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sábado, 4 de septiembre de 2010

La concepción moral de Jean-Marie Guyau a través del análisis de dos de sus obras (segunda parte)

amigos peruanos, voraces lectores de este análisis, me gustaría conocerlos. ¿Por qué se han volcado a leer estos párrafos preferentemente? ¿Es por algún trabajo encargado en alguna universidad? Me gustaría que dejaran algún mensaje.¡muchas gracias!
Cornelio Cornejín

2°) La moral de Epicuro (1878).

El pensamiento humano está vivo y en movimiento, y no hay en él, como se supone, sistema resuelto; por el contrario, cada sistema, en un mismo autor, cambia y se transforma perpetuamente; pasa de los principios a las consecuencias; de las consecuencias retorna a los principios, por un perpetuo movimiento de expansión y concentración, que recuerda el movimiento mismo de la vida (Jean-Marie y Guyau, La moral de Epicuro, p. 10).

Si se examinara a la vez la existencia total de un individuo, abstracción hecha del tiempo, abstracción hecha de la evolución de la vida, se descubrirían en ella tal vez una serie de contradicciones, al principio inexplicables, y que, sin embargo, se explican con la reflexión, y aún se reducen a veces a la unidad, engranando una de ellas en otra. Lo mismo ocurre en un sistema filosófico: para comprenderlo basta con introducir en él la vida y la gradación de las ideas; las contradicciones no nacen con frecuencia sino cuando se separan y se cortan los términos, cuando no se tienen en cuenta los momentos del pensamiento, cuando se rompe la cadena de las ideas. En un verdadero pensador existe siempre un punto de sutura entre dos ideas; es más o menos imperceptible, pero existe, y el análisis concienzudo de los textos acabará por revelarlo (ibíd., pp. 12-3).

Por eso es que yo le doy tanta importancia en mis textos al orden cronológico. Y para ser consecuente con esta idea, digamos que hoy el 23 de febrero de 1999.

Una parte de la humanidad ha creído que la vida tenía por fin único el interés; lo ha creído sinceramente, lo ha sostenido con valor; una parte de la humanidad todavía lo cree y lo sostiene. Si ésta no es toda la verdad, por lo menos debe haber en ella una gran parte de verdad. Por lo tanto, tal doctrina merece el examen más concienzudo (p. 22).

Yo creo que la vida tiene por único fin el interés individual en los casos en que actúa racionalmente. Cuando la vida se mueve por instinto, por intuición o por alguna otra fuerza más misteriosa que la razón, ahí no estoy en condiciones de afirmar que el interés individual sea siempre el objetivo.

Había dicho Aristóteles: «La ciencia es tanto más elevada, cuanto es menos útil». Epicuro tomará como base lo contrario precisamente de esta máxima. Se comprende que al dedicarse a la filosofía se preguntó ante todo: «¿Para qué sirve?» (p. 27).

El científico no debe buscar la verdad pensando en la utilidad que le dará, sino pensando en el placer espiritual que se autoprocurará si se le acercan lo suficiente. Pero este placer científico, ¿no es útil para quien lo experimenta? Luego, Epicuro tenía razón... y Aristóteles también, cada uno a su modo.

Platón y Aristóteles buscaban la verdad para deducir de ella el bien; Epicuro, por reacción, buscará el bien para nosotros, antes que la verdad en sí misma; rechazará, por tanto, toda especulación sobre lo abstracto, toda sutileza inútil (pp. 27-8).

¡Pero la especulación abstracta produce placer! No hay ninguna contradicción en ser hedonista y metafísico a la vez, y esto al fin acabó Epicuro por comprenderlo, según nos cuenta Guyau en el mismo párrafo:

Lo que nuestro filósofos llaman metafísica, parece odiarlo; se verá forzado, sin embargo, a elaborarla él mismo, y a veces demasiado; obedeciendo el desarrollo de su mismo sistema y a la necesidad de las cosas, se elevará a consideraciones enteramente metafísicas, y acogerá, por último, como una amiga, la especulación desinteresada, que había comenzado por rechazar como enemiga.

Según Epicuro, es necesario sencillamente que el hombre se abandone con propósito deliberado al impulso que conduce hacia el placer a todos los seres de la naturaleza; no se necesita de nada que intente poner obstáculos, su inteligencia debe plegarse a la naturaleza, no plegarse a sí (p. 32).

La inteligencia es sólo un instrumento más --aunque por cierto uno de los más finos-- utilizado por la vida para ir en busca del placer. Si la inteligencia replegada en sí misma redunda en un placer presente o en la esperanza de un placer futuro (que ya, como esperanza, es placer presente), no hay nada de malo en ejercitarla de tal modo.

¿A qué parece conducir la ciencia de Demócrito y de los «físicos», si no es a ligar todas las cosas entre sí y a hacernos ver en la eterna armonía un mecanismo eterno? El hombre, en vista de este encadenamiento infinito de las causas, de que forma parte él mismo, ¿no va a sentirse más inquieto, más perturbado que antes? (p. 77).

No.

La ciencia de la adivinación, la presciencia que intentara ligar al porvenir, es rechazada también [por Epicuro]; el porvenir queda abierto para el poder espontáneo; la vida, la voluntad, el porvenir, es lo que saldrá de la indeterminación persistente en germen hasta en la determinación actual. La ciencia de los adivinos no puede, pues, sostenerse (p. 100).

