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sábado, 4 de septiembre de 2010

El eudemonismo de Jeremy Bentham (primera parte)

Apéndice III de La ética y la moral:

El eudemonismo de Jeremy Bentham[1]





Un hombre, un moralista ocupa gravemente su cátedra y desde ella se le ve dogmatizar en frases pomposas sobre el deber y los deberes. ¿Por qué ninguno lo escucha? Porque mientras él habla de deberes, cada uno piensa en los intereses. En la naturaleza del hombre está el pensar antes que todo en sus intereses, y por aquí es por donde todo naturalista ilustrado creerá que es de su interés comenzar; él bien podrá hablar, bien podrá hacer, el deber siempre cederá el paso al interés (Jeremy Bentham, Deontología, o ciencia de la moral (1832), tomito I, p. 23).

Correctísimo.

En sana moral jamás podría consistir el deber de un hombre en hacer aquello que tiene interés en no hacer. La moral le enseñará a establecer una justa estimación de sus intereses y de sus deberes; y examinándolos notará su coincidencia (ibíd., p. 24).

¡Excelente!

Acostúmbrase decir que un hombre debe hacer a sus deberes el sacrificio de sus intereses. Tampoco es raro oír citar tal o cual individuo por haber hecho semejante sacrificio, y nunca se deja de manifestar la más profunda admiración. Pero si consideramos el interés y el deber en su más alta acepción, nos convenceremos de que en las cosas ordinarias de la vida, ni es practicable ni tampoco muy apetecible el sacrificio del interés al deber; que este sacrificio no es posible, y que si pudiese realizarse, nada contribuiría a la dicha de la humanidad (p. 24).

Si lo tuviera, ¡me sacaría el sombrero ante tamaña claridad de ideas!

El empleo de un moralista ilustrado consiste en demostrar que un acto inmoral es un cálculo falso del interés personal, y que el hombre vicioso hace una estimación errónea de los placeres y de las penas (p. 26).

Esto ya no es excelente. Es perfecto.

En escribir esta obra no nos proponemos otro objeto que la dicha de la humanidad, la dicha de cada hombre en particular, tú dicha en fin, oh lector, y la de todos los hombres (p. 26).

Lo que yo me propongo al transcribir esto es, en primerísimo lugar, acrecentar mi propia dicha, y luego, la del resto de los hombres y demás seres vivos. Obviamente, la una depende directamente de las otras.

Nos proponemos extender el dominio de la dicha por doquiera respire un ser capaz de gustarla; y la acción de un alma benévola no se limita a la raza humana; porque si los animales que llamamos inferiores no tienen algún derecho a nuestra simpatía, ¿sobre qué se apoyarían los títulos de nuestra propia especie? La cadena de la virtud abraza toda entera la creación sensible. El bienestar que podemos partir con los animales está íntimamente ligado con el de la raza humana, y el de la raza humana es inseparable del nuestro (pp. 26-7).

Esto está muy bien, pero contrasta lastimosamente con lo escrito en la p. 28:

Nosotros les quitamos la vida [a los animales que nos comemos] y en esto tal vez somos justificables; la suma de sus sufrimientos no iguala la de nuestros goces: el bien excede al mal.

No hay justificación posible (excepto para los esquimales) que nos exima de considerar inmoral cualquier matanza intencional de un animal inofensivo. Pero justifico a Bentham por creer, como casi todos los occidentales de su época, que los animales eran el mejor alimento que podrían consumir los humanos: en aquel entonces no se hacían estadísticas sobre accidentes cardiovasculares y cánceres de intestino.

La virtud se divide en dos ramas, la prudencia y la benevolencia efectiva. La prudencia tiene su asiento en el entendimiento; la benevolencia efectiva se manifiesta principalmente en las afecciones, que cuando son fuertes e intensas constituyen las pasiones (p. 29).

Esto es asombrosamente parecido a lo que yo entiendo por virtud: la compasión inteligentemente activa, siendo la compasión el placer no morboso que uno experimenta contemplando el sufrimiento ajeno, siendo la inteligencia la capacidad de hallar una solución que termine con ese dolor o al menos lo atenúe y siendo la actividad la valentía de que disponemos para llevar a la práctica la solución ideada por la inteligencia. Compasión sin inteligencia es la compasión del tonto que percibe el dolor ajeno pero que no sabe cómo remediarlo; compasión sin actividad es la compasión del cobarde que percibe el dolor ajeno y sabe cómo remediarlo, pero no se anima a efectual el socorro. Todo se reduce a ser amantes, sabios y poderosos. Si alguna de las puntas del triángulo no está lo suficientemente afilada, nuestra virtud queda coja[2].

