido. Ya pondremos el dedo en la llaga...

La vacuna antivariólica
Antes del descubrimiento de Jenner, se practicaba la variolización, es decir, la inoculación con el virus de la viruela no modificado, con el fin de preservarse de esta enfermedad.
En 1776 Jenner observó que las personas atacadas accidentalmente de vacuna (enfermedad de las vacas o cow-pox) por contacto con los animales por razón de su profesión, eran refractarios a la viruela. Esa observación le indujo a tentar la transmisión de dicha enfermedad, llamada vacuna, con fines profilácticos, tomando pus de las manos enfermas de los ordeñadores e inoculándolo a personas sanas. En 1796 publicó las conclusiones a que había llegado.
Tal descubrimiento produjo gran revuelo y numerosos investigadores trataron de averiguar por su cuenta la verdad de los hechos, llegando a resultados diversos y contradictorios. Se suscitaron discusiones y polémicas, en que fueron severamente impugnadas las conclusiones de Jenner. Se publicaron numerosos casos en que la vacuna había fracasado y otros en que esta había acarreado complicaciones graves, incluso la muerte. Especial resonancia tuvo la muerte del hijo mayor de Jenner, quien falleció a consecuencia de una tuberculosis despertada por la vacuna que le inoculara su propio padre; razón que quizá indujo a este último a no vacunar a su segundo hijo, contentándose con aplicarle el antiguo procedimiento de la variolización.
Pero la suerte de la vacuna ya estaba echada. Los círculos médicos comprendieron perfectamente que el descubrimiento de Jenner les proporcionaba un arma poderosa de dominio, y no estaban dispuestos a dejársela arrebatar. Transformaron el asunto de la vacuna en un dogma científico, un artículo de fe, en el cual es forzoso creer, y que no es permitido discutir ni negar.
Desde entonces, hace ya más de un siglo y medio, la vacuna se aplica cada vez en mayor escala, con carácter obligatorio, en casi todos los países del mundo.
Aunque exponiéndose a ser excomulgados por la Inquisición Médica, los médicos conscientes, que felizmente siempre los ha habido, en ningún momento dejaron de denunciar los fracasos y peligros de la vacuna. [...]
Las enfermedades infecciosas en general y la viruela en particular, tienden a declinar desde hace mucho tiempo, aun antes del descubrimiento de la vacuna, en casi todos los países del mundo, por el mejoramiento de sus condiciones higiénico-sanitarias. Circunstancia que ha sido hábilmente explotada por los vacunistas, para atribuir a la vacuna un mérito que no posee. Por la misma razón ya expuesta, han declinado, hasta casi desaparecer, enfermedades mucho más graves que la viruela, como la peste, el cólera y la fiebre amarilla, contra las cuales no existe aún ninguna vacunación obligatoria.
[...]
Está comprobado que los pueblos que viven en excelentes condiciones higiénicas no son víctimas de la viruela, aunque no estén vacunados. Esa es la inmunidad o protección natural, de que hablábamos antes. En cambio, los que viven en condiciones higiénicas deficientes, son diezmados por la viruela aunque estén vacunados y revacunados.
Esa es la mejor demostración de que la vacuna antivariólica es innecesaria, además de ineficaz y peligrosa. [...]

