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lunes, 9 de marzo de 2020

Kant y el progreso espiritual


Se preguntaba Kant, sobre el final de su vida y a tono con el espíritu de la modernidad, si el género humano, bajo el aspecto moral, progresaba continuamente. La experiencia le ofrecía datos inciertos y ambiguos, y en su sentir continuaría de ese modo a menos de poder mostrarse un hecho que atestiguase la existencia en la naturaleza humana de una disposición moral, de una propensión hacia el bien. Este hecho creyó encontrarlo Kant en el entusiasmo general provocado en toda Europa por la Revolución Francesa:

Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular tal cantidad de miseria y de crueldad que un hombre honrado, si tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir un experimento tan costoso, y, sin embargo, esta revolución, digo yo, encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están complicados en el juego) una participación de su deseo rayana en el entusiasmo [enthusiasmus], cuya manifestación, que lleva aparejado un riesgo, no puede reconocer otra causa que una disposición moral del género humano (Immanuel Kant, “Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor” (1798), incluido en Filosofía de la historia, pp. 105-6).

Yo coincido con Kant, y con la modernidad en general, en que la moral de los pueblos y de los individuos progresa constantemente, en un sentido estadístico y en gráfico de serrucho, hacia el bien y hacia el amor, y hace unos años intenté demostrar este juicio de manera más o menos científica, fracasando en el intento pero no por ello abandonando la hipótesis (véase la entrada del 21/5/11). Ahora bien; el fenómeno que toma Kant para certificar esta evolución, y que considera un ejemplo de la disposición moral de la especie humana, es para mí más bien lo contrario: un ejemplo de la retrogradación, del regreso a la barbarie. Es verdad que, como dice aquel eslogan kantiano que tanto se ha popularizado, nada que valga la pena puede hacerse sin entusiasmo, y que a los revolucionarios franceses el entusiasmo les sobraba, pero con el solo entusiasmo no se construyen los acontecimientos que hacen progresar el universo de la ética. Hay entusiasmos y entusiasmos, y el de los revolucionarios franceses, si bien al principio fue un entusiasmo ingenuo, terminó por entusiasmar a Robespierre, a Napoleón y a tantos otros, con las consecuencias que ya conocemos. No, la Revolución Francesa no fue lo que Kant sospechaba sino lo contrario: una prueba de que aún existe en la naturaleza humana una disposición hacia la maldad y hacia el egoísmo[1].


[1] "Si algo hemos aprendido desde entonces —comenta Alejandro Oliveros en alusión al anterior pasaje kantiano—, es a desconfiar de ese “pueblo lleno de espíritu”, cuyo entusiasmo termina convertido en apoyo sectario a los más oscuros intereses, como ocurrió en Rusia y Cuba y ahora sucede en Venezuela. Porque «el sueño de la razón, produce monstruos»” ("El juicio de Kant", artículo disponible en internet).

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