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sábado, 28 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (quinta y última parte)

Dejando de lado estos valores relacionados con la vida humana y la salud (y sus disvalores correspondientes, la muerte y la enfermedad), no existen, según Alfred Stern, otros valores absolutos que sirvan de parámetros para establecer cuándo una conducta puede catalogarse como ética o como inética. La humanidad, o los hombres en particular, no "descubren" al resto de los valores, sino que los inventan:

Según mi tesis, los diferentes proyectos colectivos que aparecen en el curso de la historia y, en especial, los proyectos colectivos de los grupos llamados naciones, dan origen a los diversos códigos de valores (La filosofía de la historia y el problema de los valores, p. 256).

Habla este pensador de un "hecho axiológico primario" para referirse a estos proyectos colectivos, con lo cual viene a significar que no hay nada más importante, en sentido axiológico, que la invención de este bloque de valores por parte de una determinada sociedad, valores que son adoptados luego, casi por instinto y sin discernimiento, por la población que cae bajo su influjo.

Podemos hablar de un campo de valor creado por el proyecto colectivo, ya que [...] su acción es comparable a la de un campo magnético. El campo de valor creado por el proyecto colectivo es el responsable del modo típico de valorar que caracteriza a los miembros de un pueblo dado y determina lo que denominamos el "estilo" de sus valoraciones (ibíd., pp. 258-9).

Y a continuación grafica su exposición con varios ejemplos, comenzando por los campos de valores inventados o pregonados por la sociedad alemana, que fueron variando según la época:

Durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, la Alemania del clasicismo, del romanticismo y de la filosofía idealista parecía no tener otro proyecto nacional que el que le asignó Goethe en su poema dramático Pandora: el proyecto de dominar el mundo ideal, el mundo del pensamiento y la imaginación poética. Era Francia, simbolizada por Prometeo, la que, según Goethe, gobernaría el mundo de las realidades políticas y militares. Pero en el curso del siglo XIX el proyecto nacional de Alemania cambió radicalmente y el proverbial "país de los poetas y pensadores" [...] se transformó en la nación de "sangre y hierro" [...] de Bismarck, cuyo proyecto colectivo era la conquista militar y el dominio por la fuerza.
Después de la unificación de Alemania en 1871, su proyecto político y militar se fusionó con otro: el de superar todas las otras naciones europeas en la producción material, la industria y el comercio. [...] El culto de las ideas fue remplazado por el culto de la riqueza material y la fuerza militar. Este cambio radical del código de valores de la nación no hubiera podido ocurrir si la gran mayoría del pueblo alemán no hubiera aceptado los nuevos proyectos colectivos. [...]
Fue aún mayor este entusiasmo cuando, después de la primera guerra mundial, surgió en Alemania un nuevo proyecto colectivo: el de abandonar la civilización occidental y poner el poderío bélico al servicio de la conquista del mundo, a fin de "rejuvenecer" a la humanidad mediante la idea de la pureza racial, mediante el destronamiento del intelecto y mediante la implantación de una jerarquía constituida por razas "de señores" y razas "de esclavos". Este nuevo proyecto colectivo dio origen a un nuevo código de valores que la aplastante mayoría de los alemanes aceptó con apresuramiento aterrador y angustioso, sobre todo a partir de 1933. Este nuevo código [...] proclamó el valor positivo de la violencia y el valor negativo del derecho, el valor positivo de los impulsos instintivos y el valor negativo de la inteligencia [...].
Cuando, en 1945, el proyecto colectivo del nacional-socialismo fue ahogado en un océano de sangre y fuego, el código de valores que había creado desapareció. Es aún demasiado pronto para vaticinar cuál será el nuevo proyecto colectivo al que el pueblo alemán dedicará sus energías y a qué código de valores dará lugar. En la actualidad, el proyecto colectivo de Alemania Occidental parece limitarse a la realización del llamado "milagro económico" [...], cuyo imperativo categórico es: ¡enriqueceos! (Ibíd., pp. 259-60).

Sugestivo análisis de las etapas por las que ha transitado la sociedad alemana moderna, pero más sugestivo desde el punto de vista sociológico que desde el punto de vista ético. Y lo mismo puede decirse del resto de los ejemplos de proyectos colectivos nacionales, que en la mayoría de los casos no han sido tan cambiantes como en Alemania. En el caso de España, el honor, la fidelidad a la fe y el orgullo siguen ocupando actualmente una posición preponderante, y así viene sucediendo desde hace largos siglos (p. 261). En la Unión Soviética, por el contrario, se ha establecido, desde 1917, un nuevo proyecto colectivo que ha generado una nueva comunidad de valores: el de propugnar y consolidar una economía y una sociedad comunistas. Según Stern, este ideal del comunismo "es la norma mediante la cual se juzgan todos los demás valores realizados por el pueblo soviético" (p. 265). Esta norma evidentemente caducó, pero el ensayo de Stern data de 1960. Y de nuevo me pregunto: ¿qué le interesa a la ética: el hecho de que los rusos sean comunistas o capitalistas o el hecho de que sean buenas o malas personas? Según Alfredo lo primero, puesto que la bondad y la maldad no son conceptos absolutos. Yo digo que esto del comunismo y del capitalismo interesa mucho a otras ciencias que no son la ética, y a la ética solo tangencial e indirectamente.
Pasemos ahora al código de valores que ha imperado e impera en Inglaterra:

El proyecto colectivo que sustentó durante siglos la unidad de la nación inglesa ha sido el de enseñorearse de los océanos y colonizar remotos países de ultramar a fin de explotarlos en beneficio de la economía nacional. Este proyecto siempre estuvo penetrado por la idea griega [...] de la competición, de una lucha con otros contendientes, que no está orientada exclusivamente por un fin utilitario. [...] Todo el código de valores británico es expresión de esta suerte de normas deportivas (pp. 266-7).