El dedo en la llaga
Después de haber demostrado que las vacunas son ineficaces, además de innecesarias y peligrosas, se preguntará el lector: ¿Cómo es posible que los gobiernos continúen imponiendo la vacunación obligatoria? ¿Y los médicos, son acaso sordos y ciegos que la siguen practicando?
[...]
Muchos de ellos han visto los fracasos y los peligros de las vacunas. Hay algunos, inclusive, que han sentido en carne propia o en uno de sus seres más queridos esos perniciosos efectos. Se limitan a comentar el caso con algún colega de confianza o con los más allegados... y nada más. A lo sumo evitarán en lo sucesivo vacunar a los miembros de su familia.
[...]
Si alguien tuviera la honradez y valentía de hacerlo, ya se encargarían los demás colegas de ahogarle la voz y hacerle una política de aislamiento o conspiración del silencio. Eso le ocurrió, entre muchos otros, al profesor Dr. Friedberger, de la Universidad de Berlín, cuando se expidió en contra de la vacunación antitífica y anticolérica.
Hay que tener en cuenta, además, que cada vacuna obligatoria está sostenida por millones de pesos, en concepto de sueldos a médicos, vacunadores, practicantes, inspectores, etc. etc. Sin contar el capital que insumen los laboratorios en los cuales se preparan dichas vacunas, y que constituyen una próspera industria. Esa red o círculo de intereses creados tiene interés en que el negocio no decaiga, sino que siga adelante.
Si aparece algún caso sospechoso de viruela o difteria o fiebre tifoidea, etc., ponen el grito en el cielo, alarman a toda la población con el cuco de la enfermedad (nada más fácil que asustar a una madre) e incitan a todo el mundo a vacunarse. Para eso cuentan con variados recursos, entre los cuales el apoyo incondicional de la prensa mercenaria.
Los vacunistas no tienen ningún interés en que el pueblo abra los ojos y vea la realidad de las cosas. Al contrario. Cuanto más ignorante sea éste, más podrán medrar los primeros.
¿Para qué decirle al pueblo cómo debe vivir sano? ¿Para qué enseñarle a alimentarse racionalmente, abstenerse del alcohol, del tabaco y otros vicios? ¿Con qué objeto ilustrarle que, en caso de producirse algún foco epidémico, basta con el aislamiento riguroso de los casos sospechosos y la adopción de otras medidas de simple higiene, para conjurar el peligro? La industria de las vacunas no prosperaría así...
Ahora bien, estos señores instruidos en el dogma de la vacuna, y que directa o indirectamente tienen intereses creados en la misma, son los que asesoran a los hombres de gobierno, cuando estos les piden una opinión «científica». Ya es de imaginar la opinión que darán, siendo al mismo tiempo juez y parte.
[...]
La verdadera riqueza de la nación solo puede consistir en un pueblo sano, alegre y feliz, única forma en que podrá marchar hacia los más grandiosos destinos.
No obstante, los gobiernos en general prefieren explotar el vicio del pueblo, en vez de combatirlo. Así, centenares de millones de pesos se recaudan anualmente en concepto de impuestos al alcohol, tabaco y otros vicios, aumentando cada año en forma increíble esas entradas.
Sin embargo, el «negocio» que realiza el Estado es pésimo. Todo ese dinero se invierte después en la construcción y sostenimiento de hospitales, asilos, sanatorios, clínicas, institutos experimentales, cárceles y manicomios, que son sumideros o «pozos negros» donde van a parar legiones de desdichados con sus lacras físicas y morales.
Pero estos son simples paliativos. No se combate la enfermedad creando más hospitales, como no se combate la delincuencia creando más cárceles. Hay que ir directamente a la causa, para eliminarla de raíz. Solo así desaparecerán los efectos.
[...]
La primera y más urgente medida es estrechar filas, unirse, para pedir a los gobiernos la inclusión de una Cláusula de Conciencia en las leyes de vacunación, por la cual quede libre de ser vacunado todo aquel que por razones científicas o morales se oponga a tal práctica. Mientras no obtengamos esa Cláusula de Conciencia, no podremos alardear de verdaderamente libres.
      
Como bien dice Scolnik, cuando uno contrae una enfermedad aguda lo hace debido a que ciertas impurezas han penetrado en el organismo y lo atacan. ¿Cómo se defiende el organismo? Enfermándose. Cuando cese la enfermedad, será señal de que las impurezas han sido eliminadas. Pero ¿qué pasa si nos inoculamos una vacuna que impida que la enfermedad infecciosa se declare? Sencillo: si la vacuna produce el efecto buscado, la enfermedad no aparecerá, pero las impurezas, que solo una enfermedad aguda es capaz de eliminar, permanecerán en el organismo y lo atacarán por otro lado y con mayor virulencia. Y si nuevamente se impide con vacunas y drogas la necesaria patología, llegará un momento en que las impurezas, al no poder ser eliminadas, comenzarán a causar trastornos fisiológicos, y así una simple enfermedad aguda, que no comprometía seriamente ningún órgano vital, se habrá transformado en una enfermedad crónica o degenerativa que irremediablemente terminará con la vida del paciente. La misión del médico no es impedir la manifestación de la enfermedad, sino ayudar al enfermo a sobrellevarla lo mejor posible para que así desaparezca (en forma natural y no inducida) lo antes posible[1]. Por supuesto que es mejor ser una persona sana que no una enferma, pero si por uno u otro motivo la enfermedad toca nuestra puerta, es mejor hacerla pasar, soportarla por un tiempo y dejar que sola se vaya, porque si la quisiéramos erradicar con drogas y vacunas lo único que haríamos sería obligarla a esconderse dentro de nosotros, y dentro de nosotros reproducirse y violentarse bajo formas más groseras y peligrosas. La higiene interior y exterior y una mentalidad optimista son las únicas herramientas de que disponemos para librarnos de toda enfermedad. Hasta tanto la gente y en especial los médicos no entiendan esto, seguiremos aplicando vacunas y canjeando viruelas por cánceres de colon[2].



