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viernes, 10 de septiembre de 2010

El eudemonismo de Jeremy Bentham (tercera parte)

No os figuréis que los hombres moverán la punta del dedo por serviros, si no tienen ventaja en hacerlo; esto jamás ha sido, ni será, mientras la naturaleza humana sea lo que es (ibíd., tomito 3, p. 6).

Correcto, excepto cuando se actúa por instinto, privilegiando así, por un mecanismo genético, el bienestar del grupo, de la especie o de la vida en general por sobre la tranquilidad del propio individuo. (Puede verse al respecto mi definición del instinto de riesgo utilitario en mis anotaciones del 5/9/97, resumidas en la nota 3 de la sección II de este Apéndice.)

No hagáis mal a nadie de cualquier modo o en cualquier cantidad que sea, si no es en vista de algún bien mayor especial y determinado (III, p. 71).

Se puede actuar malamente buscando un bien mayor, y admito que tal bien mayor puede surgir de aquel acto malvado, pero así como surgirá el bien mayor de un mal menor, así también surgirá el mal superior del bien mayor causado por el mal que inició el proceso. Es el efecto búmerang a la inversa.

Interrumpir al que habla de una manera directa y abierta, es manifestación de menosprecio y desestima, de que es preciso guardarnos con el mayor cuidado. Es una ofensa intolerable, que cambia en pena el placer de la conversación, y que produce molestia bastante aun para provocar la reacción del mal querer (III, p. 106).

Tengo un gran amigo llamado Gastón Corbata que suele incurrir en este molesto proceder. Si estás leyendo esto --cosa que dudo--, te pido desde aquí que moderes tu manía interruptora --cosa que dudo que haga, pues ya se lo hemos pedido varias veces y ni caso que hace--. La gente con la que puedo sostener una conversación prolongada es escasísima (sólo Gastón), y si encima esta gente tiene la costumbre de pisotear mi tambaleante oratoria[1], es fácil deducir que el placer que proporciona el diálogo ameno no ha sido concebido para mi disfrute.

Evitad las palabras de pésame a las personas que están de luto por la muerte de sus amigos. Los pésames lo mismo que el luto son cosa funestas. Los hombres, y sobre todo las mujeres no hacen sino aumentar su dolor, haciéndose un deber o un mérito de manifestarlo. Si se renunciase al uso del luto, se excusaría al mundo gran suma de sufrimientos. Hay naciones salvajes o bárbaras que se regocijan en los funerales de sus parientes; en este particular saben más que las naciones civilizadas (III, p. 110).

El capítulo de Alf en el que llega de visita el tío Alberto es toda una lección de moral a este respecto[2].

Cuando creáis notar estupidez en alguno, no uséis de aspereza en vuestras observaciones (III, pp. 115-6).

¡Pero a veces es tan difícil contenerse!...

Si en presencia vuestra se dirige un ataque contra vos, por insultante que sea, sobre todo si es delante de testigos, tratadlo, si os parece, con indiferencia manifiesta, o riendoos, o o chanceandoos, según la ocasión. Cuanto más insultante es el ataque, tanto es más ignominioso para el que lo emplea, y tanto más eficazmente será rechazado: él se verá contrariado, humillado, mas no irritado, y su hostilidad contra vos no se aumentará; y puede tal vez que la desarméis (III, p. 116).

Al mundo lo salvará el amor y el humor.

Vamos a presentar al lector algunas circunstancias, que aunque productivas de mal real de la especie de que se trata, no han sido observadas bastantemente, como lo acredita la experiencia.
Tratemos primeramente de la molestia cuyo asiento reside en el olfato. La más evidente es la que produce la emisión de gas por el canal alimenticio.
Dicha emisión, en cuanto proviene de la parte inferior de este canal, es casi siempre voluntaria, de modo que en tesis general, la inflicción de su molestia es premeditada. El individuo que la causa, puede abstenerse. En la producción de ella, aunque el sentido sea el asiento inmediato, la imaginación hace el principal papel; el mismo olor que emanado de nuestro cuerpo, no nos causaría la menor molestia, se nos hace insoportable cuando emana de cuerpo ajeno; y la molestia puede mitigarse o agravarse por una variedad de circunstancias relativas a la persona del individuo cuyo cuerpo es el origen (III, pp. 123-4).

Todo esto es muy cierto, pero ¿qué hacer cuando en una reunión formal sentimos la presencia de un gas intestinal deseoso de ganar el cielo? ¿Lo reprimimos? No, pues la no evacuación de este tipo de gases contribuye a generar mil y una enfermedades, incluyendo el temido cáncer. Lo moralmente correcto sería dirigirse presto al anfitrión, o a quien tengamos enfrente, y espetarle lo siguiente: "Excusemuá, ingeniero Arizmendi. Me voy a retirar a un lugar apartado porque tengo un pedo en la puerta, pero enseguida regreso al grupo a retomar esta exquisita y cálida conversación". Quien tenga el valor y el sentido del humor necesarios para tal maniobra, o es un patán, o es un ser humano excepcionalmente agradable.

La facultad de impedir las emanaciones desagradables de la boca no puede poseerse tan extensamente; pero se tiene la facultad absoluta de reglarlas de manera que sean inofensivas para otro. La eructación que no siempre se puede reprimir, se hará menos desagradable a los demás, dándose a los miasmas dirección tal, que no puedan llegar a nadie; hacer de modo que el aire salga en dicha dirección, por un lado de la boca, y por la menor abertura posible, de suerte que nadie lo note (III, pp. 124-5).

Al igual que con los pedos, ¡nunca reprimáis un eructo! Una correcta digestión, y en consecuencia la salud toda, os va en ello. (¡Y es tan hermoso su sonido en boca de quien sabe madurarlo!)

En virtud del principio de la asociación de las ideas, todo sonido que tiene por efecto renovar la idea de una sensación desagradable a otro sentido, por ejemplo al olfato, no podría menos de repugnarnos por sólo este motivo.
En razón de la facultad simpática, la boca y la nariz pueden ser afectadas desagradablemente por intermedio del oído (III, p. 126).

Pero evocando también la facultad simpática, ¿no es simpático el recurso humorístico de imitar con la boca, o con la concavidad de la palma de la mano bajo la axila, el sonido del pedo? Si es verdad que el humor alegra la vida (y en consecuencia la moraliza), me arriesgo con gusto a que cincuenta sientan desagrado si logro en uno solo despertar una carcajada.

Vemos en el periódico l'Examiner, un ejemplo del modo con que pueden aplicarse dichos principios a las otras ramas de la moral usual.
«Modos de comer que desagradan a las personas bien educadas: hacer ruido con el tenedor y cuchillo, hacer chasquear los labios uno contra otro, hacer oír el ruido de los líquidos al tragarlos, mascar con estrépito, comer con precipitación. Hay algunos a quienes tales cosas no parecerán importantes; sin embargo lo son, porque no solamente indican sentimientos groseros en los que se las permiten, sino que contribuyen a hacer su compañía desagradable a las personas bien nacidas, y deben por consiguiente causarles grave perjuicio en su comercio con la sociedad» (III, pp. 130-1).

Aconsejo a quien desee valorar a sus amistades proceder de todos los modos antedichos en su presencia. Los "bien nacidos" que sientan repugnancia, se harán notar enseguida; los "mal nacidos" que no se interesen por esas menudencias, o que se mueran de risa con ellas, se harán notar más todavía. Los cartones se irán por donde vinieron, y nos quedaremos con nuestros verdaderos (y ruidosos) amigos.

Nada hay más funesto en el mundo que la admiración que se prodiga a los héroes. Cómo hayan podido los hombres llegar al punto de admirar lo que la virtud debe enseñarnos a detestar y menospreciar, es uno de los testimonios más dolorosos de la debilidad y locura humana. Parece que los crímenes de los héroes los absuelve su extensión misma. Gracias a las ilusiones con que han envuelto sus nombres y acciones la reflexión y mentira, no se forma una idea justa de todo el mal que hacen, de todas las calamidades que producen. ¿Será acaso por serlo tan grande que excede a toda estimación? Leemos que en una batalla han muerto veinte mil hombres, y nos contentamos con decir: He aquí una victoria bien gloriosa. Veinte mil hombres, diez mil hombres, ¿qué importa? ¿Qué tenemos que ver con sus sufrimientos? Cuanta más gente ha caído, más completo es el triunfo. Y en la grandeza del triunfo es donde se funde el mérito y la gloria del vencedor. Nuestros profesores y los libros inmorales que nos ponen en las manos, nos han inspirado hacia el heroísmo un afecto singular, y el héroe lo es tanto más, cuanto más hombres ha hecho morir (III, pp. 142-3).

¿Cómo evitar el lavado de cerebros que se les hace a los chicos en la escuela? ¿Cómo explicarles que San Martín era un cretino?

Tiempo vendrá sin duda en que será necesaria toda la autoridad de los testimonios de la historia, para hacer creer a las generaciones mejor instruidas, que en una época llamada de ilustración, han existido hombres a quienes la aprobación pública honró en razón de la desgracia que causaron y de los crímenes que cometieron. Se necesitarán nada menos que las pruebas más auténticas, para persuadirles que en los tiempos pasados, se han hallado hombres juzgados dignos de recompensas nacionales, que por un corto salario se obligaban a cometer todos los actos de pillaje, devastación y homicidio que les mandasen. Aún más se indignarán, cuando sepan que estos mercenarios, estos asesinos de hombres, han sido reputados eminentes e ilustres, que les han tejido coronas, elevado estatuas, y se han agotado en su elogio la elocuencia y la poesía. En aquellos tiempos mejores y más dichosos los hombres sabios y buenos se apresurarán a condenar al olvido, a denigrar con una ignominia universal gran número de actos, que nosotros calificamos de heroicos, al paso que coronarán con aureola de verdadera gloria a los creadores y propagadores de la dicha de los hombres (III, pp. 143-4).

Pero no desprestigiemos ni descartemos una palabra tan bella como “heroísmo” por la sola razón de que hoy no se la emplea correctamente. El héroe del mañana será quien arriesgue o pierda su vida para salvar la vida o evitar el dolor de otros seres vivos --y en esto se parecerá mucho al héroe actual--, pero evitando por todos los medios cumplir este fin a costa de la muerte o el dolor de otros seres que no le interesen o que se opongan a sus ideas. Un heroísmo así es mucho más complejo que el de Atila, lo cual es coherente con la idea de la evolución del universo, que va desde lo simple a lo complejo. Además, yo no dije que fuera fácil...

Decir: «Creed a esta proposición más bien que a esta otra», es decir: haced todo lo posible para creerlo. Todo pues lo que un hombre puede hacer para creer una proposición, es desviar y rechazar las pruebas que le son contrarias. Porque cuando todas las pruebas están igualmente presentes a su espíritu, y son de su parte objeto de atención igual, no está en su mano creer o no creer. Es el resultado necesario de la preponderancia de las pruebas de un lado de la cuestión sobre las contrarias (III, pp. 145-6).

La fe, o sea la creencia, está necesariamente de acuerdo con el razonamiento del individuo creyente, por lo que no hay nada de cierto en suponer que alguien pueda creer en una hipótesis en contra de lo que le dice su razón. Lo que sí puede suceder es que alguien crea en la veracidad de una hipótesis y a la vez desee que esta hipótesis sea incorrecta. Ya expliqué cómo creo que funciona el deseo científico en mis anotaciones del 4/12/98; no voy a extenderme de nuevo sobre lo mismo puesto que mis actuales pensamientos al respecto no difieren de los de aquel entonces[3].

Cuando un hombre está convencido de la inmoralidad de otro, el efecto que tal juicio produce naturalmente sobre él es una afección decidida de antipatía, más o menos fuerte según el carácter del individuo. Desde luego sin cuidarse mucho de medir la cantidad exacta del castigo que conviene imponer, aprovecha cuantas ocasiones se ofrecen de expresar respecto al delincuente sentimientos de odio y menosprecio; y obrando así, cree dar a los demás una prueba auténtica de su horror al vicio, y amor a la virtud; cuando en realidad no hace más que satisfacer sus afecciones disociales, su antipatía y orgullo (III, p. 157).

Ya lo dije muchas veces pero no me cansaré de repetirlo: cuanto más aborrecemos el crimen, más amamos a los criminales.

Venir a hablarnos de placeres, de que no sean instrumentos los sentidos, es lo mismo que hablar de colores a los ciegos, de música a los sordos, y de movimiento a lo que carece de vida (III, p. 161).

Los sentidos son siempre los instrumentos del placer, pero no siempre son su residencia. Los sentidos generan el placer, pero hay placeres que una vez generados se independizan del instrumento que les dio vida. Esta dependencia o independencia marca la diferencia entre los placeres sensuales y los espirituales. Y por otra parte, no descarto que puedan existir placeres espirituales puros, que nazcan con independencia de los sentidos. Pues en la hipótesis de que pudiese nacer una persona ciega, sorda, sin olfato, sin sentido del gusto y sin percepción táctil de ningún tipo en todo su cuerpo, ¿alguien me garantiza que tal persona nunca podría emocionarse?

Si se ofrece ocasión de hablar de las acciones meritorias de vuestro interlocutor, dadle todos los elogios y encomios que autoriza la verdad (III, p. 167).

En mi país a esta gente la llamamos chupamedias, o absorbecalcetines, que suena más refinado. A las personas admirables los elogios hay que brindárselos por atrás, nunca en su propias caras. ¿Por qué? Pues porque si la persona es realmente admirable, no estará interesada en nuestros elogios, con lo que habremos perdido nuestro tiempo; y si no es tan admirable como creíamos, habremos propiciado el "agrandamiento de un loro", como decíamos en los bailes cuando alguien festejaba demasiado a una señorita reticente y poco agraciada. Esto último ha sido sospechado por Bentham, que desde el siguiente párrafo dice:

No obstante para impedir que resulte de este bien un mal mayor, tomad en consideración el carácter del individuo, y aseguraos antes, de que exaltando su mérito no daréis a su orgullo y vanidad tal acrecentamiento, que resulte mal para él o para otro.

Exige la moralidad que nos abstengamos de la costumbre de dar consejos; no obstante si hay urgencia manifiesta, necesidad evidente e incontestable, acompañadlos con razones y motivos que los justifiquen, cuando sea posible, a los ojos de la persona aconsejada; y haced de modo que le causéis la menor pena posible, en cuanto sea compatible con el efecto que vuestro consejo debe producir. Si no hay prueba evidente de la necesidad de esa aplicación, y de la probabilidad del suceso, la virtud exige que se suprima, y que el consejero se abstenga (III, p. 170).

