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martes, 2 de abril de 2013

El albedrista Daniel Dennett



Si el libre albedrío significa tanto para nosotros, debe ser porque no tenerlo sería terrible y porque puede haber razones para dudar de su existencia (Daniel Dennett, La libertad de acción, p. 18).

No tenerlo, o mejor dicho, tener la certeza de no tenerlo, no sólo no sería terrible sino que nos haría participar de lo sublime que mora en lo eterno. Y eso de que "puede haber razones para dudar de su existencia" es muy tibio: hay muchísimas razones, o si se quiere infinitas razones, y sobre todo muchísimas (o infinitas) intuiciones, que nos sugieren que la libertad de acción es una quimera.

Tenemos experiencia de cosas que son indiscutiblemente horribles y tememos que algunas de ellas constituyan nuestro destino; por eso, nos asusta la falta de libre albedrío (ibíd., p. 18).

Precisamente: el libre albedrío les interesa sólo a los cagones. El estoicismo, la resignación ante lo inevitable, muestra, en la otra punta, el grado de valentía de una persona.

Las cárceles son horribles. Hay que evitar las cárceles. El que no lo entiende así no es uno de los nuestros (p. 20).

Sí, las cárceles son horribles. Pero ¿no son los partidarios del libre albedrío, con su sentido de la responsabilidad a cuestas, los que más se preocupan por encarcelar a todos esos criminales que "por propia voluntad" "eligen" ser idiotas e infelices? Las cárceles son horribles, por eso el determinista las desdeña mientras que el albedrista, el supuesto ideólogo de la libertad, las necesita para acomodar en ellas, sin piedad ninguna, a las piezas sueltas que nunca encajan en su sistema.

Nozick escribe: «Sin libre arbitrio nos sentimos disminuidos, meros juguetes de fuerzas externas». ¡Qué indigno, no ser más que un juguete! (p. 21).

Mi sobrinito Franco tiene muchos juguetes, pero ninguno de ellos me merecería el calificativo de "indigno". Sí calificaría de indigno, o por lo menos de poco criterioso, al juguete que, despertando de su inercia, quisiese convencerme de que el trencito maneja a Franco y no Franco al trencito.

Si la ciencia nos demostrara que no hay, en verdad, oportunidades, ¿no nos conduciría esto --o debería conducirnos-- a abandonar todo tipo de deliberación? (p. 27).

¡Sí! Si el determinismo se demostrase, ya nadie se preocuparía por nada, trataría cada uno de vivir lo más placenteramente posible al saberse incapaz de torcer su destino. ¿Es esto indeseable? ¡Es maravilloso! Porque vivir para el placer no es dormir veinte horas y atragantarse de hamburguesas en las cuatro restantes como algunos suponen. El verdadero placer es el placer de amar, y a eso nos dedicaremos cuando abandonemos la soberbia pretensión de querer mejorar el mundo.

¿Qué efecto tendría, o debería tener, la aceptación de una tesis general del determinismo sobre nuestras actitudes normales de participación en relaciones interpersonales, tales como la gratitud o el resentimiento? (p. 28).

Elemental: nadie estaría agradecido a nadie de nada, con lo que desaparecerían los insufribles zalameros, y nadie estaría resentido con nadie por nada, con lo que desaparecería el odio. Un panorama desolador, ¿no, Daniel?

Vivir en un mundo determinista sería lo mismo que convertirse en el espectador de una obra teatral en la que también se participa, sin otra opción que la de desempeñar el papel asignado (Alfred Ayer, citado por Dennett en p. 49).

Pero no es tan así, porque si bien somos meros actores imposibilitados de modificar el libreto, hay una diferencia entre la gente común y los actores teatrales, ya que éstos conocen muy bien el rol del personaje que están siguiendo y del cual no pueden apartarse, mientras que nosotros, no pudiendo tampoco apartarnos, no tenemos sino una muy escasa idea del papel que representaremos en el escenario de la vida. Esta diferencia es esencial. Es como si a un actor se le dijese que haga lo que se le cante durante el desarrollo de la obra. Si el actor preguntase: "¿Pero cómo? ¿No era que había que seguir un libreto?", se le responderá: "Haz lo que se te cante, porque haciendo lo que se te cante automáticamente seguirás el libreto, aunque no lo conozcas. Aquí lo tengo, aquí tengo el libreto. ¿Quieres que te lo muestre? Es muy sencillo. Y muy breve..." Entonces el actor, completamente intrigado, abrirá el manuscrito, que constará de una sola página, y en esa página existirá una sola frase, una frase de seis palabras que será la totalidad del libreto. El actor leerá: "Haz lo que se te cante".