Triste cosa es pensar que la suma de la dicha que está en poder de un hombre producir, aunque sea el más poderoso, es corta si se compara con la suma de males que pueda crear por sí mismo o por otro. No es decir que en la raza humana la proporción de la desdicha exceda a la de la dicha, porque estando limitada en gran parte la suma de la desdicha por la voluntad del que sufre, tiene casi siempre a su disposición medios de aligerar sus males (p. 31).

No es imposible que un hombre, o cualquier otro ser, haya sufrido en su vida más que lo que ha gozado, pero creo que definitivamente la opción inversa es la que se da en la gran mayoría de los casos, a la vez que creo ver un aumento general en el balance felicidad-desdicha conforme transcurre la historia de la vida en el planeta.

El que se procura un placer o se evita una pena, contribuye a su propia dicha de una manera directa; el que procura un placer o evita una pena a otro, contribuye indirectamente a su propia dicha (p. 31).

La ley primera de nuestra naturaleza es desear nuestra propia dicha. Las voces reunidas de la prudencia y de la benevolencia efectiva se hacen oír y nos dicen: Procurad la dicha de los otros; buscad vuestra propia dicha en la dicha ajena (p. 32).

El objeto de todo ser racional es obtener por sí mismo la mayor suma de dicha. Cada hombre es más íntimo y más querido a sí mismo que pueda serlo cualquier otro, y ningún otro que él puede medirle sus penas y sus placeres. Es preciso de absoluta seguridad que sea él mismo el primer objeto de su solicitud. El propio interés debe a sus ojos preferirse a otro cualquiera, y examinándolo de cerca, nada hay en este estado de cosas que sirva de obstáculo a la virtud y a la dicha; porque ¿cómo se logrará la dicha de todos en la mayor proporción posible, si no es con la condición de que cada uno obtendrá para sí la mayor cantidad posible? ¿De qué se compondrá la suma de la dicha total sino de unidades individuales? (pp. 32-3).

¿Qué importantes deducciones sacaremos de estos principios? ¿Son acaso inmorales en sus consecuencias? Muy lejos de eso: son al contrario filantrópicos y benéficos en el más alto grado; porque ¿cómo podrá ser feliz un hombre, sino teniendo el afecto de aquellos de quienes depende su dicha? ¿Y cómo podrá obtener su afecto, sino convenciéndolos de que les da el suyo en cambio? ¿Y cómo les comunicará esta convicción, sino profesándoles un verdadero afecto? (p. 34).

... No hay otro medio de impedir que las personas que no están suficientemente imbuidas en el principio, que no han subido aún a las alturas en que la utilidad estableció su trono, sean extraviadas por los dogmas despóticos del ascetismo, o por las simpatías de una benevolencia imprudente y mal dirigida (p. 35).

El ascetismo es inmoral sólo cuando tiene como único fin el mortificar el cuerpo por considerarlo inmundo, tal como era la idea de muchos de los primeros ascetas cristianos, o cuando esta mortificación obedece al deseo de atemperar las pasiones y las sensaciones para ir al encuentro del no-ser, tal como lo hacían y lo siguen haciendo los gimnosofistas hindúes. Pero si el ascetismo está guiado por el principio que dice que los más dichosos no son quienes más tienen sino quienes menos necesitan, consagrando el asceta su vida a la búsqueda de tal dicha mediante un duro entrenamiento que lo habitúe a no desear nada más que lo estrictamente indispensable para su subsistencia, entonces este modo de vida, que en este siglo XX consumista es más impopular que nunca, este modo de vida se vuelve indispensable si se desea experimentar la máxima felicidad posible, y esto es algo que Bentham no vio ni pudo ver debido a su condición de burgués y al desprecio que los burgueses de su época profesaban por los pobres y por la pobreza. Ah, y otra cosa: la benevolencia nunca es imprudente y está mal dirigida.

La línea que separa el dominio del legislador del dominio del deontologista, es bastante marcada y visible. El punto donde las recompensas y puniciones legales cesan de intervenir en las acciones humanas, es donde vienen a colocarse los preceptos morales y su influencia (p. 43).

