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martes, 26 de noviembre de 2013

El ateísmo evangélico

Un ensayo de John Gray que data del 2009 y se intitula "El espejismo ateo":

Una atmósfera de pánico moral envuelve a la religión. Esta, considerada no hace mucho como una reliquia de la superstición cuyo puesto en la sociedad se deterioraba progresivamente, se ha visto satanizada y señalada como responsable de los peores males del mundo. De ahí que se haya registrado una súbita eclosión de literatura del ateísmo proselitista. Hace unos cuantos años era difícil convencer a los editores comerciales de pensar siquiera en sacar a la venta libros sobre religión. Hoy los panfletos contra la religión pueden constituir una enorme fuente de riquezas, como sucede con El espejismo de Dios, de Richard Dawkins, y Dios no es bueno, de Christopher Hitchens, que venden cientos de miles de ejemplares. Por primera vez en generaciones, destacados científicos y filósofos, novelistas y periodistas debaten sobre el futuro de la religión. Con todo, el tráfico intelectual no avanza en una sola dirección. Los creyentes han dado algunos contragolpes, como El espejismo de Dawkins, del teólogo británico Alister McGrath, y La era secular, del filósofo católico canadiense Charles Taylor. Pero, en términos generales, el equipo que está contra Dios ha dominado las listas de ventas, y vale la pena preguntarse por qué.
El terrorismo sólo puede explicar en parte la abrupta transformación de la manera en que percibimos la religión. Los secuestradores del 11 de septiembre se consideraban mártires de una tradición religiosa, y la opinión pública occidental aceptó la imagen que tenían de sí mismos. Incluso hay quien considera el surgimiento del fundamentalismo islámico como un peligro comparable a las peores amenazas que enfrentaron las sociedades liberales durante el siglo xx.
Para Dawkins y Hitchens, Daniel Dennett y Martin Amis, Michel Onfray, Philip Pullman y otros, la religión en general es un veneno que ha alimentado la violencia y la opresión a lo largo de la historia y hasta nuestros días. La urgencia con la que producen sus querellas antirreligiosas sugiere que ha ocurrido una transformación tan importante como el surgimiento del terrorismo: la marea secular ha cambiado de dirección. Estos escritores pertenecen a una generación educada para pensar en la religión como un atavismo propio de un estadio anterior del desarrollo humano, algo destinado a desaparecer conforme avance el conocimiento. En el siglo xix, cuando las revoluciones científica e industrial modificaban la sociedad a paso veloz, este podría haber sido un razonamiento sensato. Dawkins, Hitchens y todos los demás quizá crean aún que, a la larga, el avance de la ciencia arrojará a la religión a los márgenes de la vida humana, pero ahora mismo esto constituye un artículo de fe, antes que una teoría basada en la evidencia.
Es cierto que la religión ha decaído bruscamente en varios países (Irlanda es un ejemplo reciente) y que desde hace muchos años ya no determina la vida cotidiana de la mayoría de la población británica. Gran parte de Europa es sin duda poscristiana. Sin embargo, nada sugiere que el distanciamiento de la religión sea irreversible, o que sea potencialmente universal. Estados Unidos no es más secular hoy de lo que fuera hace ciento cincuenta años, cuando Tocqueville quedó impactado y perplejo por la omnipresencia de la religiosidad. La era secular fue, en todo caso, un tanto ilusoria. Los movimientos políticos de masas del siglo xx constituyeron vehículos para los mitos heredados de la religión, y no es accidental que esta reviva ahora que dichos movimientos se han desmoronado. La actual hostilidad hacia la religión es una respuesta ante este desenlace. La secularización está en retirada, y el resultado es la aparición de un ateísmo de tipo evangélico que no se había visto desde tiempos victorianos.
Como en el pasado, este es un tipo de ateísmo que emula la misma fe que rechaza. Luces del norte, de Philip Pullman –una alegoría sutilmente alusiva, de muchos estratos, cuya reciente adaptación, La brújula dorada, fue un éxito de taquilla de Hollywood–, es un buen ejemplo de ello. La parábola de Pullman va mucho más allá de los peligros del autoritarismo. Los temas que plantea son esencialmente religiosos, y le debe mucho a la misma fe que ataca. Pullman ha declarado que su ateísmo se forjó en la tradición anglicana, y en efecto hay muchos ecos de Milton y Blake en su obra. Pero su deuda más grande para con dicha tradición es la noción de libre albedrío. El hilo central de la historia radica en la reafirmación del libre albedrío frente a la fe. La joven heroína Lyra Belacqua se dispone a desbaratar el Magisterium –la metáfora de Pullman para el cristianismo– porque este busca privar a los hombres de su capacidad para elegir un camino propio en la vida, lo cual, según cree, destruiría lo más humano en ellos. Sin embargo, la idea del libre albedrío que conforma las nociones liberales sobre la autonomía de la persona es de origen bíblico (piénsese en la historia del Génesis). La creencia en el ejercicio del libre albedrío como parte de lo humano es un legado de la fe, y la de Pullman, como casi todas las variedades del ateísmo hoy, deriva del cristianismo.
El ateísmo fervoroso reaviva algunos de los peores rasgos del cristianismo y del islam. Al igual que estas dos religiones, consiste en un proyecto de conversión universal. Los ateos evangélicos nunca ponen en duda que la vida humana podría transformarse si todos aceptaran su concepción de las cosas, y están seguros de que cierta forma de vida –la suya, adecuadamente embellecida– es la correcta para todos. A decir verdad, el ateísmo no tiene por qué ser un credo misionero de este tipo. Resulta totalmente lógico no tener creencias religiosas y aun así mostrarse afable ante la religión. Es curioso este humanismo que condena un impulso particularmente humano. Y, sin embargo, eso es lo que los ateos evangélicos hacen cuando satanizan la religión.
Una característica peculiar de este tipo de ateísmo es que algunos de sus misioneros más fervientes son filósofos. Romper el hechizo / La religión como un fenómeno natural, de Daniel Dennett, pretende bosquejar una teoría general de la religión. En realidad, más que nada es una polémica contra el cristianismo estadounidense. Este enfoque provinciano se refleja en la concepción que Dennett tiene de la religión, que para él significa la creencia en que algún tipo de agente sobrenatural (cuya aprobación buscan los creyentes) es necesario para explicar cómo son las cosas en el mundo. Para Dennett, las religiones son tentativas para lograr algo que la ciencia hace mejor, teorías rudimentarias o frustradas o, en todo caso, mero sinsentido. “La proposición de que Dios existe”, escribe Dennett con gravedad, “ni siquiera es una teoría”. Pero las religiones no están hechas de proposiciones que busquen convertirse en teorías. La incomprensibilidad de lo divino está en el corazón del cristianismo occidental, mientras que en la práctica del judaísmo ortodoxo tiende a prevalecer sobre la doctrina. El budismo siempre ha reconocido que en cuestiones espirituales la verdad es inefable, tal como lo hacen las tradiciones sufíes del islam. El hinduismo nunca se ha definido por nada tan simple como un credo. Sólo algunas tradiciones cristianas occidentales, bajo la influencia de la filosofía griega, han tratado de convertir la religión en una teoría explicativa.
La idea de que la religión es una versión primitiva de la ciencia se popularizó a finales del siglo xix con La rama dorada / Magia y religión, el estudio de J.G. Frazer sobre los mitos de los pueblos primitivos. Para Frazer, la religión y el pensamiento mágico estaban estrechamente vinculados. Enraizados en el miedo y la ignorancia, ambos eran vestigios de la infancia humana que desaparecerían con el avance del conocimiento. El ateísmo de Dennett no es mucho más que una versión modernizada del positivismo de Frazer. Los positivistas creían que con el desarrollo de los transportes y las comunicaciones –en su época, de los canales y el telégrafo– el pensamiento irracional acabaría por fenecer, junto con las religiones del pasado. Dennett cree casi lo mismo, sin que obste la historia del siglo pasado. En una entrevista que aparece en el sitio de internet de la Fundación Edge (edge.org) bajo el título “La evaporación de la poderosa mística de la religión”, Dennett predice que “en unos 25 años casi todas las religiones habrán evolucionado y se habrán convertido en fenómenos muy diferentes, tanto así que en casi todas partes la religión ya no impondrá como lo hace hoy”. Dennett confía en que esto acontecerá, según nos dice, básicamente debido a “la diseminación mundial de la tecnología de la información (no sólo internet sino los teléfonos móviles y las televisiones y radios portátiles)”. El filósofo, evidentemente, no ha reflexionado sobre la ubicuidad de los teléfonos móviles entre los talibanes, o sobre el surgimiento de un Al Qaeda virtual en la red.
El avance del conocimiento es un fenómeno que sólo los relativistas posmodernos niegan. La ciencia es la mejor herramienta que tenemos para forjar creencias fidedignas sobre el mundo, pero no difiere de la religión por el hecho de revelar una verdad descarnada que las religiones encubrirían con sueños. Tanto la ciencia como la religión son sistemas de símbolos que atienden a las necesidades humanas (en el caso de la ciencia, a las necesidades de predicción y control). Las religiones han servido para muchos propósitos, pero en el fondo responden a una necesidad de sentido satisfecha por el mito, antes que por la explicación. Una gran parte del pensamiento moderno está conformada por mitos seculares, narrativas religiosas despojadas de contenido que se traducen en pseudociencia. La idea de Dennett según la cual las nuevas tecnologías de la comunicación alterarán fundamentalmente la manera en que piensan los seres humanos es tan sólo un mito de esa naturaleza.