En cierta ocasión le preguntaron a Hobbes: «Si la voluntad de las personas está determinada, ¿para qué presentarles razones?»; Hobbes respondió: «Porque de esa manera pensamos que los induciremos a tener la voluntad que no tienen» (pp. 49-50).

A ver si nos entendemos, muchachos. Si yo le presento razones a alguien, es muy posible que ese alguien, persuadido por mis argumentos, modifique la tendencia con la que hasta entonces guiaba (o creía que guiaba) su voluntad. Esto es perfectamente compatible con la teoría determinista, porque el individuo solamente modificó la tendencia que parecía dominar a su voluntad, pero de ningún modo modificó su voluntad misma, la cual se seguirá cumpliendo inexorablemente a pesar de que ayer deseaba ser malo y hoy desea ser bueno o viceversa. Alguien me preguntará: "Pero en el caso de los argumentos morales, que es lo mismo que decir argumentos a secas, ya que todo argumento se endereza a procurar el bien o el mal de determinado grupo; en el caso de estos argumentos, decía, ¿para qué un partidario del determinismo debería molestarse en enunciarlos o mismo en cumplirlos, si total, según él, todo está ya determinado, o sea que nada cambiará realmente si él o los demás se portan bien o mal ante su prójimo?" Gran pregunta, y felicito al que me la haya hecho, porque en su respuesta se centra el quid de toda la cuestión del determinismo. En primer lugar, la teoría del determinismo es sólo eso, una teoría, y por lo tanto ningún partidario de ella, por fanático que sea, está completamente seguro de que el determinismo estricto se cumple siempre. Admitiendo entonces la posibilidad, por pequeña que nos parezca, de que nuestras decisiones puedan realmente mejorar o empeorar la vida de los vivos en su conjunto en el tiempo y en el espacio, admitiendo esta posibilidad el determinista se ve coaccionado por su propia conciencia a los efectos de ir en busca de la moral universal para luego aplicarla en su propia vida y también para darla a conocer a quien no la perciba en forma clara y definida y por lo tanto, teniendo deseos de aplicarla, no la aplica. Pero el determinista, en tanto que determinista, es amoral, y por lo tanto no le interesa (racionalmente) la felicidad del prójimo. ¿Qué es lo que le interesa entonces al determinista puro? Sencillo: sabiendo, o creyendo saber, que nada modifica nada, el determinista puro se pre ocupa --que no es lo mismo que decir que se preocupa, ya que el determinista puro no conoce la preocupación--, se pre ocupa sólo de su propio bienestar, no tiene ningún otro objetivo más que el de experimentar los mayores y más refinados placeres. Pero ¿cuáles son los mayores y más refinados placeres que un ser pueda experimentar? Nuevamente sencillo: son los que nos asaltan inmediata o mediatamente al procurarle un placer mayor o más refinado a nuestro prójimo, ya sea a un prójimo individual y presente como a otro infinito en número y en duración. En resumen, lo que tenemos de albedristas nos guía hacia el Bien a fuerza del temor al remordimiento, mientras que lo que tenemos de deterministas nos guía también hacia el Bien, pero no por coacción, sino por el puro placer de experimentarlo. Si la teoría del determinismo es verdadera, esta diferencia de medios a emplear para llegar al mismo fin se debe a que el determinista es sabio respecto del funcionamiento del universo y en consecuencia sabe optar por el medio correcto para llegar a su Vértice, que es el Bien, mientras que el albedrista desconoce o reniega de este funcionamiento, y en su ignorancia o rebeldía se ciega cuando elige el camino de la obligación moral suponiendo que por él se llega con menos tropiezos a la meta suprema.