El auténtico moralista no sabe de límite alguno que inhiba su librepensamiento, y menos si este límite lo marcan los legisladores coercitivos, que forman uno de los subgrupos humanos más hediondos de todos los existentes. La influencia de la ética es universal y arrastra consigo todo argumento imperativo, sea éste coincidente o no con la opinión persuasivo-disuasiva del moralista.

Los actos cuyo juicio no se ha cometido a los tribunales del estado, caen bajo la jurisdicción del tribunal de la opinión. Hay una infinidad de actos que sería inútil empeñarse reprimir por reglas penales, pero que pueden y deben ser abandonados a una represión extra-oficial. Gran parte de actos dañosos a la sociedad se sustrae necesariamente a los castigos de la ley penal; pero no escapan a la pesquisa y a la ojeada vasta y penetrante de la justicia popular, y esta es la que se encarga de castigarlos (pp. 43-4).

Hay gente que no actúa en forma inmoral por miedo al código penal (humano o divino); hay otros que se abstienen del vicio por temor al qué dirán; finalmente, están los que proceden siempre moralmente sólo porque sospechan que la inmoralidad suele implicar, en el corto o en el largo plazo, un dolor interno independiente de las recriminaciones públicas y de los castigos de la ley[3]. Esta última gente, y sólo esta última, puede decirse que actúa siguiendo preceptos morales.

Sería de desear sin duda que se ensanchase el campo de la moral y estrechase el de la acción política. La legislación ha usurpado ya demasiado en un territorio que no le pertenece. Demasiadas veces ha sucedido que intervenga en actos donde su intervención no ha provocado sino mal (p. 44).

Sea donde fuere que intervenga una legislación coactiva-coercitiva, siempre, a la corta o a la larga, produce un mal superior al que desea evitar.

Se puede considerar la Deontología o moral privada como la ciencia de la dicha fundada en motivos extra-legislativos, al paso que la jurisprudencia es la ciencia por la cual la ley es aplicada la producción de la dicha (pp. 44-5).

La única ley que, aplicada, es susceptible de crear más dicha que desdicha en el conjunto total de los seres vivos y en un lapso de tiempo tendiente al infinito, es la ley de tipo persuasivo-disuasiva, o sea, aquella ley que se limita a sugerirle al pueblo lo que los legisladores consideran conveniente hacer o no hacer, pero sin amenazarlo con castigos o acicatearlo con recompensas.

El objeto de los deseos y esfuerzos de todo hombre desde el principio hasta el fin de su vida, es acrecentar su propia dicha en cuanto es formada de placer y libre de pena (p. 45).

Correcto. La mayor o menor dicha de un hombre se conforma por la suma de todos sus placeres, incluidos los pasados, en forma de añoranza, y los futuros, en forma de esperanza. A muchos la palabra placer les resulta incompleta porque la limitan a las sensaciones corporales, mas no sucede así en el criterio de Bentham ni en el mío. Si hay una diferencia entre placer y dicha, podría ésta consistir en que el placer se relaciona más con sucesos puntuales, de corta duración, mientras que la dicha es un estado de ánimo general que puede prolongarse indefinidamente conforme la vayamos alimentando con pequeños placeres corporales y (sobre todo) espirituales.

El talismán que emplean la arrogancia, la indolencia y la ignorancia se reduce a una palabra, que sirve para dar a la impostura cierto aire de peso y autoridad, y que tendremos más de una ocasión de refutar en la presente obra. Esta palabra sacramental es el vocablo deber. Una vez dicho: Debéis hacer esto, no debéis hacer aquello, no hay una cuestión siquiera de moral, que no sea al instante decidida. Es preciso desterrar esta palabra del vocabulario de la moral (p. 48).

Y también del vocabulario legislativo.

Sacrificios es lo que piden todos nuestro moralistas del día; el sacrificio tomado en sí mismo es nocivo, y nociva también la influencia que pretende unir la moralidad al sufrimiento (p. 51).

Pero no hay que olvidar que si el sufrimiento de hoy sirve para que mañana nos procuremos un placer que rebase nuestra experiencia dolorosa, entonces ese sufrimiento es deseable y virtuoso, y en esto el propio Bentham, aborrecedor del ascetismo, coincide conmigo.

Mientras Jenofonte escribía la historia, y Euclides creaba la geometría, Sócrates y Platón esparcían absurdos socolor de enseñar la sabiduría de la moral. Su moral consistía en palabras, su sabiduría en negar las cosas conocidas a la experiencia de cada uno, y en afirmar otras que estaban en contradicción con esta misma experiencia; siendo inferiores al nivel de los otros hombres precisamente a proporción que sus ideas diferían de las de la masa del género humano (p. 58).