En El espejismo de Dios Dawkins intenta explicar el atractivo de la religión en términos de su teoría de los “memes”, unidades conceptuales vagamente definidas que compiten la una con la otra en una parodia de la selección natural. Dawkins reconoce que, puesto que los humanos tienen una tendencia universal a la fe religiosa, esta debe haber tenido cierta ventaja evolutiva, pero hoy, dice, esa fe se perpetúa principalmente a través de una educación deficiente. Desde un punto de vista darwiniano, el papel crucial que Dawkins otorga a la educación resulta desconcertante. La biología humana no ha cambiado mucho en el transcurso de la historia conocida y, si la religión es inherente a la especie, resulta difícil imaginar de qué manera podría incidir sobre ello un tipo diferente de educación. Sin embargo, Dawkins parece estar convencido de que si no se inculcara en las escuelas y las familias, la religión moriría. Es esta una opinión que tiene más en común con cierto tipo de teología fundamentalista que con la teoría darwiniana, y no puedo sino recordar a aquel cristiano evangélico que me aseguró que los niños criados en un ambiente casto crecerían sin pulsiones sexuales ilícitas.
La “teoría memética de la religión” postulada por Dawkins es un ejemplo clásico del sinsentido que se genera cuando el pensamiento darwiniano se aplica fuera de su esfera propia. Junto con Dennett, quien también se aferra a una versión de la teoría, Dawkins mantiene que las ideas religiosas sobreviven porque serían capaces de hacerlo en cualquier “banco memético”, o bien porque son parte de un “memplejo” que incluye “memes” similares, como por ejemplo la idea de que si uno muere como un mártir disfrutará de 72 vírgenes. Desafortunadamente, la teoría de los “memes” es ciencia en la misma medida en que lo es el diseño inteligente. Estrictamente hablando, ni siquiera es una teoría. Hablar de “memes” es simplemente lo último en una sucesión imprudente de metáforas darwinianas.
Dawkins compara la religión con un virus: las ideas religiosas son “memes” que infectan las mentes vulnerables, especialmente las de los niños. Estas metáforas biológicas podrían tener su utilidad; por ejemplo, las mentes de los ateos evangelistas parecerían particularmente propensas a la infección de los “memes” religiosos. No obstante, las analogías de este tipo rebosan peligro. Dawkins habla mucho sobre la opresión que la religión ha ejercido, algo bastante real. El autor le presta menos atención, empero, al hecho de que algunas de las peores atrocidades de los tiempos modernos fueran cometidas por regímenes que afirmaban contar con la sanción científica para sus crímenes. El “racismo científico” nazi y el “materialismo dialéctico” soviético redujeron la insondable complejidad de la vida humana a la simplicidad mortal de una fórmula científica. En cada caso, la ciencia no era más que una patraña, pero se le aceptaba como genuina en ese momento, y no sólo dentro de los regímenes en cuestión. La ciencia es tan susceptible de ser utilizada para propósitos inhumanos como lo es cualquier otra institución humana. De hecho, dada la enorme autoridad de la que goza la ciencia, el riesgo de que sea utilizada de tal manera es aún mayor.
Los adversarios contemporáneos de la religión muestran una notoria falta de interés por el registro histórico de los regímenes ateos. En El fin de la fe / Religión, terror y el futuro de la razón, el escritor estadounidense Sam Harris afirma que la religión ha sido la principal fuente de violencia y opresión a lo largo de la historia. Harris reconoce que los déspotas seculares como Stalin y Mao infligieron terror en gran escala, pero sostiene que la opresión ejercida por ellos no tenía relación alguna con su ideología del “ateísmo científico”; el problema con sus regímenes estribaba en que eran tiranías. Pero ¿acaso no existiría una conexión entre el intento de erradicar la religión y la pérdida de la libertad? Es poco probable que Mao –quien lanzara su ataque contra el pueblo y la cultura del Tíbet bajo el eslogan “la religión es veneno”– hubiera concedido que su visión atea del mundo no tenía relación con sus políticas. Es cierto que se le veneraba como una figura casi divina, como a Stalin en la Unión Soviética. Pero al desarrollar estos cultos la Rusia y la China comunistas no estaban pecando contra el ateísmo. Estaban demostrando lo que sucede cuando el ateísmo se convierte en un proyecto político. Invariablemente, el resultado es un sustituto de la religión que sólo puede mantenerse por medios tiránicos.
Algo parecido ocurrió en la Alemania nazi. Dawkins desestima cualquier insinuación de que los crímenes de guerra nazis pudieran estar vinculados con el ateísmo. “Lo que importa”, dice en El espejismo de Dios, “no es si Hitler y Stalin eran ateos sino si el ateísmo ejerce una influencia sistemática que conduce a la gente a hacer cosas malignas. No existe la menor evidencia de que sea así”. Este es un razonamiento cándido. Hitler, que siempre fue un partidario entusiasta de la ciencia, se sintió muy impresionado por el darwinismo vulgarizado y por las teorías eugenésicas derivadas de las filosofías materialistas de la Ilustración. Hitler usó la demonología antisemítica cristiana en su persecución de los judíos, y las iglesias colaboraron con él en un grado aterrador. Pero fue la creencia nazi en la raza como una categoría científica lo que abrió paso a un crimen sin parangón en la historia. La visión del mundo de Hitler era la de mucha gente con escasa educación en la Europa de entreguerras: una mezcolanza de ciencia espuria y recelo contra la religión. No cabe duda de que este fue un tipo de ateísmo y que contribuyó a que los crímenes nazis fueran posibles.
Hoy la mayor parte de los ateos se confiesa liberal. Ellos no buscan –y así nos lo dirán– un régimen ateo sino un Estado secular en el que la religión no desempeñe ningún papel. Sin duda, estas personas creen que dentro de un Estado con tales características la religión tenderá a desaparecer. Pero la constitución secular de Estados Unidos no ha garantizado una política secular. El fundamentalismo cristiano es más poderoso en Estados Unidos que en cualquier otro país, mientras que en Gran Bretaña, que cuenta con una Iglesia oficial, tiene muy poca influencia. Los críticos contemporáneos de la religión exigen mucho más que la desvinculación del Estado y la Iglesia. Está claro que quieren eliminar toda huella religiosa de las instituciones públicas. Lo que resulta extraño es que muchos de los conceptos que Harris despliega, incluida la idea misma de la religión, han sido moldeados por el monoteísmo. Detrás del fundamentalismo secular yace una concepción de la historia que deriva de la religión.
A.C. Grayling, en su libro Hacia la luz / Historia de las luchas por la libertad y los derechos que conformaron el Occidente moderno, nos proporciona un ejemplo de la persistencia de las categorías religiosas en el pensamiento secular. Como lo indica el título, el libro de Grayling es una especie de sermón. Su objetivo es reafirmar lo que él llama “una visión whig de la historia del Occidente moderno”, cuyo núcleo radica en la idea de que “Occidente realiza el progreso”. Los whigs fueron cristianos piadosos que creían que la divina providencia había ordenado la historia para que esta culminara en las instituciones inglesas, y Grayling cree, a su vez, que la historia “se está desplazando en la dirección correcta”. Sin duda ha habido reveses: Grayling menciona el nazismo y el comunismo incidentalmente, dedicándole unas cuantas líneas a cada uno. Pero estos desastres fueron periféricos. No inciden sobre la tradición central del Occidente moderno, que siempre ha estado consagrada a la libertad y que –según afirma Grayling– es inherentemente antagónica a la religión. “La historia de la libertad”, escribe, “es otro capítulo –y quizás el más importante de todos– en la gran querella entre religión y secularismo”. La posibilidad de que algunas versiones radicales del pensamiento secular pudieran haber contribuido al desarrollo del nazismo y del comunismo no se menciona. Grayling está más seguro sobre el curso de la historia que los mismos whigs del siglo xviii, a los que el Terror francés hizo temblar.
La creencia en que la historia es un proceso direccional está tan basada en la fe como cualquier otra cosa en el catequismo cristiano. Los pensadores seculares como Grayling rechazan la idea de la providencia, pero siguen pensando que la humanidad avanza hacia un objetivo universal: una civilización fundada en la ciencia que a la larga incluirá a la especie entera. En la Europa precristiana la vida humana se concebía como una serie de ciclos, y la historia era considerada trágica o cómica antes que redentora. Con la llegada del cristianismo se empezó a creer que la historia tenía una meta predeterminada que era la salvación humana. Aun cuando suprimen el contenido religioso, los humanistas seculares siguen aferrándose a creencias de este tipo. No es que queramos privar a nadie del consuelo de la fe, pero resulta obvio que la idea de progreso en la historia es un mito gestado por la necesidad de sentido.