Yo sigo pensando que los adivinos existen, aunque me niego a calificar lo suyo como una ciencia. Es un don, como el don de la poesía.
Pero hay algo aquí que me preocupa, y es que pueda llegar a tomarse un acto de adivinación por uno de intuición.
Tanto la intuición como la adivinación forman parte de un proceso místico que nos permite vislumbrar efectos sin que tengamos conocimiento de por qué esos efectos se producen en el tiempo. Esto es lo que tienen en común entre sí y lo que las diferencia de la razón, que sólo puede conocer efectos partiendo del conocimiento de todas o algunas de las causas que los generan. Pero la intuición difiere de la adivinación en que la primera se ocupa de proposiciones y de decisiones, mientras que la segunda se maneja exclusivamente con representaciones. Un adivino, en tanto que tal, no sabrá qué decirnos si le preguntásemos si hay vida en Marte, ni podrá persuadirnos o disuadirnos de ir hacia ese planeta en la próxima expedición. Esto es así porque "hay vida en Marte" o "no hay vida en Marte" son proposiciones, y las proposiciones sólo pueden ser verificadas por la razón o por la intuición. Asimismo, el "¿qué debo hacer?" no es una pregunta para un adivino, sino para un lógico o un intuitivo.
Y sin embargo el adivino puede, indirectamente, influir en la ratificación o rectificación de cualquier proposición, o aconsejar tal o cual comportamiento, dando conocer la visión de algún hecho revelado internamente. Si le preguntamos si hay vida en Marte y él nos comunica que acaba de tener una visión de un planeta así y asá en cuya superficie no se divisaba más que polvo, podemos suponer, y sólo suponer, que tal planeta era Marte y que en Marte no hay vida. Aquí nunca estaremos seguros de nada, porque ni siquiera sabemos si la visión correspondía efectivamente a Marte, o al Marte presente (ya que puede ser una visión del pasado o del futuro); y aunque el adivino describa tan bien el lugar que no haya dudas de que se trata del Marte de hoy, a lo sumo quedaremos convencidos de que no hay en él macrovida (el adivino no puede percibir sus visiones con mayor agudeza sensitiva que la normal: no podría ver si hay microbios), o de que no la hay sobre la superficie, a no ser que nos describa también todo el interior del planeta y toda su atmósfera. Del mismo modo, si le comentamos que nos han invitado a explorar ese planeta, pero que tenemos miedo de lo que nos podría suceder en el viaje, el adivino, siempre refiriéndose sólo a hechos, podrá decirnos que ha escuchado en su interior un eco como de algo metálico que revienta, y tendremos todo el derecho de suponer (y sólo suponer, mientras la visión no sea más específica) que lo que reventará será la nave que se dirigirá próximamente hacia Marte, estemos o no estemos nosotros en ella.
Como se ve, la adivinación, si bien es un procedimiento extrasensorial, se le representa al adivino bajo la forma de una percepción sensitiva (una imagen, un sonido, un olor, un sabor, un dolor, etc.). He aquí el punto capital que nos evitará cualquier confusión, porque las intuiciones nunca se presentan ni podrían presentarse como percepciones sensitivas. Si le preguntamos si hay vida en Marte, nuestra intuición, si es que la tenemos, nos dirá que sí o que no, pero nunca nos enriquecerá con visiones, ruidos o sabores marcianos. Si estas percepciones interiores aparecen, o bien somos adivinos, o bien las estamos imaginando, pero nunca deberemos atribuírselas al proceso intuitivo. Y lo mismo para cuando le preguntemos si nos conviene ir a Marte: sí o no será la respuesta[1], pero no habrá rastro alguno en nuestra conciencia del cual podamos inferirla.
El adivino percibe algo, un hecho, que sucedió, sucederá o está sucediendo en algún sitio, y a partir de tal percepción arma su predicción. El intuitivo no percibe nada, simplemente se convence de la veracidad o falsedad de tal proposición o de la conveniencia o no de hacer tal cosa.
Si no se sabe ubicar la visión en el tiempo y en el espacio en que realmente ocurre, o si se ubica bien pero se interpreta mal, la predicción fallará, y fallará también si lo que parecía ser una visión no era otra cosa que un producto de la imaginación.
Aparte de que la imaginación no forma parte de la realidad mientras que la visión sí, no existe otra cualidad que las distinga. Y puesto que al adivino se le hace imposible distinguir de algún modo lo que es y lo que no es real en su mente, me parece que la única guía más o menos confiable para realizar la distinción es la intensidad y la duración del mensaje. Si no se percibe claramente, o si dura demasiado poco, desconfiemos. Para un adivino la imaginación es tan peligrosa como peligroso es para un intuitivo el presentimiento trucho (ver anotaciones del 20/3/98).
La gente culta tiende a desconfiar de los adivinos, y bien que hacen, porque si adivinan una vez de cada quinientas ya es mucho decir. Lo que pasa es que ponen en la misma bolsa a los adivinos, a los imaginativos y a los chantas; y si tenemos en cuenta que, según lo dicho, ni siquiera ser adivino en serio garantiza la realización de predicciones correctas, tenemos como corolario el escepticismo exagerado, que lo mismo que el exagerado dogmatismo, no se condice con la ciencia.
Aclaro, para que se sepa que no tengo ningún interés creado en esto, que no me considero un adivino; apenas soy un individuo escasamente imaginativo. Lo que sí creo tener es algo de intuición. No mucha, pero algo. Y cuando le pregunto si los adivinos existen, la mayoría de las veces me contesta que sí.

Según Epicuro, si nos persuadiésemos por completo de que la muerte no tiene nada de real y de vivo, por decirlo así, que es para nosotros, por el contrario, la disolución de la vida completa, el aniquilamiento completo, ¿qué razón tendríamos para temer? No existe nada temible en todo lo que es nada por sí mismo (p. 117).

Unamuno decía que lo aterraba más la idea de la nada eterna que la del eterno infierno, pero lo decía muy tranquilito, sentado frente a su escritorio y en un cómodo ambiente: ¡quisiera saber qué habría opinado si mientras escribía le iban enterrando hierros candentes en la piel y palillos de bambú debajo de las uñas! Y presenciar eternamente la muerte de nuestros seres más queridos, una y otra vez como en una cinta sinfín, ¿es esto preferible al anonadamiento absoluto? En este sentido, me quedo con el personaje que Richard Gere interpreta en la película Sin aliento (Breathless, 1983). Al preguntarle su chica francesa si prefería el dolor a la nada, responde: "Prefiero la nada. Para mí es todo o nada".

Epicuro, sosteniendo que la inmortalidad [de las almas individuales] es imposible, deduce un poco apresuradamente que no es deseable (p. 120).

Si se pudiera probar que la inmortalidad de las almas individuales es imposible, y que la verdad es en sí misma bella y deseable, hipótesis éstas que creo verdaderas (mas no aseguro que lo sean); si pudieran probarse estas dos cosas la conclusión sería que la inmortalidad de las almas individuales no es en sí misma deseable. Léanse mis anotaciones del 23/1/99 y se comprenderá mejor por qué una parte de mí ya no desea que mi conciencia permanezca fija eternamente[2]. Aquí sólo diré que las únicas personas que no desean cambiar su vieja conciencia por una más moderna y evolucionada, y en consecuencia más feliz, son los soberbios[3].