Y así como el británico sustenta su código de valores en la idea de la competición, los estadounidenses mantienen en lo más alto del podio a un único valor supremo: la prosperidad económica. Y es más que interesante --interesante, aquí también, más para la sociología que para la ética-- el análisis que realiza Stern respecto del camino que ha llevado a esta nación a ese amor por el lujo material y a ese desprecio por las cosas del espíritu:

Es sabido que los peregrinos que arribaron a América [...] en 1620 tenían principalmente preocupaciones religiosas. [...] Su proyecto colectivo era educar a sus hijos en su propia lengua y practicar su religión de acuerdo con sus propias conciencias, sin tener que soportar las imposiciones del gobierno inglés. [...]
Los puritanos, que arribaron pocos años después que los peregrinos, también obraron movidos por consideraciones religiosas. Pero a diferencia de los separatistas, habían decidido permanecer dentro de la Iglesia de Inglaterra y "purificarla" de sus resabios católicos romanos en una nueva comunidad que representara una "aristocracia de la virtud".
Sin embargo, bien pronto esos proyectos teológicos y morales se vieron eclipsados por las ilimitadas posibilidades económicas que ofrecía la incomparable riqueza de ese continente inmenso y casi intacto que era la América del Norte a comienzos del siglo XVII. De más en más, el proyecto de los colonos norteamericanos, y de las multitudes de inmigrantes que se les unían, pasaba a ser el de prosperidad en libertad mediante la explotación de los recursos naturales del continente americano. Para poder llevar acabo este proyecto, los colonos necesitaban un máximo de libertad de acción. En tanto que su proyecto original había requerido la no intervención del gobierno en cuestiones religiosas, su nuevo proyecto hacía hincapié en la no intervención del gobierno en las cuestiones económicas. Solo esta no intervención podía garantizar al norteamericano el goce del fruto de su trabajo. De modo que para los norteamericanos "libertad" pasó a ser sinónimo de "libre empresa". [...] Todo lo que podía promover y facilitar la ejecución de ese proyecto pasó a ser necesariamente un valor positivo y todo lo que podía demorar u obstaculizar esa ejecución se convirtió en un valor negativo. Solo este origen explica el código de valores norteamericano [...].
Cuando se pregunta al norteamericano medio de nuestros días por la valía de una persona, todavía responde señalando una suma de dólares [...]. Este fenómeno social puede atribuirse, en mi opinión, al hecho de que el proyecto colectivo de la nación norteamericana no ha cambiado en lo fundamental. Solo los medios de llevarlo a cabo se han vuelto más complejos.
[...]
El norteamericano medio, mientras se jacta de las realizaciones materiales, cuantitativas, de su nación, no se muestra orgulloso de sus escritores y, al menos en los tiempos anteriores al Sputnik, nunca demostró estima por sus científicos (pp. 267 a 271).

Todas estas circunstancias ponen en evidencia "la posición inferior que ocupa el intelectual en la escala de valores norteamericana". Para este país, el ejemplo a imitar es "el hombre de negocios y, en especial, el que tiene funciones ejecutivas en las grandes empresas". Por estas razones, la civilización norteamericana ha sido calificada con acierto de "civilización comercial” (pp. 272-3).
De los grandes proyectos nacionales directrices dentro de la moderna civilización occidental, solo nos resta mencionar el que ha encarnado en Francia, pero es mucho más difícil "establecer las relaciones entre el código francés de valores y el proyecto colectivo del que surge". "Creo --dice Stern-- que el principal proyecto colectivo con el que se identificó la nación francesa durante más de un siglo y medio ha sido el de la difusión mundial de las ideas revolucionarias de 1789" (p. 274). Y entre la libertad, la igualdad y la fraternidad, los franceses han optado casi siempre por la defensa acérrima de la segunda opción, seguramente por ser ésta su creación más original dentro de un cuerpo nacional de valores. Los ingleses, por ejemplo, nunca se han cuidado demasiado de esta idea de la igualdad, y algunos pensadores afirman incluso que en Inglaterra la desigualdad no solo es tolerada mejor que en Francia, sino también querida (p. 275). Medra en Francia un "optimismo de la igualdad", en Inglaterra un optimismo de la competencia y en los Estados Unidos un "optimismo de la prosperidad". Comparando a la nación francesa con la norteamericana, transcribe una humorada que pinta con gran acierto las tendencias axiológicas prevalentes en cada una de ellas:

El peatón americano que ve pasar un millonario dentro de un Cadillac, sueña secretamente con el día en que podrá tener el suyo. El peatón francés que ve pasar a un millonario dentro de un Cadillac, sueña secretamente con el día en que podrá hacerle descender del automóvil para que vaya a pie como los demás (p. 267).

