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domingo, 18 de marzo de 2012

La enfermedad del crimen y cómo curarla

Estaba leyendo el Gorgias, procurando imbuirme de las palabras de Platón relacionadas con la retórica, cuando me topé con aquella frase de Sócrates que tanto me simpatizaba: “Cometer una injusticia es peor que padecerla”. Y me sigue simpatizando (aunque preferiría trocar injusticia por maldad), sólo que para sostener este aserto apela Sócrates a una serie de argumentos con los que no me siento identificado. Partiendo del siguiente axioma: “Lo que es justo es bello”, y dando por supuesto que el castigo que se le inflige al criminal es justo, concluye que hay una belleza intrínseca en el castigo y que el alma del criminal, por el hecho de ser castigada, comienza a sanar. Luego, al criminal le conviene la condena y no la impunidad, tal como al enfermo le conviene acercarse al hospital y no escaparse de él:

Si uno mismo o cualquier persona por la que se interesa ha cometido una injusticia, tiene que apersonarse en el sitio donde reciba lo más pronto posible el conveniente correctivo y apresurarse a buscar al juez como acudiría al médico, por miedo de que la enfermedad de la injusticia, permaneciendo en su alma, no engendre una corrupción secreta que la haga incurable (Gorgias, 480a-b).

La analogía es interesante y hasta cierto punto me parece plausible, pero el tema pasa por la confianza que tenga el enfermo respecto del agente curativo. Si yo, en tanto que enfermo, soy sometido a una curación que considero íntimamente como inservible o dañina, difícilmente cure, y a la inversa si es que el doctor que me atiende y su método terapéutico me inspiran confianza. Ahora bien, ¿el criminal cree positivamente que su alma o su espíritu podrán arreglarse mediante la condena en un presidio? No, no lo cree, y por eso no se arregla, sino que suele egresar de los institutos penitenciarios mucho peor que como entró. El castigo tiene poder sanador, eso no lo discuto, pero sólo el castigo que se autoimpone el propio delincuente o el que le impone el destino, que tarde o temprano siempre aparece. Pretender “meter mano” en los turbios y mal engrasados engranajes espirituales del criminal so pretexto de querer mejorarlos, es comportarse cándida y jactanciosamente a la vez; es tocar el tumor o querer erradicarlo mecánicamente, lo que no hace más que posibilitar la metástasis.
¿Qué buscamos al encerrarlo? ¿Buscamos proteger a la sociedad? Muy bien, entonces la discusión pasa por otro lado. Mas si buscamos, como la palabra “correccional” indica, corregirlo, me temo que habrá mala praxis. Tal vez el enfermo que huye del hospital no está tan loco como Sócrates suponía, porque podría ser que la medicina que allí le suministraban estaba vencida.
¿Cómo curar, o intentar curar, un alma inicua? Con amor, sólo con amor. Por eso está muy bien que los padres castiguen a sus hijos, porque los castigan amándolos, pese a que los niños no lo entiendan. Y es que los niños no saben lo que hacen, no saben lo que les conviene y por eso yerran el camino y hay que estar siempre detrás de ellos para que no se desvíen. Si el criminal es como un niño travieso potenciado, que no sabe lo que hace, corrijámoslo, sí, pero con amor. Los jueces no parecen amar a los criminales cuando los sentencian, y no me parecen los carceleros gentes henchidas de este magno sentimiento. Y si el criminal sabe lo que hace –proposición básica de toda condena firme--, pero prefiere la impunidad al castigo, dejémoslo impune, que ya la vida se encargará de castigarlo. Tal vez después nos crucemos con el criminal amnistiado y éste nos haga objeto de un nuevo crimen. Desgraciados de nosotros, pero no tan desgraciados como si lo hubiésemos condenado, pues ya lo dijo Sócrates: “cometer una iniquidad es peor que padecerla”, y condenar a un ser humano a una estadía en las actuales prisiones, en las que el amor brilla por su ausencia y el odio todo lo invade, es uno de los actos más inicuos que pueda concebirse
[1].




[1] Por fortuna, ya existe al menos una excepción a este ideal funesto del encierro castigador: la cárcel de Halden Felgsel, en Noruega. ¡Felicitaciones, escandinavos!

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