Se ve que Epicuro quiso ser dichoso hasta el fin; poseía la obstinación de la felicidad, como otros tienen la de la virtud o de la ciencia. También tiene su nobleza esta obstinación; hay algo bastante grande en esta perseverancia en triunfar del dolor, en esta suprema apelación al pasado para compensar el dolor actual, en esta afirmación desesperada de la felicidad de la vida en presencia de la muerte (pp. 128-9).

Es una cuestión de temperamentos: quien, siendo equilibrado, se inclina más hacia la viscerotonía, tiende, como Epicuro y los epicúreos, a obstinarse por la búsqueda de la felicidad para sí mismo y para los demás; los equilibrados que se inclinan más hacia la somatotonía, como Epicteto y los estoicos, tienden a obstinarse por la búsqueda de la virtud para sí mismos y para los demás; y los equilibrados que se inclinan más hacia la cerebrotonía[4], como Giordano Bruno y los escépticos[5], tienden a obstinarse por la búsqueda de la verdad para sí mismos y para los demás. Pero en realidad esto es un círculo "vicioso", porque no se puede buscar la felicidad sin buscar la virtud y la verdad al mismo tiempo, y la vida y doctrina del gran Epicuro es un claro ejemplo de tal interrelación de bondades. Los hedonistas de hoy confunden la felicidad con la alegría, y entonces se dedican todo el tiempo a buscar a ésta, pues se deja ver más fácilmente que aquella. Pero lo cierto es que la alegría no es la felicidad toda, sino sólo una de sus partes. Quien es feliz necesariamente está contento, pero quien está contento puede a su vez no ser feliz. Para estar alegre no es necesario buscar la virtud ni la verdad; para ser feliz, sí[6]. Y lo que les ocurre a los hedonistas de hoy también se da en los actuales científicos y revolucionarios: los primeros, buscan la verdad sin preocuparse por ser felices ni virtuosos, y así difícilmente se le acercan, o se acercan sólo a verdades menores, que no interesan a las cuestiones de fondo de nuestra existencia; los segundos, piensan que la búsqueda de la virtud es más dolorosa que placentera, y que la ciencia en todas sus ramas es incapaz de ayudarlos en esta tarea, gruesísimos errores ambos que me hacen recordar las dificultades que tuvo que atravesar sor Juana Inés de la Cruz cuando se enfrentó al clericalismo de su época por pretender ser virtuosa, inteligente y feliz al mismo tiempo.

No siempre es fácil el persuadirse uno mismo de que se es feliz; es necesario para esto una fuerza de voluntad incontestable (p. 129).

A veces trato de ser objetivo y me pregunto: ¿soy más feliz que el promedio de los hombres? Y entonces me contesto que cuando mi estado de ánimo es elevado, tiendo a ser feliz en grado mayor al de cualquier aspirante al hedonismo, mas cuando me deprimo, enojo o angustio, tiendo a ser más infeliz que la más miserable de las criaturas. Después me pregunto: ¿sería mejor que esta violenta alternancia el vivir permanentemente sumido en una serena armonía, digna de los sabios orientales, evitando placeres y dolores con la misma repugnancia, sin buscar los primeros por saber que inexorablemente vendrán detrás los segundos? ¡No, no y mil veces no! ¡Denme la depresión maníaca y quédense los chinos con su anonadamiento![7]

... y como el persuadirse de que se es feliz, es serlo en gran parte, Epicuro ha podido realizar, por tanto, por sí mismo, esta utopía de la felicidad que soñaba para el sabio. Ha muerto sonriendo, como Sócrates, con la diferencia que este último nutría la hermosa esperanza de la inmortalidad, y, apartando la vista de la vida, no veía en la muerte más que una curación. Epicuro murió con el rostro vuelto hacia esta existencia misma que abandonaba, condensando en su recuerdo su vida entera para oponerla a la muerte que se aproximaba: en su pensamiento vio pintarse como una última imagen de su pasado dispuesto a desaparecer; la contempló «con gratitud», sin pesar, sin esperanza (p. 129).

Quien muere sin la esperanza de algún tipo de inmortalidad, no puede morir sonriendo. O puede, pero su sonrisa no será tan auténtica como la de Sócrates.

Epicuro ha mirado la muerte frente a frente, sin espanto y sin esperanza; ha intentado mostrar que ella podía limitar la vida sin perturbarla (p. 129).

El gran mérito de Epicuro fue el enseñarnos a mirar la muerte sin espanto; el gran demérito, el enseñarnos a mirarla sin esperanza.

Respecto a aquellos para quienes la existencia no es más que un juego, una diversión, ellos pueden, sin contradicción no afligirse al verla terminar. No pueden divertirse eternamente. Si no se toma la vida más que en la superficie, uno se fatiga; si se toma en lo que tiene ella de profundo, se liga uno a ella. El epicúreo no se liga a ella de este modo (p. 133).

La vida es sólo un juego, pero niego que tal juego tenga necesariamente que desarrollarse en su superficie. No hay pasatiempo más divertido que sumergirnos donde no hacemos pie. Es arriesgado, lo admito, pero es mucho más excitante que quedarse en la orilla jugando al balero.

Puede decirse, en general, que en la naturaleza todo ser cuya vida no tenga otro fin sino el disfrute, está necesariamente destinado a morir; todo ser que tiene a sí mismo por único centro de su pensamiento y de su voluntad, está destinado a ver ese centro trasladarse algún día, y entonces su mismo pensamiento y su misma voluntad no tendrá ya sentido alguno y serán aniquilados. Quien no existe más que para sí no puede existir siempre, o la naturaleza sería detenida en su evolución. Únicamente el desinterés, suponiendo que fuera posible que existiese sólo éste, pudiera hacer posible la inmortalidad (pp. 133-4).

Correcto, si entendemos aquí por inmortalidad la de las conciencias individuales.