Por eso, concluye Stern, no tienen peso en los Estados Unidos los partidos de izquierda como sí lo tienen en Francia. Y es que "en la jerarquía del código francés de valores la igualdad ocupa un lugar fuera de toda comparación". Tiene Francia, además del de la igualdad, otros proyectos colectivos, como el del "buen gusto" o el del "refinamiento", tanto en el orden social como en el arte (p. 276), pero son proyectos menores en comparación con la poderosa idea de la igualdad que respiran en el alma de la mayoría de los franceses.
A veces, continúa Stern, los proyectos colectivos nacionales se fusionan en un proyecto colectivo supranacional. En la Edad Media, un gran proyecto colectivo supranacional fue el de las cruzadas, que convirtió a las naciones cristianas de Occidente en una comunidad de valores e ideales (p. 278). Y para dar un ejemplo actual, refiere un proyecto colectivo supranacional que, a diferencia del anterior, no implica una teleología ultraterrena sino terrenal: "La implantación en todo el mundo de la civilización científica y tecnológica" (p. 280). Este proyecto colectivo supranacional es tan amplio que incluye por igual a los dos grandes proyectos colectivos afianzados en el siglo XX: el capitalismo y el comunismo, pues tanto los capitalistas como los (ex) comunistas se valen de la ciencia y la tecnología como medios instrumentales para afianzar sus ideas políticas.
Todos estos análisis, lo repito, son harto interesantes y describen con certera elocuencia el estado espiritual general de un buen porcentaje de los habitantes de estas naciones o comunidades, pero poco afirman respecto de la verdadera eticidad de cada uno de estos pueblos. Se centra Stern para sus descripciones en lo que yo denominé "valores éticos relativos o temperamentales" (ver entrada del 16/8/7), pero no menciona ningún valor ético absoluto, ninguna virtud cardinal, más allá de esa difusa priorización de la vida y la salud generales. No dice, por ejemplo, que los franceses sean más o menos veraces que los ingleses, o que los alemanes sean más o menos humildes que los estadounidenses, datos que ciertamente nos harían vislumbrar una diferencia ética importante a favor o en contra de algunas de estas naciones en relación con las otras. Y así todo, y aunque no descarto la idea de analizar a una nación en su conjunto para determinar, en un sentido estadístico, su nivel de eticidad, no es en este terreno general en donde la ética mejor se aplica, sino en la individualidad. No que los norteamericanos sean malas personas, sino que tal o cual norteamericano, o que tal o cual francés, lo es, a diferencia de este otro norteamericano y de este francés que son buena gente. La ética, al menos como yo la entiendo, se propone, ciertamente, convertir naciones, civilizar naciones, pero no existe otra manera de civilizar a una nación en su conjunto que civilizar a cada uno de sus individuos por separado --en especial a sus individuos más influyentes, ya que éstos, al ramificar la cadena, aceleran el proceso. De aquí se deduce, me parece, que los auténticos problemas éticos, los que realmente trascienden al hombre, son problemas individuales y no sociales, son decisiones individuales y no grupales. ¿Que un Estado decide abrazar el comunismo político? ¡Que lo abrace! A mí, en tanto individuo perteneciente a ese Estado, no se me modifica en nada, con esta decisión conjunta, mi panorama ético, que reposa en otros valores mucho más profundos que tal o cual tipo de organización política. ¿Que un Estado, o conjunto de Estados, decide hacerle la guerra a otras naciones, o declararse oficialmente ateo, o entronar a su ciencia y a su técnica como las diosas más reverenciables? Enhorabuena si mi Estado anhela embarcarse en estas aventuras; mi ética intrínseca no se inmutará por ello, son vaivenes exteriores al individuo sano. No niego que la ética pueda acusar el zangoloteo, pero ¿depender de él? ¡Jamás! Aquel individuo que modifica sus valores éticos a seguir en dirección a los patrones que su Estado le sugiere, es un individuo que carecía ya de antemano de valores éticos profundos. A menos, claro está, que su Estado se embarque en una campaña de bondad a todo trance, pero esto no se ha visto jamás ni se verá en los próximos siglos. No niego que cada nación en particular o que determinados conglomerados de naciones posean sus propios códigos colectivos de valores, pero estos códigos colectivos, por el hecho mismo de ser colectivos, son superficiales. Todo lo profundo es individual (o a lo sumo binario). Un pueblo, en su conjunto, no ama; aman solamente algunos de sus individuos. Tampoco un pueblo es veraz en su conjunto, ni en su conjunto es humilde, ni posee una inteligencia trascendente conjunta, ni crea conjuntamente grandes obras de arte. Son todas éstas virtudes individuales, que a los historicistas raramente atañen, porque no se dan en bloque. De ahí que los pensadores historicistas, o los que son afines a esta tendencia, no se interesen por el estudio de la ética, o se interesen de un modo poco criterioso. Entre estas dos opciones, yo prefiero la última, así me dan ocasión de criticarlos y reafirmar mis propias convicciones.

