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jueves, 12 de diciembre de 2024

Aristóteles y el libre albedrío

 

Si hay un pensador que respetó como ninguno el dictado del sentido común, ese fue Aristóteles. El hombre común considera que los objetos que aparecen a su alrededor existen efectivamente, y existen tal cual él los percibe. La mesa sobre la que come, la silla en la que se sienta, son 100% reales y no dependen de la percepción de nadie para cobrar existencia. Su materia es real, su forma es real, hasta sus colores y olores pertenecen al objeto mismo y no a nuestro aparato sensitivo. Esto es lo que piensa el hombre común, y contra Platón, que pensaba lo contrario, se erige Aristóteles con aplauso de casi todos, pues casi todos no pueden comprender cómo los objetos que percibimos sean otra cosa que lo que percibimos. Y después está el tema del determinismo y el libre albedrío, en el que Aristóteles, una vez más, se recuesta en el sentido común de las masas, que no tienen la menor duda de que lo que hacen lo hacen por propia voluntad, sin estar impelidos por ninguna causa que caiga fuera de su control. Y así como Kant —que no era un pensador que se guiara por el sentido común— imaginó el accionar libre del ser humano como una causa incausada, es decir, como algo que surge de la pura espontaneidad del cerebro del individuo actuante, Aristóteles había examinado ya de manera similar la cuestión, adelantándose al célebre pensador alemán por dos mil años:

 

En la Metafísica leemos que podemos recorrer hacia atrás una cadena de causación necesaria hasta cierto punto, pero no más. Este punto es una causa que no tiene causa. Existen ya condiciones que hacen que necesariamente todo hombre deba morir, pero que deba morir de enfermedad o por violencia no es cosa todavía determinada, y solo será determinada cuando una causa incausada un acto de elección haya llegado a ser (William Ross, Aristóteles, p. 98).

 

No cree que todos los acontecimientos dentro del universo ocurren con estricta necesidad: “Que hay principios y causas que pueden generarse y destruirse, sin [un proceso de] generación y destrucción, es evidente. De no ser así, todas las cosas sucederán necesariamente” (Metafísica 1027a 30). Aquí da el ejemplo que menciona Ross, el de alguien que morirá por enfermedad o violentamente, no se sabe, pero ninguna de estas dos muertes, sea cual fuere la que ocurra, se producirá ineluctablemente, sino que dependerá de las decisiones que tome el individuo que va a morir. En otro de sus trabajos retoma la idea respecto de que algunos acontecimientos no son necesarios; solo podemos decir de ellos “que están a punto de ser”, no que “serán”:

 

En efecto, si es verdadero decir que algo será, deberá ser verdadero en algún momento decir que eso es, mientras que si ahora es verdadero decir que algo está por ser, nada impide que no llegue a ser; así, uno podría no caminar, aunque ahora «esté por» caminar (Acerca de la generación y la corrupción 337b). [Madrid: Gredos, 1987]

Que Aristóteles no tenía una concepción clara de una ley universal de causalidad se comprueba, por ejemplo, cuando toma resueltamente partido contra la concepción socrática según la cual nadie es voluntariamente malo, porque esto implica que la acción sigue con estricta necesidad el estado de nuestra creencia:

 

Siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso []. Decir que nadie es voluntariamente malvado ni venturoso sin querer, parece en parte falso y en parte verdadero: en efecto, nadie es venturoso sin querer, pero la perversidad es algo voluntario. O, de otro modo, debería discutirse lo que acabamos de decir, y decir que el hombre no es principio ni generador de sus acciones como lo es de sus hijos (Ética nicomáquea 1113b 9-18).

 

En síntesis: Aristóteles “comparte la creencia del hombre ordinario en el libre albedrío, pero no ha examinado el problema muy cuidadosamente y no se ha expresado de modo muy coherente” (Ross, Aristóteles, p. 241). Agrego yo que expresarse coherentemente, y con altura filosófica, en favor de la hipótesis del libre albedrío es algo que no he visto sino en contadísimas ocasiones.