Temer ser castigado por un poder exterior, es pueril; pedir una recompensa mercenaria, poco digno; pero, por otra parte, se puede pedir el no parecer; se puede desear, sin contar con ello en absoluto, una existencia que sea un progreso sobre ésta; se puede pensar que la muerte es un paso hacia adelante, no una brusca detención en el desarrollo de nuestro ser; se puede esperar, por último, no perder allí, como en un naufragio, todas las riquezas interiores que se han acumulado, sino atravesar la muerte llevando gloriosamente el mundo de pensamientos y de deseos generosos que se han creado dentro de sí. Aquí queda abierto el camino para las hipótesis y para las utopías metafísicas. Desde el mismo punto de vista del epicureísmo, la esperanza es un consuelo que no hay que arrancarse. Si Epicuro hubiese vivido en nuestros días, cuando el concepto de la inmortalidad tiende a ser cada vez más risueño y celestial, acaso no lo hubiese atacado tan abiertamente y si hubiera inclinado ante ella, como se prosternaba en los templos de los dioses. Esta creencia es un manantial de felicidad que no se debe desdeñar (pp. 134-5).

La principal virtud que admitió la antigüedad, virtud a la que reducía todas las demás, era el valor. Pero el valor está de acuerdo con la doctrina epicúrea, y hasta, en cierto sentido, la constituye; porque ¿qué es el valor sino la ausencia de inquietud frente a los acontecimientos de la vida? ¿Y qué es la ausencia de inquietud, la ataraxia, sino el fundamento mismo de la felicidad y el fin perseguido por toda la doctrina epicúrea? (Pp. 139-40).

El valor, definido como la ausencia de toda inquietud, es una gran virtud, pero es una virtud negativa, esto es, que no necesita de la acción para manifestarse. Viene a ser algo así como el mandamiento de no matar: no necesito hacer nada para cumplirlo. Pero toda virtud o mandamiento negativo suele tener su complemento positivo. En el caso de no matar, este complemento positivo es el de ayudar a vivir; en el caso del valor, su complemento positivo es la valentía, definida como el acercamiento conciente y voluntario hacia la posibilidad de un gran sufrimiento. Los epicúreos eran valerosos, en el sentido de que no le temían a nadie ni a nada, ni siquiera a la muerte, pero no eran valientes, porque no iban por propia voluntad hacia el peligro o el dolor. En este punto, los estoicos y los cínicos eran netamente superiores.

Cristianos y epicúreos tenían igualmente miedo al amor; pero las causas de este temor eran muy distintas: los unos temían arriesgar en él su felicidad, los otros olvidar por él a Dios. El resultado práctico es el mismo en ambas doctrinas (p. 142).

Pero ¿arriesga uno su felicidad al estar enamorado? ¡Todo lo contrario!: el amor hacia una mujer es el coronamiento de la felicidad del hombre (y viceversa). Y ¿puede uno descuidar a Dios a expensas del amor? ¡Imposible!: Dios es el amor mismo en todas sus formas, y descuidar a Dios para dedicarse a Dios es la más incoherente contradicción que pueda escucharse.

Epicuro, sosteniendo por completo que el sabio puede prescindir de las riquezas, le aconseja el no desdeñarlas siempre, de pensar en su fortuna, de amasar para la vejez, ¿no podrá disfrutar mejor de las riquezas el que puede mejor prescindir de ellas? Luego el sabio se aprovechará de su sabiduría, ahorrará, administrará bien sus negocios. No debe mendigar, como hacían los cínicos: se bastará a sí mismo. Por lo demás, hay que convenir en que este concepto de la vida bienaventurada es más moderno y parece tener más dignidad todavía que la sabiduría con harapos de Antístenes (p. 155).

Convengo en que este concepto de la vida bienaventurada es más moderno que el de Antístenes, pero no todo lo moderno tiene más dignidad que lo antiguo. ¿Qué clase de dignidad es la del rico que sabe que con su dinero puede salvar la vida de decenas de niños y sin embargo lo guarda para mejor ocasión? Podemos discutir si el mendigo es o no más feliz que millonario, pero meter la dignidad en esta cuestión es desperdiciar tinta o saliva, porque cualquiera que no esté cebado por el consumismo o el amarretismo sabe que hay muy pocas lacras tan perniciosas como la opulencia, mientras que todo el mal que puede hacer un mendigo es molestar con sus vahos a la gente que pasa junto a él. Y que mi amigo Guyau no se dé cuenta de semejante disparate no hace más que probar que las verdades más evidentes son invisibles a los ojos de quien no quiere ver, a los ojos de quien, por un momento, se olvida de buscar la verdad filosófica y hace como que la busca cuando en realidad sólo intenta justificar ante su propia conciencia algún aspecto de su estilo de vida que huele tan mal como el susodicho mendigo. ¡Glorioso el día en que los pobres remplacen a los ricos en el arte del pensamiento!
Guyau había dicho más arriba que el verdadero epicúreo no le teme a nada; pero ahorrar dinero, "amasar para la vejez", ¿no es algo que se hace por miedo a que no tengamos qué comer, cómo abrigarnos, cómo curarnos, etc. etc., en el futuro?[8] La riqueza es cobardía; luego, el sabio debe despreciarla siempre. Y ¿qué es eso de que el sabio "administrará bien sus negocios"? No se puede administrar un negocio y ser sabio al mismo tiempo; nunca existieron los filósofos mercaderes. El único "negocio" del sabio es el conocimiento, pero en éste las normas económicas no sirven para nada y lo único que se permite amasar para la vejez es la torta de la virtud.

Las leyes han sido establecidas por los sabios, no para no cometer injusticias, sino para no sufrirlas (Epicuro, citado por Guyau en la p. 159).

Las leyes (coactivas y coercitivas) han sido establecidas por los cobardes, porque los sabios ni cometen injusticias ni tienen miedo de padecerlas.