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viernes, 27 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (cuarta parte)

Habla Stern de "nuestros valores" para referirse, indistintamente, al conglomerado de valores que una determinada sociedad esgrime en su conjunto y a los valores esgrimidos por cada uno de sus integrantes en su propia individualidad. No parece tomar en cuenta el caso de que haya personas que no compartan los patrones axiológicos que su propia sociedad considera más elevados: "Puesto que nuestros valores son los únicos que podemos sentir y nuestras verdades las únicas que pueden resultarnos convincentes, nuestro prejuicio en su favor es casi inevitable" (ibíd., p. 221). La conciencia social manda y los carneros obedecen. Pero sería necio suponer que los valores imperantes en una determinada época y lugar sean afirmados por todas y cada una de las personas que viven bajo su yugo; por eso Stern, unas páginas adelante, borra aquello del "casi inevitable" y se aferra a las matemáticas: "No todos los miembros de una nación valoran del mismo modo, pero el promedio se caracteriza por cierto estilo de valoración" (ibíd., p. 265). Esto es evidente, siempre hay un mínimo de inconformistas. Lo interesante sería saber si existe un criterio epistemológico válido como para considerar a estos inconformistas mejor o peor parados, en sentido ético, que a los conformistas, considerando por supuesto los porqué de las discrepancias y la discrepancia misma. Esta cuestión, según el criterio de Stern, no parece representar un problema: conviene, si lo que buscamos es el progreso nacional, estar siempre del lado de la borreguil mayoría:

¡Desdichada la nación que no cree en sus verdades y valores! Nunca creará nada y caerá en un escepticismo paralizante. ¡Pero no hay necesidad alguna de que vivamos sin creer en nuestras verdades y valores! Aun comprendiendo que son relativos a nuestra época histórica y a nuestra civilización creemos en nuestros valores y verdades por la sencilla razón de que son hijos de nuestro tiempo y de que representan, por lo tanto, la conciencia axiológica y epistemológica de nuestra época. Es en nombre mismo del historicismo, que podemos insistir en la validez de nuestros patrones para nuestra época y para nuestra civilización (ibíd., p. 221).

El imperativo categórico que propugna Stern sería el del tradicionalismo, el del no innovar, so pena de paralizar el progreso de la patria. Así, si yo deseo incentivar el vegetarianismo dentro de la nación Argentina, tradicionalmente carnicera, estaría obstaculizando el progreso de la misma. No interesa evaluar si el vegetarianismo es mejor o peor, ética, higiénica, económica o ecológicamente que el carnivorismo; lo único que parece interesarle a Stern es la creencia en las verdades y los valores del pasado y en su mejor conservación. Extraña creencia en el progreso tenía Stern: se progresa más cuanto más se aferra la sociedad a sus propios valores tradicionales y desdeña los valores de las minorías inconformistas. El progreso social implica para él un simple perfeccionamiento de los valores ya implícitos en cada sociedad, sin interferencias foráneas ni comparaciones de ningún tipo:

Sería un gran error creer que el progreso es una ley inherente a la evolución de la humanidad, pues esta creencia presupondría una metafísica teleológica cuya validez no podría demostrarse. Vemos, por el contrario, que algunas sociedades no han experimentado ningún progreso en el curso de la historia y que aún permanecen estáticas. Pero nuestra sociedad progresa y esto lo podemos establecer cuando juzgamos sus realizaciones mediante las normas que nos hemos dado y que nos sirven de pautas (ibíd., pp. 226-7).

Como Stern no creía en la existencia de valores intrínsicamente más deseables que otros, no aceptaba que el progreso social consistiese en eso, en pasar de un conglomerado de valores menos deseables a otros más deseables; tenía que conformarse con progresar profundizando los valores que previamente se habían elegido, sin interesarse siquiera en el análisis de esos valores y en si podrían conducirnos a buen puerto o todo lo contrario. Puesto que no son buenos ni malos en sí mismos, lo mejor es seguirlos ciegamente y evitar las discrepancias, suponía.
A decir verdad, Alfred Stern sí creía en determinados valores objetivos, que llamaba "transhistóricos" para diferenciarlos de los valores históricos, relativos a cada civilización y dependientes de ellas:

El hecho de que los hombres acepten y hayan aceptado siempre su condición humana revela, en mi opinión, la existencia de ciertas valoraciones fundamentales comunes a todos los hombres, a todas las civilizaciones, a todas las épocas históricas y a todos los medios sociales. Consisten estas valoraciones en atribuir a la vida y a la salud un valor positivo y al sufrimiento y a la muerte un valor negativo. Estos valores, que denomino existenciales, son intrínsecos, pues son afirmados por sí mismos. [...] Todo lo que preserva la vida y alivia el sufrimiento humano se vuelve un valor positivo, mientras que todo lo que amenaza la vida y aumenta el sufrimiento se convierte en un valor negativo. Así ha ocurrido en todas las épocas y así ocurre en todas partes (ibíd., p. 233).

Comparando esta hipótesis con mis propios postulados axiológicos, digo que Stern considera que existen, de manera objetiva, los valores que yo denomino vitales y también el valor ontológico de cada persona en tanto que persona, mientras que les niega valor objetivo al resto de los grupos (valor ontológico supremo, valores éticos, estéticos, intelectuales y culturales). De este modo, queda Stern a medio camino entre el esencialismo scheleriano y el relativismo extremo de los historicistas:

El historicismo ya no puede afirmar [...] que todos los valores son hijos de sus respectivos tiempos y que no es posible probar su validez transhistórica. Hemos hallado [...] algunos valores existenciales intrínsecos cuya validez transhistórica no puede negarse, puesto que se pone de manifiesto en la aceptación de la condición humana por todos los hombres de todas las épocas a través de su común proyecto de vivir (ibíd., p. 237).

