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miércoles, 11 de diciembre de 2019

De Quincey

De Quincey. A nadie debo tantas horas de felicidad personal.

En su célebre autobiografía Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), Thomas de Quincey va explicando, paso a paso, su apego a esta sustancia. Cuando llega al capítulo en que comienza propiamente su adicción (“Introducción a los dolores del opio”), aclara que esta no se debió a su falta de voluntad como sucede en los drogadictos corrientes. Sucedió que le sobrevino una irritación tan aguda en el estómago, y que no cesaba con el correr del tiempo, que no le quedó otro camino más que consumir opio diariamente como anestésico. Pero teme de Quincey que el lector no le crea y lo tome como uno más de aquellos individuos poco firmes intelectualmente que no saben dosificar correctamente los productos adictivos, personas manejadas por una sustancia. Esclavos, en definitiva. De ninguna manera: un filósofo (así se autoproclamaba) no podría caer en esas miserias. Y como él, en definitiva, se convirtió en un adicto, necesita aclarar que su adicción, dadas las circunstancias descritas, no podía ser evitada ni por su voluntad ni por su inteligencia. ¿Le creerá el lector? De Quincey duda. No quiere que su reputación de alto intelectual quede mancillada, pero tampoco quiere aburrir con una descripción pormenorizada de los malestares que lo llevaron a consumir opio de manera desmedida, entonces vacila entre explayarse o no explayarse sobre estos pormenores, y de resultas de esta vacilación aparece este párrafo que me hizo entender por qué Borges lo admiraba tanto:

 Aquí me enfrento a un intrincado dilema: o bien agotaré la paciencia del lector narrando mi enfermedad y mis esfuerzos por curarme con los detalles que sean necesarios para convencerlo de que me era imposible seguir luchando con la irritación y el dolor incesantes; o, de otra parte, si no me detengo en este momento crítico de la historia, perderé la ventaja que sería dejar en el lector una impresión más fuerte y me expondré a una falsa interpretación de los hechos, según la cual fui avanzando, con los pasos fáciles y graduales de las personas sin voluntad, de la primera a la última fase en la costumbre de comer opio (y en vista de lo que ya he confesado, la mayoría de los lectores estarán secretamente predispuestos a tal error). Este es el dilema: el primero de sus cuernos bastaría para coger y echar por tierra a toda una columna de lectores pacientes, aunque formaran de dieciséis en fondo y constantemente acudiesen nuevas huestes al relevo: no cabe pensar en ello. Lo único que me queda es postular lo que sea necesario para mi propósito. Te ruego, amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese demostrado a costa de tu paciencia y de la mía. No seas tan poco generoso como para negarme tu aprecio a causa de mi propio comedimiento y de mi respeto por tu tranquilidad. No; cree todo lo que te pido, o sea que no era posible resistir más; créelo con liberalidad, en un acto de gracia, o bien por simple prudencia, ya que de no ser así en la próxima edición, corregida y aumentada, de mis Confesiones del Opio, te obligaré a creer y a temblar y, à force d'ennuyer, a pura fuerza de bostezos, aterraré a mis lectores para que no vuelvan a atreverse nunca a poner en tela de juicio una aseveración que yo tenga a bien formular.

¿Le creemos o no le creemos? No importa. Lo que realmente queríamos saber ya lo averiguamos: Thomas de Quincey era un magnífico escritor.

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