Yo era bastante reacio a la idea de dar consejos, pero creo haber comprendido que no está mal aconsejar, siempre y cuando el consejo sea solicitado por alguien y no dicho a la pasada como quien se jacta de tener tantos conocimientos que éstos le brotan sin presión alguna. "Yo no soy quién para dar consejos", escribí hace un par de años en mi diario; pero, ¿no podría suceder que alguien lo leyese con la precisa esperanza de hallar en él alguna guía moral para sus indecisas acciones? Si uno expone sus consejos como posibilidades y no como únicas opciones, no creo que haya peligro de que el aconsejado se agarre al consejo a modo de dogma y deje de pensar por sí mismo. Yo he crecido (o creo haber crecido) mucho espiritualmente gracias a los consejos que me han dado los escritores a través de sus libros (consejos relativos no sólo a mi comportamiento sino también a mi comprensión de la realidad), y aspiro a que por lo menos tres personas crezcan algo gracias a los dos o tres consejos apetecibles que hay en mis escritos --mezclados claro está con los doscientos o trescientos que son contraproducentes...
Y no se olviden de mi consejo mayor, que es el mismo que da Bentham: hay que dedicarse a los grandes placeres de la vida, y desechar el resto.

Es acto de benevolencia efectiva conceder a una conducta meritoria toda la aprobación que le es debida. La alabanza tiene por resultado disponer a la imitación, y podéis hacer a la moral servicios tan señalados animando a la virtud, como quitando la máscara y reprobando el vicio (III, pp. 172-3).

La moral de la alabanza ya fue; es completamente arcaica. Es la moral del caballo de circo que hace sus piruetas pensando en el terrón de azúcar, o peor: la moral del chico que tira la sopa en la maceta y después le muestra el plato a la madre fingiendo que se la tomó toda. La moral que se fundamenta en el elogio no hace otra cosa que incentivar la hipocresía. Si uno comprende que la realización de un acto moral le será tarde o temprano más placentera que dolorosa, ¿para qué necesita el elogio? Y si no lo comprende, ¿aceptará sufrir el dolor que supone derivará de su buen comportamiento a cambio de las más sonoras alabanzas? No; lo que hará será comportarse mal (o sea placenteramente, según cree) y luego disfrazar los acontecimientos de tal modo que sugieran que se ha comportado bien, con lo que recibirá los "placeres" de la adulación sin haber resignado los "placeres" del delito. Eso es a lo que se dedica el 99,4 % de los políticos, incluidos los que no son concientes de tal maniobra, como seguramente no lo era Bentham (puesto que tenía, como todas las personas "influyentes", una idea del delito moral similar a la del delito jurídico, creyendo así que la economía moral no pena la riqueza en medio de la pobreza, entre otras cosas). Además, Bentham suponía que las alabanzas necesariamente van dirigidas hacia quienes se supone se han comportado noblemente. ¡Craso error! ¿No fue Hitler uno de los hombres más idolatrados de este siglo? Si queremos montar un sistema de moral que aconseje la alabanza, primero tendríamos que lograr que la gente sepa discernir entre lo que es digno de alabanza y lo que no, algo que me parece muy difícil puesto que ni los más grandes pensadores de la historia están de acuerdo en tan espinosa materia.
Pero me parece que se me fue la mano con las críticas. La idea central del libro es, a mi criterio, absolutamente verdadera. Bentham pifia un poco en algunos conceptos menores, que no hacen al fondo de la cuestión. "Hagan ruido cuanto quieran con palabras sonoras y vacías de sentido, no tendrán acción alguna sobre el espíritu del hombre; nada habrá que influya en él, sino la aprehensión del placer y de la pena" (II, pp. 142-3). Estoy cierto de que muchos pensadores opinan igual, pero por un motivo u otro no lo dicen, o no lo dicen tan apasionadamente como Bentham, que por eso, a fin de cuentas, me cae simpático.
Y además lo admiro. A él no se lo diría, por supuesto. Pero sepa todo el mundo, menos Bentham, que admiro a Bentham.

¿Necesita el autor justificarse del ardor que ha empleado en defender la causa de la dicha? Es causa esta, ante la cual todo otro objeto no tiene sino importancia secundaria. Es causa fuera de la cual nada tiene el hombre que desear ni que cumplir. Es el solo bien que lo une a lo presente, a lo pasado, a lo futuro. Es el tesoro que contiene cuanto posee y cuanto espera. ¡Dichoso el que pudo a lo lejos enseñar el edificio! ¡Más dichoso aún el que abrirá sus puertas!
Deontología, palabras finales
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[1] "Soy torpe de lengua", le dijo Moisés a Dios cuando éste lo nombró su intermediario ante los hebreos (Éxodo 4: 10). Pocas veces me sentí tan identificado con el patetismo de una frase.

[2] "Lo sentimos mucho, tío Alberto" se llama ese capítulo, y data de 1987.
[3] He aquí, resumida, aquella entrada de mi diario en donde menciono al deseo científico:

[...] En realidad, decir que una proposición es verdadera o falsa sólo es correcto en el terreno de la matemática; en las demás ciencias lo indicado es hablar de proposiciones más certeras o menos certeras. Fuera de los números, la verdad absoluta no existe, y ningún juicio científico, por descabellado que sea, debe tomarse como erróneo: son sólo aproximaciones más o menos felices al hecho en sí, que lamentablemente nunca podremos percibir en su forma perfecta.
Dejando de lado la intuición, que es una forma de conocimiento reservada únicamente a quienes saben vivir y gozar el ascetismo --el verdadero ascetismo, que no en todo coincide con el viejo ascetismo católico--, hay en el terreno de la búsqueda de la certeza [...] un falso dualismo, que se ha visto propiciado por ciertas entidades postulantes de dogmas que parecen ir muy en contra de las leyes naturales. Me refiero a la separación entre verdades de razón y verdad de fe. No creo que las verdades de fe puedan tener algo de irracionales en el sentido de que no obedezcan a un razonamiento estricto de nuestra mente. La prueba más concreta de esto está dentro mismo de su enunciado. "NO CREO que las verdades de fe puedan tener algo de irracionales". Estoy presentando un argumento en forma racional, pero lo presento a modo de creencia, a modo de fe, porque no es posible ir con la razón hacia un lado dejando en otro lado la fe. Hay veces que desecho esta manera de decir las cosas, pero lo hago simplemente para no cansar al lector, porque si hemos de ser rigurosos, todo lo que afirmamos racionalmente (exceptuando las verdades matemáticas) lo afirmamos por fe, porque nunca disponemos de pruebas tan contundentes como para convertir a la fe en un artículo innecesario.
Ahora bien, ¿qué es eso que la gente dice que "siente" como algo verdadero a pesar de que racionalmente se inclinaría por una opción diferente? Pues ese es el deseo científico. Es el desear que algo sea de determinada manera, independientemente de las evidencias y razonamientos que opongamos al deseo. La antinomia no es entre razón y fe, sino entre la razón y la fe por un lado, y el deseo por otro. Es la creencia contra la querencia.

domingo, 5 de septiembre de 2010

El eudemonismo de Jeremy Bentham (segunda parte)

Es preciso reconocer que en la naturaleza misma de la virtud entra alguna porción de mal, algún sufrimiento, alguna abnegación, algún sacrificio de bien, y consiguientemente alguna pena; pero a medida que el ejercicio de la virtud pasa a hábito, la pena disminuye por grados y acaba por desaparecer enteramente (ibíd., tomito 2, p. 3).

Esto no es otra cosa que el estoicismo bien entendido, del cual soy un gran admirador más bien que cultor.

La humanidad [compasión] de un rey podría llevarlo al extremo de perdonar a expensas de la justicia penal, lo que produciría en consecuencia un bien pequeño y un mal grande; y resultaría definitivamente una considerable pérdida pública para la sociedad; y desde luego semejante ejercicio de humanidad sería no virtud sino vicio. La humanidad [compasión] puede ser pues o no digna de elogio. Sus derechos al nombre de virtud no pueden ser apreciados sino después de pesadas las penas que evita contra las que causa. Bajo la influencia de los impulsos del momento, es al propósito para cometer errores. Por ejemplo cuando la disciplina o castigo aplicado a la imprudencia debe tener por resultado corregir esta misma imprudencia y la humanidad interviene para excusarle el castigo, de modo que en consecuencia de la impunidad se repita la imprudencia, entonces la humanidad, lejos de ser una virtud, es realmente un vicio, y tales casos suceden frecuentemente (II, p. 9).

¡Qué miedo tenías, Jeremías, de que te quitaran tus propiedades!

Las limosnas repartidas sin discernimiento pueden servir de fomento a la pereza y al desorden (II, p. 10).

Y repartidas con excesivo discernimiento, o no repartidas, pueden servir de fomento a la codicia y a la acumulación de capitales. Si hay que optar, me quedo con la pereza y el desorden.

La beneficencia, como observamos ya, no es precisamente una virtud. Hacer servicio, hacer bien a otro no siempre es acto virtuoso (II, p. 17).

¿?

El menosprecio de Sócrates por las riquezas no era más que afectación y orgullo, los cuales no eran más meritorios que lo hubiera sido tenerse derecho largo tiempo sobre un pie. Con esto no hacía sino privarse de la ocasión de hacer bien, que la riqueza le hubiera proporcionado (II, p. 46).

Acumular riquezas y luego darles las sobras a los pobres es el típico proceder de los adherentes a la vieja moral puritana, que por supuesto de moral no tiene nada. Si yo voy a la deriva en una balsa junto con otras dos personas y una caja repleta de bananas, comiéndome gulescamente una banana tras otra y obsequiándoles "caritativamente" las cáscaras a mis compañeros para que no perezcan de inanición, ¿puede decirse que mi comportamiento es altamente moral? Pues eso es lo que hacía Bentham con su patrimonio y lo que no hacía Sócrates despreciando las riquezas. Yo no quiero impedirles a los propietarios que "disfruten" de sus posesiones, pero me gustaría que comprendiesen que hay pocas cosas más inmorales que ofrecerle a un hambriento una cáscara de banana mientras mira cómo nos comemos su relleno.

La cólera, por antisocial que sea su naturaleza, es de necesidad indispensable (II, p. 54).

¿Dónde vivías, Jeremías, en la Inglaterra del siglo XIX o en una caverna?

Un hombre no concibe de Platón la más ventajosa idea. ¿Qué resulta de aquí? Nada. Un hombre forma de Platón un altísimo concepto. ¿Qué sucede? Que lee a Platón. Pone su espíritu en tortura para hallar sentido en lo que no tiene. Revuelve cielo y tierra para entender a un escritor que no se entendía a sí mismo y de esta masa indigesta no saca más que un sentimiento profundo de contrariedad y humillación. Ha aprendido que la mentira es verdad, y que lo sublime está en el absurdo. Entre todos los libros imaginables no habría cosa más útil que un índice bien hecho de todos aquellos que han contribuido a engañar y extraviar al género humano (II, pp. 71-2).

No me obligues a elegir entre vos y el Divino, porque a pesar de tu genial intuición hedonista, saldrías perdiendo.

Lo que constituye el mérito de un pensamiento profundo, es que el lector no se vea obligado a bajar al pozo de la verdad, y sacar él mismo sus saludables y refrigerantes aguas; el escritor es quien se encarga de este cuidado, y pone esta benéfica bebida en los labios de todos. Poca obligación se tiene a un hombre que envía a otro en busca de una verdad desconocida; pero tiene un derecho incontestable a la estimación de los hombres el que después de haber ido a buscar el tesoro, lo trae y hace participantes de él a todos cuantos quieren recibirle de su mano (II, pp. 72-3).

Aquí has hablado en forma excelente; pero entonces ¿por qué desestimás a Platón, que no ha hecho más que buscar y ofrecer estos tesoros durante toda su vida?

Que no se deje el espíritu de extraviar por distinciones imaginarias entre los placeres y la dicha. Los placeres son las partes de un todo, que es la dicha (II, p. 147).

Correcto, y sigue a continuación:

La dicha sin placeres es una quimera y una contradicción. Es un millón sin unidades, un metro sin subdivisiones métricas, un saco de escudos sin un átomo de dinero.

La pena sufrida por la contemplación de la pena sentida por otro es pena de simpatía (II, p. 154).

Yo llamo a esto compasión, y no la considero penosa sino placentera, como ya expliqué más arriba. La simpatía se limita, para mí, al "placer producido por la contemplación del placer ajeno", como dice Bentham en el párrafo anterior.


El placer experimentado por la contemplación de la pena ajena es placer de antipatía (II, p. 154).

Este placer se "parece" al de la compasión en el hecho de que los dos aparecen ante el dolor ajeno; pero mientras el placer de la compasión es puro (es decir, que no va sucedido por dolor alguno implicado en él), el placer de antipatía es impuro (es decir, que suele implicar dolores futuros) y deficitario (es decir, que los dolores que suele implicar suelen ser mayores en calidad y/o duración que la satisfacción del placer antipático). El verbo soler se hace molesto pero es menester utilizarlo, ya que no necesariamente (excepto si existe el vómito estertórico) un placer impuro irá sucedido de dolores o de dolores mayores al placer experimentado. Todo se reduce a estadísticas, las cuales indican que muy probablemente, pero sólo muy probablemente, un placer impuro implicará en el futuro del individuo una cuota de dolor que contrarreste dicho placer y aun lo supere dentro del marco de la economía hedonista[1].

Abstractamente hablando todo puede reducirse a una sola cuestión: ¿A costa de qué pena futura, o de qué sacrificio de placer futuro se ha comprado el placer actual? ¿Qué placer futuro puede esperarse que compensará la pena actual? De este examen debe salir la moralidad: la tentación es el placer actual, el castigo la pena futura; el sacrificio es la pena actual, el goce la recompensa futura. Las cuestiones de vicio y virtud se limitan por la mayor parte a pesar lo que es contra lo que será (II, p. 160).

El hombre virtuoso acopia para lo futuro un tesoro de felicidad; el hombre vicioso es un pródigo, que gasta sin cálculo su renta de dicha. Hoy el hombre vicioso parece tener una balanza de placer a su favor; mañana se restablecerá el nivel y al día siguiente se verá que la balanza está a favor del hombre virtuoso. El vicioso es un insensato que prodiga lo que vale más que la riqueza; salud, juventud y belleza, es decir la dicha, porque todos estos bienes sin ella nada valen. La virtud es un ecónomo prudente que cuenta con sus ganancias y acumula los intereses (II, p. 160).

Cuando con el tiempo el niño llega a ser hombre, cuando la naturaleza, armándolo de facultades y pasiones nuevas, le impone más ambiciosos esfuerzos, la sed de alabanza se hace más ardiente. Por ella sacrifica el hombre su reposo; por ella se precipita en medio de los dolores de la vida pública, al través de un ejército de competidores y en una carrera de fatigas y peligros; por ella en momentos más felices, el hombre de bien, rompiendo los escuadrones y burlando los dardos de la ignorancia y la envidia, se consagra a la obra penosa de la felicidad pública, a la cual hizo de antemano el sacrificio de su propia tranquilidad (II, p. 174).