En resumen,

el código de valores derivados del proyecto humano transhistórico de vivir postula el valor positivo del hombre y de su vida. A mi entender, el mejor compendio de esta ética humana básica se encuentra en la sentencia de Séneca [...], el hombre es sagrado para el hombre (ibíd., p. 249).

Esto del valor intrínseco innegable de la vida y la salud para "todos los hombres de todas las épocas a través de su común proyecto de vivir" es, por lo pronto, problemático, teniendo en cuenta a los suicidas, a los guerreros y a los millones de seres humanos que han despreciado palmariamente su propia vida, subordinándola a otros intereses que consideraban más elevados. Pero supongamos que en general, la afirmación de la vida y la salud se verifica doquiera existan o hayan existido seres humanos. Sentado este aserto, hemos encontrado, a criterio de Stern, un método válido y objetivo para juzgar determinadas conductas sociales establecidas a través de la historia, algo que un relativista duro difícilmente ambicionaría. Armado de esta nueva objetividad, pretende Stern quedar a salvo de las críticas vertidas en mi anterior entrada, las que hablan de las quemas de brujas o de la indeseabilidad ética del nazismo:

La inalterable condición humana, el proyecto transhistórico de hacerle frente, o sea de vivir, y el código de valores que emerge de este proyecto con el nombre de ética humana básica, nos suministran por fin una pauta suprahistórica para juzgar los valores de todos los proyectos históricos. Esta pauta suprahistórica nos permite condenar [...] todos los ataques a los únicos valores suprahistóricos: la vida y la salud del hombre y las condiciones objetivas necesarias para su preservación en la tierra. Esto significa que estamos autorizados, en nombre de nuestra ética humana básica [...] a castigar todas las violaciones del carácter sagrado de la vida humana, todas las matanzas, las crueldades, los sufrimientos impuestos deliberadamente a los hombres en cualquier período de la historia humana. Estamos autorizados así a condenar los combates con animales feroces impuestos a los gladiadores romanos, las hogueras de la Inquisición, las cámaras de gas de Hitler y las ejecuciones secretas ordenadas por Stalin, pues cualesquiera que hayan sido las "concepciones" de determinado período o civilización histórica, la vida y la salud siempre fueron juzgados valores positivos, ya que los hombres siempre aspiraron a vivir libres de padecimientos. De manera que ninguna costumbre, dogma o tradición históricamente condicionados tienen derecho frente a los valores suprahistóricos de la vida y la salud (ibíd., p. 249).