Creer en el progreso, es creer en la inferioridad del pasado con relación al presente y al porvenir; pero esta inferioridad se resuelve en el pensamiento en una primitiva imperfección, en una impotencia primitiva. La mayor parte de las religiones, por el contrario, colocan en el origen de las cosas una omnipotencia formando el mundo y al hombre a su imagen y semejanza: se comprende difícilmente entonces un mundo que, en su origen, y al salir de las manos del Creador, fuese imperfecto y malo; parece que para encontrar el bien es necesario dirigirse más bien al principio de las cosas, hacia la época en que el mundo era, en cierto modo, más divino, por ser más joven. Remontar las edades es acercarse a Dios. Toda religión está obligada, de este modo, a explicar el mal que se encuentra en el mundo por una decadencia, en vez de explicar el bien que se encuentra en él por un progreso (pp. 165-6).

En la época en que viajaba con mi mochila aún les creía bastante a los teólogos del catolicismo, quienes se ven reflejados claramente por esta filosofía de la decadencia que describe Guyau. Digo esto porque me molesta un poco un pasaje de mi diario escrito el 12/5/96 en el que se dice que "cuando todo era perfecto" sucedían ciertas cosas, y me molesta porque ya no creo que todo haya sido perfecto, ni siquiera que algo haya sido perfecto en el pasado, y entonces dejo aclarado, para quien haya leído esa parte de mi diario, que el hombre primitivo, si bien era frugívoro, no por eso era perfecto, y que considero que hay más perfección en mi señora madre, que come carne todo los días, que en los vegetarianos guacamayos de la selva del Mato Grosso.

El ascetismo es el enemigo del progreso; hay ascetismo en la filosofía epicúrea, tan blando en la apariencia, como en el estoicismo y en la mayor parte de las filosofías antiguas o de las religiones. El epicureísmo era un sistema demasiado cerrado para poder comprender, en toda su amplitud, la idea del progreso (p. 182).

Antes de la seca sentencia de que "el ascetismo es el enemigo del progreso", Guyau explica que el verdadero progreso tiene valor moral, no sólo valor científico, y que los antiguos epicúreos no creían que el progreso de las ciencias pudiera influir en el aumento de la felicidad de los hombres y por eso lo desechaban. Yo creo que los antiguos epicúreos, y Epicuro en particular, no estaban en contra del progreso científico sino del uso estúpido que la gente le da, creándose cada vez más necesidades artificiosas que conforme se sacian crean otras nuevas y más difíciles de satisfacer, llevando al hombre a la infelicidad por carencia, que era lo que se suponía se iba a subsanar mediante la ciencia aplicada al consumismo. Pero que alguien reniegue del progreso y complejidad de ciertos artículos de consumo creados por la ciencia no significa que ese alguien reniegue de la ciencia misma y sus progresos cuando ésta se dedica no a inventar corpiños para nalgas poco turgentes sino a indagar acerca de las verdades más trascendentes. Conozco gente que se desespera por adquirir cada elemento de consumo de última generación que la ciencia inventa día tras día, pero es justamente ésta la gente que menos se interesa por la ciencia en sí, la gente que menos ama el mundo del conocimiento. En contraposición, existe gente que no se interesa en lo más mínimo por adquirir estos artículos de última generación, pero que se interesa fanáticamente por adquirir el conocimiento del principio rector que hizo posible la existencia de tal artículo. Esta es la gente que está a favor del progreso de la ciencia no por lo que la ciencia le dará de mamar materialmente, sino intelectualmente. Éstos agradecerán al progreso científico el haberles acercado la teoría de la relatividad; los otros, se pondrán locos de contentos al saber que ahora existen los pañales descartables. El ascetismo bien entendido, o sea el anticonsumismo, lejos de ser enemigo del progreso como dice Guyau, es su mejor amigo, y por eso trata de mantenerlo alejado de aquellos que lo utilizan con la única y dolorosa finalidad de aumentar geométricamente sus necesidades insatisfechas.

El espíritu humano, cuando ha trabajado largo tiempo en un mismo objeto, investigando en la misma dirección, se fatiga y se agota; después de haberse apasionado por un problema sin haber podido resolverlo, llega a abandonarlo de repente, y, por una reacción natural, se dirige hacia un orden de ideas enteramente distinto (p. 193).

No sé a santo de qué dijo Guyau esto, pero es exactamente lo que a mí me sucede. Hoy estoy inmerso en el estudio de la moral humana, pero mañana seguramente me hartaré y prenderé el televisor hasta saturarme de documentales de comportamiento animal, y pasado mañana intentaré conocer algo más sobre la finitud o infinitud del universo físico, y tras pasado mañana me dedicaré a indagar si es coherente relacionar el principio de incertidumbre de la física cuántica con el determinismo ontológico, y después vuelta a la moral humana... Si en cada raíd de éstos, si en cada círculo girado logro profundizar aunque sea un poco mis conocimientos en cada tema, me daré por satisfecho y rechazaré las acusaciones que se me hagan por inconstancia y falta de aplicación y seriedad en el estudio de una idea y aceptaré con orgullo el mote de anarquista de la epistemología tal como con orgullo acepto el mote de anarquista de la moral que yo mismo intento propagandear.

Por otra parte, cuando en una época determinada el espíritu humano parece abandonar cierto problema, no se deduce de ello que renuncie a él para siempre; lejos de esto: las investigaciones realizadas en otro orden de ideas podrán ser útiles, tarde o temprano, para resolver la misma dificultad que no había podido vencer atacándola del frente (p. 193).

Reconócense los espíritus innovadores menos en que resuelven gran cantidad de cuestiones particulares, que en el hecho que cambien de pronto el punto de vista general desde donde habían sido examinadas las cosas hasta entonces (p. 194).

Toda religión descansa, más o menos, en las ideas de creación, de providencia, de milagro, de solidaridad entre el mundo y Dios (p. 204).

Date una vuelta por la China y verás que no es tan así. Además, la religión natural, de la cual soy abanderado, descree de creación, providencia o milagro alguno, y si acepta la solidaridad entre el mundo y Dios lo hace como quien acepta la posibilidad de ser solidario consigo mismo.

Hobbes divide el gran tratado sobre El Ciudadano en dos partes principales, donde él nos enseña sucesivamente al hombre en estado de guerra, de división, de anarquía: es este estado el que designa con el nombre más o menos exacto de Libertad; después, al estado de guerra sucede la paz bajo el régimen absoluto: este es el ideal de Hobbes, este es el estado que opuso a la anarquía primitiva, y al que llama Imperio; para él toda la historia de la humanidad se resume en estas dos palabras: anarquía, imperio; la una marca el punto de partida, la otra el fin (pp. 216-7).