Esto no es más que una apología de la política, sobre todo de la política demagógica, que es la que más se aviene a la sed de idolatría. Mas yo sigo considerando a la política como una de las profesiones más inmorales, es decir, una de las que menos superávit de placer tiende a dejar en el espíritu del individuo.

El odio produce odio por vía de represalias y como medio de defensa. Es un instrumento de castigo pronto y a veces vindicativo, que hasta cierto punto está a disposición del que lo emplea. Hay sin duda casos en que la disposición a volver mal por mal es reprimida por los principios de una noble y alta moralidad, es decir por una aplicación más justa a los cálculos de la virtud. Pero estos son casos excepcionales: creer que nos sustraeremos al mal querer de aquellos que son las víctimas de nuestro mal querer, es hacer depender de un milagro la dirección de nuestra conducta (II, pp. 176-7).

La venganza, que es el odio puesto en práctica, es el ejemplo más notable de placer impuro y deficitario[2].

No debemos imponer penas de ninguna especie y a ninguno cualquiera que sea, sino con el fin de producir un bien más que equivalente, bien manifiesto, evidente y apreciable en sus consecuencias (II, p. 177).

Quitando todo lo agregado después de la primera coma, el enunciado es la base misma de la perfección ética.

¿Quién duda que la guerra, este maximizador de todos los crímenes, esta condensación de todas las violencias, este teatro de todos los horrores, este tipo de locura, será vencida al fin y aniquilada por el poder el irresistible e influencia de la verdad, virtud y felicidad? (II, p. 188).

Mientras haya gente como vos, que defienda la legitimación del derecho de propiedad por vías coactivas, las guerras nunca podrán ser aniquiladas.

Necesidades que bien pronto llegan a ser penas, se desarrollan más fácilmente en el hombre lleno de cosas superfluas, que en aquel cuyos goces pueden satisfacerse a poco coste; y frecuentemente a los placeres de la grandeza de riqueza siguen de cerca el fastidio y el disgusto. [...] Todos estos peligros y mucho más acompañan a la opulencia, y le hacen perder su tendencia a crear la dicha (II, p. 189).

La tendencia de la opulencia es la indigencia, la indigencia espiritual del opulento y la indigencia material de su más o menos cercano entorno. Sigue Bentham:

No obstante el poder en todas sus fórmulas es el único instrumento de moralización, y lejos de merecer vituperio la lucha empeñada para obtenerlo, cuando se contiene en los límites de la prudencia y benevolencia, es tal vez el más fuerte de todos los estimulantes a la virtud.

Mas yo digo que la virtud no necesita estimulantes, y menos estimulantes políticos o económicos, que son más tóxicos que la cocaína.

Sería acción muy liberal en un hombre dar a los otros todo cuanto posee al presente, y todo cuanto espera en lo sucesivo; pero semejante acción ni sería sabía, ni virtuosa (II, p. 199).

Uno sobre eso. Y continúa:

Podría haber liberalidad en proteger el error y la mala conducta; pero ni habría utilidad ni filantropía.

Es el típico pensamiento de los alcahuetes.

La verdad no puede ser completamente benéfica, si no es con la condición de estar subordinada a las dos virtudes fundamentales (II, p. 208).

La verdad no se subordina a nada ni a nadie. Y si la proyectamos en un plazo de tiempo indefinido, siempre resulta benéfica.

El valor de los placeres del pensamiento no es de naturaleza distinta y opuesta al de los placeres corporales; lejos de ser así, los primeros no tienen valor sino en que ofrecen una imagen vaga y de consiguiente exagerada de los goces que esperan los últimos (II, p. 252).

No siempre es así. El placer de ir en busca de una verdad no es imagen de ningún placer corporal, ni tampoco hay sensualidad alguna en el amor puro o en el placer de ayudar a quien lo necesita. Y sin ir tan lejos, la elaboración mental de un proyecto de venganza no imagina tampoco ningún placer corporal. Sólo se justifica esta frase de Bentham si se incluye a la emoción dentro de la categoría de placer corporal, pues el pensamiento puede generar emociones que no estén emparentadas con el goce de un placer sensitivo.

[1] El fumar un cigarrillo constituye un placer impuro, porque suele implicar dolorosas consecuencias futuras para el fumador (que no sólo tienen que ver con su salud física). Pero ¿qué pasaría si alguien que fumase un cigarrillo, disfrutándolo al máximo, fuese al instante siguiente atropellado y muerto por un automóvil? Evidentemente, y dejando una vez más de lado al vómito estertórico, el individuo habrá saboreado su placer impuro sin pagar las consecuencias: una clara demostración de que los placeres impuros no implican necesariamente dolores que los contrarresten. Y así podría suceder con cualquier otro placer impuro, como el del consumismo, el del sadismo, el de la soberbia, etc.
[2] Pueden existir placeres impuros que sin embargo no sean deficitarios. Lo primero que me viene a la mente para ejemplificar esta situación es la imagen de un señor que ha tenido una noche de amores demasiado intensa y esforzada. Es probable que al día siguiente amanezca con sus partes nobles doloridas y sea presa de un debilitamiento general; pero estos dolores, ¿serán capaces de contrabalancear el placer experimentado en aquella memorable velada?

sábado, 4 de septiembre de 2010

El eudemonismo de Jeremy Bentham (primera parte)

Apéndice III de La ética y la moral:

El eudemonismo de Jeremy Bentham[1]





Un hombre, un moralista ocupa gravemente su cátedra y desde ella se le ve dogmatizar en frases pomposas sobre el deber y los deberes. ¿Por qué ninguno lo escucha? Porque mientras él habla de deberes, cada uno piensa en los intereses. En la naturaleza del hombre está el pensar antes que todo en sus intereses, y por aquí es por donde todo naturalista ilustrado creerá que es de su interés comenzar; él bien podrá hablar, bien podrá hacer, el deber siempre cederá el paso al interés (Jeremy Bentham, Deontología, o ciencia de la moral (1832), tomito I, p. 23).

Correctísimo.

En sana moral jamás podría consistir el deber de un hombre en hacer aquello que tiene interés en no hacer. La moral le enseñará a establecer una justa estimación de sus intereses y de sus deberes; y examinándolos notará su coincidencia (ibíd., p. 24).

¡Excelente!

Acostúmbrase decir que un hombre debe hacer a sus deberes el sacrificio de sus intereses. Tampoco es raro oír citar tal o cual individuo por haber hecho semejante sacrificio, y nunca se deja de manifestar la más profunda admiración. Pero si consideramos el interés y el deber en su más alta acepción, nos convenceremos de que en las cosas ordinarias de la vida, ni es practicable ni tampoco muy apetecible el sacrificio del interés al deber; que este sacrificio no es posible, y que si pudiese realizarse, nada contribuiría a la dicha de la humanidad (p. 24).

Si lo tuviera, ¡me sacaría el sombrero ante tamaña claridad de ideas!

El empleo de un moralista ilustrado consiste en demostrar que un acto inmoral es un cálculo falso del interés personal, y que el hombre vicioso hace una estimación errónea de los placeres y de las penas (p. 26).

Esto ya no es excelente. Es perfecto.

En escribir esta obra no nos proponemos otro objeto que la dicha de la humanidad, la dicha de cada hombre en particular, tú dicha en fin, oh lector, y la de todos los hombres (p. 26).

Lo que yo me propongo al transcribir esto es, en primerísimo lugar, acrecentar mi propia dicha, y luego, la del resto de los hombres y demás seres vivos. Obviamente, la una depende directamente de las otras.

Nos proponemos extender el dominio de la dicha por doquiera respire un ser capaz de gustarla; y la acción de un alma benévola no se limita a la raza humana; porque si los animales que llamamos inferiores no tienen algún derecho a nuestra simpatía, ¿sobre qué se apoyarían los títulos de nuestra propia especie? La cadena de la virtud abraza toda entera la creación sensible. El bienestar que podemos partir con los animales está íntimamente ligado con el de la raza humana, y el de la raza humana es inseparable del nuestro (pp. 26-7).

Esto está muy bien, pero contrasta lastimosamente con lo escrito en la p. 28:

Nosotros les quitamos la vida [a los animales que nos comemos] y en esto tal vez somos justificables; la suma de sus sufrimientos no iguala la de nuestros goces: el bien excede al mal.

No hay justificación posible (excepto para los esquimales) que nos exima de considerar inmoral cualquier matanza intencional de un animal inofensivo. Pero justifico a Bentham por creer, como casi todos los occidentales de su época, que los animales eran el mejor alimento que podrían consumir los humanos: en aquel entonces no se hacían estadísticas sobre accidentes cardiovasculares y cánceres de intestino.

La virtud se divide en dos ramas, la prudencia y la benevolencia efectiva. La prudencia tiene su asiento en el entendimiento; la benevolencia efectiva se manifiesta principalmente en las afecciones, que cuando son fuertes e intensas constituyen las pasiones (p. 29).

Esto es asombrosamente parecido a lo que yo entiendo por virtud: la compasión inteligentemente activa, siendo la compasión el placer no morboso que uno experimenta contemplando el sufrimiento ajeno, siendo la inteligencia la capacidad de hallar una solución que termine con ese dolor o al menos lo atenúe y siendo la actividad la valentía de que disponemos para llevar a la práctica la solución ideada por la inteligencia. Compasión sin inteligencia es la compasión del tonto que percibe el dolor ajeno pero que no sabe cómo remediarlo; compasión sin actividad es la compasión del cobarde que percibe el dolor ajeno y sabe cómo remediarlo, pero no se anima a efectual el socorro. Todo se reduce a ser amantes, sabios y poderosos. Si alguna de las puntas del triángulo no está lo suficientemente afilada, nuestra virtud queda coja[2].

Triste cosa es pensar que la suma de la dicha que está en poder de un hombre producir, aunque sea el más poderoso, es corta si se compara con la suma de males que pueda crear por sí mismo o por otro. No es decir que en la raza humana la proporción de la desdicha exceda a la de la dicha, porque estando limitada en gran parte la suma de la desdicha por la voluntad del que sufre, tiene casi siempre a su disposición medios de aligerar sus males (p. 31).

No es imposible que un hombre, o cualquier otro ser, haya sufrido en su vida más que lo que ha gozado, pero creo que definitivamente la opción inversa es la que se da en la gran mayoría de los casos, a la vez que creo ver un aumento general en el balance felicidad-desdicha conforme transcurre la historia de la vida en el planeta.

El que se procura un placer o se evita una pena, contribuye a su propia dicha de una manera directa; el que procura un placer o evita una pena a otro, contribuye indirectamente a su propia dicha (p. 31).

La ley primera de nuestra naturaleza es desear nuestra propia dicha. Las voces reunidas de la prudencia y de la benevolencia efectiva se hacen oír y nos dicen: Procurad la dicha de los otros; buscad vuestra propia dicha en la dicha ajena (p. 32).

El objeto de todo ser racional es obtener por sí mismo la mayor suma de dicha. Cada hombre es más íntimo y más querido a sí mismo que pueda serlo cualquier otro, y ningún otro que él puede medirle sus penas y sus placeres. Es preciso de absoluta seguridad que sea él mismo el primer objeto de su solicitud. El propio interés debe a sus ojos preferirse a otro cualquiera, y examinándolo de cerca, nada hay en este estado de cosas que sirva de obstáculo a la virtud y a la dicha; porque ¿cómo se logrará la dicha de todos en la mayor proporción posible, si no es con la condición de que cada uno obtendrá para sí la mayor cantidad posible? ¿De qué se compondrá la suma de la dicha total sino de unidades individuales? (pp. 32-3).

¿Qué importantes deducciones sacaremos de estos principios? ¿Son acaso inmorales en sus consecuencias? Muy lejos de eso: son al contrario filantrópicos y benéficos en el más alto grado; porque ¿cómo podrá ser feliz un hombre, sino teniendo el afecto de aquellos de quienes depende su dicha? ¿Y cómo podrá obtener su afecto, sino convenciéndolos de que les da el suyo en cambio? ¿Y cómo les comunicará esta convicción, sino profesándoles un verdadero afecto? (p. 34).

... No hay otro medio de impedir que las personas que no están suficientemente imbuidas en el principio, que no han subido aún a las alturas en que la utilidad estableció su trono, sean extraviadas por los dogmas despóticos del ascetismo, o por las simpatías de una benevolencia imprudente y mal dirigida (p. 35).

El ascetismo es inmoral sólo cuando tiene como único fin el mortificar el cuerpo por considerarlo inmundo, tal como era la idea de muchos de los primeros ascetas cristianos, o cuando esta mortificación obedece al deseo de atemperar las pasiones y las sensaciones para ir al encuentro del no-ser, tal como lo hacían y lo siguen haciendo los gimnosofistas hindúes. Pero si el ascetismo está guiado por el principio que dice que los más dichosos no son quienes más tienen sino quienes menos necesitan, consagrando el asceta su vida a la búsqueda de tal dicha mediante un duro entrenamiento que lo habitúe a no desear nada más que lo estrictamente indispensable para su subsistencia, entonces este modo de vida, que en este siglo XX consumista es más impopular que nunca, este modo de vida se vuelve indispensable si se desea experimentar la máxima felicidad posible, y esto es algo que Bentham no vio ni pudo ver debido a su condición de burgués y al desprecio que los burgueses de su época profesaban por los pobres y por la pobreza. Ah, y otra cosa: la benevolencia nunca es imprudente y está mal dirigida.

La línea que separa el dominio del legislador del dominio del deontologista, es bastante marcada y visible. El punto donde las recompensas y puniciones legales cesan de intervenir en las acciones humanas, es donde vienen a colocarse los preceptos morales y su influencia (p. 43).

El auténtico moralista no sabe de límite alguno que inhiba su librepensamiento, y menos si este límite lo marcan los legisladores coercitivos, que forman uno de los subgrupos humanos más hediondos de todos los existentes. La influencia de la ética es universal y arrastra consigo todo argumento imperativo, sea éste coincidente o no con la opinión persuasivo-disuasiva del moralista.

Los actos cuyo juicio no se ha cometido a los tribunales del estado, caen bajo la jurisdicción del tribunal de la opinión. Hay una infinidad de actos que sería inútil empeñarse reprimir por reglas penales, pero que pueden y deben ser abandonados a una represión extra-oficial. Gran parte de actos dañosos a la sociedad se sustrae necesariamente a los castigos de la ley penal; pero no escapan a la pesquisa y a la ojeada vasta y penetrante de la justicia popular, y esta es la que se encarga de castigarlos (pp. 43-4).