El problema con la narrativa secular no radica en el supuesto de que el progreso es inevitable (en muchas versiones, no existe este supuesto). El problema radica en creer que el tipo de avance que se ha logrado en la ciencia puede ser reproducido en la ética y la política. De hecho, aunque el conocimiento científico aumente por acumulación, nada parecido sucede en la sociedad. La esclavitud fue abolida en gran parte del mundo durante el siglo xix, pero regresó en una escala mayúscula con el nazismo y el comunismo, y aún existe hoy. La tortura fue prohibida en convenciones internacionales celebradas después de la Segunda Guerra Mundial, sólo para ser adoptada como un instrumento político por el régimen liberal más importante del mundo a principios del siglo xxi. La riqueza ha aumentado, pero ha sido reiteradamente destruida en guerras y revoluciones. La gente vive más y se mata entre sí en mayor número. El conocimiento aumenta, pero los seres humanos permanecen iguales.
La creencia en el progreso es una reliquia de la visión cristiana de la historia como una narrativa universal, y un ateísmo intelectualmente riguroso comenzaría por ponerla en cuestión. Eso es lo que hizo Nietzsche cuando desarrolló su crítica al cristianismo a finales del siglo xix, pero casi ninguno de los misioneros seculares de hoy ha seguido su ejemplo. Uno no tiene que ser un gran admirador de Nietzsche para preguntarse por qué sucede esto. La razón, sin duda, estriba en que él no asumió ningún vínculo entre el ateísmo y los valores liberales; por el contrario, consideraba dichos valores como un retoño del cristianismo y los condenaba en parte por la misma razón. En contraste, los ateos evangélicos se han asumido como defensores de los valores liberales, rara vez investigan de dónde provienen dichos valores y nunca aceptan que la religión pudo haber contribuido a su gestación.
De entre los contendientes antirreligiosos contemporáneos sólo el escritor francés Michel Onfray ha tomado a Nietzsche como punto de partida. En algunos sentidos, En defensa del ateísmo, de Onfray, es superior a cualquier publicación en lengua inglesa sobre el tema. De manera refrescante, Onfray reconoce que el ateísmo evangélico es una imitación involuntaria de la religión tradicional: “Muchos militantes de la causa secular se parecen asombrosamente al clero. Lo que es peor: parecen caricaturas del clero.” Onfray comprende la influencia formativa de la religión sobre el pensamiento secular con mayor claridad que sus pares anglosajones. Sin embargo, parece no darse cuenta de que los valores liberales que da por sentados fueron moldeados en parte por el cristianismo y el judaísmo. Los teóricos liberales de la tolerancia más importantes son John Locke, que defendía la libertad de culto en términos explícitamente cristianos, y Baruch Spinoza, un racionalista judío que también era un místico. No obstante, Onfray no muestra sino desprecio por las tradiciones de las que estos pensadores surgieron, en particular por el monoteísmo judío: “No tenemos un certificado oficial de nacimiento para la veneración de un solo Dios”, escribe. “Pero la línea de parentesco está clara: los judíos lo inventaron para hacer perdurar la coherencia, la cohesión y la existencia de su pequeño y amagado pueblo.” Aquí, Onfray pasa por alto una importante distinción: quizá sea cierto que los judíos desarrollaron primero el monoteísmo, pero el judaísmo nunca ha sido una fe misionera. En la medida en que busca la conversión universal, el ateísmo evangélico está del lado del cristianismo y del islam.
Con el descontento actual en torno a la religión se ha olvidado que durante el pasado siglo la mayor parte de la violencia basada en la fe fue de naturaleza secular. Hasta cierto punto, esto también es cierto de la actual ola de terrorismo. El islamismo es un amasijo de movimientos; no todos son violentamente yihadistas y algunos se oponen con vehemencia a Al Qaeda, pero la mayoría son un tanto fundamentalistas y buscan recuperar la pureza perdida de las tradiciones islámicas tomando al mismo tiempo algunas de sus ideas directrices de una ideología secular radical. Existe un cierto discurso en boga sobre el islamofascismo, y los partidos islamistas tienen efectivamente algunos rasgos en común con los movimientos fascistas de entreguerras, incluido el antisemitismo. Sin embargo, los islamistas le deben mucho a la extrema izquierda, y sería más preciso referirse a muchos de ellos como islamoleninistas. La genealogía de las tácticas islamistas de terror también se remonta a los movimientos revolucionarios. Las ejecuciones de rehenes en Iraq son copias teatrales exactas y detalladas de los “tribunales revolucionarios” europeos de la década de los setenta, como el que montaran las Brigadas Rojas al asesinar en 1978 al ex primer ministro italiano Aldo Moro.
La influencia de los movimientos revolucionarios seculares sobre el terrorismo se extiende más allá de los islamistas. En Dios no es buenoChristopher Hitchens apunta que, mucho antes de Hezbolá y Al Qaeda, los Tigres Tamiles de Sri Lanka fueron los precursores de lo que él acertadamente llama la “repugnante táctica del suicidio homicida”. Hitchens omite mencionar que los Tigres son marxistaleninistas que, al tiempo que reclutan hombres principalmente entre la población hindú de la isla, rechazan la religión en todas sus variantes. Quienes cometen los atentados suicidas en este grupo no se dirigen hacia la muerte con la creencia de que serán recompensados en algún paraíso póstumo. Tampoco creían esto los suicidas que expulsaron a las fuerzas francesas y estadounidenses del Líbano en la década de 1980, la mayoría de ellos pertenecientes a organizaciones de izquierda como el Partido Comunista Libanés. Estos terroristas seculares creían que estaban acelerando un proceso histórico del que surgiría el mejor mundo que haya existido jamás. Esta es una visión de las cosas más distante de las realidades humanas y más infaliblemente letal en sus consecuencias que la mayor parte de los mitos religiosos.
No es necesario creer en ninguna narrativa del progreso para pensar que vale la pena defender con tesón a las sociedades liberales. Nadie puede poner en duda que son superiores a la tiranía impuesta por los talibanes en Afganistán, por ejemplo. Este asunto es de gran relevancia. El islamismo, plagado de conflictos y sin la base industrial del comunismo y el nazismo, está muy lejos de representar un peligro de la magnitud de aquellos superados durante el siglo xx. Corea del Norte, que sobrepasa por mucho a cualquier régimen islamista en su historial de represión y que claramente posee algún tipo de capacidad nuclear, representa una amenaza mucho mayor. Los ateos evangélicos rara vez la mencionan. Hitchens constituye una excepción, pero cuando describe su visita al país, sólo es para concluir que el régimen encarna “una forma degradada y, sin embargo, refinada, del confucianismo y el culto a los ancestros”. Como en el caso de Rusia y China, la noble filosofía humanista del marxismoleninismo es inocente de toda responsabilidad.
Al escribir sobre la secta trotskistaluxemburguista a la que alguna vez perteneció, Hitchens confiesa con tristeza: “Hay días en que extraño mis viejas convicciones como si de un miembro amputado se tratase.” No debería preocuparse: su actuación en el tema de Iraq demuestra que no ha perdido la voluntad de creer. El resultado de la invasión encabezada por Estados Unidos ha sido la entrega de la mayor parte del país fuera de la región kurda a una teocracia islamista electiva en la que las mujeres, los homosexuales y las minorías religiosas están más oprimidos que nunca en la historia de Iraq. La idea de que este país pudiera convertirse en una democracia secular –una idea promovida impetuosamente por Hitchens– fue posible sólo como un acto de fe.
En The Second Plane Martin Amis escribe: “La oposición a la religión es de por sí superior, intelectual y moralmente.” Amis está convencido de que la religión es mala, y de que no tiene futuro en Occidente. Tratándose del autor de Koba el Temible / La risa y los Veinte Millones –un examen forense del autoengaño entre la intelligentsia occidental pro soviética– tal confesión resulta sorprendente. Esos intelectuales cuya locura Amis disecciona se convirtieron al comunismo en cierto sentido como un sustituto de la religión, y terminaron inventando excusas para Stalin. ¿En verdad no existen locuras comparables? Algunos neoconservadores, como Tony Blair, que pronto estará enseñando política y religión en Yale, combinan su progresismo beligerante con sus creencias religiosas, creencias, empero, que Agustín o Pascal difícilmente reconocerían. La mayoría de estos hombres son utopistas seculares que justifican la guerra preventiva y transigen en el empleo de la tortura como si esto nos llevara a un futuro radiante en el que la democracia fuera universalmente adoptada. Incluso en la cima de Occidente, la política mesiánica no ha perdido su peligroso encanto.
La religión no se ha ido. Reprimirla es como reprimir el sexo: una empresa fallida. En el siglo xx, cuando estuvo al mando de Estados poderosos y de movimientos de masas, ayudó a gestar el totalitarismo. Hoy el resultado es un clima de histeria. No todo en la religión es precioso ni merece reverencia. Hay en ella un legado de antropocentrismo –esa horrible fantasía de que la Tierra existe para servir a los humanos– que casi todos los humanistas comparten. Y está también la pretensión de las autoridades religiosas, que es la misma de los regímenes ateos, de determinar la manera en que las personas expresan su sexualidad, controlan su fertilidad y terminan su vida, algo que debería ser rechazado categóricamente. A nadie debería permitírsele restringir la libertad de esta manera, y ninguna religión tiene el derecho de romper la paz.