De acuerdo con la ortodoxia actual, reina el indeterminismo en el nivel subatómico de la mecánica cuántica (p. 156).

Pero este indeterminismo subatómico, según creo, no tiene jurisdicción ni en la macrofísica ni en nuestro cerebro. Einstein nunca se convenció de que el supuesto azar reinante en la microfísica pudiera trasladarse a la cadena de causas y efectos y desbaratarla; y Russell, también partidario del determinismo, graficó la relación entre la física cuántica y la macrofísica diciendo que los electrones que conforman una determinada porción de materia se comportan como un grupo de danzarines dentro de una habitación cerrada: podrán bailar a su antojo en cualquier dirección, pero no por eso la habitación se moverá también según sus caprichos[1]. La microfísica podrá ser todo lo azarosa que se quiera[2], pero esto, a la macrofísica, incluidos en ella los procesos cerebrales, no le incumbe ni la desestabiliza.

La pregunta metafísica tradicional [sobre si alguien, bajo las mismas circunstancias en que hizo algo, tendría entera libertad de haber hecho algo distinto] no sólo es imposible de responder: la respuesta, si la hubiera, sería inútil (p. 157).

Puede que sea imposible de responder basándonos en la lógica, pero puede acertarse si nos atenemos a nuestras intuiciones. Y eso de que la respuesta, de saberse, sería inútil, es tener muy poca consideración para con una inmensidad de personas, y sobre todo para con los condenados a muerte por los diferentes sistemas judiciales imperantes.

Supongamos que he cometido un acto deleznable. ¿A quién le importa si podría haber hecho otra cosa exactamente en las mismas circunstancias y en el mismo estado mental? No pude hacerlo y es demasiado tarde para reparar el daño (p. 163).

Pero si quien se siente agredido por mi acto es un determinista, no me considerará responsable, y entonces no me guardará rencor, y entonces no querrá vengarse, con lo que se pone punto final a la cadena de efectos dañinos que culminó con mi detestable acto. En cambio, si el individuo agredido me juzga responsable, seguramente (salvo que sea un santo) me odiará, me guardará rencor y querrá vengarse de mí, con lo que la cadena de efectos dañinos no habrá terminado sino comenzado (o recomenzado) a partir de mi acto detestable. Todo acto tiene infinidad de consecuencias, pero en una sociedad que crea más en el determinismo que en el libre albedrío, estas consecuencias serán más benéficas que perjudiciales aun si el acto es detestable, mientras que en una sociedad albedrista --como todas las que existen y han existido[3]--, las consecuencias del mal suelen ser males mayores y se distribuyen como perdigones disparados con una escopeta en la propia conciencia de sus habitantes --excepto que sus habitantes sean además de albedristas, mayormente santos, pero esto es más improbable aún que la instalación, en la conciencia de la masa del pueblo, de la creencia en el determinismo.

¿Por qué desearemos con tanta vehemencia que los demás sean responsables? ¿Podría tratarse de un rasgo inherente a nuestra persona, un rasgo vengativo racionalizado y presentado bajo una apariencia civilizada gracias al barniz de una doctrina moral? (p. 176).

Creo que sí.

La decisión de escribir un libro [...] puede parecer una petición de principio en favor del libre albedrío. Si este es el caso, entonces quienes han escrito artículos y libros negando la realidad del libre albedrío se hallan en una situación aún más embarazosa: tienen que aconsejar al lector (o al menos simular que lo hacen) que aconsejar es inútil (p. 177).

Quien niega la realidad del libre albedrío, hace siempre lo que más en gana le viene, lo que sospecha que le proporcionará un mayor placer. Si sospecha que el escribir libros negando la realidad del libre albedrío es algo que le provocará grandes placeres o le evitará grandes dolores, entonces los escribe, independientemente de su creencia en que con esta escritura no se modificará nada de lo que ya está establecido universalmente[4].

Si el nihilismo fuera verdadero, todos los juicios de valor serían ilusorios. Hechos concretos tales como el dolor o la desgracia de las personas no significarían nada y lamentarnos de los problemas sería tan desatinado como lamentarnos de que la raíz cuadrada de dos no sea uno y medio (p. 178).