Hay gente que no actúa en forma inmoral por miedo al código penal (humano o divino); hay otros que se abstienen del vicio por temor al qué dirán; finalmente, están los que proceden siempre moralmente sólo porque sospechan que la inmoralidad suele implicar, en el corto o en el largo plazo, un dolor interno independiente de las recriminaciones públicas y de los castigos de la ley[3]. Esta última gente, y sólo esta última, puede decirse que actúa siguiendo preceptos morales.

Sería de desear sin duda que se ensanchase el campo de la moral y estrechase el de la acción política. La legislación ha usurpado ya demasiado en un territorio que no le pertenece. Demasiadas veces ha sucedido que intervenga en actos donde su intervención no ha provocado sino mal (p. 44).

Sea donde fuere que intervenga una legislación coactiva-coercitiva, siempre, a la corta o a la larga, produce un mal superior al que desea evitar.

Se puede considerar la Deontología o moral privada como la ciencia de la dicha fundada en motivos extra-legislativos, al paso que la jurisprudencia es la ciencia por la cual la ley es aplicada la producción de la dicha (pp. 44-5).

La única ley que, aplicada, es susceptible de crear más dicha que desdicha en el conjunto total de los seres vivos y en un lapso de tiempo tendiente al infinito, es la ley de tipo persuasivo-disuasiva, o sea, aquella ley que se limita a sugerirle al pueblo lo que los legisladores consideran conveniente hacer o no hacer, pero sin amenazarlo con castigos o acicatearlo con recompensas.

El objeto de los deseos y esfuerzos de todo hombre desde el principio hasta el fin de su vida, es acrecentar su propia dicha en cuanto es formada de placer y libre de pena (p. 45).

Correcto. La mayor o menor dicha de un hombre se conforma por la suma de todos sus placeres, incluidos los pasados, en forma de añoranza, y los futuros, en forma de esperanza. A muchos la palabra placer les resulta incompleta porque la limitan a las sensaciones corporales, mas no sucede así en el criterio de Bentham ni en el mío. Si hay una diferencia entre placer y dicha, podría ésta consistir en que el placer se relaciona más con sucesos puntuales, de corta duración, mientras que la dicha es un estado de ánimo general que puede prolongarse indefinidamente conforme la vayamos alimentando con pequeños placeres corporales y (sobre todo) espirituales.

El talismán que emplean la arrogancia, la indolencia y la ignorancia se reduce a una palabra, que sirve para dar a la impostura cierto aire de peso y autoridad, y que tendremos más de una ocasión de refutar en la presente obra. Esta palabra sacramental es el vocablo deber. Una vez dicho: Debéis hacer esto, no debéis hacer aquello, no hay una cuestión siquiera de moral, que no sea al instante decidida. Es preciso desterrar esta palabra del vocabulario de la moral (p. 48).

Y también del vocabulario legislativo.

Sacrificios es lo que piden todos nuestro moralistas del día; el sacrificio tomado en sí mismo es nocivo, y nociva también la influencia que pretende unir la moralidad al sufrimiento (p. 51).

Pero no hay que olvidar que si el sufrimiento de hoy sirve para que mañana nos procuremos un placer que rebase nuestra experiencia dolorosa, entonces ese sufrimiento es deseable y virtuoso, y en esto el propio Bentham, aborrecedor del ascetismo, coincide conmigo.

Mientras Jenofonte escribía la historia, y Euclides creaba la geometría, Sócrates y Platón esparcían absurdos socolor de enseñar la sabiduría de la moral. Su moral consistía en palabras, su sabiduría en negar las cosas conocidas a la experiencia de cada uno, y en afirmar otras que estaban en contradicción con esta misma experiencia; siendo inferiores al nivel de los otros hombres precisamente a proporción que sus ideas diferían de las de la masa del género humano (p. 58).

Que yo recuerde, ni Sócrates ni Platón negaban la idea de que la dicha individual es el único fin que motiva el accionar humano cuando se determina racionalmente. Lo que pasa es que ambos eran filósofos, y como tales, carecían de posesiones; y Bentham, que tiene mucho de pensador pero nada de filósofo, no puede concebir el concepto de felicidad si no viene acompañado de artículos materiales; de ahí su enojo contra dos de las personas más sabias de todas las que han existido[4].

Todo placer es prima facie un bien, y debe ser buscado; igualmente toda pena es un mal, y debe ser evitada (p. 81).

Hay que tener muy en cuenta eso de prima facie. La consumación de una venganza provoca placer, pero Bentham y yo estamos de acuerdo en que la venganza es inmoral --por las consecuencias dolorosas que suele acarrear para el futuro de quien se venga. Si nuestros sentidos, emociones, instintos y entendimiento fuesen puros y perfectos, todo lo que nos produjese un placer corporal o espiritual instantáneo tendría para nosotros consecuencias futuras también placenteras; pero como no somos puros ni perfectos en ninguno de los rubros antedichos, hay que tener mucho cuidado al decir que todo placer instantáneo es un bien, porque los epicúreos de cartón suelen agarrarse a ese dicho como legitimación de sus desbandes, y así sucede que se cubren de dolor para el resto de sus días.

La legislación penal dispensa su protección a la propiedad, por la sola razón de ser un instrumento de obtener el placer y alejar la pena (p. 84).

¿Estás seguro de que Bill Gates es feliz? ¿Estás seguro de que San Francisco era desdichado?

Si la adquisición de placer es realmente el objeto intenso, constante y único de nuestros esfuerzos, si la constitución misma de nuestra naturaleza exige siempre que sea así, si así sucede en todas las ocasiones, se puede preguntar ¿de qué sirve hablar aún de moral, y qué fin nos proponemos en esta obra? ¿A qué fin excitar a un hombre a hacer aquello que es el objeto constante de sus esfuerzos?
Pero se niega la proposición, porque si es verdadera, grita un hacedor de objeciones, ¿dónde está la simpatía?, ¿dónde la benevolencia?, ¿dónde la beneficencia? Se puede responder que se está donde estaba.
Negar la existencia de las afecciones sociales sería negar el testimonio de la experiencia de todos los días. No hay salvaje embrutecido en que no se encuentren algunos vestigios. ¿Mas el placer que yo siento en dar gusto a mis amigos, no está en mí? la pena que yo experimento cuando presiento la pena de mi amigo, ¿no es acaso mía? Y si yo no sintiese placer ni pena ¿dónde estaría mi simpatía?
¿A qué fin pues, insisten, malgastar el tiempo en prescribir una conducta que en toda ocasión adopta cada cual por sí mismo, a saber, el buscar su bienestar?
Porque la reflexión pondrá al hombre en estado de estimar con más exactitud aquella conducta que ha de dejar tras de sí los más grandes resultados de bien. Será posible que cediendo a impresiones inmediatas esté dispuesto a seguir un plan de conducta dado con la mira de asegurar su bienestar; pero un examen más tranquilo y detenido le enseñará que tomada en globo esta conducta no sería ni la mejor ni la más prudente, porque le sucederá alguna vez convencerse de que el bien más cercano sería sobrepujado por un mal más distante, pero que va unido a él; o que en lugar de un placer menor abandonado ahora, obtendrá en lo sucesivo otro placer mayor; porque podría suceder que el acto que nos promete un placer actual, fuera perjudicial a los que hacen parte de la sociedad a que pertenecemos; y éstos, experimentando un daño de nuestra parte, se hallarían impelidos por el sentimiento solo de la conservación personal a buscar los medios de vengarse de nosotros, imponiéndonos una suma de pena igual o superior a la suma de placer que nosotros habríamos gustado (pp. 110-1-2).

Cuando Bentham deja de lado su pasión por el dinero, su discurso toca las nubes. En las pp. 113-4 hay otro párrafo para poner en un marquito:

La inteligencia y la voluntad, concurren igualmente al fin de la acción. La voluntad con la intención de cada hombre se dirige a obtener su bienestar. La Deontología sirve para aclarar la inteligencia de modo que pueda guiar la voluntad en busca del bienestar, poniendo a su disposición los medios más eficaces. La voluntad siempre tiene a la vista el fin. A la inteligencia toca corregir sus aberraciones siempre que emplea otros instrumentos que los más convenientes. La repetición de actos, sean positivos, sean negativos, es decir, actos de comisión o abstención, que tengan por objeto la producción de la mayor balanza de placer accesible, y que sean juiciosamente dirigidos a este fin, constituye la virtud habitual.

Probar que el ser supremo ha prohibido el placer, sería acusar, negar y condenar su bondad, sería poner nuestra experiencia en oposición con su benevolencia (pp. 147-8).

El Ser supremo no pudo haber prohibido el placer porque de ser así se habría prohibido a sí mismo: Dios es Placer.

Los falsos principios de moral pueden comprenderse en una u otras dos divisiones, el ascetismo y el sentimentalismo, los cuales exigen el sacrificio de placer sin utilidad, y que no tenga a la vista otro placer mayor. El ascetismo aún va más lejos que el sentimentalismo, e impone una pena inútil (p. 158).

Si se mira bien, hasta el antiguo ascetismo cristiano es eudemonista: se resigna el placer terrenal en vistas de la felicidad eterna en el paraíso. Pero a mí nadie me garantiza que haya un paraíso más allá del mundo; y si lo hay, dudo que se pueda llegar a él a base de autotorturas.

La prudencia personal no solamente es virtud, sino virtud de la cual depende la existencia del género humano. Si yo pensase más en vos que en mí, sería un ciego conduciendo a otro ciego, y ambos caeríamos en el precipicio. Tan imposible es que vuestros placeres sean mejores para mí que los míos, como lo es que vuestra vista sea mejor para mí que la mía propia; dicha y desdicha forman parte de mí mismo tanto como mis facultades y órganos; y sería tan exacto decir que siento mucho más que vos mismo vuestro dolor de muelas, como pretender que estoy más interesado en vuestro bienestar que en el mío (p. 205).

El ser humano no experimenta sino una sola tendencia: el egoísmo. Si el egoísmo está mal dirigido, tiende a serle más doloroso que placentero; si está bien dirigido, tiende a provocarle más placer que dolor. El egoísmo bien dirigido es lo que comúnmente llamamos generosidad.

Los declamadores preguntarán si en este nuevo siglo, que llaman degenerado, se hallará un hombre que consienta sacrificar su vida al interés de su país. Sí.
Sí, hay hombres, y no pocos, que obedeciendo al llamamiento, al que en tiempos pasados respondieron otros, harían con gusto a su país el sacrificio de su existencia. ¿Síguese acaso, que en esta circunstancia como en cualquier otra, obrarían estos hombres sin interés? No ciertamente. No está en la naturaleza humana el obrar así. El mismo raciocinio se aplica a las observaciones de la línea del deber. Es un cálculo erróneo del interés personal (p. 208).

Los sacrificios, en efecto, obedecen como todo al interés personal, pero no todo sacrificio puede calificarse como cálculo erróneo de tal interés. Sacrificarse por el país creo que sí es una equivocación, porque "el país" no es más que una abstracción, no es nada. Pero sacrificar la propia vida para salvar la vida de otros seres concretos... no creo que constituya un error de cálculo de nuestro interés personal. Rara vez una persona se arriesga teniendo la certeza de que no podrá sobrevivir al salvataje; lo hace casi siempre suponiendo que tal vez sobreviva. Si muere, se le terminan sus posibilidades de placer, pero si sobrevive y logra salvar a los seres en peligro, se sentirá tan bien durante tanto tiempo que no habrá en su futuro peligro alguno que no quiera desafiar si de auxiliar al prójimo se trata. Como se ve, más que un cálculo erróneo del interés personal, el sacrificio bien entendido es una inversión de riesgo de la cual podemos obtener muchísimo placer a cambio de algún esfuerzo físico... o quedarnos sin nada, sin placer y sin dolor, en caso de que muramos en el intento. Si, en cambio, la muerte será inexorable y así y todo el hombre la enfrenta con tal de salvar a su prójimo, la cosa se hace más complicada en su explicación. En estos casos, el auxiliador por lo general es movido hacia la muerte por instinto más que por reflexión, y el instinto no entra en el campo de la deontología, no conoce cálculo alguno de placeres y dolores. Pero los escasos casos en que la persona es conciente de que morirá e igual presta su ayuda, ¿se ha errado aquí en el cálculo deontológico? No lo creo. Porque al morir, la persona que era equiparada de dolores y placeres, quedará "en cero"; y si la teoría del vómito estertórico es verdadera, seguramente su conciencia se apagará inmersa en un placer indescriptible[5]. Mas ¿qué sucederá con la vida de aquel hombre si en vez de morir por salvar una vida opta por presenciar cómo esa vida se diluye sin hacer nada al respecto? Esa cobardía lo marcará de por vida, y será de por vida un cobarde. Ya de por sí los cobardes son los seres más propensos al sufrimiento y menos aptos para los placeres elevados, y si a esto agregamos el remordimiento que lo acompañará por siempre por no haber actuado ese día (cobardía y remordimiento suelen ir de la mano), tenemos como conclusión que el cálculo deontológico tiende a darle la razón al suicida, pues es preferible no sentir placer ni dolor que vivir en doloroso déficit todo el resto de nuestra vida.

Un acto benéfico en sus primeros efectos y en sus más aparentes resultados, cuando se ven esos efectos en conjunto y fríamente calculados, puede ser pernicioso. Igualmente un acto cuyas consecuencias parezcan perniciosas a simple vista, puede, considerado todo, ser benéfico (p. 220).