El intento de erradicar la religión sólo conduce a su reaparición en formas grotescas y degradadas. Una creencia ingenua en la revolución mundial, la democracia universal o los poderes ocultos de los teléfonos móviles es más ofensiva para la razón que los misterios de la religión, y tendrá menos probabilidades de sobrevivir en los próximos años. El poeta victoriano Matthew Arnold escribió sobre los creyentes que quedan inermes cuando la marea de la fe se repliega. Hoy la fe secular se está replegando, y son los apóstoles del descreimiento los que han quedado varados en la costa. 

Traducción de Marianela Santoveña

sábado, 23 de noviembre de 2013

La neurología contra el libre albedrío

En el capítulo 2, sección 11, de su libro Perros de paja, John Gray rechaza la idea del libre albedrío basándose en algunas investigaciones recientes. "Los trabajos de Benjamin Libet --dice Gray-- han demostrado que el impulso eléctrico que inicia una acción tiene lugar medio segundo antes de que tomemos la decisión consciente de actuar. Nosotros creemos que deliberamos primero acerca de qué hacer y luego lo hacemos. Pues bien, en realidad, en la práctica totalidad de nuestras vidas, nuestras acciones se iniciaron de manera inconsciente: el cerebro nos prepara para la acción y luego pasamos por la experiencia de actuar". Después cita Gray al propio Libet: "Evidentemente, el cerebro «decide» iniciar (o, al menos, preparar para su inicio) el acto en un momento previo a la existencia de cualquier conciencia subjetiva identificable de que tal decisión ha sido tomada [...] la iniciación cerebral de hasta el más espontáneo de los actos voluntarios [...] puede (y suele) tener lugar en forma inconsciente". A mí no me consta que se haya llegado a esa conclusión con el rigorismo y la exactitud y objetividad científicas que hay que demostrar a la hora de investigar cuestiones tan significativas. Pero si me constase, y el experimento fuese tan claro y tajante que pudiese decirse, con un mínimo de duda, que no existe ninguna de las llamadas acciones voluntarias que pueda escapar a este fenómeno, ¿concluiría por eso que la idea del libre albedrío ha sido completamente derrotada y que no tiene ya sentido seguir defendiéndola? De ningún modo. Se podrá sepultar con aquel experimento la posibilidad de la existencia de cualquier libre albedrío psíquico, mas quedará siempre abierta la puerta para que ingrese a nuestro mundo interior algún tipo de libertad metasíquica proveniente del mundo de las cosas en sí, del mundo noumenal. Los únicos que quedarían en ridículo en este caso serían, me parece, los que pretendiesen seguir defendiendo el libre albedrío desde una posición antimetafísica, al estilo sartreano.
Pero las investigaciones de Libet, si bien apoyan con buena sonoridad al determinismo físico, apoyan mucho más explícitamente al epifenomenismo, hipótesis que también avalo y cada vez con mayor entusiasmo[1].