Que yo recuerde, ni Sócrates ni Platón negaban la idea de que la dicha individual es el único fin que motiva el accionar humano cuando se determina racionalmente. Lo que pasa es que ambos eran filósofos, y como tales, carecían de posesiones; y Bentham, que tiene mucho de pensador pero nada de filósofo, no puede concebir el concepto de felicidad si no viene acompañado de artículos materiales; de ahí su enojo contra dos de las personas más sabias de todas las que han existido[4].

Todo placer es prima facie un bien, y debe ser buscado; igualmente toda pena es un mal, y debe ser evitada (p. 81).

Hay que tener muy en cuenta eso de prima facie. La consumación de una venganza provoca placer, pero Bentham y yo estamos de acuerdo en que la venganza es inmoral --por las consecuencias dolorosas que suele acarrear para el futuro de quien se venga. Si nuestros sentidos, emociones, instintos y entendimiento fuesen puros y perfectos, todo lo que nos produjese un placer corporal o espiritual instantáneo tendría para nosotros consecuencias futuras también placenteras; pero como no somos puros ni perfectos en ninguno de los rubros antedichos, hay que tener mucho cuidado al decir que todo placer instantáneo es un bien, porque los epicúreos de cartón suelen agarrarse a ese dicho como legitimación de sus desbandes, y así sucede que se cubren de dolor para el resto de sus días.

La legislación penal dispensa su protección a la propiedad, por la sola razón de ser un instrumento de obtener el placer y alejar la pena (p. 84).

¿Estás seguro de que Bill Gates es feliz? ¿Estás seguro de que San Francisco era desdichado?

Si la adquisición de placer es realmente el objeto intenso, constante y único de nuestros esfuerzos, si la constitución misma de nuestra naturaleza exige siempre que sea así, si así sucede en todas las ocasiones, se puede preguntar ¿de qué sirve hablar aún de moral, y qué fin nos proponemos en esta obra? ¿A qué fin excitar a un hombre a hacer aquello que es el objeto constante de sus esfuerzos?
Pero se niega la proposición, porque si es verdadera, grita un hacedor de objeciones, ¿dónde está la simpatía?, ¿dónde la benevolencia?, ¿dónde la beneficencia? Se puede responder que se está donde estaba.
Negar la existencia de las afecciones sociales sería negar el testimonio de la experiencia de todos los días. No hay salvaje embrutecido en que no se encuentren algunos vestigios. ¿Mas el placer que yo siento en dar gusto a mis amigos, no está en mí? la pena que yo experimento cuando presiento la pena de mi amigo, ¿no es acaso mía? Y si yo no sintiese placer ni pena ¿dónde estaría mi simpatía?
¿A qué fin pues, insisten, malgastar el tiempo en prescribir una conducta que en toda ocasión adopta cada cual por sí mismo, a saber, el buscar su bienestar?
Porque la reflexión pondrá al hombre en estado de estimar con más exactitud aquella conducta que ha de dejar tras de sí los más grandes resultados de bien. Será posible que cediendo a impresiones inmediatas esté dispuesto a seguir un plan de conducta dado con la mira de asegurar su bienestar; pero un examen más tranquilo y detenido le enseñará que tomada en globo esta conducta no sería ni la mejor ni la más prudente, porque le sucederá alguna vez convencerse de que el bien más cercano sería sobrepujado por un mal más distante, pero que va unido a él; o que en lugar de un placer menor abandonado ahora, obtendrá en lo sucesivo otro placer mayor; porque podría suceder que el acto que nos promete un placer actual, fuera perjudicial a los que hacen parte de la sociedad a que pertenecemos; y éstos, experimentando un daño de nuestra parte, se hallarían impelidos por el sentimiento solo de la conservación personal a buscar los medios de vengarse de nosotros, imponiéndonos una suma de pena igual o superior a la suma de placer que nosotros habríamos gustado (pp. 110-1-2).

Cuando Bentham deja de lado su pasión por el dinero, su discurso toca las nubes. En las pp. 113-4 hay otro párrafo para poner en un marquito:

La inteligencia y la voluntad, concurren igualmente al fin de la acción. La voluntad con la intención de cada hombre se dirige a obtener su bienestar. La Deontología sirve para aclarar la inteligencia de modo que pueda guiar la voluntad en busca del bienestar, poniendo a su disposición los medios más eficaces. La voluntad siempre tiene a la vista el fin. A la inteligencia toca corregir sus aberraciones siempre que emplea otros instrumentos que los más convenientes. La repetición de actos, sean positivos, sean negativos, es decir, actos de comisión o abstención, que tengan por objeto la producción de la mayor balanza de placer accesible, y que sean juiciosamente dirigidos a este fin, constituye la virtud habitual.