Un acto benéfico en sí no puede producir más efectos perniciosos que benéficos, ni un acto pernicioso en sí puede producir más efectos benéficos que perniciosos. Pero vamos a disculpar aquí a Bentham proponiendo la idea de que a juicio de nuestro limitado entendimiento práctico, las buenas y las malas acciones suelen aparecerse ante nosotros describiendo una trayectoria similar a la de un búmerang. Tomemos el ejemplo de un asesino que es indultado. Esta es una acción altamente moral, pero en el corto plazo parecerá que los efectos de tal acción han resultado inmorales, pues el asesino probablemente habrá reincidido y contribuido a sembrar una especie de caos en la superficie de la sociedad que lo indultó. Pero si somos pacientes y esperamos a que nuestro búmerang finalice su recorrido, veremos que con el tiempo el espíritu libertario de aquel indulto, a falta de regenerar al reo, se habrá hecho eco en el corazón de tan grande masa de gente que los asesinatos y demás delitos cometidos por el inadaptado no llegarán ni por asomo a contrabalancear el excedente de placer y alegría de vivir que habrá inundado las calles de tan dichoso paraje. El búmerang de la beneficencia fue y vino, y hay muchos que afirman que nunca lo vieron irse. No es el caso de Bentham, que, como todos los leguleyos, sólo tiene ojos para ver cómo se aleja y carece de paciencia para esperar su regreso. Por eso considera de lo más correcto castigar a un hombre por sus crímenes y de lo más inmoral entregar todas nuestras posesiones a los pobres. La beneficencia no tiene límites, y el perdón tampoco.
[1] Análisis incluido en mis Citas y notas, principios de 1999.
[2] Muchos no coincidirán conmigo en eso de que la compasión es placentera. Yo creo que quienes creen sufrir en presencia del dolor ajeno lo creen por pura asociación de ideas, sin haberse tomado el trabajo de discernir y juzgar detenidamente sus sensaciones. Por mi parte, no tengo miedo de ser considerado un inmoral al afirmar que me causa placer el tomar conciencia del dolor ajeno. Lo único inmoral es la mentira, y mentiría si dijese que los sufrimientos de mis seres queridos, cuando penetran en el último escalón de mi conciencia, no me provocan una sensación extrañísima, que rara vez experimenté, y que poco tiene de dolorosa y mucho de placentera. Digamos que la contemplación de un dolor ajeno es dolorosa siempre y cuando no aparezca la verdadera compasión en el individuo que contempla; una vez aparecida ésta, la contemplación se torna placentera.
Se me hará entonces una nueva objeción, diciéndoseme que si la compasión es placentera, y si la verdadera moral consiste en saber hallar los mejores y más duraderos placeres individuales, entonces no es moralmente correcto el intentar calmar o radicar el dolor ajeno, pues mermaría o desaparecería la compasión experimentada por el socorrista y con ella el placer que le era inherente. A esta refutación la contrarrefuto diciendo que para un hedonista es perfectamente moral renunciar a un placer si con esta renuncia se accede a otro placer mayor o más duradero, y esto es precisamente lo que sucede cuando, debido a nuestro accionar o a cualquier otra circunstancia, el dolor ajeno que causaba nuestra compasión se atenúa o deja de manifestarse por completo. En estos casos, los espacios emotivos que va desocupando la compasión los va ocupando instantáneamente la simpatía, que es la sensación placentera que causa en los espíritus sanos la contemplación del goce ajeno. La simpatía biene a ser la compasión positiva, y es muchísimo, muchísimo más placentera que cualquier compasión, debido a lo cual siempre es "negocio" evitar el dolor ajeno. Y si he nombrado a la compasión y no a la simpatía como una de las tres partes integrantes de la virtud es porque, siendo los dos conceptos esencialmente afines y complementarios, hoy en día la compasión está mucho más al alcance de nosotros que la simpatía, amén de que este último término se viene utilizando tan frívolamente que puede llegar a dar lugar a numerosos malentendidos.
[3] Este dolor interno no es el que provoca el remordimiento, como muchos estarán pensando. El remordimiento implica la suposición de la existencia del libre albedrío, algo que a todas luces parece ser un invento de una conciencia primitiva y de una primitiva teología. El dolor al que me refiero es el dolor corporal o espiritual causado directa o indirectamente por nuestro accionar inmoral, como enfermarse por fumar, recibir una contravenganza de nuestra venganza, ser abandonado por un amigo al que le negamos un favor, etc.
[4] Para quien ponga en duda que Sócrates, con su cinismo y pobreza, no perseguía otra cosa que su felicidad personal, aquí va el fragmento de los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte con el que inicio mi diario:

--Yo creía, Sócrates --le decía cierta vez el sofista Antifón--, que los que profesan la filosofía debían ser más felices. Pero me parece que sacas de la sabiduría un partido completamente contrario. De la manera como vives, un esclavo alimentado como tú no permanecería en casa de su amo. Los manjares más groseros, las más viles bebidas te contentan. Es poco estar cubierto con un mal manto, que te sirve en estío lo mismo que en invierno. No tienes ni calzado ni túnica. Además, rehúsas el dinero. Y es bueno procurárselo. Hace vivir con más placer y decencia. En todas las profesiones, los discípulos siguen el ejemplo del maestro. Si los que te tratan se te asemejan, creo que enseñas el arte de hacerse desgraciado.
--Antifón --le contestó Sócrates--, me parece que supones que vivo muy tristemente, y estoy seguro de ello, preferirías morir a vivir como yo. He aquí lo que encuentras tan duro en mi manera de vivir. Primero, los que reciben un salario están obligados a cumplir la condición bajo la cual obtienen ese dinero. Por lo que a mí se refiere, como no recibo nada no estoy obligado conversar con gentes que me desagradan. Desprecias mis alimentos. ¿Son menos sanos que los tuyos, menos nutritivos, más difíciles de hallar, más escasos y más caros, o bien los manjares que para ti condimentan son más agradables a tu paladar que los que yo me procuro? ¿Ignoras que con un buen apetito no hay necesidad de condimento, y que quien bebe con gusto no piensa siquiera en las bebidas que no tiene?
"En cuanto a los vestidos, sabes que se cambian para prevenirse del calor y del frío, y que se lleva calzado por temor a que se hieran los pies al caminar. ¿Me has visto alguna vez retenido en casa por el frío, o, durante el calor, disputando la sombra a alguien, o, finalmente, no pudiendo ir adonde quisiera porque tuviese los pies heridos? Tú lo sabes: aquellos que tienen un cuerpo naturalmente débil se hacen superiores en los ejercicios a los cuales se entregan; los soportan mejor que los que nacidos más robustos han sido negligentes. ¿Crees que después de haber habituado mi cuerpo a soportar las privaciones y las fatigas, no las resistiré más fácilmente que tú, que no te has ocupado nunca de este cuidado? ¿Por qué no soy esclavo de la buena comida, del sueño, de la voluptuosidad? ¡Ah, es que conozco otros placeres más dulces, que lejos de limitarse al momento, prometen goces continuos! Sabes que no se emprende alegremente una empresa de la cual no se espera un buen éxito; pero se entrega uno con alegría a la navegación, a la agricultura, a cualquier trabajo, cuando se cree poder triunfar de él. ¿Existe, a tu juicio, una voluptuosidad comparable a la de esperar que se hará uno más estimable y que tendrá amigos más virtuosos? ¡Dulce esperanza de todos los instantes de mi vida!
"Si se necesita servir a los amigos o a la patria, ¿quién tendrá más tiempo, el que vive como yo, o el que lleva esa vida donde colocas la felicidad? ¿Cuál será mejor soldado, el que no puede prescindir de una mesa suntuosa o el que se contenta con lo que halla? ¿Quién sostendrá con más constancia un puesto, el que quiere buscar manjares con grandes gastos, o el que vive feliz con los alimentos más sencillos?
"Las delicias, la magnificencia, eso es lo que llamas felicidad. En cuanto a mí, creo que si no pertenece más que a Dios no tener necesidad de nada, es acercarse a la divinidad tener sólo necesidad de poco. Y como nada existe más perfecto que Dios, lo que más se aproxima a él, más toca de cerca también a la perfección”.
[5] La teoría del vómito estertórico figura en mis anotaciones del 19/7/97 como una especie de hipótesis auxiliar de otra idea más vasta que la requería. En honor a la brevedad extractaré de aquella entrada de mi diario aquellos párrafos que tengan una incumbencia específica con esta hipótesis harto inestable que bordea los lindes de la escatología:

[...] El amor que un ser vivo es capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los objetos inanimados, estaría relacionado directamente con su nivel de felicidad. Del mismo modo, el odio que un ser vivo es capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los objetos inanimados, estaría relacionado directamente con su nivel de desdicha. Cuanto más y mejor amante sea un ser, más feliz sería, y cuanto más y "mejor" odio profese, más desdichado.
Sin embargo, esta condición no sería instantánea. [...]
Otra característica interesante sería la del "poder de almacenamiento" del inconciente. De acuerdo a esto, la felicidad o angustia devenidas, respectivamente, del amor o el odio profesados, no sólo no están obligadas a incursionar en el terreno de la conciencia en el mismo instante en que se produce la emoción, sino que además tienen la capacidad de unirse a otras manifestaciones similares "acumuladas" en el inconciente con el objetivo de agrandarse y mejorarse de modo que cuando emerjan a la conciencia formen un bloque compacto mucho más poderoso que cada una de las unidades que lo conformaban. Hay opiniones divididas respecto de si este poder de almacenamiento potencia las emociones que lo conforman o si simplemente es la suma de ellas, y lo mismo podría decirse del tiempo de acumulación en el inconciente, el cual, según algunos, potencia las emociones a surgir en la conciencia.
[...]
Al ser la felicidad y la desdicha acumulables, se correría el riesgo de que se desperdiciasen en mayor o menor medida si el cuerpo del ser muriese antes de darle tiempo al inconciente de hacer el consabido traspaso hacia la conciencia. Aquí, para evitar esta malformación, es factible que se opere un procedimiento de emergencia --emergencia en amb la os sentidos de la palabra. En este caso, ante la proximidad de la muerte, el ser en cuestión sufriría lo que daremos de llamar el vómito estertórico, que vendría a ser algo así como el traspaso brusco del remanente inconciente de felicidad o angustia en dirección a la conciencia. Este remanente no sería por lo general muy abultado; pero en los casos en que lo fuera, el vómito estertórico se haría sentir con una presión arrolladora capaz de hundir o llevar al ser mucho más allá de los límites de su propia experiencia de vida. Para comprobar hasta cierto punto la veracidad de la tesis vomitiva, bastan los innumerables casos de moribundos que, en plena y dolorosa agonía, parecen entrar en un trance anestésico que, por propias manifestaciones orales o simplemente viendo la expresión de sus rostros, hace suponer a quien los contempla que no sólo han cesado sus sufrimientos, sino que además han ingresado en una especie de limbo del cual por nada del mundo querrían salirse. Del mismo modo, se conocen casos en que los últimos momentos de lucidez del agonizante se vuelven terribles, y no precisamente por el dolor corporal que pudiesen estar padeciendo. Algunas personas que, víctimas de paros cardiorrespiratorios, son reanimadas segundos después de que sus corazones dejaran de latir, también tienen mucho que agregar en favor del vómito. Ellos hablan tanto de "luces de infinita claridad", de "túneles mágicos" y de "placenteras sensaciones de paz y liviandad", como de "terribles precipicios amenazadores" o "insoportables visiones espectrales". Los que apoyan la religión del Cielo y del Infierno se agarran a estos datos como semiplenas pruebas sensitivas de que tales lugares existen, mientras que nosotros, sin negar la posible existencia de nada, apostamos al vómito estertórico como conclusión de un proceso de amor y de odio que lleva en sí mismo, primero implícita y luego explícitamente, sus propios castigos y recompensas.

La concepción moral de Jean-Marie Guyau a través del análisis de dos de sus obras (segunda parte)

amigos peruanos, voraces lectores de este análisis, me gustaría conocerlos. ¿Por qué se han volcado a leer estos párrafos preferentemente? ¿Es por algún trabajo encargado en alguna universidad? Me gustaría que dejaran algún mensaje.¡muchas gracias!
Cornelio Cornejín

2°) La moral de Epicuro (1878).

El pensamiento humano está vivo y en movimiento, y no hay en él, como se supone, sistema resuelto; por el contrario, cada sistema, en un mismo autor, cambia y se transforma perpetuamente; pasa de los principios a las consecuencias; de las consecuencias retorna a los principios, por un perpetuo movimiento de expansión y concentración, que recuerda el movimiento mismo de la vida (Jean-Marie y Guyau, La moral de Epicuro, p. 10).

Si se examinara a la vez la existencia total de un individuo, abstracción hecha del tiempo, abstracción hecha de la evolución de la vida, se descubrirían en ella tal vez una serie de contradicciones, al principio inexplicables, y que, sin embargo, se explican con la reflexión, y aún se reducen a veces a la unidad, engranando una de ellas en otra. Lo mismo ocurre en un sistema filosófico: para comprenderlo basta con introducir en él la vida y la gradación de las ideas; las contradicciones no nacen con frecuencia sino cuando se separan y se cortan los términos, cuando no se tienen en cuenta los momentos del pensamiento, cuando se rompe la cadena de las ideas. En un verdadero pensador existe siempre un punto de sutura entre dos ideas; es más o menos imperceptible, pero existe, y el análisis concienzudo de los textos acabará por revelarlo (ibíd., pp. 12-3).

Por eso es que yo le doy tanta importancia en mis textos al orden cronológico. Y para ser consecuente con esta idea, digamos que hoy el 23 de febrero de 1999.

Una parte de la humanidad ha creído que la vida tenía por fin único el interés; lo ha creído sinceramente, lo ha sostenido con valor; una parte de la humanidad todavía lo cree y lo sostiene. Si ésta no es toda la verdad, por lo menos debe haber en ella una gran parte de verdad. Por lo tanto, tal doctrina merece el examen más concienzudo (p. 22).

Yo creo que la vida tiene por único fin el interés individual en los casos en que actúa racionalmente. Cuando la vida se mueve por instinto, por intuición o por alguna otra fuerza más misteriosa que la razón, ahí no estoy en condiciones de afirmar que el interés individual sea siempre el objetivo.

Había dicho Aristóteles: «La ciencia es tanto más elevada, cuanto es menos útil». Epicuro tomará como base lo contrario precisamente de esta máxima. Se comprende que al dedicarse a la filosofía se preguntó ante todo: «¿Para qué sirve?» (p. 27).

El científico no debe buscar la verdad pensando en la utilidad que le dará, sino pensando en el placer espiritual que se autoprocurará si se le acercan lo suficiente. Pero este placer científico, ¿no es útil para quien lo experimenta? Luego, Epicuro tenía razón... y Aristóteles también, cada uno a su modo.

Platón y Aristóteles buscaban la verdad para deducir de ella el bien; Epicuro, por reacción, buscará el bien para nosotros, antes que la verdad en sí misma; rechazará, por tanto, toda especulación sobre lo abstracto, toda sutileza inútil (pp. 27-8).

¡Pero la especulación abstracta produce placer! No hay ninguna contradicción en ser hedonista y metafísico a la vez, y esto al fin acabó Epicuro por comprenderlo, según nos cuenta Guyau en el mismo párrafo:

Lo que nuestro filósofos llaman metafísica, parece odiarlo; se verá forzado, sin embargo, a elaborarla él mismo, y a veces demasiado; obedeciendo el desarrollo de su mismo sistema y a la necesidad de las cosas, se elevará a consideraciones enteramente metafísicas, y acogerá, por último, como una amiga, la especulación desinteresada, que había comenzado por rechazar como enemiga.

Según Epicuro, es necesario sencillamente que el hombre se abandone con propósito deliberado al impulso que conduce hacia el placer a todos los seres de la naturaleza; no se necesita de nada que intente poner obstáculos, su inteligencia debe plegarse a la naturaleza, no plegarse a sí (p. 32).