[1]  Tomo lo siguiente de un blog de internet: "Christoph Hermann, catedrático de psicología general de la Universidad de Carl von Ossietzky, critica las conclusiones de Libet y aporta nuevas e interesantes perspectivas desde las que afrontar el problema. El equipo de Hermann realizó nuevos experimentos en los que a los sujetos se les daba la opción de pulsar dos teclas en función de una serie de estímulos visuales. Cuando vieran una determinada imagen debían pulsar la tecla de la izquierda y si veían otra, la de la derecha. Entretanto, podrían aparecer otras imágenes que no obligaban a pulsar tecla alguna y se monitorizaba la actividad cerebral mediante magnetoencefalografía. Lo que se probó es que la actividad cerebral preparatoria para pulsar cualquiera de las dos teclas aparecía, no sólo cuando se visualizaban las imágenes que señalizaban que había que pulsarlas, sino en las otras también. El cerebro no sólo se activaba en señal de tomar la decisión antes de ser consciente de tomarla, sino en señal de estar preparado para tomar cualquier decisión. La actividad cerebral refleja la expectativa genérica de tener que hacer algo, no la causación que precede a la decisión libre. Los experimentos de Libet quedan así invalidados".

martes, 19 de noviembre de 2013

Jean-Jacques Rousseau, el apologista de la naturaleza

No cuesta tanto confesar lo criminal como lo vergonzoso y ridículo.
Jean Jacques Rousseau, Las confesiones, p. 13

Lo sé. He confesado en mis escritos muchos actos inmorales, pero todavía no me animo con algunos hechos que sé me causarían vergüenza si se enterasen de ellos mis seres más queridos. Y lo curioso de todo esto es que estos actos que no me dejarían vivir tranquilo si trascendiesen... ¡no tienen nada de inmorales! Esto es para quien suponía que vivo con independencia de las normas sociales estúpidas. ¡Oh vanidad, cuán lejos estoy de dominarte!
                                                   
Nunca pude atreverme a demostrar mi locura a las mujeres que más he amado.
Rousseau, ibíd., p. 13
Lo mismo digo. Pero en singular.

Apasionado, doy a veces con lo que quiero decir, pero en la conversación ordinaria, no encuentro absolutamente nada que decir; me es insoportable por el mero hecho de que me obliga a hablar (p. 29).
A mí me pasa igual: cada vez me cuesta más participar de una conversación superflua, y me siento muy incómodo cuando una situación me impone tener que hablar con alguien de algún tema que ni a mí ni al otro le interesa.

Ninguno de mis gustos puede satisfacerse con dinero. Necesito goces puros, y el oro los envenena a todos (p. 29).
¡Sabias palabras, Jacobo! Y si te atuviste a ellas, ¡sabia conducta la tuya!

No he viajado a pie más que en mis días hermosos [de juventud] y siempre agradablemente. Pronto los deberes, los negocios, tener que llevar un equipaje, me obligaron a echármelas de caballero y tomar un coche, donde subían conmigo el roedor desasosiego, el engorro y la molestia, y desde entonces, en lugar del placer de andar que antes sentía en mis viajes, sólo he sentido el anhelo de llegar pronto (p. 50).
¡Abandonemos autos, taxis y microbuses! ¡Redescubramos el placer de caminar!

Durante mucho tiempo he buscado en París dos amigos de igual gusto que el mío que quisiesen consagrar cada uno cincuenta luises y un año a un viaje por Italia hecho así, juntos, sin más equipaje que un saco de noche llevado por un muchacho que viniese con nosotros. Muchos se manifestaron prendados de este proyecto, pero en el fondo lo consideraban como un castillo en el aire, cosa que se proyecta en la conversación, pero que nadie tiene el designio de llevar a cabo (p. 50).
¡Qué grata sorpresa, Jacobo: tenías alma de mochilero!

Habría sacrificado mil veces mi felicidad a la de la persona que amaba; su reputación me era más cara que mi vida, y por todos los placeres del mundo no hubiera querido comprometer su tranquilidad ni un solo instante. Esto me ha hecho emplear tanto cuidado, tanto secreto, tantas precauciones en mis empresas amorosas, que ninguna ha podido llegar nunca a buen término. Mi poca fortuna con las mujeres ha sido siempre el resultado de amarlas demasiado (p. 67).
Lo mismo digo. Pero en singular.

Siempre es un mal sistema, para leer el corazón ajeno, dar a entender que se oculta el propio (p. 71).
¡¿Pero cómo hacemos, querido amigo, si está en nuestra naturaleza no saber desnudarnos?! ¡Qué no daría yo por animarme a expresar lo que siento delante de la fuente que motiva mis sentimientos!

Nunca he podido hacer una proposición lasciva como no haya sido empujado por la iniciativa de aquella a quien la hiciera, aun sabiendo que no era escrupulosa, y estando casi seguro de su consentimiento (p. 77).
Es el triste destino de nosotros los introvertidos.

Nunca, en ninguna circunstancia de mi vida, pudieron delatar u oprimir mi corazón la prosperidad o la indigencia. En el transcurso de una vida desigual y memorable por sus vicisitudes, sin asilo y sin pan a menudo, siempre he mirado con iguales ojos la opulencia y la miseria. En caso necesario, hubiera podido mendigar o robar como otro cualquiera, pero no turbarme por verme reducido a tal extremo. Pocos hombres habrán sufrido tanto como yo, pocos habrán derramado tantas lágrimas; pero ni la pobreza ni el temor de caer en ella me han arrancado jamás un suspiro ni una lágrima. Capaz de resistir los vaivenes de la fortuna, mi espíritu no ha conocido otros bienes y otros males sino aquellos que no dependen de ella; y precisamente cuando no me ha faltado nada de lo necesario ha sido cuando me he sentido el más infeliz de los mortales (p. 91).
Te siento hablar así, amigo Jacobo, y los pies comienzan de nuevo a cosquillearme.

La previsión ha amargado siempre mis goces. En vano me he preocupado por el futuro: nunca he podido evitarlo (p. 94).
Previsión e infelicidad son sinónimos.

En mí se juntan dos cosas casi incompatibles, sin que yo mismo pueda comprender cómo; un temperamento muy ardiente, pasiones vivas, impetuosas, y lentitud en la formación de las ideas, las cuales nacen en mi mente con gran trabajo y nunca se me ocurren hasta después que ha pasado su oportunidad. Parece que mi corazón y mi cabeza no pertenecen a un mismo individuo. El sentimiento, más rápido que la centella, se apodera de mi espíritu; pero, en vez de iluminarme, me quema y me deslumbra. Lo siento todo, pero nada veo. Estoy como arrebatado, pero estúpido (p. 100).