Lamentarnos de los problemas de los demás es malo, porque nos hace sufrir, y todo lo que nos hace sufrir, según creo, es malo[5]. Pero no lamentarnos de la situación de los que sufren no significa no sentir compasión por ellos. La compasión tiene dos propiedades muy significativas: es irracional, no podemos elegir a quién con padeceremos y a quién no, ni podemos determinar en qué circunstancias nos sentiremos compasivos ante una desgracia y en cuáles no. Esta irracionalidad es la que hace de la compasión algo independiente de toda creencia, incluida la creencia en el determinismo. La segunda propiedad de la compasión es que, contrariamente a lo que sucede con la lamentación, le procura placer al que la experimenta. Esto es algo que muchos refutarán, pero quien ha sentido verdadera compasión ante algún dolor sufrido por otro sabe que esa es una de las sensaciones más indescriptibles que puedan existir, y que si bien su gusto es agridulce, su base de sustentación, que es el amor, es netamente placentera. El determinista no se mueve merced a juicios de valor, que son enteramente racionales, ni merced a dolorosas lamentaciones; al determinista lo guía el impulso deliciosamente irracional de la compasión[6].

¿Somos igualmente responsables de nuestras buenas y malas acciones? Según Kant, existe una asimetría: sólo somos responsables de lo que hacemos bien[7]. Sócrates fue el primero en plantear el tema en su afirmación «paradójica» de que nadie desea hacer el mal a sabiendas. Desde entonces, se ha convertido en un tema perenne del debate filosófico, aunque se lo haya planteado de una manera indirecta y caprichosa. ¿De qué tenemos miedo? Tememos, ciertamente, que nadie merezca el castigo que la sociedad le inflige, ya que todos los malhechores ipso facto se engañan, padecen desórdenes mentales o son, en cierto sentido, radicalmente ignorantes (p. 179).

Pero ¿quiénes son los que temen que los criminales anden sueltos? Si no tengo propiedades, no temeré a los ladrones, porque nada pueden robarme; si no creo en el infierno ni en el aniquilamiento total de los seres después de la muerte corporal, no temeré a los asesinos, porque no me importará demasiado que me maten o que maten a mis seres más queridos; si soy lo suficientemente valiente como para soportar sin quebrantos los padecimientos físicos, no temeré a los sádicos, porque sus torturas no determinarán mi estado de ánimo. En resumen, sólo los propietarios, los ingenuos, los ateos y los cobardes temen que los criminales anden sueltos, y racionalizan este temor bajo la forma del libre albedrío para tener una excusa que avale las cárceles y la pena de muerte[8].

Podemos individualizar con rapidez la clase de males que nos gustaría reducir a un mínimo; tenemos motivos para suponer que si se prohíben las causas y se refuerza la prohibición mediante sanciones, disminuirá seguramente la frecuencia de esos males en nuestra sociedad (p. 181).

Sí, es muy probable que si les prohibiésemos a las personas realizar determinado acto indecoroso valiéndonos de una ley y las amenazásemos con sanciones si no la cumplieren, estas personas cumplan esa ley y se comporten bien en esa circunstancia; pero se habrán comportado bien por obligación, no por deseo, y por lo tanto su deseo de comportarse mal, habiendo encontrado cerrada esa válvula específica, se canalizará mediante otra faceta de su comportamiento, que nadie garantiza que será menos dañina que la que acabamos de clausurar mediante amenazas. Ejemplo: un ladrón de autos se topa con la desagradable novedad de que se ha inventado un dispositivo infalible que electrocuta sin miramientos a todo aquel que maneje un auto sin su correspondiente chip antielectrocución, que es un módulo que se inserta en el cerebro del conductor ni bien compra legalmente su auto. El ladrón de autos, figurándosele ya imposible continuar con su trabajo habitual, ¿se volverá sólo por eso una buena persona y dejará de sentir deseos de robar? Creo que no. Más bien, se dedicará de ahí en adelante a robarles la jubilación a las viejas que salen del banco, delito que a lo sumo le propiciará un carterazo pero nunca una descarga de cinco mil voltios. Ahora bien; ¿qué era mejor, o, para decirlo con mayor propiedad, qué era menos malo: que el ladrón se dedicase a robar a quienes disponen de un cierto poder adquisitivo, como los propietarios de un automóvil, o que se dedicase a sacarles a las viejas el único sustento de que disponían para comprar su comida? Eso, ni más ni menos, es lo que hace todo sistema legislativo coercitivo: protege del crimen al poderoso a costa de canalizar el accionar criminal hacia las capas sociales menos influyentes. Los crímenes contra las propiedades automotrices habrán mermado, pero el crimen, en el sentido lato de la palabra, no habrá decrecido (probablemente habrá aumentado), y se habrá vuelto más insensible socialmente. Y lo más importante: el carácter del criminal no habrá mejorado; todo indica que la coacción de la ley lo habrá empeorado.