[1] (Nota añadida el 30/11/3.) El doctor islandés Harold Olafsen, un radical entre los radicales del naturismo curativo, afirma que la misión del médico no es ni esconder los síntomas de la enfermedad ni ayudar al enfermo a sobrellevarlos; para él, la enfermedad es la verdadera medicina del hombre: "El verdadero médico --dice-- debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades". Esta hipótesis --con la cual coincido parcialmente-- tiene un atractivo hipnótico que querría yo compartir con ustedes en la esperanza de que también los hipnotice. Pongamos entonces la frase de Olafsen en su contexto y dejemos que nos explique lo que a primera vista parece un desatino:
“Mi sistema tiene su origen en una profunda observación de la escuela hipocrática que los médicos, naturalmente, no han sabido ni revelar ni profundizar. Según Hipócrates, la salud es un metron, un equilibrio entre los opuestos, y el exceso de salud, es peligroso por cuanto denota la inminencia de la enfermedad. [...]
“El verdadero principio se enuncia así: La enfermedad es necesaria, en lo que respecta a la salud, a la perfección y a la duración del cuerpo humano. Aquel que está sano, tiene, como demuestra la experiencia, un mal escondido. Si el morbo se manifiesta es preciso respetarlo, no turbar su curso. Únicamente en los casos en que se excede y amenaza comprometer el equilibrio, es aconsejable inocular el germen de otra enfermedad que pueda contrarrestar o combatir la primera. Hahnemann, el fundador de la homeopatía, había entrevisto una parte de la verdad, es decir, que únicamente el morbo puede combatir el morbo. Pero se hallaba dominado, como los alópatas, por el viejo prejuicio de que la enfermedad debe ser extirpada, combatida, curada. Error difundido pero peligroso y muchas veces homicida.
“Es preciso persuadirse de que las enfermedades no son otra cosa que medicina. Son una válvula de seguridad, un vehículo de desfogamiento, una reacción contra los excesos de la salud, un precioso preventivo de la naturaleza. Deben ser acariciadas, cultivadas y, si es preciso, provocadas. Si un hombre persiste demasiado tiempo en una salud inquietante, es necesario someterle a una cura enérgica, es decir, transmitirle alguna enfermedad, aquella que mejor corresponda al equilibrio de su organismo. No ciertamente una enfermedad demasiado aguda; pero un acceso de fiebre es la salvación de los linfáticos y una buena crisis de anemia en necesaria a los pletóricos. [...] Que esta teoría es justa lo demuestra un hecho registrado por todos los historiadores: que los seres enfermizos viven bastante más tiempo que los robustos. ¡Desgraciado el hombre que no está nunca enfermo! De ordinario, la naturaleza provee, pero si no obra es preciso el médico para reparar la falta. Por tanto, solo en dos casos debe intervenir la Medicina racional: para dar una enfermedad a los sanos obstinados o para darla a los que están enfermos, bien para atenuar o para reforzar otra enfermedad contraída naturalmente. En una palabra, el verdadero médico debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades. Únicamente con este método se puede tutelar la vida de los hombres. El viejo concepto del médico que se esfuerza en hacer desaparecer los síntomas de la enfermedad ha pasado a la historia, pertenece a la fase barbárica de la Patología. El único motivo por el que los médicos ordinarios persisten todavía es la cobardía humana. Los hombres temen el dolor, no quieren sufrir, y entonces recurren a esos farsantes que se vanaglorian de hacer cesar los sufrimientos y que tal vez consiguen adormecerlos verdaderamente por medio de drogas benéficas y maléficas. No saben esos desgraciados que el dolor, incluso el físico, es necesario al hombre lo mismo que el placer, como la enfermedad es necesaria lo mismo que la salud. Pero puede haber un exceso de morbo --peligroso lo mismo que un exceso de salud--, nosotros podemos y debemos intervenir únicamente para oponer una enfermedad nueva a la que se haya instalado en el paciente. [...]
“Conmigo únicamente comienza la época de la Medicina realista y sintética. Pero hasta ahora no he conseguido convencer más que a muy pocos, y éstos no pueden, desgraciadamente, ejercerla porque no son médicos. Pero mi gran principio --la enfermedad como medicina-- pertenece al porvenir” (Citado por Giovanni Papini en Gog, pp. 203 a 205).
[2]  Para quienes, como yo, están en contra de las vacunas y las drogas curativas más por una cuestión ética que médica, agrego el dato que dice que miles de animales (incluida la especie humana) han sido y son torturados y asesinados en laboratorios de investigación a los efectos de probar la eficacia de vacunas, drogas y otros compuestos químicos destinados a mantener "saludables" a las personas capaces de adquirirlos. El día que la industria farmacológica logre llevar a cabo sus experimentos sin necesidad de causar dolor a terceros será el día en que la ética deje de sugerirnos no ingresar a una farmacia --aunque la ciencia médica, la verdadera ciencia médica, creo que se mantendrá firme al afirmar que la salud física y espiritual del hombre nunca podrá cultivarse o recuperarse mediante frasquitos con píldoras.

1 comentario:

  1. He leído barbaridades peores.
    Este artículo es una sarta de despropósitos sin pues ni cabeza

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