No deben de ser, amigo Rousseau, muy incompatibles tus excelentes reflejos sentimentales y tus cansinos resortes racionales, porque a mí me sucede algo muy parecido. Y también coincido con vos en que "es preciso que esté tranquilo para pensar. Lo particular es que, no obstante, tengo bastante acierto, penetración y hasta agudeza e ingenio con tal de que me dejen tiempo; haré una improvisación excelente si me aguardan, pero de repente no he sabido hacer ni decir cosa que valga la pena". En la p. 101 siguen las coincidencias:

Esta lentitud de pensamiento y esta viveza de sensibilidad no sólo me dominan en la conversación, sino hasta cuando trabajo solo. En mi cerebro, las ideas se ordenan con una dificultad increíble; allí fermentan hasta conmoverme, enardecerme, ponerme en estado febril; y en medio de esta emoción, nada veo distintamente, no sabría escribir una palabra; es necesario que aguarde. Insensiblemente va cesando ese gran movimiento, se desembrolla el caos, y cada cosa viene a colocarse en su lugar, pero lentamente y luego de una agitación confusa y prolongada.

En la p. 102 hablo, perdón, habla Rousseau acerca de los inconvenientes que se le presentan en las conversaciones:

Siendo tan poco dueño de mí mismo cuando estoy solo, júzguese cómo debo hallarme en conversación, donde, para hablar a propósito, es preciso pensar en mil cosas a un tiempo, y rápidamente. La sola idea de tantas condiciones, con la seguridad de faltar a alguna de ellas, basta para intimidarme. Ni siquiera comprendo cómo hay quien se atreva a hablar en una reunión de diversas personas; porque a cada palabra sería preciso examinar a todos los presentes y conocer el carácter de cada uno y su historia para estar seguro de que a nadie se ofende. Con respecto a esto, los que frecuentan la sociedad tienen una gran ventaja; y es que, sabiendo mejor lo que conviene callar, están seguros de lo que dicen, aunque a pesar de ello, a menudo se les escapan también tonterías. ¿Qué hará, pues, el que se encuentra en ella como caído de las nubes? Le será casi imposible hablar durante un momento impunemente. En el diálogo hay otro inconveniente que me parece todavía peor; y es la necesidad de hablar continuamente. Cuando uno habla, el otro ha de responder, y, si calla, es necesario animar la conversación. Esta insoportable obligación hubiera bastado para disgustarme de la sociedad. No encuentro mayor tontería que tener que hablar siempre y a renglón seguido. ¡Ignoro si es efecto de mi eterna repugnancia hacia toda sujeción! Pero basta que me vea en la necesidad imprescindible de hablar para que diga una tontería infaliblemente. 
Finalmente, desde las pp. 103 y 104 coincidimos en que

Lo dicho me parece bastante para hacer comprender cómo, sin ser un tonto, muchas veces he pasado por tal, aun entre personas que estaban en el caso de juzgar con exactitud; y he sido mucho más desdichado, pues cuanto más viveza revelaban mis ojos y mi rostro, tanto más chocante era mi estupidez. [...] A mí me gustaría la sociedad tanto como al que más, si no estuviese seguro de aparecer, no sólo con desventaja, sino hasta enteramente distinto de lo que soy en realidad. El partido que he tomado de ocultarme y escribir es precisamente el que me convenía. En el trato social nunca se hubiera sabido lo que yo valía, ni siquiera se hubiera sospechado.

¿Cómo es que, habiendo hallado tan buenas gentes en mi juventud, tan escasamente las encuentro a una edad avanzada? ¿Será que se ha extinguido su raza? No; sino que la categoría donde ahora tengo necesidad de buscarlas no es la misma en que en otro tiempo las hallaba. Entre la gente del pueblo, que sólo siente las grandes pasiones por intervalos, la voz de la Naturaleza se hace escuchar más a menudo. En las clases elevadas permanece completamente ahogada, y sólo hablan la vanidad o el interés bajo la máscara del sentimiento.  (p. 133).

¿Cómo hacen los ricos para soportarse? ¿Cómo hace la clase media para vivir dignamente sin empaparse con la sabiduría simple del pueblo?

Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, si se me permite la frase, como en los viajes que he hecho a pie y solo. El andar tiene para mí algo que me anima y aviva mis ideas; cuando estoy quieto, apenas puedo discurrir: es preciso que mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu. La vista del campo, la sucesión de espectáculos agradables, la grandeza del espacio, el buen apetito, la buena salud que se logran caminando, la libertad del mesón, el alejamiento de todo lo que me recuerda la sujeción en que vivo, de todo lo que me recuerda mi situación, desata mi alma, me comunica mayor audacia para pensar, parece que me sumerge en la inmensidad de los seres para que los escoja, los combine y me los apropie a mi gusto sin molestias ni temores. Así dispongo como árbitro de la Naturaleza entera; mi corazón, vagando de un objeto a otro, se asocia, se identifica con los que le halagan, se rodea de encantadoras imágenes, se embriaga de sentimientos deliciosos… (p. 147).
Compárese este pasaje con lo escrito por mí el 14/6/96 (que luego fuera parcialmente refutado desde mi quinto desprendimiento) y se me sospechará inmediatamente de plagio, pero afirmo a quien quiera creerme que no tenía yo idea ninguna de que Rousseau se hubiera expresado de esta forma sino hasta hace una semana, y mal puede acusárseme de plagiar un texto por mí desconocido. Por lo demás, le agradezco a Rousseau la recordación de que los conocimientos verdaderos son comunes a todos los hombres, y que los distintos tipos de aprendizajes, a lo sumo, sólo sirven para desempolvar (o embarrar por completo) esta benéfica raíz comunitaria.

La vida ambulante es la que mejor me conviene. Ir de camino con buen tiempo, por un país hermoso, sin llevar prisa, y tener un objeto agradable por término del viaje, he ahí, de todos los modos de vivir, el que más me agrada (p. 156).
La evolución de las especies se nutre, en ciertos aspectos, de un sinnúmero de regresiones. Es como ese punto de costura que avanza, retrocede un poco y sigue avanzando. Creo que la vuelta del hombre al nomadismo --un nomadismo no cazador, desde luego-- es un hecho necesario en su proyección histórica en el largo plazo.

... Una de las pruebas de la excelencia del carácter de esa apreciable mujer es que aquellos que la querían también se amaban entre sí. Los celos, la misma rivalidad cedían al sentimiento dominante que inspiraba, y no he visto nunca que existiese el menor rencor entre las personas que la rodeaban. Los que me lean suspendan un momento su lectura en este elogio, repasen su memoria y, si encuentran alguna mujer de quien se pueda decir lo mismo, únanse a ella para la paz de su vida, aunque fuese la última ramera.  (p. 163).
No tengo que repasar mucho mi memoria para encontrar en ella una mujer amada por dos hombres que, sabiendo cada uno del amor del otro, no se guardan rencor entre sí. Conozco a esa mujer, amigo Jacobo, pero ¿cómo hago para unirme a ella si esa unión, por más que a mí me traiga paz, a ella le traerá conflicto? Y ¿cómo hago para que mi unión no sumerja en el más oscuro sufrimiento a cierto compañero que tengo cuya principal virtud es el buen gusto? No una ramera, sino una Doña Flor necesito que sea.