En un mundo ideal, las personas disciernen cuanto es correcto hacer y lo hacen sólo por esa razón [por la razón, digo yo, de que les provoca placer comportarse correctamente]. No se necesitan leyes ni tampoco un sistema de sanciones. Todos se comportan como ángeles. En una palabra, es el cielo en la tierra. En un mundo un poco menos ideal (digamos «un peldaño más abajo») necesitaremos un sistema de leyes a causa de la agresividad y el egoísmo de las personas (si son como nosotros). Pero el sistema será perfectamente disuasorio porque las personas serán muy racionales (a diferencia de nosotros). Todo el mundo considerará obvio, tan obvio como tener una nariz en el medio de la cara, que el delito no produce beneficios y, por lo tanto, no se cometerán delitos (pp. 181-2).

Rescato la idea de un sistema legal disuasivo-persuasivo. No siempre estamos en condiciones de saber qué es lo que nos conviene hacer o no hacer ante determinada circunstancia; por eso en una sociedad anarquista no perfecta la legislación será indispensable, ya que los legisladores se especializarán en un determinado rubro (educación infantil, control del tránsito vehicular, alimentación, etc.) y entonces estarán en condiciones de opinar sobre su tema con mayor autoridad que el ciudadano común no especializado. Pero he dicho la palabra clave: opinar, sin que haya ningún tipo de coacción que obligue al ciudadano a comportarse tal como el legislador sugiere. Las leyes serán, en esta sociedad anarquista, meramente persuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de hacer algo) o meramente disuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de no hacer algo). En la actualidad, hay carteles en algunos parques que rezan: "Prohibido pisar el césped". En una sociedad anarquista no perfecta estos carteles dirían: "Este césped decrecerá si se pisa; se sugiere no hacerlo", dejando entera libertad a las personas para pisarlo o abstenerse de ello. Del mismo modo, los legisladores especializados en educación infantil sugerirán a los padres que manden a sus hijos a la escuela, pero no los obligarán a ello, porque cada padre tiene el derecho de decidir la educación que recibirá su hijo, y muchos habrá con el tiempo y el talento suficientes como para educar a sus propios hijos de manera más completa y efectiva que la utilizada por los colegios. Los contreras suelen graficar una sociedad anarquista como una ciudad repleta de automóviles y sin semáforos. Pero una sociedad anarquista no aboliría los semáforos; los dejaría tal como están, sólo que le daría al conductor entera libertad para obedecerlos o violarlos. Si los conductores tienen dos dedos de frente y aman la vida, los obedecerán; si son estúpidos y aman la muerte... no viene al caso el ejemplo, porque con esa clase de gentes nunca sería posible que una sociedad anarquista naciese.

Desde luego, cabe esperar objeciones a nuestra convicción de que tenemos libre albedrío, y serán bienvenidas pues lo que nos interesa, en definitiva, es conocer la verdad (p. 195).

Más que conocer la verdad, me late que lo que a vos te interesa, Daniel (bien que inconcientemente según creo), es lo mismo que les interesa a muchos de tus compatriotas norteamericanos: seguir siendo rico y poderoso a costa de castigar a quienes no lo son. Si no es así, lo siento; de todos modos no me creo responsable de lo dicho --aunque vos y tú "justicia" seguramente me apalearían por decir tantas inmoralidades...