Probar que el ser supremo ha prohibido el placer, sería acusar, negar y condenar su bondad, sería poner nuestra experiencia en oposición con su benevolencia (pp. 147-8).

El Ser supremo no pudo haber prohibido el placer porque de ser así se habría prohibido a sí mismo: Dios es Placer.

Los falsos principios de moral pueden comprenderse en una u otras dos divisiones, el ascetismo y el sentimentalismo, los cuales exigen el sacrificio de placer sin utilidad, y que no tenga a la vista otro placer mayor. El ascetismo aún va más lejos que el sentimentalismo, e impone una pena inútil (p. 158).

Si se mira bien, hasta el antiguo ascetismo cristiano es eudemonista: se resigna el placer terrenal en vistas de la felicidad eterna en el paraíso. Pero a mí nadie me garantiza que haya un paraíso más allá del mundo; y si lo hay, dudo que se pueda llegar a él a base de autotorturas.

La prudencia personal no solamente es virtud, sino virtud de la cual depende la existencia del género humano. Si yo pensase más en vos que en mí, sería un ciego conduciendo a otro ciego, y ambos caeríamos en el precipicio. Tan imposible es que vuestros placeres sean mejores para mí que los míos, como lo es que vuestra vista sea mejor para mí que la mía propia; dicha y desdicha forman parte de mí mismo tanto como mis facultades y órganos; y sería tan exacto decir que siento mucho más que vos mismo vuestro dolor de muelas, como pretender que estoy más interesado en vuestro bienestar que en el mío (p. 205).

El ser humano no experimenta sino una sola tendencia: el egoísmo. Si el egoísmo está mal dirigido, tiende a serle más doloroso que placentero; si está bien dirigido, tiende a provocarle más placer que dolor. El egoísmo bien dirigido es lo que comúnmente llamamos generosidad.

Los declamadores preguntarán si en este nuevo siglo, que llaman degenerado, se hallará un hombre que consienta sacrificar su vida al interés de su país. Sí.
Sí, hay hombres, y no pocos, que obedeciendo al llamamiento, al que en tiempos pasados respondieron otros, harían con gusto a su país el sacrificio de su existencia. ¿Síguese acaso, que en esta circunstancia como en cualquier otra, obrarían estos hombres sin interés? No ciertamente. No está en la naturaleza humana el obrar así. El mismo raciocinio se aplica a las observaciones de la línea del deber. Es un cálculo erróneo del interés personal (p. 208).

Los sacrificios, en efecto, obedecen como todo al interés personal, pero no todo sacrificio puede calificarse como cálculo erróneo de tal interés. Sacrificarse por el país creo que sí es una equivocación, porque "el país" no es más que una abstracción, no es nada. Pero sacrificar la propia vida para salvar la vida de otros seres concretos... no creo que constituya un error de cálculo de nuestro interés personal. Rara vez una persona se arriesga teniendo la certeza de que no podrá sobrevivir al salvataje; lo hace casi siempre suponiendo que tal vez sobreviva. Si muere, se le terminan sus posibilidades de placer, pero si sobrevive y logra salvar a los seres en peligro, se sentirá tan bien durante tanto tiempo que no habrá en su futuro peligro alguno que no quiera desafiar si de auxiliar al prójimo se trata. Como se ve, más que un cálculo erróneo del interés personal, el sacrificio bien entendido es una inversión de riesgo de la cual podemos obtener muchísimo placer a cambio de algún esfuerzo físico... o quedarnos sin nada, sin placer y sin dolor, en caso de que muramos en el intento. Si, en cambio, la muerte será inexorable y así y todo el hombre la enfrenta con tal de salvar a su prójimo, la cosa se hace más complicada en su explicación. En estos casos, el auxiliador por lo general es movido hacia la muerte por instinto más que por reflexión, y el instinto no entra en el campo de la deontología, no conoce cálculo alguno de placeres y dolores. Pero los escasos casos en que la persona es conciente de que morirá e igual presta su ayuda, ¿se ha errado aquí en el cálculo deontológico? No lo creo. Porque al morir, la persona que era equiparada de dolores y placeres, quedará "en cero"; y si la teoría del vómito estertórico es verdadera, seguramente su conciencia se apagará inmersa en un placer indescriptible[5]. Mas ¿qué sucederá con la vida de aquel hombre si en vez de morir por salvar una vida opta por presenciar cómo esa vida se diluye sin hacer nada al respecto? Esa cobardía lo marcará de por vida, y será de por vida un cobarde. Ya de por sí los cobardes son los seres más propensos al sufrimiento y menos aptos para los placeres elevados, y si a esto agregamos el remordimiento que lo acompañará por siempre por no haber actuado ese día (cobardía y remordimiento suelen ir de la mano), tenemos como conclusión que el cálculo deontológico tiende a darle la razón al suicida, pues es preferible no sentir placer ni dolor que vivir en doloroso déficit todo el resto de nuestra vida.