Dice Guyau que en realidad Hobbes dividió su tratado no en dos sino en tres partes, pero que la tercera, llamada Religio, era meramente accesoria. Y es una lástima, porque me parece que, sin haberlo leído, lo que le hace falta a su ensayo es precisamente una última y trascendente tercera parte, cuyo nombre bien podría ser el que Hobbes le dio. Es cierto que la humanidad nació y vivió mucho tiempo en la anarquía y que luego evolucionó socialmente hacia el imperio, pacificándose mucho con el cambio. Pero ¿cuál es el parámetro que debemos utilizar para medir la evolución de un grupo de seres: la paz o la felicidad que reina entre ellos? "¡Qué paz! El silencio de una ciudad que acaba de ocupar el enemigo", dice Guyau citando a Montesquieu. ¿Quién no prefiere ser feliz en medio de una guerra que ser desdichado en la paz absoluta? No digo aquí que el anarquismo primitivo haya sido mejor que los actuales tiempos imperialistas, sólo afirmo que los gobiernos coercitivos no son el ideal político al que apunta la humanidad; nuestra época de imperios e imperativos legales no será, para la historia condensada del hombre del futuro, más que una transición necesaria entre el anarquismo amoral o submoral de los primeros hombres y el anarquismo religioso que tendrá su "imperio" dentro de algunos milenios.

La utilidad debe ser siempre y en todas partes el fin del hombre --tal es el principio de todo sistema epicúreo y utilitario--; pero antes de demostrar que debe ser el fin, es necesario probar que puede serlo y que lo es en realidad. ¿Es, pues, posible reducir todos los actos humanos, sin excepción, a este único fin, el interés? ¿En esta sencilla palabra, en esta única idea, se resume el alma entera? (p. 221).

Yo creo que sí, siempre que hablemos de los actos que se realizan con la aprobación de la voluntad conciente y racional del individuo, excluyendo todo acto realizado por instinto o por intuición.

Nosotros marchamos hacia una época en la cual el egoísmo será cada vez más rechazado y comprimido en nosotros, cada vez más desfigurado. En esta época ideal el ser no podrá ya, por decirlo así, disfrutar aislado: su placer será como un concierto donde el disfrute de los demás entrará como elemento necesario; y desde ahora, en la mayor parte de los casos, ¿no sucede ya de este modo? Que se compare en la vida común la parte dejada al egoísmo puro y la que adquiere el «altruismo», se verá cuán relativamente pequeña es la primera; aun los placeres más egoístas, porque son enteramente físicos, como el placer de comer o de beber, no adquieren todo su encanto cuando no los participamos con otro. Esta parte predominante de los sentimientos sociales debe ser comprobada por toda doctrina y de cualquier modo que se conciban los principios de la moral. En efecto, ninguna doctrina puede cerrar el corazón humano. No podemos mutilarnos, y el egoísmo puro será un contrasentido, una imposibilidad. Del mismo modo que el yo, por último, es para la psicología contemporánea una ilusión, porque no hay en él personalidad, porque estamos compuestos de una infinidad de seres y de pequeñas conciencias, podría decirse que el placer egoísta es una ilusión: mi placer egoísta no existe sin el placer de los demás; es necesario que la sociedad entera colabore más o menos en él, desde la pequeña sociedad que me rodea, desde mi familia, hasta la gran sociedad en que vivo; mi placer, para no perder nada de su intensidad, debe conservar toda su extensión (pp. 299-300).

Esto es a lo que yo llamo disertar. Con sólo una aclaración: la última palabra del texto, la palabra extensión, para mí hay que utilizarla tanto en sentido espacial como temporal. Soy feliz haciendo feliz a quienes me rodean, pero también soy feliz si creo que a través de mis obras podré llevar un poco de felicidad a uno que otro ser que aún no nace. El altruismo, proyectado en el tiempo, se potencia millonésimamente. La felicidad que mi amigo Epicuro promovió entre sus contemporáneos es ínfima comparada con la que su doctrina y su estilo de vida nos ha procurado a nosotros sus continuadores y seguirá procurando al mundo por los siglos de los siglos[9].

En el problema de la libertad, encontramos a los antiguos y modernos epicúreos en completo desacuerdo entre sí. Sabemos que Epicuro admite el libre arbitrio y coloca, no sólo en el hombre, sino en la naturaleza y los átomos, una espontaneidad que saca de sí misma el principio de su acción; por el contrario, Hobbes, Helvecio, d’Holbach, en una palabra, todos los epicúreos modernos sin excepción, rechazan la libertad y se muestran francamente deterministas, y hasta algunas veces, como Hobbes y La Mettrie, fatalistas en exceso. No tenemos que examinar aquí la verdad absoluta de estas doctrinas contrarias, pero podemos preguntarnos cuál es la más conforme los principios epicúreos. Pues es necesario reconocer que la creencia en la libertad es una anomalía en el sistema de Epicuro. Este último, después de haber dado la felicidad como fin, reconoce que la tranquilidad del alma es la condición necesaria de esta felicidad, y cree que la idea de una necesidad universal, dominando la naturaleza, sería incompatible con la tranquilidad del alma. Sabemos que, según él, hay algo de sombrío y de perturbador en el sentimiento del fatalismo: por esto es por lo que él lo rechaza. Entonces, una vez que ha comenzado por rechazarlo, con un notable espíritu de lógica lo rechaza en todas partes y pone la espontaneidad en todas las cosas. Lo que él no ha probado es que esta misma espontaneidad pueda existir, ni aun intenta el probarlo. Para él es un hecho de conciencia evidente la libertad moral; pues, dada la libertad del hombre, deduce con gran rigor la espontaneidad de la naturaleza; pero él no percibe que una de dos: o la libertad moral es dudosa, y entonces su sistema está envuelto en la misma incertidumbre; o es cierta, y entonces es un principio nuevo que hay que tener en cuenta. Si yo tengo libertad, puedo fundar en ella una moral y prescindir por completo del principio del interés. De la misma idea de libertad puede deducirse el deber sin que haya necesidad de apelar al placer. Que un determinista sea utilitario, se comprende; pero que un partidario del libre arbitrio que cree sentir dentro de sí un no sé qué de absoluto, una causa viva y que obra por sí misma, poseyendo un valor y una dignidad intrínseca, vaya a someterla a una regla de acción exterior, dirigida hacia un fin extraño y hacerla un instrumento de placer, esto es, en el fondo, una contradicción, a la cual han tenido razón para sustraerse los epicúreos modernos. Sobre este punto, el sistema epicúreo ha adquirido nuestros días, una fuerza y una homogeneidad nuevas. Epicuro se quejaba de que la idea del determinismo universal pesa en el alma humana, porque el hombre sufre al sacrificar a la naturaleza su plena y entera independencia; olvidaba que la moral, lo mismo que cualquiera otra ciencia, no puede entrar en la cuestión de las preferencias individuales. Toda ciencia busca, no lo que agrada a la inteligencia o a la sensibilidad, sino lo que es; persigue, no la felicidad absoluta, la utopía del antiguo epicureísmo, sino la felicidad relativa, compatible con la realidad, y no retrocede ante ninguna verdad, por dura que pueda ser ésta (pp. 301-2).