[1] Cf. Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, cap. 2, secc. 6: “Bajo la influencia de esta reacción contra la ley natural, algunos apologistas cristianos se han valido de las últimas doctrinas del átomo, que tienden a mostrar que las leyes físicas en las cuales habíamos creído hasta ahora tienen sólo una verdad relativa y aproximada al aplicarse a grandes números de átomos, mientras que el electrón individual procede como le agrada. Mi creencia es que esta es una fase temporal, y que los físicos descubrirán con el tiempo las leyes que gobiernan los fenómenos minúsculos, aunque estas leyes varíen mucho de las de la física tradicional. Sea como fuere, merece la pena observar que las doctrinas modernas con respecto a los fenómenos menudos no tienen influencia sobre nada que tenga importancia práctica. Los movimientos visibles, y en realidad todos los movimientos que constituyen alguna diferencia para alguien, suponen tal cantidad de átomos que entran dentro del alcance de las viejas leyes. Para escribir un poema o cometer un asesinato (volviendo a la anterior ilustración) es necesario mover una masa apreciable de tinta o plomo. Los electrones que componen la tinta pueden bailar libremente en torno de su saloncito de baile, pero el salón de baile en general se mueve de acuerdo con las leyes de la física, y sólo esto es lo que concierne al poeta y a su editor. Por lo tanto, las doctrinas modernas no tienen influencia apreciable sobre ninguno de los problemas de interés humano que preocupan al teólogo. Por consiguiente, la cuestión del libre albedrío sigue como antes”.
[2] Pero dudo de que lo sea, y en mi duda me acompañan eminentes pensadores. El uruguayo Vaz Ferreira --quien por otra parte creía en la libertad de la voluntad humana--, en su libro Los problemas de la libertad y los del determinismo, p. 167, negó con las siguientes palabras que el principio de incertidumbre de Heisenberg tuviese "un alcance ontológico" respecto de la teoría determinista: "De la imposibilidad, o, si se quiere hacer reservas, de la impotencia para determinar al mismo tiempo la posición del corpúsculo y su estado de movimiento, debido a que, en esa micro-escala, la observación altera las condiciones del fenómeno; de esto, que es sólo de hecho, o de posibilidades prácticas --o sea de ciencia--, se sacaría en consecuencia el indeterminismo en sí --o metafísico-- que es de posibilidades en sí; metafísico, ontológico: la trascendentalización ilegítima".Y asimismo, el físico Albert Einstein calificaba de "falta de sentido objetable" la utilización de la mecánica cuántica en apoyo de la hipótesis del libre albedrío: "El indeterminismo es un concepto completamente ilógico. ¿Qué es lo que se quiere significar con indeterminismo? Si yo digo que la duración vital media de un átomo radioactivo es tal y cual, trátase de un juicio que expresa cierto orden, Gesetzlichkeit. Pero esta idea no envuelve en sí la idea de la causalidad. Nosotros le llamamos ley de promedios; pero no toda ley de este tipo necesita tener una significación causal. Al mismo tiempo, si yo digo que la duración media de la vida de tal átomo es indeterminada, en el sentido de no ser causada, estoy diciendo una falta de sentido. Puedo decir que yo me encontraré con usted en el día de mañana en algún tiempo indeterminado. Pero esto no significa que el tiempo no esté determinado. Llegue yo o no, el tiempo llegará. Aquí existe una confusión del mundo subjetivo con el objetivo. El indeterminismo que pertenece la física de los cuantos es un indeterminismo subjetivo. Debe estar relacionado con algo, otro indeterminismo carece de significación y está relacionado con nuestra propia incapacidad para seguir el curso de los átomos individuales y prever sus actividades. Decir que la llegada de un tren a Berlín es indeterminada, es afirmar un contrasentido, a no ser que usted lo diga refiriéndose a que no conocemos en qué momento llegará. Si llega, está determinado por algo. Y otro tanto ocurre cuando se trata del curso de los átomos" (citado por Max Plank en ¿Adónde va la ciencia?, p. 221).
[3] Hay algunas sociedades hinduistas o musulmanas en cuyo seno la idea del fatalismo, que es algo muy parecido al determinismo, está muy arraigada; pero, desgraciadamente, muy pocos de estos habitantes emparentan su fatalismo con la ley de causa y efecto, que es la que verdaderamente induce a suponer que nadie es responsable de sus actos.
[4] Y respecto de aquello de que "aconsejar es inútil" en el marco de una ideología determinista, no lo creo tan así, y tampoco lo creía Bertrand Russell: "El hecho de que juzguemos una dirección de actuación objetivamente justa, puede ser la causa de que la elijamos. Así, antes de que hayamos decidido cuál de los acciones consideramos justa, cualquiera de las dos es posible, en el sentido de que una u otra resultará de nuestra decisión de lo que consideramos justo. Este sentido de posibilidad es importante para el moralista e ilustra el hecho de que el determinismo no hace inútil la deliberación moral" (Ensayos  filosóficos., p. 55).