La inteligencia es sólo un instrumento más --aunque por cierto uno de los más finos-- utilizado por la vida para ir en busca del placer. Si la inteligencia replegada en sí misma redunda en un placer presente o en la esperanza de un placer futuro (que ya, como esperanza, es placer presente), no hay nada de malo en ejercitarla de tal modo.

¿A qué parece conducir la ciencia de Demócrito y de los «físicos», si no es a ligar todas las cosas entre sí y a hacernos ver en la eterna armonía un mecanismo eterno? El hombre, en vista de este encadenamiento infinito de las causas, de que forma parte él mismo, ¿no va a sentirse más inquieto, más perturbado que antes? (p. 77).

No.

La ciencia de la adivinación, la presciencia que intentara ligar al porvenir, es rechazada también [por Epicuro]; el porvenir queda abierto para el poder espontáneo; la vida, la voluntad, el porvenir, es lo que saldrá de la indeterminación persistente en germen hasta en la determinación actual. La ciencia de los adivinos no puede, pues, sostenerse (p. 100).

Yo sigo pensando que los adivinos existen, aunque me niego a calificar lo suyo como una ciencia. Es un don, como el don de la poesía.
Pero hay algo aquí que me preocupa, y es que pueda llegar a tomarse un acto de adivinación por uno de intuición.
Tanto la intuición como la adivinación forman parte de un proceso místico que nos permite vislumbrar efectos sin que tengamos conocimiento de por qué esos efectos se producen en el tiempo. Esto es lo que tienen en común entre sí y lo que las diferencia de la razón, que sólo puede conocer efectos partiendo del conocimiento de todas o algunas de las causas que los generan. Pero la intuición difiere de la adivinación en que la primera se ocupa de proposiciones y de decisiones, mientras que la segunda se maneja exclusivamente con representaciones. Un adivino, en tanto que tal, no sabrá qué decirnos si le preguntásemos si hay vida en Marte, ni podrá persuadirnos o disuadirnos de ir hacia ese planeta en la próxima expedición. Esto es así porque "hay vida en Marte" o "no hay vida en Marte" son proposiciones, y las proposiciones sólo pueden ser verificadas por la razón o por la intuición. Asimismo, el "¿qué debo hacer?" no es una pregunta para un adivino, sino para un lógico o un intuitivo.
Y sin embargo el adivino puede, indirectamente, influir en la ratificación o rectificación de cualquier proposición, o aconsejar tal o cual comportamiento, dando conocer la visión de algún hecho revelado internamente. Si le preguntamos si hay vida en Marte y él nos comunica que acaba de tener una visión de un planeta así y asá en cuya superficie no se divisaba más que polvo, podemos suponer, y sólo suponer, que tal planeta era Marte y que en Marte no hay vida. Aquí nunca estaremos seguros de nada, porque ni siquiera sabemos si la visión correspondía efectivamente a Marte, o al Marte presente (ya que puede ser una visión del pasado o del futuro); y aunque el adivino describa tan bien el lugar que no haya dudas de que se trata del Marte de hoy, a lo sumo quedaremos convencidos de que no hay en él macrovida (el adivino no puede percibir sus visiones con mayor agudeza sensitiva que la normal: no podría ver si hay microbios), o de que no la hay sobre la superficie, a no ser que nos describa también todo el interior del planeta y toda su atmósfera. Del mismo modo, si le comentamos que nos han invitado a explorar ese planeta, pero que tenemos miedo de lo que nos podría suceder en el viaje, el adivino, siempre refiriéndose sólo a hechos, podrá decirnos que ha escuchado en su interior un eco como de algo metálico que revienta, y tendremos todo el derecho de suponer (y sólo suponer, mientras la visión no sea más específica) que lo que reventará será la nave que se dirigirá próximamente hacia Marte, estemos o no estemos nosotros en ella.
Como se ve, la adivinación, si bien es un procedimiento extrasensorial, se le representa al adivino bajo la forma de una percepción sensitiva (una imagen, un sonido, un olor, un sabor, un dolor, etc.). He aquí el punto capital que nos evitará cualquier confusión, porque las intuiciones nunca se presentan ni podrían presentarse como percepciones sensitivas. Si le preguntamos si hay vida en Marte, nuestra intuición, si es que la tenemos, nos dirá que sí o que no, pero nunca nos enriquecerá con visiones, ruidos o sabores marcianos. Si estas percepciones interiores aparecen, o bien somos adivinos, o bien las estamos imaginando, pero nunca deberemos atribuírselas al proceso intuitivo. Y lo mismo para cuando le preguntemos si nos conviene ir a Marte: sí o no será la respuesta[1], pero no habrá rastro alguno en nuestra conciencia del cual podamos inferirla.
El adivino percibe algo, un hecho, que sucedió, sucederá o está sucediendo en algún sitio, y a partir de tal percepción arma su predicción. El intuitivo no percibe nada, simplemente se convence de la veracidad o falsedad de tal proposición o de la conveniencia o no de hacer tal cosa.
Si no se sabe ubicar la visión en el tiempo y en el espacio en que realmente ocurre, o si se ubica bien pero se interpreta mal, la predicción fallará, y fallará también si lo que parecía ser una visión no era otra cosa que un producto de la imaginación.
Aparte de que la imaginación no forma parte de la realidad mientras que la visión sí, no existe otra cualidad que las distinga. Y puesto que al adivino se le hace imposible distinguir de algún modo lo que es y lo que no es real en su mente, me parece que la única guía más o menos confiable para realizar la distinción es la intensidad y la duración del mensaje. Si no se percibe claramente, o si dura demasiado poco, desconfiemos. Para un adivino la imaginación es tan peligrosa como peligroso es para un intuitivo el presentimiento trucho (ver anotaciones del 20/3/98).
La gente culta tiende a desconfiar de los adivinos, y bien que hacen, porque si adivinan una vez de cada quinientas ya es mucho decir. Lo que pasa es que ponen en la misma bolsa a los adivinos, a los imaginativos y a los chantas; y si tenemos en cuenta que, según lo dicho, ni siquiera ser adivino en serio garantiza la realización de predicciones correctas, tenemos como corolario el escepticismo exagerado, que lo mismo que el exagerado dogmatismo, no se condice con la ciencia.
Aclaro, para que se sepa que no tengo ningún interés creado en esto, que no me considero un adivino; apenas soy un individuo escasamente imaginativo. Lo que sí creo tener es algo de intuición. No mucha, pero algo. Y cuando le pregunto si los adivinos existen, la mayoría de las veces me contesta que sí.

Según Epicuro, si nos persuadiésemos por completo de que la muerte no tiene nada de real y de vivo, por decirlo así, que es para nosotros, por el contrario, la disolución de la vida completa, el aniquilamiento completo, ¿qué razón tendríamos para temer? No existe nada temible en todo lo que es nada por sí mismo (p. 117).

Unamuno decía que lo aterraba más la idea de la nada eterna que la del eterno infierno, pero lo decía muy tranquilito, sentado frente a su escritorio y en un cómodo ambiente: ¡quisiera saber qué habría opinado si mientras escribía le iban enterrando hierros candentes en la piel y palillos de bambú debajo de las uñas! Y presenciar eternamente la muerte de nuestros seres más queridos, una y otra vez como en una cinta sinfín, ¿es esto preferible al anonadamiento absoluto? En este sentido, me quedo con el personaje que Richard Gere interpreta en la película Sin aliento (Breathless, 1983). Al preguntarle su chica francesa si prefería el dolor a la nada, responde: "Prefiero la nada. Para mí es todo o nada".

Epicuro, sosteniendo que la inmortalidad [de las almas individuales] es imposible, deduce un poco apresuradamente que no es deseable (p. 120).

Si se pudiera probar que la inmortalidad de las almas individuales es imposible, y que la verdad es en sí misma bella y deseable, hipótesis éstas que creo verdaderas (mas no aseguro que lo sean); si pudieran probarse estas dos cosas la conclusión sería que la inmortalidad de las almas individuales no es en sí misma deseable. Léanse mis anotaciones del 23/1/99 y se comprenderá mejor por qué una parte de mí ya no desea que mi conciencia permanezca fija eternamente[2]. Aquí sólo diré que las únicas personas que no desean cambiar su vieja conciencia por una más moderna y evolucionada, y en consecuencia más feliz, son los soberbios[3].

Se ve que Epicuro quiso ser dichoso hasta el fin; poseía la obstinación de la felicidad, como otros tienen la de la virtud o de la ciencia. También tiene su nobleza esta obstinación; hay algo bastante grande en esta perseverancia en triunfar del dolor, en esta suprema apelación al pasado para compensar el dolor actual, en esta afirmación desesperada de la felicidad de la vida en presencia de la muerte (pp. 128-9).

Es una cuestión de temperamentos: quien, siendo equilibrado, se inclina más hacia la viscerotonía, tiende, como Epicuro y los epicúreos, a obstinarse por la búsqueda de la felicidad para sí mismo y para los demás; los equilibrados que se inclinan más hacia la somatotonía, como Epicteto y los estoicos, tienden a obstinarse por la búsqueda de la virtud para sí mismos y para los demás; y los equilibrados que se inclinan más hacia la cerebrotonía[4], como Giordano Bruno y los escépticos[5], tienden a obstinarse por la búsqueda de la verdad para sí mismos y para los demás. Pero en realidad esto es un círculo "vicioso", porque no se puede buscar la felicidad sin buscar la virtud y la verdad al mismo tiempo, y la vida y doctrina del gran Epicuro es un claro ejemplo de tal interrelación de bondades. Los hedonistas de hoy confunden la felicidad con la alegría, y entonces se dedican todo el tiempo a buscar a ésta, pues se deja ver más fácilmente que aquella. Pero lo cierto es que la alegría no es la felicidad toda, sino sólo una de sus partes. Quien es feliz necesariamente está contento, pero quien está contento puede a su vez no ser feliz. Para estar alegre no es necesario buscar la virtud ni la verdad; para ser feliz, sí[6]. Y lo que les ocurre a los hedonistas de hoy también se da en los actuales científicos y revolucionarios: los primeros, buscan la verdad sin preocuparse por ser felices ni virtuosos, y así difícilmente se le acercan, o se acercan sólo a verdades menores, que no interesan a las cuestiones de fondo de nuestra existencia; los segundos, piensan que la búsqueda de la virtud es más dolorosa que placentera, y que la ciencia en todas sus ramas es incapaz de ayudarlos en esta tarea, gruesísimos errores ambos que me hacen recordar las dificultades que tuvo que atravesar sor Juana Inés de la Cruz cuando se enfrentó al clericalismo de su época por pretender ser virtuosa, inteligente y feliz al mismo tiempo.

No siempre es fácil el persuadirse uno mismo de que se es feliz; es necesario para esto una fuerza de voluntad incontestable (p. 129).

A veces trato de ser objetivo y me pregunto: ¿soy más feliz que el promedio de los hombres? Y entonces me contesto que cuando mi estado de ánimo es elevado, tiendo a ser feliz en grado mayor al de cualquier aspirante al hedonismo, mas cuando me deprimo, enojo o angustio, tiendo a ser más infeliz que la más miserable de las criaturas. Después me pregunto: ¿sería mejor que esta violenta alternancia el vivir permanentemente sumido en una serena armonía, digna de los sabios orientales, evitando placeres y dolores con la misma repugnancia, sin buscar los primeros por saber que inexorablemente vendrán detrás los segundos? ¡No, no y mil veces no! ¡Denme la depresión maníaca y quédense los chinos con su anonadamiento![7]

... y como el persuadirse de que se es feliz, es serlo en gran parte, Epicuro ha podido realizar, por tanto, por sí mismo, esta utopía de la felicidad que soñaba para el sabio. Ha muerto sonriendo, como Sócrates, con la diferencia que este último nutría la hermosa esperanza de la inmortalidad, y, apartando la vista de la vida, no veía en la muerte más que una curación. Epicuro murió con el rostro vuelto hacia esta existencia misma que abandonaba, condensando en su recuerdo su vida entera para oponerla a la muerte que se aproximaba: en su pensamiento vio pintarse como una última imagen de su pasado dispuesto a desaparecer; la contempló «con gratitud», sin pesar, sin esperanza (p. 129).

Quien muere sin la esperanza de algún tipo de inmortalidad, no puede morir sonriendo. O puede, pero su sonrisa no será tan auténtica como la de Sócrates.

Epicuro ha mirado la muerte frente a frente, sin espanto y sin esperanza; ha intentado mostrar que ella podía limitar la vida sin perturbarla (p. 129).

El gran mérito de Epicuro fue el enseñarnos a mirar la muerte sin espanto; el gran demérito, el enseñarnos a mirarla sin esperanza.

Respecto a aquellos para quienes la existencia no es más que un juego, una diversión, ellos pueden, sin contradicción no afligirse al verla terminar. No pueden divertirse eternamente. Si no se toma la vida más que en la superficie, uno se fatiga; si se toma en lo que tiene ella de profundo, se liga uno a ella. El epicúreo no se liga a ella de este modo (p. 133).

La vida es sólo un juego, pero niego que tal juego tenga necesariamente que desarrollarse en su superficie. No hay pasatiempo más divertido que sumergirnos donde no hacemos pie. Es arriesgado, lo admito, pero es mucho más excitante que quedarse en la orilla jugando al balero.

Puede decirse, en general, que en la naturaleza todo ser cuya vida no tenga otro fin sino el disfrute, está necesariamente destinado a morir; todo ser que tiene a sí mismo por único centro de su pensamiento y de su voluntad, está destinado a ver ese centro trasladarse algún día, y entonces su mismo pensamiento y su misma voluntad no tendrá ya sentido alguno y serán aniquilados. Quien no existe más que para sí no puede existir siempre, o la naturaleza sería detenida en su evolución. Únicamente el desinterés, suponiendo que fuera posible que existiese sólo éste, pudiera hacer posible la inmortalidad (pp. 133-4).

Correcto, si entendemos aquí por inmortalidad la de las conciencias individuales.

Temer ser castigado por un poder exterior, es pueril; pedir una recompensa mercenaria, poco digno; pero, por otra parte, se puede pedir el no parecer; se puede desear, sin contar con ello en absoluto, una existencia que sea un progreso sobre ésta; se puede pensar que la muerte es un paso hacia adelante, no una brusca detención en el desarrollo de nuestro ser; se puede esperar, por último, no perder allí, como en un naufragio, todas las riquezas interiores que se han acumulado, sino atravesar la muerte llevando gloriosamente el mundo de pensamientos y de deseos generosos que se han creado dentro de sí. Aquí queda abierto el camino para las hipótesis y para las utopías metafísicas. Desde el mismo punto de vista del epicureísmo, la esperanza es un consuelo que no hay que arrancarse. Si Epicuro hubiese vivido en nuestros días, cuando el concepto de la inmortalidad tiende a ser cada vez más risueño y celestial, acaso no lo hubiese atacado tan abiertamente y si hubiera inclinado ante ella, como se prosternaba en los templos de los dioses. Esta creencia es un manantial de felicidad que no se debe desdeñar (pp. 134-5).

