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viernes, 13 de diciembre de 2019

El valor de las mortificaciones según De Quincey

No, de estoico no tenía nada De Quincey. Consideraba al estoicismo una filosofía inhumana que le era tan insoportable “como el opio sin hervir”. Estaba dispuesto a sufrir… si alguien le aseguraba, si alguien le certificaba de puño y letra que sus esfuerzos no iban a ser en vano y que serían recompensados:

Quien me invite a despachar una carga de sacrificios y mortificaciones en un crucero de perfeccionamiento moral habrá de probarme claramente que la empresa tiene esperanzas de éxito. No cabe suponer que a mi edad (treinta y seis años) me sobra mucha energía; de hecho, creo que es muy poca la que me queda para las labores intelectuales que traigo entre manos; nadie se imagine que con unas cuantas palabras duras me asustará tanto como para hacerme embarcar una parte de ella en desesperadas aventuras de moralidad (Confesiones de un inglés comedor de opio, p. 48).

A estas palabras opongo las mías, vertidas en una época (1997) en la que me sentía estoico (al menos en la teoría): “El dolor siempre fue considerado uno de los más grandes enemigos de la humanidad, y para algunos --entre los que me incluyo--, su conquista significaría el paso más grande dado por el hombre desde que pisó la tierra. Pero ¿qué pasa entonces con esos combatientes del dolor que se enfrentan a él quejosos y malhumorados? ¿Acaso no saben que son la vanguardia de la humanidad, la línea de defensa del mundo todo? Para un auténtico caballero, para un caballero de ley, la magnitud del enemigo lo es todo. Cuanto mayor es su potencia, mayor es su deseo de enfrentarlo. Si los soldados marchan a la guerra por propia voluntad, decididos y orgullosos, a enfrentarse con otros soldados no más poderosos que ellos y por motivos estúpidos, ¡cuánto más orgulloso y decidido debería marchar el sufriente a enfrentarse con su dolor, el más digno enemigo del mejor guerrero, y por una causa que trasciende hasta su propia supervivencia como lo es la de demostrarse a sí mismo su poder venciendo, o cuando menos luchando sin escapar, que ya es demasiado, y regresando a casa con tanta gloria como ningún combatiente de ningún ejército jamás ha tenido! Si Don Quijote viviese, tal como de algún modo vive en cada uno de nosotros, dejaría de lado sus monstruosos gigantes y, montando en su fiel Rocinante, galoparía sin vacilar hacia las entrañas mismas del dolor y le clavaría su lanza justo entre los ojos. ¡Así se comporta un Caballero ante los molinos de viento!”

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