[5] (Nota añadida el 28/6/5.) Esto es erróneo: no todo lo que nos hace sufrir es malo. El amor, por ejemplo, suele ser la causa de innumerables padecimientos.
[6] (Nota añadida el 27/2/13.) "¿Cómo es posible? --se preguntarán algunos--, ¿me causará placer el hecho de ver a mi esposa o a mi hija enfermas?" Respondo a eso que no, que no me causará placer, y no me causará placer porque no es en estos casos en donde yo ubico a la compasión. Lo que siento al ver a mi hija o a mi esposa enferma es tristeza y abatimiento, pero no compasión. La compasión la reservaría para esos acontecimientos en que el shock doloroso percibido por el individuo compasivo se presenta de forma aguda y sorpresiva. En esos casos, y sólo en esos, aparecería esa sensación agridulce de la que estaba hablando.
[7] (Nota añadida el 25/1/10.) Esta no era la verdadera opinión de Kant, y por hacerle caso a este señor tuve durante muchos años una idea equivocada de lo que significaba el libre albedrío a los ojos del pensador de Königsberg. Remito a los interesados en este asunto a las anotaciones de mi diario del día 17/10/7.
[8] (Nota añadida el 4/3/13.) Habiendo publicado esta cita y esta nota en feisbuc, recibí la siguiente crítica: « ¿Es en serio?... ¿Los cobardes tienen miedo? Vaya descubrimiento. Y los ateos: "racionalizan este temor bajo la forma del libre albedrío". ¿Los "ateos"?... ¿Libre albedrío?...Me perdí en tu salto explicativo; déjame ponerlo así: 1.-Daniel Dennett (según la cita) hace dos preguntas: a) ¿Somos igualmente responsables de nuestras buenas y malas acciones?, y b) ¿De qué tenemos miedo? La pregunta "b" se relaciona directamente con la respuesta que da de la pregunta "a"; y tu te quedas tan sólo con la pregunta "b" y tu mala lectura de la respuesta para dar el salto explicativo hacia el miedo al delincuente...que según tu interpretación, el miedo proviene de que ciertas personas por sus "naturalezas" intrínsecas temen algo, a saber: "En resumen, sólo los propietarios, los ingenuos, los ateos y los cobardes temen". Explícame esta referencia: Lo que realmente dice Dennett, y lo que tú crees que dice, y la conclusión, o más bien juicio, a que llegas». A esto respondí lo siguiente: «Se me acusa de afirmar una perogrullada: "los cobardes tienen miedo". Este aserto es, efectivamente, tautológico, sólo que yo no dije eso. Yo dije: "los cobardes temen que los criminales anden sueltos". Este aserto no es tautológico, porque un cobarde, en tanto que cobarde, no necesariamente debe temer a todo lo que existe. Podrían existir cobardes que no temiesen que los criminales anden sueltos; que temiesen al coco, a la policía, a las arañas, a las viejas que caminan por la calle, etc., pero no a los criminales. Luego, mi aserto no es una tautología». «Ahora las preguntas de Dennett. A Dennett no le interesa si somos o no responsables de hacer el bien, sino si somos o no responsables de hacer el mal, porque ahí está la cuestión del castigo. Dice que para Kant existe asimetría: somos responsables al hacer el bien pero no al hacer el mal. Aquí Dennett comete un error imperdonable para un pensador filosófico, como es el adjudicar posiciones a otro filósofo que tal filósofo nunca barajó. En efecto, para Kant no hay asimetría ninguna: somos tanto responsables al hacer el bien como al hacer el mal (cf. su ensayo "La religión dentro de los límites de la mera razón"). Pero como Dennett supone que para Kant no somos libres al hacer el mal, se pregunta: "¿de qué tenemos miedo?", es decir, ¿por qué tememos que los hombres no sean responsables al hacer el mal? Y se responde: tememos que los malhechores no sean responsables y por ende sea injusto castigarlos. Es decir, deseo castigar a los