La principal virtud que admitió la antigüedad, virtud a la que reducía todas las demás, era el valor. Pero el valor está de acuerdo con la doctrina epicúrea, y hasta, en cierto sentido, la constituye; porque ¿qué es el valor sino la ausencia de inquietud frente a los acontecimientos de la vida? ¿Y qué es la ausencia de inquietud, la ataraxia, sino el fundamento mismo de la felicidad y el fin perseguido por toda la doctrina epicúrea? (Pp. 139-40).

El valor, definido como la ausencia de toda inquietud, es una gran virtud, pero es una virtud negativa, esto es, que no necesita de la acción para manifestarse. Viene a ser algo así como el mandamiento de no matar: no necesito hacer nada para cumplirlo. Pero toda virtud o mandamiento negativo suele tener su complemento positivo. En el caso de no matar, este complemento positivo es el de ayudar a vivir; en el caso del valor, su complemento positivo es la valentía, definida como el acercamiento conciente y voluntario hacia la posibilidad de un gran sufrimiento. Los epicúreos eran valerosos, en el sentido de que no le temían a nadie ni a nada, ni siquiera a la muerte, pero no eran valientes, porque no iban por propia voluntad hacia el peligro o el dolor. En este punto, los estoicos y los cínicos eran netamente superiores.

Cristianos y epicúreos tenían igualmente miedo al amor; pero las causas de este temor eran muy distintas: los unos temían arriesgar en él su felicidad, los otros olvidar por él a Dios. El resultado práctico es el mismo en ambas doctrinas (p. 142).

Pero ¿arriesga uno su felicidad al estar enamorado? ¡Todo lo contrario!: el amor hacia una mujer es el coronamiento de la felicidad del hombre (y viceversa). Y ¿puede uno descuidar a Dios a expensas del amor? ¡Imposible!: Dios es el amor mismo en todas sus formas, y descuidar a Dios para dedicarse a Dios es la más incoherente contradicción que pueda escucharse.

Epicuro, sosteniendo por completo que el sabio puede prescindir de las riquezas, le aconseja el no desdeñarlas siempre, de pensar en su fortuna, de amasar para la vejez, ¿no podrá disfrutar mejor de las riquezas el que puede mejor prescindir de ellas? Luego el sabio se aprovechará de su sabiduría, ahorrará, administrará bien sus negocios. No debe mendigar, como hacían los cínicos: se bastará a sí mismo. Por lo demás, hay que convenir en que este concepto de la vida bienaventurada es más moderno y parece tener más dignidad todavía que la sabiduría con harapos de Antístenes (p. 155).

Convengo en que este concepto de la vida bienaventurada es más moderno que el de Antístenes, pero no todo lo moderno tiene más dignidad que lo antiguo. ¿Qué clase de dignidad es la del rico que sabe que con su dinero puede salvar la vida de decenas de niños y sin embargo lo guarda para mejor ocasión? Podemos discutir si el mendigo es o no más feliz que millonario, pero meter la dignidad en esta cuestión es desperdiciar tinta o saliva, porque cualquiera que no esté cebado por el consumismo o el amarretismo sabe que hay muy pocas lacras tan perniciosas como la opulencia, mientras que todo el mal que puede hacer un mendigo es molestar con sus vahos a la gente que pasa junto a él. Y que mi amigo Guyau no se dé cuenta de semejante disparate no hace más que probar que las verdades más evidentes son invisibles a los ojos de quien no quiere ver, a los ojos de quien, por un momento, se olvida de buscar la verdad filosófica y hace como que la busca cuando en realidad sólo intenta justificar ante su propia conciencia algún aspecto de su estilo de vida que huele tan mal como el susodicho mendigo. ¡Glorioso el día en que los pobres remplacen a los ricos en el arte del pensamiento!
Guyau había dicho más arriba que el verdadero epicúreo no le teme a nada; pero ahorrar dinero, "amasar para la vejez", ¿no es algo que se hace por miedo a que no tengamos qué comer, cómo abrigarnos, cómo curarnos, etc. etc., en el futuro?[8] La riqueza es cobardía; luego, el sabio debe despreciarla siempre. Y ¿qué es eso de que el sabio "administrará bien sus negocios"? No se puede administrar un negocio y ser sabio al mismo tiempo; nunca existieron los filósofos mercaderes. El único "negocio" del sabio es el conocimiento, pero en éste las normas económicas no sirven para nada y lo único que se permite amasar para la vejez es la torta de la virtud.

Las leyes han sido establecidas por los sabios, no para no cometer injusticias, sino para no sufrirlas (Epicuro, citado por Guyau en la p. 159).

Las leyes (coactivas y coercitivas) han sido establecidas por los cobardes, porque los sabios ni cometen injusticias ni tienen miedo de padecerlas.

Creer en el progreso, es creer en la inferioridad del pasado con relación al presente y al porvenir; pero esta inferioridad se resuelve en el pensamiento en una primitiva imperfección, en una impotencia primitiva. La mayor parte de las religiones, por el contrario, colocan en el origen de las cosas una omnipotencia formando el mundo y al hombre a su imagen y semejanza: se comprende difícilmente entonces un mundo que, en su origen, y al salir de las manos del Creador, fuese imperfecto y malo; parece que para encontrar el bien es necesario dirigirse más bien al principio de las cosas, hacia la época en que el mundo era, en cierto modo, más divino, por ser más joven. Remontar las edades es acercarse a Dios. Toda religión está obligada, de este modo, a explicar el mal que se encuentra en el mundo por una decadencia, en vez de explicar el bien que se encuentra en él por un progreso (pp. 165-6).

En la época en que viajaba con mi mochila aún les creía bastante a los teólogos del catolicismo, quienes se ven reflejados claramente por esta filosofía de la decadencia que describe Guyau. Digo esto porque me molesta un poco un pasaje de mi diario escrito el 12/5/96 en el que se dice que "cuando todo era perfecto" sucedían ciertas cosas, y me molesta porque ya no creo que todo haya sido perfecto, ni siquiera que algo haya sido perfecto en el pasado, y entonces dejo aclarado, para quien haya leído esa parte de mi diario, que el hombre primitivo, si bien era frugívoro, no por eso era perfecto, y que considero que hay más perfección en mi señora madre, que come carne todo los días, que en los vegetarianos guacamayos de la selva del Mato Grosso.

El ascetismo es el enemigo del progreso; hay ascetismo en la filosofía epicúrea, tan blando en la apariencia, como en el estoicismo y en la mayor parte de las filosofías antiguas o de las religiones. El epicureísmo era un sistema demasiado cerrado para poder comprender, en toda su amplitud, la idea del progreso (p. 182).

Antes de la seca sentencia de que "el ascetismo es el enemigo del progreso", Guyau explica que el verdadero progreso tiene valor moral, no sólo valor científico, y que los antiguos epicúreos no creían que el progreso de las ciencias pudiera influir en el aumento de la felicidad de los hombres y por eso lo desechaban. Yo creo que los antiguos epicúreos, y Epicuro en particular, no estaban en contra del progreso científico sino del uso estúpido que la gente le da, creándose cada vez más necesidades artificiosas que conforme se sacian crean otras nuevas y más difíciles de satisfacer, llevando al hombre a la infelicidad por carencia, que era lo que se suponía se iba a subsanar mediante la ciencia aplicada al consumismo. Pero que alguien reniegue del progreso y complejidad de ciertos artículos de consumo creados por la ciencia no significa que ese alguien reniegue de la ciencia misma y sus progresos cuando ésta se dedica no a inventar corpiños para nalgas poco turgentes sino a indagar acerca de las verdades más trascendentes. Conozco gente que se desespera por adquirir cada elemento de consumo de última generación que la ciencia inventa día tras día, pero es justamente ésta la gente que menos se interesa por la ciencia en sí, la gente que menos ama el mundo del conocimiento. En contraposición, existe gente que no se interesa en lo más mínimo por adquirir estos artículos de última generación, pero que se interesa fanáticamente por adquirir el conocimiento del principio rector que hizo posible la existencia de tal artículo. Esta es la gente que está a favor del progreso de la ciencia no por lo que la ciencia le dará de mamar materialmente, sino intelectualmente. Éstos agradecerán al progreso científico el haberles acercado la teoría de la relatividad; los otros, se pondrán locos de contentos al saber que ahora existen los pañales descartables. El ascetismo bien entendido, o sea el anticonsumismo, lejos de ser enemigo del progreso como dice Guyau, es su mejor amigo, y por eso trata de mantenerlo alejado de aquellos que lo utilizan con la única y dolorosa finalidad de aumentar geométricamente sus necesidades insatisfechas.

El espíritu humano, cuando ha trabajado largo tiempo en un mismo objeto, investigando en la misma dirección, se fatiga y se agota; después de haberse apasionado por un problema sin haber podido resolverlo, llega a abandonarlo de repente, y, por una reacción natural, se dirige hacia un orden de ideas enteramente distinto (p. 193).

No sé a santo de qué dijo Guyau esto, pero es exactamente lo que a mí me sucede. Hoy estoy inmerso en el estudio de la moral humana, pero mañana seguramente me hartaré y prenderé el televisor hasta saturarme de documentales de comportamiento animal, y pasado mañana intentaré conocer algo más sobre la finitud o infinitud del universo físico, y tras pasado mañana me dedicaré a indagar si es coherente relacionar el principio de incertidumbre de la física cuántica con el determinismo ontológico, y después vuelta a la moral humana... Si en cada raíd de éstos, si en cada círculo girado logro profundizar aunque sea un poco mis conocimientos en cada tema, me daré por satisfecho y rechazaré las acusaciones que se me hagan por inconstancia y falta de aplicación y seriedad en el estudio de una idea y aceptaré con orgullo el mote de anarquista de la epistemología tal como con orgullo acepto el mote de anarquista de la moral que yo mismo intento propagandear.

Por otra parte, cuando en una época determinada el espíritu humano parece abandonar cierto problema, no se deduce de ello que renuncie a él para siempre; lejos de esto: las investigaciones realizadas en otro orden de ideas podrán ser útiles, tarde o temprano, para resolver la misma dificultad que no había podido vencer atacándola del frente (p. 193).

Reconócense los espíritus innovadores menos en que resuelven gran cantidad de cuestiones particulares, que en el hecho que cambien de pronto el punto de vista general desde donde habían sido examinadas las cosas hasta entonces (p. 194).

Toda religión descansa, más o menos, en las ideas de creación, de providencia, de milagro, de solidaridad entre el mundo y Dios (p. 204).

Date una vuelta por la China y verás que no es tan así. Además, la religión natural, de la cual soy abanderado, descree de creación, providencia o milagro alguno, y si acepta la solidaridad entre el mundo y Dios lo hace como quien acepta la posibilidad de ser solidario consigo mismo.

Hobbes divide el gran tratado sobre El Ciudadano en dos partes principales, donde él nos enseña sucesivamente al hombre en estado de guerra, de división, de anarquía: es este estado el que designa con el nombre más o menos exacto de Libertad; después, al estado de guerra sucede la paz bajo el régimen absoluto: este es el ideal de Hobbes, este es el estado que opuso a la anarquía primitiva, y al que llama Imperio; para él toda la historia de la humanidad se resume en estas dos palabras: anarquía, imperio; la una marca el punto de partida, la otra el fin (pp. 216-7).

Dice Guyau que en realidad Hobbes dividió su tratado no en dos sino en tres partes, pero que la tercera, llamada Religio, era meramente accesoria. Y es una lástima, porque me parece que, sin haberlo leído, lo que le hace falta a su ensayo es precisamente una última y trascendente tercera parte, cuyo nombre bien podría ser el que Hobbes le dio. Es cierto que la humanidad nació y vivió mucho tiempo en la anarquía y que luego evolucionó socialmente hacia el imperio, pacificándose mucho con el cambio. Pero ¿cuál es el parámetro que debemos utilizar para medir la evolución de un grupo de seres: la paz o la felicidad que reina entre ellos? "¡Qué paz! El silencio de una ciudad que acaba de ocupar el enemigo", dice Guyau citando a Montesquieu. ¿Quién no prefiere ser feliz en medio de una guerra que ser desdichado en la paz absoluta? No digo aquí que el anarquismo primitivo haya sido mejor que los actuales tiempos imperialistas, sólo afirmo que los gobiernos coercitivos no son el ideal político al que apunta la humanidad; nuestra época de imperios e imperativos legales no será, para la historia condensada del hombre del futuro, más que una transición necesaria entre el anarquismo amoral o submoral de los primeros hombres y el anarquismo religioso que tendrá su "imperio" dentro de algunos milenios.

La utilidad debe ser siempre y en todas partes el fin del hombre --tal es el principio de todo sistema epicúreo y utilitario--; pero antes de demostrar que debe ser el fin, es necesario probar que puede serlo y que lo es en realidad. ¿Es, pues, posible reducir todos los actos humanos, sin excepción, a este único fin, el interés? ¿En esta sencilla palabra, en esta única idea, se resume el alma entera? (p. 221).

Yo creo que sí, siempre que hablemos de los actos que se realizan con la aprobación de la voluntad conciente y racional del individuo, excluyendo todo acto realizado por instinto o por intuición.

Nosotros marchamos hacia una época en la cual el egoísmo será cada vez más rechazado y comprimido en nosotros, cada vez más desfigurado. En esta época ideal el ser no podrá ya, por decirlo así, disfrutar aislado: su placer será como un concierto donde el disfrute de los demás entrará como elemento necesario; y desde ahora, en la mayor parte de los casos, ¿no sucede ya de este modo? Que se compare en la vida común la parte dejada al egoísmo puro y la que adquiere el «altruismo», se verá cuán relativamente pequeña es la primera; aun los placeres más egoístas, porque son enteramente físicos, como el placer de comer o de beber, no adquieren todo su encanto cuando no los participamos con otro. Esta parte predominante de los sentimientos sociales debe ser comprobada por toda doctrina y de cualquier modo que se conciban los principios de la moral. En efecto, ninguna doctrina puede cerrar el corazón humano. No podemos mutilarnos, y el egoísmo puro será un contrasentido, una imposibilidad. Del mismo modo que el yo, por último, es para la psicología contemporánea una ilusión, porque no hay en él personalidad, porque estamos compuestos de una infinidad de seres y de pequeñas conciencias, podría decirse que el placer egoísta es una ilusión: mi placer egoísta no existe sin el placer de los demás; es necesario que la sociedad entera colabore más o menos en él, desde la pequeña sociedad que me rodea, desde mi familia, hasta la gran sociedad en que vivo; mi placer, para no perder nada de su intensidad, debe conservar toda su extensión (pp. 299-300).