Ya lo dije y lo vuelvo a decir: el único ser humano que sufre al ver sacrificada su independencia en manos de la naturaleza es el ser humano soberbio o el ser humano que ve en la naturaleza y sus leyes un rival a vencer, un gigante y malvado dragón que hay que derrotar con la espada del albedrío, un asqueroso Goliat que caerá sólo si se lo apedrea a discreción con generosas porciones de voluntad espontánea... Pero el que ve a la naturaleza y sus leyes no como un monstruo sino como un aliado, o mejor, como un reflejo de su propia esencia, ése no se siente frustrado ante el determinismo, pues sintiendo que su propio yo es inmanente a la naturaleza, sentirá que su voluntad individual se mezcla y homogeneiza con la voluntad universal, y entonces podrá reconocer dentro de sí todo el poderío de los engranajes cósmicos y tendrá la sensación, tal vez no del todo ilusoria, de poder dirigir la totalidad de la energía del mundo hacia donde se le antoje. ¡Pavada de libertad es ésta comparada con la de los albedristas!
En este sentido, para ser un epicúreo consecuente hay que olvidarse del mismísimo Epicuro y dejar que su teoría del clinamen se consuma en el más oscuro de los olvidos[10].
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[1] La intuición no trabaja con multiple choice, necesita siempre opciones antagónicas. Si ante nosotros el camino se bifurca en cuatro senderos, y queremos intuir cuál nos conviene tomar, deberemos hacernos no una pregunta sino tres: 1. ¿Me conviene más el camino A que el B? 2. ¿Me conviene más el camino conveniente en 1 que el C? 3. ¿Me conviene más el camino conveniente en 2 que el D? La intuición realiza este descarte automáticamente, pero si el nivel moral de quien intuye no está muy calibrado puede suceder que no logre dar la respuesta correcta con rapidez o que no la dé nunca. Para quienes no somos santos, sabios ni revolucionarios, lo indicado es intuir en base a dualismos opuestos (preguntas que se puedan responder con sí o con no), dejando para los expertos las intuiciones que impliquen respuestas más extensas.[2] Aquí transcribo un extracto de aquella entrada de mi diario:

[...] Si el hombre desciende de algo parecido a un mono, y este algo desciende a su vez de otro mamífero desconocido y así sucesivamente hasta el comienzo mismo de la vida orgánica, ¿con qué criterio podría seguir diciendo Descartes que nada en el mundo salvo el hombre tiene alma? Y aunque no creamos en el concepto básico evolucionista, ¿alguien que tenga un perro en su casa es capaz de afirmar que semejante máquina de amor y fidelidad carece de alma? No sólo los perros, sino también los gatos, las culebras, las lombrices, el pasto y hasta el aluminio tiene alma. Y si tienen alma, es menester que terminen en el paraíso junto con los humanos.
En el paraíso se supone que uno es eternamente feliz. Y no cuesta mucho imaginarse uno en ese estado, basta pensar en quienes más amamos y rodearnos de ellos del modo en que no supimos rodearnos en nuestra vida terrena. Este cuadro es demasiado hermoso como para que ahora me anime yo a destruirlo con argumentos meramente racionales. Sin embargo, habíamos quedado en que las demás criaturas también compartirían con nosotros el paraíso. Y entonces me pregunto: ¿es posible la felicidad para el gato? ¿Es posible para la cucaracha o para el microbio? El momento en el que más se acerca un gato a la felicidad transcurre mientras toma sol en el tejado después de haberse atiborrado de comida. Ergo, la felicidad del gato depende del sol y del dolor (o la infelicidad, que es lo mismo) de los ratones. Evidentemente no podrían convivir en el mismo paraíso gatos y ratones, pero como los gatos necesitan de los ratones para ser felices, se deduce de aquí que, o bien los ratones vivirán en su propio paraíso alejado de los gatos, y entonces los gatos se alimentarán de ratones que existen y no existen a la vez, o bien los gatos convivirán con los ratones de los cuales ciertamente se alimentarán, pero serán éstos ratones insensibles al dolor, de modo que no sufrirán si les toca en suerte ser masticados. Y ni que hablar de los microbios que parasitan el cuerpo humano: su salud es nuestra enfermedad, su felicidad es nuestra infelicidad. Nunca podríamos ser felices junto a ellos, pero ellos nos necesitan para ser "felices"... Esta idea del paraíso se tornaba más caótica cada día.
Mi amigo Unamuno, esté donde estuviere si está entero, se habrá enojado mucho conmigo cuando dejé de creer en la inmortalidad individual de las almas. Él se amaba tanto a sí mismo que no quería creer que su conciencia pudiera extinguirse una vez muerto su cuerpo. "¿De qué me sirve ser inmortal si mi conciencia no se entera? ¡Yo quiero inmortalidad de bulto!" repetía una y otra vez tratando de convencerse de algo que racionalmente le resultaba por lo menos sospechoso. Y aquí estamos ante un claro ejemplo del conflicto entre los deseos y la fe del cual me ocupé hace unos días: don Miguel deseaba una conciencia inmortal, pero su fe, o sea su razón, le sugería que tal idea era poco científica. ¿Quiénes estaban en lo cierto, sus deseos o sus razones? Nadie lo sabe. Excepto Unamuno, si es que está entero y en el mismo bulto.
No es que me incline siempre a favor de la razón cuando ésta disputa con el deseo (aunque suele ser así: soy cerebrotónico), pero en esta cuestión en particular mi racionalismo le ganó al sentimentalismo la pulseada por un amplio margen, aunque no fue una verdadera pulseada sino sólo al principio, pues no me llevó mucho tiempo comenzar a desear que mi conciencia individual se diluya para siempre una vez muerto mi cuerpo.
Mi razón admitía poca discusión. Dejando de lado el problema de si la conciencia es algo puramente espiritual o si está compuesta de finísimas partículas materiales, resultaba evidente que tal conciencia está en todo momento interrelacionada con el cuerpo que habita y que necesita de éste para seguir existiendo como un todo individual. Muerto mi cuerpo individual, muerta mi conciencia individual, me dije, y lo mismo para el resto de las criaturas, con lo cual me libraba de aquel paraíso zoológico que tantas cabriolas sofísticas me había inducido a ensayar. Pero verme libre de cielos confusos no era lo mejor, lo mejor era verme libre de lo mismo que otrora no hubiera querido entregar ni por todo el oro del mundo. Si; porque, seamos sinceros, ¿quién no se aburriría de ser siempre la misma imperfecta persona durante toda la eternidad? El único que no se aburre nunca de su propia personalidad es el hombre perfecto, el hombre que sabe ser amable con los hombres y amante con las mujeres, y que a su vez es inteligente --cosa rara en los amantes de hoy-- ¡y encima decidido y valiente! Una persona así no se aburriría nunca de sí misma por más milenios que viviese y rechazaría con pena la idea de desintegrarse. Son estos personajes los únicos que tienen la capacidad de conocerse a sí mismos en su estado puro, y cuanto más tiempo viven, más se autoconocen, y más dichosos se hacen. Mas nosotros, imperfectos engendros de la naturaleza, cobardes con las mujeres y odiosos con los hombres, infértiles para el pensamiento elevado y temblorosos de mirar al peligro y a la muerte cara a cara para sonreírles o hacerles un piquete de ojos; nosotros, seres de personalidad tan pobre y más pobre cuanto más rica la suponemos, nosotros nos daríamos la cabeza contra las paredes si tuviésemos que vivir no digo ya una eternidad, sino doscientos o trescientos años con el mismo estúpido de siempre.
[3] Los defensores de la teoría de la inmortalidad de las almas individuales (siempre hablando en el sentido escatológico de la idea, no en el metempsicótico) me dirán que no necesariamente se deduce de tal inmortalidad la fijeza, pudiendo suceder que en el más allá las conciencias evolucionan tal como aquí la conciencia del niño tiende a evolucionar conforme se hace adulto. Pero ¡ya es mucho pedir, muchachos! Que una conciencia pueda existir sin un cuerpo que la cobije...mmm... vaya y pase. Pero que esa conciencia sin cuerpo encima evolucione... ya es estirar al máximo la cuerda de la ingenuidad filosófica...
[4] La explicación de estos conceptos temperamentológicos según mi propio punto de vista figura en la sección XIII de este Apéndice.
[5] Giordano Bruno era escéptico en el sentido de que rechazaba dogmas admitidos por casi toda la gente de su época y lugar, pero no era escéptico en el real sentido que yo le doy a la palabra, pues parecía estar excesivamente convencido de la veracidad de sus teorías. Convertir una verdad relativa en dogma es mejor que convertir en dogma una mentira, pero mejor aún es dejar a la verdad relativa en su propia categoría.[6] Nótese que hablo de ser feliz y de estar alegre. Este cambio de verbos indica que para mí la felicidad, si es que hoy es posible, es una condición inherente al individuo feliz, mientras que la alegría es más bien temporal y depende de causas externas al individuo que la experimenta.[7] (Nota añadida el 2/5/7.) Julien Offroy de la Mettrie coincide conmigo, desde su Anti-Séneca, en que la constante tranquilidad espiritual constituye un tipo de felicidad bastante blandengue: "Si la felicidad consiste en vivir y morir tranquilo, ¡ay!, cuánto más felices son los animales que nosotros. ¡Cuántos hombres estúpidos de los que se sospecha reflexionar menos que un animal son perfectamente felices!" No es que compare yo la irreflexión del campesino medieval con la del sacerdote taoísta, pero las consecuencias hedónicas de ambas parecen encaminarse hacia el mismo lado.[8] Muchas personas que han tenido la buena suerte de formar su propia familia dicen que no acaparan dinero por miedo a su futuro personal sino por temor a lo que pudiera sucederles a sus hijos, nietos o demás familiares. Si fuera cierto, como yo creo, que la única forma de ser feliz es siendo pobre, podría decirles a estas personas que "asegurando" el futuro de sus seres queridos no hacen más que asegurarse de que nunca conocerán la verdadera dicha.[9] Otro ejemplo: si Da Vinci hubiese sido conciente del placer que sus obras proporcionarían a las generaciones posteriores, ¿no habría sido el hombre más feliz de la Tierra?[10] Había, en la época del gran Epicuro, una rivalidad intelectual muy marcada entre los de su escuela y los estoicos. Teniendo en cuenta que estos últimos eran decididamente deterministas, no sería extraño imaginar a los primeros intentando elaborar hipótesis que avalen el indeterminismo por el simple placer de contradecir a sus oponentes en alguna ocasional discusión filosófica de las tantas que se sucedían en la antigua Grecia. (Ellos no conocían a Spinoza, y ni se imaginaban que los principios básicos del epicureísmo y del estoicismo eran en el fondo perfectamente compatibles.)

5 comentarios:

  1. ¿quiénes son ustedes, amigos peruanos, que tanto interés están poniendo en este análisis de la obra de Guyau? Ya han visitado esta página 500 veces; me gustaría conocer el motivo de tan prolífica visita

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  2. Hola compañero, soy un estudiante que busca ávidamente un trozo de PDF de esta gran obra de Guyau. ¿me puedes ayudar?
    mi correo es redeslimones @ gmail .com

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