Un acto benéfico en sus primeros efectos y en sus más aparentes resultados, cuando se ven esos efectos en conjunto y fríamente calculados, puede ser pernicioso. Igualmente un acto cuyas consecuencias parezcan perniciosas a simple vista, puede, considerado todo, ser benéfico (p. 220).

Un acto benéfico en sí no puede producir más efectos perniciosos que benéficos, ni un acto pernicioso en sí puede producir más efectos benéficos que perniciosos. Pero vamos a disculpar aquí a Bentham proponiendo la idea de que a juicio de nuestro limitado entendimiento práctico, las buenas y las malas acciones suelen aparecerse ante nosotros describiendo una trayectoria similar a la de un búmerang. Tomemos el ejemplo de un asesino que es indultado. Esta es una acción altamente moral, pero en el corto plazo parecerá que los efectos de tal acción han resultado inmorales, pues el asesino probablemente habrá reincidido y contribuido a sembrar una especie de caos en la superficie de la sociedad que lo indultó. Pero si somos pacientes y esperamos a que nuestro búmerang finalice su recorrido, veremos que con el tiempo el espíritu libertario de aquel indulto, a falta de regenerar al reo, se habrá hecho eco en el corazón de tan grande masa de gente que los asesinatos y demás delitos cometidos por el inadaptado no llegarán ni por asomo a contrabalancear el excedente de placer y alegría de vivir que habrá inundado las calles de tan dichoso paraje. El búmerang de la beneficencia fue y vino, y hay muchos que afirman que nunca lo vieron irse. No es el caso de Bentham, que, como todos los leguleyos, sólo tiene ojos para ver cómo se aleja y carece de paciencia para esperar su regreso. Por eso considera de lo más correcto castigar a un hombre por sus crímenes y de lo más inmoral entregar todas nuestras posesiones a los pobres. La beneficencia no tiene límites, y el perdón tampoco.
[1] Análisis incluido en mis Citas y notas, principios de 1999.
[2] Muchos no coincidirán conmigo en eso de que la compasión es placentera. Yo creo que quienes creen sufrir en presencia del dolor ajeno lo creen por pura asociación de ideas, sin haberse tomado el trabajo de discernir y juzgar detenidamente sus sensaciones. Por mi parte, no tengo miedo de ser considerado un inmoral al afirmar que me causa placer el tomar conciencia del dolor ajeno. Lo único inmoral es la mentira, y mentiría si dijese que los sufrimientos de mis seres queridos, cuando penetran en el último escalón de mi conciencia, no me provocan una sensación extrañísima, que rara vez experimenté, y que poco tiene de dolorosa y mucho de placentera. Digamos que la contemplación de un dolor ajeno es dolorosa siempre y cuando no aparezca la verdadera compasión en el individuo que contempla; una vez aparecida ésta, la contemplación se torna placentera.
Se me hará entonces una nueva objeción, diciéndoseme que si la compasión es placentera, y si la verdadera moral consiste en saber hallar los mejores y más duraderos placeres individuales, entonces no es moralmente correcto el intentar calmar o radicar el dolor ajeno, pues mermaría o desaparecería la compasión experimentada por el socorrista y con ella el placer que le era inherente. A esta refutación la contrarrefuto diciendo que para un hedonista es perfectamente moral renunciar a un placer si con esta renuncia se accede a otro placer mayor o más duradero, y esto es precisamente lo que sucede cuando, debido a nuestro accionar o a cualquier otra circunstancia, el dolor ajeno que causaba nuestra compasión se atenúa o deja de manifestarse por completo. En estos casos, los espacios emotivos que va desocupando la compasión los va ocupando instantáneamente la simpatía, que es la sensación placentera que causa en los espíritus sanos la contemplación del goce ajeno. La simpatía biene a ser la compasión positiva, y es muchísimo, muchísimo más placentera que cualquier compasión, debido a lo cual siempre es "negocio" evitar el dolor ajeno. Y si he nombrado a la compasión y no a la simpatía como una de las tres partes integrantes de la virtud es porque, siendo los dos conceptos esencialmente afines y complementarios, hoy en día la compasión está mucho más al alcance de nosotros que la simpatía, amén de que este último término se viene utilizando tan frívolamente que puede llegar a dar lugar a numerosos malentendidos.
[3] Este dolor interno no es el que provoca el remordimiento, como muchos estarán pensando. El remordimiento implica la suposición de la existencia del libre albedrío, algo que a todas luces parece ser un invento de una conciencia primitiva y de una primitiva teología. El dolor al que me refiero es el dolor corporal o espiritual causado directa o indirectamente por nuestro accionar inmoral, como enfermarse por fumar, recibir una contravenganza de nuestra venganza, ser abandonado por un amigo al que le negamos un favor, etc.
[4] Para quien ponga en duda que Sócrates, con su cinismo y pobreza, no perseguía otra cosa que su felicidad personal, aquí va el fragmento de los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte con el que inicio mi diario:

--Yo creía, Sócrates --le decía cierta vez el sofista Antifón--, que los que profesan la filosofía debían ser más felices. Pero me parece que sacas de la sabiduría un partido completamente contrario. De la manera como vives, un esclavo alimentado como tú no permanecería en casa de su amo. Los manjares más groseros, las más viles bebidas te contentan. Es poco estar cubierto con un mal manto, que te sirve en estío lo mismo que en invierno. No tienes ni calzado ni túnica. Además, rehúsas el dinero. Y es bueno procurárselo. Hace vivir con más placer y decencia. En todas las profesiones, los discípulos siguen el ejemplo del maestro. Si los que te tratan se te asemejan, creo que enseñas el arte de hacerse desgraciado.
--Antifón --le contestó Sócrates--, me parece que supones que vivo muy tristemente, y estoy seguro de ello, preferirías morir a vivir como yo. He aquí lo que encuentras tan duro en mi manera de vivir. Primero, los que reciben un salario están obligados a cumplir la condición bajo la cual obtienen ese dinero. Por lo que a mí se refiere, como no recibo nada no estoy obligado conversar con gentes que me desagradan. Desprecias mis alimentos. ¿Son menos sanos que los tuyos, menos nutritivos, más difíciles de hallar, más escasos y más caros, o bien los manjares que para ti condimentan son más agradables a tu paladar que los que yo me procuro? ¿Ignoras que con un buen apetito no hay necesidad de condimento, y que quien bebe con gusto no piensa siquiera en las bebidas que no tiene?
"En cuanto a los vestidos, sabes que se cambian para prevenirse del calor y del frío, y que se lleva calzado por temor a que se hieran los pies al caminar. ¿Me has visto alguna vez retenido en casa por el frío, o, durante el calor, disputando la sombra a alguien, o, finalmente, no pudiendo ir adonde quisiera porque tuviese los pies heridos? Tú lo sabes: aquellos que tienen un cuerpo naturalmente débil se hacen superiores en los ejercicios a los cuales se entregan; los soportan mejor que los que nacidos más robustos han sido negligentes. ¿Crees que después de haber habituado mi cuerpo a soportar las privaciones y las fatigas, no las resistiré más fácilmente que tú, que no te has ocupado nunca de este cuidado? ¿Por qué no soy esclavo de la buena comida, del sueño, de la voluptuosidad? ¡Ah, es que conozco otros placeres más dulces, que lejos de limitarse al momento, prometen goces continuos! Sabes que no se emprende alegremente una empresa de la cual no se espera un buen éxito; pero se entrega uno con alegría a la navegación, a la agricultura, a cualquier trabajo, cuando se cree poder triunfar de él. ¿Existe, a tu juicio, una voluptuosidad comparable a la de esperar que se hará uno más estimable y que tendrá amigos más virtuosos? ¡Dulce esperanza de todos los instantes de mi vida!
"Si se necesita servir a los amigos o a la patria, ¿quién tendrá más tiempo, el que vive como yo, o el que lleva esa vida donde colocas la felicidad? ¿Cuál será mejor soldado, el que no puede prescindir de una mesa suntuosa o el que se contenta con lo que halla? ¿Quién sostendrá con más constancia un puesto, el que quiere buscar manjares con grandes gastos, o el que vive feliz con los alimentos más sencillos?
"Las delicias, la magnificencia, eso es lo que llamas felicidad. En cuanto a mí, creo que si no pertenece más que a Dios no tener necesidad de nada, es acercarse a la divinidad tener sólo necesidad de poco. Y como nada existe más perfecto que Dios, lo que más se aproxima a él, más toca de cerca también a la perfección”.
[5] La teoría del vómito estertórico figura en mis anotaciones del 19/7/97 como una especie de hipótesis auxiliar de otra idea más vasta que la requería. En honor a la brevedad extractaré de aquella entrada de mi diario aquellos párrafos que tengan una incumbencia específica con esta hipótesis harto inestable que bordea los lindes de la escatología:

[...] El amor que un ser vivo es capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los objetos inanimados, estaría relacionado directamente con su nivel de felicidad. Del mismo modo, el odio que un ser vivo es capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los objetos inanimados, estaría relacionado directamente con su nivel de desdicha. Cuanto más y mejor amante sea un ser, más feliz sería, y cuanto más y "mejor" odio profese, más desdichado.
Sin embargo, esta condición no sería instantánea. [...]
Otra característica interesante sería la del "poder de almacenamiento" del inconciente. De acuerdo a esto, la felicidad o angustia devenidas, respectivamente, del amor o el odio profesados, no sólo no están obligadas a incursionar en el terreno de la conciencia en el mismo instante en que se produce la emoción, sino que además tienen la capacidad de unirse a otras manifestaciones similares "acumuladas" en el inconciente con el objetivo de agrandarse y mejorarse de modo que cuando emerjan a la conciencia formen un bloque compacto mucho más poderoso que cada una de las unidades que lo conformaban. Hay opiniones divididas respecto de si este poder de almacenamiento potencia las emociones que lo conforman o si simplemente es la suma de ellas, y lo mismo podría decirse del tiempo de acumulación en el inconciente, el cual, según algunos, potencia las emociones a surgir en la conciencia.
[...]
Al ser la felicidad y la desdicha acumulables, se correría el riesgo de que se desperdiciasen en mayor o menor medida si el cuerpo del ser muriese antes de darle tiempo al inconciente de hacer el consabido traspaso hacia la conciencia. Aquí, para evitar esta malformación, es factible que se opere un procedimiento de emergencia --emergencia en amb la os sentidos de la palabra. En este caso, ante la proximidad de la muerte, el ser en cuestión sufriría lo que daremos de llamar el vómito estertórico, que vendría a ser algo así como el traspaso brusco del remanente inconciente de felicidad o angustia en dirección a la conciencia. Este remanente no sería por lo general muy abultado; pero en los casos en que lo fuera, el vómito estertórico se haría sentir con una presión arrolladora capaz de hundir o llevar al ser mucho más allá de los límites de su propia experiencia de vida. Para comprobar hasta cierto punto la veracidad de la tesis vomitiva, bastan los innumerables casos de moribundos que, en plena y dolorosa agonía, parecen entrar en un trance anestésico que, por propias manifestaciones orales o simplemente viendo la expresión de sus rostros, hace suponer a quien los contempla que no sólo han cesado sus sufrimientos, sino que además han ingresado en una especie de limbo del cual por nada del mundo querrían salirse. Del mismo modo, se conocen casos en que los últimos momentos de lucidez del agonizante se vuelven terribles, y no precisamente por el dolor corporal que pudiesen estar padeciendo. Algunas personas que, víctimas de paros cardiorrespiratorios, son reanimadas segundos después de que sus corazones dejaran de latir, también tienen mucho que agregar en favor del vómito. Ellos hablan tanto de "luces de infinita claridad", de "túneles mágicos" y de "placenteras sensaciones de paz y liviandad", como de "terribles precipicios amenazadores" o "insoportables visiones espectrales". Los que apoyan la religión del Cielo y del Infierno se agarran a estos datos como semiplenas pruebas sensitivas de que tales lugares existen, mientras que nosotros, sin negar la posible existencia de nada, apostamos al vómito estertórico como conclusión de un proceso de amor y de odio que lleva en sí mismo, primero implícita y luego explícitamente, sus propios castigos y recompensas.

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