Estas palabras, lo concedo, atenúan mis críticas respecto de la moral borreguil propugnada por Stern: el respeto por la vida y por la salud de los habitantes de una sociedad pueden más que los valores tradicionales que dicha sociedad desea preservar. Mas no creo que con tan pequeño suelo de objetividad podamos salir airosos en la complicada empresa que representa el juicio ético inter-social. En efecto, en lo que respecta a la caza de brujas, Stern diría: es objetivamente inmoral o inética, porque conspira contra la salud y la vida de determinados habitantes de la sociedad, a saber, las mujeres sospechosas de brujería. Pero entonces yo contestaría: ¿Y la actual pena de muerte? ¿No conspira contra la vida de los criminales, que también habitan la sociedad que los condena? “Lo concedo, dirá Alfredo: la pena de muerte también es objetivamente inética”. ¿Y las prisiones, estimado oponente? ¿No conspiran las prisiones, al menos en su estado actual, y dejando de lado las honrosas nórdicas excepciones, no conspiran contra la salud de los presidiarios? Como no imagino que Alfredo me dé la razón y pretenda considerar inético al sistema penitenciario, imagino que me contestaría de la siguiente manera: "Las prisiones conspiran contra la salud de los presidiarios, pero también coadyuvan a mantener sanos a los no presidiarios, por no exponerlos al crimen cotidiano; y como los no presidiarios son mayoría, en un sentido estadístico las prisiones actúan a favor de la salud y la vida y no en contra". Pero entonces --replicaría yo--, ¿no estamos en el mismo caso que en el de la quema de brujas? ¿No conviene quemar 200 o 300 brujas con el objetivo de salvar de las brujerías al resto del tejido social? 300 brujas menos es mejor que tres millones de embrujados. "Lo sería --repondría Alfredo-- si estas señoras o señoritas hubieran tenido la capacidad de embrujar gente, pero no la tenían". ¿Y quién dice que los presidiarios tendrían, si egresasen de la prisión, la capacidad de perjudicar la salud de los no presidiarios? "Los sociólogos que investigan el tema". Pues los que investigaban el tema de las brujas, en la época de la Inquisición, opinaban que las brujas existían y que embrujaban, y entonces tenían todo el derecho, guiándose por la ética de la preservación de la salud y de la vida, a separar de la sociedad a esas personas que consideraban nocivas para ella. Ahora sabemos, o creemos saber, que las brujas no existen, y por eso ahora, bajo nuestro punto de vista, nos parece inético quemarlas; pero la sociedad de aquella época creía que existían, y si la única pauta ética de la que podían echar mano era la de la preservación de la vida y la salud de la mayor parte de los habitantes de la sociedad, lo lógico era que las quemaran prolijamente, y eso hacían. La cuestión es la siguiente: esta ética de la conservación de la vida y la salud existió siempre, todas las sociedades se guiaron por ella, incluidas las más sanguinarias. Hitler mató a seis millones de judíos, pero con esta matanza no violó la ley ética "objetiva" que Alfredo creyó descubrir, sino que la utilizó a su favor: mató a los judíos porque creía que eran nocivos para los alemanes no judíos, que perjudicaban su vida y su salud, y los alemanes no judíos eran muchos más que los judíos. Hitler, en fin, actuó, a juzgar por la sociedad alemana de su época, a favor de la vida y la salud en un sentido estadístico. Hoy sabemos, o creemos saber, que los judíos no son tan deletéreos como Hitler lo creía, y entonces juzgamos el Holocausto como un acontecimiento nefasto. Pero lo interesante no es lo que juzgamos nosotros, espectadores lejanos, sino lo que puede juzgar el individuo que experimenta esas atrocidades dentro del seno mismo de su propia sociedad espaciotemporal. Si un alemán, en pleno nazismo, hubiera intentado ir en contra de las matanzas levantando este único postulado ético objetivo de la preservación de la vida y la salud, habría sido fácilmente refutado con los argumentos antedichos. Se necesita una carga gruesa de valores objetivos para derribar una empresa tan intrínsecamente maligna, no podríamos hacerlo con una simple y tímida idea indefinida de "conservación de la vida y la salud". ¿Acaso no estaba Stern a favor de que los rusos y los norteamericanos matasen a los nazis, siendo que estas matanzas iban en contra de su exclusivo, áureo, inmarcesible y transhistórico postulado ético? La ética es demasiado compleja como para limitarla a una simple normativa de valor universal. La norma ética de Stern, que fue también la norma ética preferida del gran Albert Schweitzer, la del respeto por la vida, tiene una profunda significación y un gran alcance, pero en ella no se agota la objetividad de las valoraciones. Tal vez pueda decirse que con ella comienza a levantarse el edificio de la axiología, que constituye una especie de cimiento de tal edificio, pero que no es el edificio mismo. Hace falta más hormigón y más cemento, más valores intrínsecos, absolutos. Si no, olvidémonos del edificio y sigamos la tendencia historicista pura: no hay nada que juzgar, nada es bueno, nada es malo, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal social con que se mira.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (tercera parte)

Si Dios no existe, todo está permitido.
Fedor Dostoievski, Los hermanos Karamazov

Volvamos al libro de Alfred Stern.
He hablado de la supuesta relatividad de los valores estéticos y de los valores culturales, pero lo más interesante de esta hipótesis --de la hipótesis de la relatividad de los valores, la hipótesis posmoderna por excelencia-- radica en las consecuencias que de ella se desprenden respecto de los valores éticos. Muchos pensadores han expresado su opinión sobre este asunto, afirmando que si no existen los valores éticos absolutos, se cae inexorablemente en el nihilismo; o por mejor decirlo: la consecuencia necesaria de la no creencia en valores éticos absolutos es el nihilismo. Es decir, podría ser que existiesen en verdad los valores éticos absolutos, pero si la mayoría de la gente creyese que no existen, necesariamente imperaría el nihilismo en el mundo. Yo suscribo este punto de vista, que por fortuna no se dio nunca en la práctica ni se da en este momento, por la sencilla razón de que la mayoría de la gente, admítalo discursivamente o no lo admita, cree en la existencia de valores éticos absolutos. El posmodernismo intenta socavar esta creencia, aunque no supone que muerta la creencia en la objetividad de la ética, la consecuencia necesaria sea el nihilismo. Pero ¿cómo valorar determinados hechos históricos, cómo aplaudirlos o abominarlos, si no existen parámetros objetivos para considerarlos buenos o malos en sentido ético? ¿Cómo aborrecer, parados dentro del relativismo ético, a un proceso, por ejemplo, como el de la caza de brujas de la Edad Media? Alfred Stern ofrece una posible solución a este dilema:

En mi opinión podemos afirmar hoy que la hoguera era una institución bárbara, aunque respondiera a las valoraciones religiosas y morales de la Edad Media, sin proclamar implícitamente la validez absoluta, transhistórica, de nuestras valoraciones presentes. Podemos juzgar otras épocas y otras civilizaciones mediante nuestros propios patrones de valores, a condición de que reconozcamos la relatividad de los patrones de nuestra época y de nuestra civilización, y el derecho de las civilizaciones futuras y extranjeras a juzgar nuestros patrones con los suyos propios (La filosofía de la historia y el problema de los valores, p. 216).

