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martes, 8 de marzo de 2011

La tristeza del intelectual que no llega

Vuelvo al diario de Renard, y a la etapa de su vida en que supuso que todos sus esfuerzos artísticos serían vanos:


Paso por un momento muy malo. […] Más que nunca me doy cuenta de que no sirvo para nada, de que no llegaré a nada, y estas líneas que escribo me parecen pueriles, ridículas, y sobre todo absolutamente inútiles. […] Sé que este estado de ánimo no durará y que volveré a tener esperanzas y valor, que realizaré nuevos esfuerzos. ¡Ojalá estas confesiones me sirvieran para algo! […] ¿Por qué este balanceo del alma, este vaivén de nuestros anhelos? Nuestras esperanzas son como las olas del mar: cuando se retiran dejan allí al desnudo un montón de residuos nauseabundos, de conchillas infectas y de cangrejos olvidados, cangrejos morales y malolientes que se arrastran de través para volver de nuevo al mar. ¡Qué estéril es la vida de un intelectual que no llega! Dios mío, soy inteligente, es evidente que lo soy más que otros, puesto que no me duermo cuando leo La tentación de San Antonio, pero esta inteligencia es como el agua que corre, inútil e ignorada, en la que no se ha instalado aún un molino. Justamente, yo no he encontrado todavía mi molino. ¿Llegaré a encontrarlo alguna vez? (entrada del 17/3/1890).


No dudaba Renard del valor intelectual de su trabajo, pero dudaba de su valor cultural; sabía que lo suyo era bueno, pero no sabía cómo hacer para que los demás también lo supieran. Y esa situación, la de ser una bomba de succión que, incansable pero inútilmente, chupa en el vacío, puede tornarse desesperante. “¡Que estéril es la vida de un intelectual que no llega!” Pero él llegó. Y vaya si llegó: su diario íntimo es uno de los más leídos en la historia de ese género literario.

Yo también chupo en el vacío, yo también me siento parte de una poderosa correntada que pasa de largo sin revolucionar molino alguno. Mas no te inquietes, Cornelio: aguas abajo, muy abajo, aparecerán los benditos molinos que tu empuje habrá de mover. Molinos grandes, inmensos, pesadísimos, como esas viejas vueltas al mundo de los parques de diversiones. ¡Se necesitaba tanta energía para revolucionar tamaños mastodontes!

Y sin embargo… ¡qué pueriles, ridículas e inútiles pueden terminar siendo estas líneas que escribo! Porque hoy es hoy, y el hoy dicta que todo este monumento virtual es invisible a cualquier ojo que no sea el mío. Y ¿cómo sacarme de la cabeza el convencimiento de que no sirvo para nada? Nada es lo que soy para el mundo, y para mí mismo… ¡Nada!
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