Aquí principia, después de mi llegada a Chambéry hasta que marché a París en 1741, un intervalo de ocho o nueve anos durante los cuales tendré pocos acontecimientos que referir, porque mi vida fue tan sencilla como apacible, y esta uniformidad era precisamente lo que más necesitaba para que acabase de formarse mi carácter, al que una continua agitación impedía madurar. Durante ese precioso intervalo fue cuando mi educación, falta de orden y unidad, tomó consistencia, haciéndome lo que he sido siempre, aun a través de las tempestades que me esperaban. (pp. 163-4).
Si no me engaño, y salvando algunos puntos, yo me encuentro en un período similar a este que Rousseau describe, en el cual el carácter de uno termina casi definitivamente de formarse. A mí me llegó en forma tardía, pero más vale tarde que nunca.

 Fuerza es que haya nacido para este arte [la música], puesto que desde mi infancia me ha cautivado siempre, siendo el único a que he tenido un amor constante en todas las épocas de mi vida. Lo más notable es que, a pesar de haber nacido con esta predisposición, me ha costado tantísimo su estudio, y he obtenido tan lentos resultados, que nunca he logrado, después de una práctica de toda la vida, cantar de repente con seguridad (pp. 165-6).

Tal vez naciste como yo, con la capacidad de saber disfrutar hasta el éxtasis de la música pero sin la capacidad de estudiarla e interpretarla.

Si no me agrada vivir entre los hombres es culpa de ellos más bien que mía (p. 173).
Esto implica soberbia y aun desprecio, pero mentiría si dijese que yo no pienso lo mismo.

Yo no creo que pueda aliarse la virtud con los triunfos en sociedad (p. 183).
Yo tampoco, si es que tomamos como triunfo social el poseer propiedades o dinero.

...La alteración de mi salud influyó en mi carácter y templó la impetuosidad de mi fantasía; sintiéndome decaer, me aquieté un poco, y se entibió mi furor por los viajes. (p. 203).
Habiendo nacido fisiológicamente saludable, bueno será que procure yo mantener esta salud en grado sumo para que no me suceda lo que a Rousseau o a Darwin, que no pudieron seguir sus inclinaciones naturales por culpa de sus padecimientos corporales.

En general los creyentes se hacen un Dios a su imagen y semejanza; los buenos, bueno; los malos, malo; los beatos, rencorosos y biliosos, como ellos quisieran condenar a todo el mundo, no ven más que el infierno, en que apenas creen las almas dulces y amantes (p. 210).
No estoy seguro de que el infierno no exista, pero si existe, el que no existe es Dios.

...Mamá [la amada de Rousseau[1]] no mentía conmigo, y aquella alma sin hiel que era incapaz de concebir un Dios vengativo y siempre airado, sólo veía clemencia y misericordia donde los devotos no descubren más que justicia y castigo. A menudo decía que Dios no sería justo, si obrara justamente con nosotros; pues, no habiéndonos dado lo necesario para serlo, exigiría que le devolviésemos más de lo que nos había dado. (p. 211).
¿Quién dijo que las mujeres no piensan elevadamente?

...Lo más singular es que, sin creer en el infierno, no dejaba de creer en el purgatorio. Esto procedía de que no sabía qué hacerse de las almas de los malos, no pudiendo condenarlas ni colocarlas entre las de los buenos hasta que lo fuesen; preciso es convenir en que efectivamente, así en este mundo como en el otro, los malos son siempre un gran estorbo.  (p. 211).
El malo no merece ningún infierno posmortem: su propia maldad le creó ya una vida de pesadilla en la propia tierra. Y tampoco necesita un purgatorio en donde lavar sus pecados, ya que él no es responsable de las desgracias que su entorno social o sus genes le hicieron cometer. Digo, junto con Rousseau, que "toda la doctrina del pecado original y de la redención queda destruida con este sistema; conmueve la base del cristianismo vulgar, y por lo menos con ella el catolicismo no puede subsistir". Y es así; la teología católica tradicional, basada en mitos grotescos y sustentada por hábiles sofismas escolásticos, llevará a la extinción a la Iglesia si es que su argumentación no evoluciona. Cierto es que se puede subsistir en el tiempo sin evolucionar demasiado; tal es el caso, por ejemplo, de la cucaracha. La pregunta es la siguiente: ¿Quiere la Iglesia católica parecerse a la cucaracha?

Aunque no hubiese habido moral cristiana, opino que ella [la amada de Rousseau] la habría seguido; de tal modo se acomodaba ésta a su carácter. Practicaba cuanto estaba prescrito, pero, caso que no lo hubiese estado, su conducta habría sido la misma. En las cosas indiferentes le era agradable obedecer; y, si no le hubiera estado permitido Y HASTA PRESCRITO comer carne, habría ayunado a solas con Dios y su conciencia sin que la prudencia hubiese intervenido para nada (p. 211, subrayado y exaltado míos).
¡Cuánto mal le hizo a este mundo la costumbre judía de asesinar corderos! Muchas almas nobles, que por su naturaleza repelen las matanzas, no se abstienen de comer carne porque, siendo católicas, ven al papa y a sus compinches atragantarse de chuletas todos los días y entonces siguen su ejemplo. Una religión que no contempla la compasión hacia los animales es, como religión, un fraude avergonzante. Si los papas no dejan de comer carne, las almas nobles dejarán de ser católicas; así de sencilla es la ecuación.

Jamás he podido tolerar ese cúmulo insignificante y tonto de las conversaciones ordinarias; mas las útiles y sólidas siempre me han causado un gran placer y nunca las he rehusado (p. 213).
Yo tampoco las rehusaría... si supiese integrarme a ellas cuando las encuentro, o si pudiese provocarlas yo mismo, cosas éstas que parecen negárseme constantemente. Como Moisés al hablar con su pueblo, como Marco Antonio en presencia de su amada Cleopatra, se me lengua la traba, quiero decir, se me traba la lengua cada vez que tengo que hablar de algo trascendente.

... realmente es muy extraño que jamás haya sufrido enfermedades graves en el campo. He padecido mucho en él, pero nunca me he visto obligado a guardar cama. Con frecuencia, sintiéndome más enfermo que de ordinario, he dicho: «Cuando me veáis próximo la muerte, llevadme a la sombra de una encina; os prometo revivir» (p. 214).
Yo comprobé por propia experiencia no los poderes curativos, pero sí los preventivos que tiene la vida vivida en el seno de la naturaleza: durante los siete meses que duró mi viaje no me enfermé ni una sola vez. Ni siquiera me resfrié, a pesar de haber padecido el frío día y noche como nunca en mi vida. En el invierno siguiente, estando ya en Buenos Aires, estuve resfriado un sinnúmero de días y hasta tuve que hacer reposo por haberme subido la temperatura, y esto a pesar de (o tal vez debido a) la estufilla que mata el frío y el aire puro de mi departamento y a pesar también de los manjares tan "nutritivos" (léase procesados) que mi madre me procura desde mi regreso y que reemplazaron en buena medida a las sosas y poco proteicas bananas y mandiocas con las que subsistí mientras fui mochilero.

Lo primero que se experimenta al dedicarse a las ciencias es su enlace, que hace que se atraigan mutuamente, se ayuden y se aclaren, y que una no pueda subsistir sin la otra. Aunque la inteligencia humana no baste para abarcarlas todas y sea siempre preciso dedicarse a una con preferencia a las demás, si se carece de nociones de las otras, aun en la preferida se halla uno con frecuencia a oscuras (p. 215).
Si quiero sumergirme a fondo en cuestiones religiosas, debo ser lógico y no desestimar ni el poder de la razón ni el de los sentidos; si quiero sumergirme a fondo en cuestiones lógicas, debo ser religioso y no desestimar ni el poder del amor ni el de la fe. El santo que no es a la vez un poco científico, no sirve; el científico que no es un poco santo, tampoco.