Según Stern, quemar supuestas brujas es un hecho aborrecible si y solo si la mayoría de la gente piensa que así es, como efectivamente lo piensa en tiempos presentes. Por el contrario, en la Edad Media, como la mayoría de la gente aprobaba estos espectáculos, eran estas inmolaciones deseables y bienvenidas; y quien dijera, en aquellos tiempos, que tal procedimiento era contrario a la ética, era para Stern una persona de cortos entendimientos y un desacatado social. De acuerdo a este razonamiento, si por algún motivo las gentes de hoy comenzasen a simpatizar nuevamente con estas cacerías, solicitando la quema en masa de miles y miles de mujeres sospechadas, automáticamente la quema de brujas dejaría de ser un hecho aborrecible y tendríamos forzosamente que aplaudirlo. Y así la ética, según los cultores de este tipo de posmodernismo, se convierte en un asunto de estadísticas. Como la democracia, solo que los riesgos de seguir a la manada aquí son mayores, infinitamente mayores, que los que se corren al votar a un candidato a presidente.
Otro ejemplo: Hitler, para los alemanes de su época, no era aborrecible, puesto que lo seguían en masa y lo votaban. Para nosotros sí lo era; ¿quien está en lo cierto? Según Stern,

podemos condenar la barbarie de Hitler sin recurrir a un derecho natural eterno, sencillamente en virtud del hecho de que esta barbarie está en flagrante contradicción con la conciencia moral de nuestra época y de cualquier otra época que comparta nuestros ideales humanitarios (ibíd., p. 217).

Y estamos en lo mismo que con la quema de brujas: si los grupos neonazis que en algunos países proliferan actualmente llegasen a masificarse lo suficiente, instantáneamente la barbarie de Hitler dejaría de ser barbarie. Si la mayoría de la gente creyese que Hitler fue un santo, entonces para nosotros, inexorables prisioneros de la conciencia moral de nuestra época, sería un santo. Stern condena a Hitler solo porque sus contemporáneos, al unísono, también lo condenan. Si sus contemporáneos dejasen de condenarlo, el también tendría que hacerlo. ¡Ética de borrego! Prefiero, en todo caso, el nihilismo.
Pero no quiero quedarme con la última palabra; se la cedo al profesor Alfred Stern y a su alegato en favor de la relatividad de los valores éticos:


Yo no creo [...] que para escapar al nihilismo necesitemos valores absolutos. Somos ciudadanos de nuestra civilización moderna, una civilización con ideales humanitarios. Los ideales son valores directivos. Creemos en estos valores y en estos ideales de nuestra época y de nuestra civilización, los sentimos vibrar en nuestros corazones, afirmamos su validez en nuestros juicios. ¡Esto no es nihilismo! Nihilismo es la falta de creencia en valores. Puesto que vivimos en la época presente y no en la eternidad, podemos sentirnos satisfechos con los valores válidos para nuestra época. Una validez transhistórica, eterna, no contribuiría nada a nuestra creencia en los valores que se desarrollaron con nosotros y a los que consideramos, por consiguiente, nuestros (ibíd., p. 217).

domingo, 15 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (segunda parte)

Puestos a decidir acerca de la trascendente cuestión de si los valores son absolutos o relativos, hemos optado (me refiero a mí y a mis neuronas) por la primera opción. Esto incluye, desde luego, a los valores culturales. El pensador alemán Heinrich Rickert fue el primero que postuló esta universalidad; sobre ella descansa, dice, la "objetividad" de los conceptos históricos. "Lo históricamente esencial no ha de ser importante solo para este o aquel individuo aislado: debe serlo para todos" (Ciencia cultural y ciencia natural, p. 107). Alfred Stern cita este pasaje, pero lo cita para criticarlo:

No creo que esta concepción nos proteja, como piensa Rickert, del relativismo histórico. Pues ¿quiénes son aquellos a los que se llama "todos"? Son los miembros de una comunidad cultural, encerrados en determinado espacio y en determinado tiempo. Quizá sea la comunidad cultural alemana de su época, quizá la comunidad cultural europea u occidental del siglo XX; pero no abarca, ciertamente, la del Renacimiento, ni las de la Edad Media o la Antigüedad, pues esas comunidades tenían valores culturales completamente diferentes. Tampoco incluye las comunidades culturales de los chinos, los hindúes o los árabes. [...] desde el momento en que ellos mismos son productos de la historia, los valores culturales no pueden escapar a la relatividad histórica (La filosofía de la historia y el problema de los valores, pp. 141-2).

