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domingo, 15 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (segunda parte)

Puestos a decidir acerca de la trascendente cuestión de si los valores son absolutos o relativos, hemos optado (me refiero a mí y a mis neuronas) por la primera opción. Esto incluye, desde luego, a los valores culturales. El pensador alemán Heinrich Rickert fue el primero que postuló esta universalidad; sobre ella descansa, dice, la "objetividad" de los conceptos históricos. "Lo históricamente esencial no ha de ser importante solo para este o aquel individuo aislado: debe serlo para todos" (Ciencia cultural y ciencia natural, p. 107). Alfred Stern cita este pasaje, pero lo cita para criticarlo:

No creo que esta concepción nos proteja, como piensa Rickert, del relativismo histórico. Pues ¿quiénes son aquellos a los que se llama "todos"? Son los miembros de una comunidad cultural, encerrados en determinado espacio y en determinado tiempo. Quizá sea la comunidad cultural alemana de su época, quizá la comunidad cultural europea u occidental del siglo XX; pero no abarca, ciertamente, la del Renacimiento, ni las de la Edad Media o la Antigüedad, pues esas comunidades tenían valores culturales completamente diferentes. Tampoco incluye las comunidades culturales de los chinos, los hindúes o los árabes. [...] desde el momento en que ellos mismos son productos de la historia, los valores culturales no pueden escapar a la relatividad histórica (La filosofía de la historia y el problema de los valores, pp. 141-2).

Yo creo que Stern propone un concepto demasiado amplio de lo que significa "lo históricamente esencial". Para él, por ejemplo, la Revolución francesa es algo históricamente esencial; y como a los chinos, a los hindúes y a los árabes no les interesó en su momento, ni les interesa ahora en lo más mínimo esta revolución (lo que no quita que hayan sido influidos necesariamente por ella), entiende que este suceso histórico es relativo y está circunscrito a un pequeño sector espaciotemporal de nuestro universo. Esto es algo parecido a lo que planteaba en relación con las obras de arte, a saber, que son valiosas en determinado tiempo y lugar y que luego perecen inexorablemente. Los chinos, los hindúes y los árabes, por ejemplo, raramente leerán el Quijote, y de aquí deduce Stern que el valor estético del Quijote es relativo, lo mismo que el de cualquier otro objeto artístico. No se trata, estimado Alfredo, de que una obra de arte llegue y conmueva a la totalidad de los habitantes que vivan en este universo, y también a los que vendrán con el transcurso de los siglos, porque tal empresa es imposible. Es imposible, porque es ideal. A lo que aspira el arte, el arte auténtico, es a conmover a la mayor parte del universo espaciotemporal, no al universo completo. Así, una obra de arte es tanto más una obra de arte según cuánto más se haya expandido por el espaciotiempo en relación con sus competidoras. Y un razonamiento análogo debería emplearse para detectar el auténtico valor cultural de un determinado hecho histórico. La Revolución francesa, por ejemplo, posee valor cultural, y es un valor cultural objetivo el que posee, por más que muchas civilizaciones no lo perciban o no se interesen por él[1]. Pero es un valor cultural netamente inferior al que posee, por ejemplo, la invención del tenedor. Millones de personas viven tranquilamente en Occidente desconociendo cualesquiera de los detalles relevantes de aquella revolución, pero no pueden vivir sin utilizar un tenedor cuando almuerzan o cenan. La invención del tenedor, pues, es un hecho histórico mucho más relevante que la Revolución francesa, pese a que los dos constituyen valores culturales objetivos. Los chinos no utilizan tenedores sino dos palitos cuando comen, y es por eso que, para ellos, el valor cultural del tenedor es inferior al valor de estos palitos. La invención de los palitos chinos tiene, lo mismo que la invención del tenedor, un valor cultural objetivo; la cuestión estriba en determinar qué producto tiene mayor valor cultural, si los palitos chinos o el tenedor. Para ello, deberíamos determinar qué porcentaje de la totalidad de la población mundial utiliza cada uno de estos implementos, y una proyección estadísticamente significativa de quiénes los utilizarán en el futuro. Esto nos daría una pauta aproximada respecto del valor cultural de estos inventos, pero no impugnaría su condición de valores culturales objetivos. De este modo podremos decir, sin temor a equivocarnos, que la invención del sombrero tiene mayor valor cultural que la invención del tenedor, o la de los palitos chinos, o que el suceso "Revolución francesa", sin negar por ello el valor cultural de estos otros objetos o sucesos. Y la invención del calzado, siguiendo esta espiral ascendente, posee mayor valor cultural de la invención del sombrero. ¿Por qué? Porque casi todos los hombres que habitan la tierra lo utilizan o al menos lo conocen, cosa que no sucede tanto con el sombrero, o con los tenedores, o con los palitos chinos, o con la Revolución francesa.
¡Gradaciones, Alfredo! Lo objetivo y lo universal no es incompatible con las gradaciones.



[1] (Nota añadida el 17/9/13.) Digamos, para no enojar a los rigoristas lógicos, que no posee valor objetivo sino tendiente a la objetividad.

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