malhechores, pero deseo hacerlo con justicia, y si ellos no son responsables de hacer maldades, entonces los castigaría sin justicia; a eso tenemos miedo según Dennett». «Entonces yo digo: si tenemos miedo de castigar a gente que no es responsable en absoluto, entonces no la castiguemos y listo. Quedarían los crímenes impunes y las calles se llenarían de delincuentes. ¿Cundiría el pánico en esta hipotética situación? Yo digo que predominaría el pánico sólo en aquellos que temen a los delincuentes, y entonces comento quiénes son estas personas, los que temen a los delincuentes. ¿Qué hacen los delincuentes? 1) Roban cosas; ergo, si no poseo nada que puedan robarme, no los temeré por este lado. 2) Asesinan gente; ergo, si me interesa muy poco mi vida y la vida de mis seres queridos, por estar realmente convencido que esta vida es pasajera y que nos espera un más allá eterno en donde los delincuentes no existen, no temeré a estos delincuentes por este lado. 3) Les agrada torturar e infligir dolor; ergo, si soy partidario de la filosofía estoica en la teoría y en la práctica, y me he preparado concienzudamente, a la manera de Epicteto, para soportar sin quebranto los más terribles padecimientos, entonces no temeré a los criminales por este lado. Si soy propietario, temeré a los criminales; si no creo en la vida después de la muerte y pienso que esta vida terrenal lo es todo, también temeré a los criminales que quieren arrebatármela; si me aterran los padecimientos físicos, también temeré a los criminales que se solazan con estas prácticas. ». «Respecto de que el libre albedrío es un término teológico y no debe utilizarse en psicología, o que los ateos, por definición, no pueden creer en el libre albedrío, ante todo esto cito la definición del libre albedrío de la real academia española: "Potestad de obrar por reflexión y elección; libertad de resolución". No hay ninguna mención a Dios, ni a la teología ni a nada que se le parezca, sólo a la reflexión y a la elección. Ergo, un ateo puede perfectamente creer en el libre albedrío. Espero haber sido lo suficientemente claro ». Y a otros que me preguntaban si yo nunca le he temido a un delincuente, y si cumplo al pie de la letra todos estos preceptos que postulo, les contesté lo siguiente: «¡Por supuesto que yo también temo a los delincuentes! Y es que lo que yo planteo es un ideal, el ideal de la persona perfectamente santa, sabia y revolucionaria. ¿Está mal plantear ideales? Y no, yo no siempre actúo de acuerdo a lo que profeso; soy lo que se dice un reverendo hipócrita. ¿Y por qué no actúo así? Porque mis ideas son demasiado elevadas para mí, porque me quedan grandes. Pero en vez de rebajar mis ideas para que coincidan con mi pobre persona, que es lo que se estila en estos casos, mantengo mis ideas y mis ideales bien en lo alto y no me desespero demasiado por no poder alcanzarlos en la práctica. Y me parecen muy sensatos vuestros campesinos mexicanos que temen a Dios y a la vez a los criminales, me parecen sensatos y buena gente, pero están muy lejos de ser las personas ideales que yo concibo, que concibo en la teoría, que parece que últimamente la teoría no tiene cabida en este foro y sólo hay que atenerse a lo que la práctica dice. La práctica dice que todo el mundo le teme a los criminales, entonces ¡a temerles nosotros también, y a sentirnos orgullosos de ese temor! y entonces, a actuar en consecuencia, encarcelándolos, condenándolos a muerte o directamente linchándolos, práctica que, tengo entendido, todavía no ha sido erradicada de vuestro país. Sigan ustedes en esa tesitura y yo en la mía, que ni ustedes ni yo cambiaremos de opinión de un día para el otro».

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