Yo creo que Stern propone un concepto demasiado amplio de lo que significa "lo históricamente esencial". Para él, por ejemplo, la Revolución francesa es algo históricamente esencial; y como a los chinos, a los hindúes y a los árabes no les interesó en su momento, ni les interesa ahora en lo más mínimo esta revolución (lo que no quita que hayan sido influidos necesariamente por ella), entiende que este suceso histórico es relativo y está circunscrito a un pequeño sector espaciotemporal de nuestro universo. Esto es algo parecido a lo que planteaba en relación con las obras de arte, a saber, que son valiosas en determinado tiempo y lugar y que luego perecen inexorablemente. Los chinos, los hindúes y los árabes, por ejemplo, raramente leerán el Quijote, y de aquí deduce Stern que el valor estético del Quijote es relativo, lo mismo que el de cualquier otro objeto artístico. No se trata, estimado Alfredo, de que una obra de arte llegue y conmueva a la totalidad de los habitantes que vivan en este universo, y también a los que vendrán con el transcurso de los siglos, porque tal empresa es imposible. Es imposible, porque es ideal. A lo que aspira el arte, el arte auténtico, es a conmover a la mayor parte del universo espaciotemporal, no al universo completo. Así, una obra de arte es tanto más una obra de arte según cuánto más se haya expandido por el espaciotiempo en relación con sus competidoras. Y un razonamiento análogo debería emplearse para detectar el auténtico valor cultural de un determinado hecho histórico. La Revolución francesa, por ejemplo, posee valor cultural, y es un valor cultural objetivo el que posee, por más que muchas civilizaciones no lo perciban o no se interesen por él[1]. Pero es un valor cultural netamente inferior al que posee, por ejemplo, la invención del tenedor. Millones de personas viven tranquilamente en Occidente desconociendo cualesquiera de los detalles relevantes de aquella revolución, pero no pueden vivir sin utilizar un tenedor cuando almuerzan o cenan. La invención del tenedor, pues, es un hecho histórico mucho más relevante que la Revolución francesa, pese a que los dos constituyen valores culturales objetivos. Los chinos no utilizan tenedores sino dos palitos cuando comen, y es por eso que, para ellos, el valor cultural del tenedor es inferior al valor de estos palitos. La invención de los palitos chinos tiene, lo mismo que la invención del tenedor, un valor cultural objetivo; la cuestión estriba en determinar qué producto tiene mayor valor cultural, si los palitos chinos o el tenedor. Para ello, deberíamos determinar qué porcentaje de la totalidad de la población mundial utiliza cada uno de estos implementos, y una proyección estadísticamente significativa de quiénes los utilizarán en el futuro. Esto nos daría una pauta aproximada respecto del valor cultural de estos inventos, pero no impugnaría su condición de valores culturales objetivos. De este modo podremos decir, sin temor a equivocarnos, que la invención del sombrero tiene mayor valor cultural que la invención del tenedor, o la de los palitos chinos, o que el suceso "Revolución francesa", sin negar por ello el valor cultural de estos otros objetos o sucesos. Y la invención del calzado, siguiendo esta espiral ascendente, posee mayor valor cultural de la invención del sombrero. ¿Por qué? Porque casi todos los hombres que habitan la tierra lo utilizan o al menos lo conocen, cosa que no sucede tanto con el sombrero, o con los tenedores, o con los palitos chinos, o con la Revolución francesa.
¡Gradaciones, Alfredo! Lo objetivo y lo universal no es incompatible con las gradaciones.



[1] (Nota añadida el 17/9/13.) Digamos, para no enojar a los rigoristas lógicos, que no posee valor objetivo sino tendiente a la objetividad.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (primera parte)

Ya es tiempo de entrar en campaña [...] contra las orgías del sentido histórico, contra el gusto excesivo por el proceso, en detrimento del ser.
Friedrich Nietzsche, "De la utilidad de los estudios históricos"

Según nos dice Albert Camus, "el arte nos lleva [...] a los orígenes de la rebelión, en la medida en que trata de dar forma a un valor que huye en el devenir perpetuo, pero que el artista presiente y quiere arrebatar a la historia" (El hombre rebelde, p. 250). Para Camus, el valor de la obra artística es inmarcesible, no depende de los vaivenes de la historia, está fuera del tiempo, pertenece a un "presente intemporal". Alfred Stern, criticando esta postura, se pregunta:

¿Pero no es todo esto más bien un hermoso sueño que una realidad, una ilusión acariciada por muchos artistas, que considerándose a sí mismos como creadores a imagen de Dios, se niegan a admitir la naturaleza perecedera de su obra? En lo que a mí respecta, dudo que dentro de dos mil años el mundo pueda apreciar todavía la belleza de la obra de Proust [...]. Al leer hoy el Werther de Goethe ya no se comprende cómo, ciento ochenta años atrás, pudo sacudir al mundo entero tan profundamente (Alfred Stern, La filosofía de la historia y el problema de los valores, p. 37).

Si la lectura de la obra de Proust --respondo-- no despierta ya los sentimientos que otrora despertaba, y si el Werther de Goethe no es ya leído con el entusiasmo con que lo leían los jóvenes alemanes del siglo XIX, será que la gente de hoy no es tan sensible a las obras de arte... o será que esos dos libros no son en realidad grandes obras de arte. O hay ceguera axiológica, o nos vendieron gato por liebre. Continúa Stern con su alegato:

Concedo que el artista quiera rescatar de la historia un valor que huye en perpetuo devenir, pero no estoy seguro de que lo consiga. Por el contrario, la historia de las artes y de las literaturas muestra que las concepciones estéticas cambian junto con los periodos históricos, que ellas también son [...] hijas de los tiempos. Solo unas pocas de las más grandes obras de arte han podido hasta hoy eludir la acción del tiempo histórico que, lenta pero seguramente, desintegra los viejos valores para abrir paso a los nuevos. ¿Cuánto tiempo resistirán aún esas grandes obras a las fuerzas disolventes de la historia?


Resistirán hasta el fin de los tiempos (si es que el fin de los tiempos llegase), porque como diría el primer Nietzsche, el arte, junto con la religión, permanecerán siempre a resguardo de aquellas fuerzas históricas que socavan la superficie pero jamás la esencia de las cosas.