Esto es a lo que yo llamo disertar. Con sólo una aclaración: la última palabra del texto, la palabra extensión, para mí hay que utilizarla tanto en sentido espacial como temporal. Soy feliz haciendo feliz a quienes me rodean, pero también soy feliz si creo que a través de mis obras podré llevar un poco de felicidad a uno que otro ser que aún no nace. El altruismo, proyectado en el tiempo, se potencia millonésimamente. La felicidad que mi amigo Epicuro promovió entre sus contemporáneos es ínfima comparada con la que su doctrina y su estilo de vida nos ha procurado a nosotros sus continuadores y seguirá procurando al mundo por los siglos de los siglos[9].

En el problema de la libertad, encontramos a los antiguos y modernos epicúreos en completo desacuerdo entre sí. Sabemos que Epicuro admite el libre arbitrio y coloca, no sólo en el hombre, sino en la naturaleza y los átomos, una espontaneidad que saca de sí misma el principio de su acción; por el contrario, Hobbes, Helvecio, d’Holbach, en una palabra, todos los epicúreos modernos sin excepción, rechazan la libertad y se muestran francamente deterministas, y hasta algunas veces, como Hobbes y La Mettrie, fatalistas en exceso. No tenemos que examinar aquí la verdad absoluta de estas doctrinas contrarias, pero podemos preguntarnos cuál es la más conforme los principios epicúreos. Pues es necesario reconocer que la creencia en la libertad es una anomalía en el sistema de Epicuro. Este último, después de haber dado la felicidad como fin, reconoce que la tranquilidad del alma es la condición necesaria de esta felicidad, y cree que la idea de una necesidad universal, dominando la naturaleza, sería incompatible con la tranquilidad del alma. Sabemos que, según él, hay algo de sombrío y de perturbador en el sentimiento del fatalismo: por esto es por lo que él lo rechaza. Entonces, una vez que ha comenzado por rechazarlo, con un notable espíritu de lógica lo rechaza en todas partes y pone la espontaneidad en todas las cosas. Lo que él no ha probado es que esta misma espontaneidad pueda existir, ni aun intenta el probarlo. Para él es un hecho de conciencia evidente la libertad moral; pues, dada la libertad del hombre, deduce con gran rigor la espontaneidad de la naturaleza; pero él no percibe que una de dos: o la libertad moral es dudosa, y entonces su sistema está envuelto en la misma incertidumbre; o es cierta, y entonces es un principio nuevo que hay que tener en cuenta. Si yo tengo libertad, puedo fundar en ella una moral y prescindir por completo del principio del interés. De la misma idea de libertad puede deducirse el deber sin que haya necesidad de apelar al placer. Que un determinista sea utilitario, se comprende; pero que un partidario del libre arbitrio que cree sentir dentro de sí un no sé qué de absoluto, una causa viva y que obra por sí misma, poseyendo un valor y una dignidad intrínseca, vaya a someterla a una regla de acción exterior, dirigida hacia un fin extraño y hacerla un instrumento de placer, esto es, en el fondo, una contradicción, a la cual han tenido razón para sustraerse los epicúreos modernos. Sobre este punto, el sistema epicúreo ha adquirido nuestros días, una fuerza y una homogeneidad nuevas. Epicuro se quejaba de que la idea del determinismo universal pesa en el alma humana, porque el hombre sufre al sacrificar a la naturaleza su plena y entera independencia; olvidaba que la moral, lo mismo que cualquiera otra ciencia, no puede entrar en la cuestión de las preferencias individuales. Toda ciencia busca, no lo que agrada a la inteligencia o a la sensibilidad, sino lo que es; persigue, no la felicidad absoluta, la utopía del antiguo epicureísmo, sino la felicidad relativa, compatible con la realidad, y no retrocede ante ninguna verdad, por dura que pueda ser ésta (pp. 301-2).

Ya lo dije y lo vuelvo a decir: el único ser humano que sufre al ver sacrificada su independencia en manos de la naturaleza es el ser humano soberbio o el ser humano que ve en la naturaleza y sus leyes un rival a vencer, un gigante y malvado dragón que hay que derrotar con la espada del albedrío, un asqueroso Goliat que caerá sólo si se lo apedrea a discreción con generosas porciones de voluntad espontánea... Pero el que ve a la naturaleza y sus leyes no como un monstruo sino como un aliado, o mejor, como un reflejo de su propia esencia, ése no se siente frustrado ante el determinismo, pues sintiendo que su propio yo es inmanente a la naturaleza, sentirá que su voluntad individual se mezcla y homogeneiza con la voluntad universal, y entonces podrá reconocer dentro de sí todo el poderío de los engranajes cósmicos y tendrá la sensación, tal vez no del todo ilusoria, de poder dirigir la totalidad de la energía del mundo hacia donde se le antoje. ¡Pavada de libertad es ésta comparada con la de los albedristas!
En este sentido, para ser un epicúreo consecuente hay que olvidarse del mismísimo Epicuro y dejar que su teoría del clinamen se consuma en el más oscuro de los olvidos[10].
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[1] La intuición no trabaja con multiple choice, necesita siempre opciones antagónicas. Si ante nosotros el camino se bifurca en cuatro senderos, y queremos intuir cuál nos conviene tomar, deberemos hacernos no una pregunta sino tres: 1. ¿Me conviene más el camino A que el B? 2. ¿Me conviene más el camino conveniente en 1 que el C? 3. ¿Me conviene más el camino conveniente en 2 que el D? La intuición realiza este descarte automáticamente, pero si el nivel moral de quien intuye no está muy calibrado puede suceder que no logre dar la respuesta correcta con rapidez o que no la dé nunca. Para quienes no somos santos, sabios ni revolucionarios, lo indicado es intuir en base a dualismos opuestos (preguntas que se puedan responder con sí o con no), dejando para los expertos las intuiciones que impliquen respuestas más extensas.[2] Aquí transcribo un extracto de aquella entrada de mi diario:

[...] Si el hombre desciende de algo parecido a un mono, y este algo desciende a su vez de otro mamífero desconocido y así sucesivamente hasta el comienzo mismo de la vida orgánica, ¿con qué criterio podría seguir diciendo Descartes que nada en el mundo salvo el hombre tiene alma? Y aunque no creamos en el concepto básico evolucionista, ¿alguien que tenga un perro en su casa es capaz de afirmar que semejante máquina de amor y fidelidad carece de alma? No sólo los perros, sino también los gatos, las culebras, las lombrices, el pasto y hasta el aluminio tiene alma. Y si tienen alma, es menester que terminen en el paraíso junto con los humanos.
En el paraíso se supone que uno es eternamente feliz. Y no cuesta mucho imaginarse uno en ese estado, basta pensar en quienes más amamos y rodearnos de ellos del modo en que no supimos rodearnos en nuestra vida terrena. Este cuadro es demasiado hermoso como para que ahora me anime yo a destruirlo con argumentos meramente racionales. Sin embargo, habíamos quedado en que las demás criaturas también compartirían con nosotros el paraíso. Y entonces me pregunto: ¿es posible la felicidad para el gato? ¿Es posible para la cucaracha o para el microbio? El momento en el que más se acerca un gato a la felicidad transcurre mientras toma sol en el tejado después de haberse atiborrado de comida. Ergo, la felicidad del gato depende del sol y del dolor (o la infelicidad, que es lo mismo) de los ratones. Evidentemente no podrían convivir en el mismo paraíso gatos y ratones, pero como los gatos necesitan de los ratones para ser felices, se deduce de aquí que, o bien los ratones vivirán en su propio paraíso alejado de los gatos, y entonces los gatos se alimentarán de ratones que existen y no existen a la vez, o bien los gatos convivirán con los ratones de los cuales ciertamente se alimentarán, pero serán éstos ratones insensibles al dolor, de modo que no sufrirán si les toca en suerte ser masticados. Y ni que hablar de los microbios que parasitan el cuerpo humano: su salud es nuestra enfermedad, su felicidad es nuestra infelicidad. Nunca podríamos ser felices junto a ellos, pero ellos nos necesitan para ser "felices"... Esta idea del paraíso se tornaba más caótica cada día.
Mi amigo Unamuno, esté donde estuviere si está entero, se habrá enojado mucho conmigo cuando dejé de creer en la inmortalidad individual de las almas. Él se amaba tanto a sí mismo que no quería creer que su conciencia pudiera extinguirse una vez muerto su cuerpo. "¿De qué me sirve ser inmortal si mi conciencia no se entera? ¡Yo quiero inmortalidad de bulto!" repetía una y otra vez tratando de convencerse de algo que racionalmente le resultaba por lo menos sospechoso. Y aquí estamos ante un claro ejemplo del conflicto entre los deseos y la fe del cual me ocupé hace unos días: don Miguel deseaba una conciencia inmortal, pero su fe, o sea su razón, le sugería que tal idea era poco científica. ¿Quiénes estaban en lo cierto, sus deseos o sus razones? Nadie lo sabe. Excepto Unamuno, si es que está entero y en el mismo bulto.
No es que me incline siempre a favor de la razón cuando ésta disputa con el deseo (aunque suele ser así: soy cerebrotónico), pero en esta cuestión en particular mi racionalismo le ganó al sentimentalismo la pulseada por un amplio margen, aunque no fue una verdadera pulseada sino sólo al principio, pues no me llevó mucho tiempo comenzar a desear que mi conciencia individual se diluya para siempre una vez muerto mi cuerpo.
Mi razón admitía poca discusión. Dejando de lado el problema de si la conciencia es algo puramente espiritual o si está compuesta de finísimas partículas materiales, resultaba evidente que tal conciencia está en todo momento interrelacionada con el cuerpo que habita y que necesita de éste para seguir existiendo como un todo individual. Muerto mi cuerpo individual, muerta mi conciencia individual, me dije, y lo mismo para el resto de las criaturas, con lo cual me libraba de aquel paraíso zoológico que tantas cabriolas sofísticas me había inducido a ensayar. Pero verme libre de cielos confusos no era lo mejor, lo mejor era verme libre de lo mismo que otrora no hubiera querido entregar ni por todo el oro del mundo. Si; porque, seamos sinceros, ¿quién no se aburriría de ser siempre la misma imperfecta persona durante toda la eternidad? El único que no se aburre nunca de su propia personalidad es el hombre perfecto, el hombre que sabe ser amable con los hombres y amante con las mujeres, y que a su vez es inteligente --cosa rara en los amantes de hoy-- ¡y encima decidido y valiente! Una persona así no se aburriría nunca de sí misma por más milenios que viviese y rechazaría con pena la idea de desintegrarse. Son estos personajes los únicos que tienen la capacidad de conocerse a sí mismos en su estado puro, y cuanto más tiempo viven, más se autoconocen, y más dichosos se hacen. Mas nosotros, imperfectos engendros de la naturaleza, cobardes con las mujeres y odiosos con los hombres, infértiles para el pensamiento elevado y temblorosos de mirar al peligro y a la muerte cara a cara para sonreírles o hacerles un piquete de ojos; nosotros, seres de personalidad tan pobre y más pobre cuanto más rica la suponemos, nosotros nos daríamos la cabeza contra las paredes si tuviésemos que vivir no digo ya una eternidad, sino doscientos o trescientos años con el mismo estúpido de siempre.
[3] Los defensores de la teoría de la inmortalidad de las almas individuales (siempre hablando en el sentido escatológico de la idea, no en el metempsicótico) me dirán que no necesariamente se deduce de tal inmortalidad la fijeza, pudiendo suceder que en el más allá las conciencias evolucionan tal como aquí la conciencia del niño tiende a evolucionar conforme se hace adulto. Pero ¡ya es mucho pedir, muchachos! Que una conciencia pueda existir sin un cuerpo que la cobije...mmm... vaya y pase. Pero que esa conciencia sin cuerpo encima evolucione... ya es estirar al máximo la cuerda de la ingenuidad filosófica...
[4] La explicación de estos conceptos temperamentológicos según mi propio punto de vista figura en la sección XIII de este Apéndice.
[5] Giordano Bruno era escéptico en el sentido de que rechazaba dogmas admitidos por casi toda la gente de su época y lugar, pero no era escéptico en el real sentido que yo le doy a la palabra, pues parecía estar excesivamente convencido de la veracidad de sus teorías. Convertir una verdad relativa en dogma es mejor que convertir en dogma una mentira, pero mejor aún es dejar a la verdad relativa en su propia categoría.[6] Nótese que hablo de ser feliz y de estar alegre. Este cambio de verbos indica que para mí la felicidad, si es que hoy es posible, es una condición inherente al individuo feliz, mientras que la alegría es más bien temporal y depende de causas externas al individuo que la experimenta.[7] (Nota añadida el 2/5/7.) Julien Offroy de la Mettrie coincide conmigo, desde su Anti-Séneca, en que la constante tranquilidad espiritual constituye un tipo de felicidad bastante blandengue: "Si la felicidad consiste en vivir y morir tranquilo, ¡ay!, cuánto más felices son los animales que nosotros. ¡Cuántos hombres estúpidos de los que se sospecha reflexionar menos que un animal son perfectamente felices!" No es que compare yo la irreflexión del campesino medieval con la del sacerdote taoísta, pero las consecuencias hedónicas de ambas parecen encaminarse hacia el mismo lado.[8] Muchas personas que han tenido la buena suerte de formar su propia familia dicen que no acaparan dinero por miedo a su futuro personal sino por temor a lo que pudiera sucederles a sus hijos, nietos o demás familiares. Si fuera cierto, como yo creo, que la única forma de ser feliz es siendo pobre, podría decirles a estas personas que "asegurando" el futuro de sus seres queridos no hacen más que asegurarse de que nunca conocerán la verdadera dicha.[9] Otro ejemplo: si Da Vinci hubiese sido conciente del placer que sus obras proporcionarían a las generaciones posteriores, ¿no habría sido el hombre más feliz de la Tierra?[10] Había, en la época del gran Epicuro, una rivalidad intelectual muy marcada entre los de su escuela y los estoicos. Teniendo en cuenta que estos últimos eran decididamente deterministas, no sería extraño imaginar a los primeros intentando elaborar hipótesis que avalen el indeterminismo por el simple placer de contradecir a sus oponentes en alguna ocasional discusión filosófica de las tantas que se sucedían en la antigua Grecia. (Ellos no conocían a Spinoza, y ni se imaginaban que los principios básicos del epicureísmo y del estoicismo eran en el fondo perfectamente compatibles.)