No saber nada a la edad cercana a los veinticinco años, y querer aprenderlo todo, es obligarse a aprovechar mucho el tiempo. Ignorando en qué punto podía detener mi celo la suerte o la muerte, me proponía a todo trance adquirir ideas sobre todas las cosas, así para sondear mis inclinaciones naturales, como para juzgar por mí mismo cuál de ellas merecía mejor ser cultivada (p. 216).
Algo así me sucede desde que volví de mi viaje.

Preciso es que yo no haya nacido para el estudio, porque una tensión continua me fatiga de tal modo, que me es imposible ocuparme con actividad durante media hora sin interrupción de una misma cosa, sobre todo siguiendo ideas ajenas; pues algunas veces me ha sucedido que, a pesar de detenerme mayor tiempo en las mías, he logrado un resultado favorable. Cuando me he fijado en algunas páginas de un autor que debe ser leído con atención, mi espíritu le abandona y se cierne en los espacios. Si me obstino, me fatigo inútilmente, se agotan mis fuerzas y nada veo; pero cuando se suceden asuntos diferentes, aun sin interrupción, uno me hace descansar del otro, y sin necesidad de descanso sigo más fácilmente. En mi plan de estudio me valí de esta observación, y lo varíe de tal manera, que trabajaba todo el día sin fatigarme jamás (p. 216).
Salvando las enormes distancias en cuanto a grandeza espiritual, ¡qué parecido somos, amigo Jacobo! A mí también me cuesta mucho prestarles atención a ciertos autores durante un tiempo prolongado de lectura, y suplí ese defecto de mi pensadora leyendo de a dos o tres libros distintos por jornada. Salto de Descartes a Spencer y de Spencer a Pavlov y así ninguno de esos tres termina por fastidiarme. Con este sistema llego a leer a veces hasta diez horas corridas. Y no por obligación, sino por puro placer, por el placer que todos experimentamos al sentir ensancharse nuestros conocimientos.

... me acuerdo con fruición de todos los diferentes ensayos que hice para distribuir el tiempo de modo que me produjese a la vez tanta utilidad como deleite... (p. 216).
El ideal al que aspiro es el de llegar a encontrar placer en todo lo que es útil al mundo para entonces dedicarme a ello durante la totalidad de mis horas de conciencia.

El mejor medio de obtener del Dispensador de los verdaderos bienes los que nos son necesarios es, más que pedirlos, merecerlos (p. 217).
Como buen determinista, no le veo a la oración de petición ningún sentido práctico como no sea el psicológico de la sugestión.

 En el extremo del jardín tenía yo otra pequeña familia; eran las abejas. No me descuidaba, y mamá conmigo muchas veces, en ir a visitarlas; tomaba gran interés por su trabajo; me divertía grandemente viéndolas volver a la pecorea, tan hartas de néctar que apenas podían andar. Al principio, la curiosidad me hizo indiscreto y me picaron dos o tres veces, pero luego hicimos buenas relaciones y por más que me acercase no me molestaban. Cuando las colmenas estaban tan repletas que casi no quedaba espacio para los enjambres, éstos me rodeaban a veces y tenía abejas en las manos y en la cara, sin que jamás me picase ninguna. Todos los animales desconfían del hombre, no sin razón; pero, desde el momento en que tienen la seguridad de que no quiere dañarles, cobran una confianza tan grande que es preciso ser más que bárbaro para abusar de ella.  (p. 220).
Otra gran verdad. Si no, miren a los pingüinos antárticos recibiendo como si fuesen parte de sus familias a los humanos que se les acercan. Se comportan así porque nunca los han cazado o agredido, y entonces no tienen por qué escapar de los hombres o atacarlos. Imaginémonos un mundo en el que ningún hombre agrediese a ningún animal; al cabo de unas cuantas generaciones habrían perdido el miedo que nos tienen; se pasearían a nuestro lado todos los mamíferos silvestres, y se posarían en nuestros hombros todo tipo de aves. Quien no desee vivir en un mundo así, que siga comiendo carne y llevando a sus hijos al zoológico.

Leyendo las obras de Port Royal y del Oratorio me había vuelto medio jansenista, y, a pesar de toda mi confianza, su dura teología a veces me espantaba. El terror del infierno, que hasta entonces había temido muy poco, turbaba lentamente mi serenidad, y si mamá [la amada de Rousseau] no hubiese tranquilizado mi alma, esta horrible doctrina hubiera acabado por trastornarme completamente (p. 222).
Sí, los jansenistas creían en el infierno; éste fue, según creo, el gran error de su teología. Pero a mí me gusta rescatar de las diferentes sectas religiosas sus aciertos, no sus errores. El jansenista afirmaba que la gracia divina inundaba todo el accionar del universo, y que por lo tanto no había lugar en este mundo para el libre albedrío. Ese es, a mi criterio, su gran acierto, por más que después se utilizara para decir que todos nosotros, desde nuestro mismo nacimiento, estamos determinados para ir al cielo o el infierno.

Yo quisiera saber si por los corazones de los demás pasan puerilidades semejantes a las que a veces pasan por el mío (p. 223).
Aquel hombre cuyo corazón no atesore alguna puerilidad... será el hombre más estúpido de todos cuantos conozco.

El juego no es más que un recurso de las personas que se fastidian (p. 286).
Schopenhauer opinaba lo mismo, diciendo que los tontos, al no tener ideas que intercambiar, intercambian cartoncitos con números y figuras y así se divierten.

... La justicia e inutilidad de mis clamores dejaron en el fondo de mi alma un germen de indignación contra nuestras estúpidas instituciones civiles, en que el verdadero bien público y la verdadera justicia quedan siempre sacrificadas a no sé qué orden aparente, destrucción real de todo orden, que sólo sirve para agregar la sanción de la autoridad pública a la opresión del débil y a la inquietud del fuerte (p. 298).
Una sociedad estructurada a partir de convenciones políticas, sean convenciones izquierdistas o derechistas, es una sociedad ordenada en su superficie, pero desquiciada en su individualidad. En cambio, una sociedad sin leyes ni estructuras coercitivas podrá mostrarse desquiciada, pero en el fondo responde a las indicaciones íntimas que cada individuo se da a sí mismo, y esta libertad personal no demoraría demasiado en ajustar ese primitivo desquicie de toda sociedad que pasa de un control total al anarquismo. Sólo los políticos, los propietarios y los cobardes --es decir, sólo los individuos menos agraciados-- no pueden concebir una sociedad que se abstenga de suministrar premios y castigos a quien ella juzga digno de merecerlos.

Aunque nazca con algún talento, el arte de escribir no se aprende repentinamente (p. 322).
Lo primero es lo primero: antes de aprender a escribir, es necesario que aprenda yo a leer.

...Renuncié para siempre a todo proyecto de fortuna y prosperidad. Resuelto a pasar en la independencia y en la pobreza el poco tiempo que me restaba de vida, empleé todas las fuerzas de mi alma en romper las cadenas de la opinión, y en hacer con valor todo lo que me parecía bien, sin preocuparme para nada del juicio de los hombres (p. 331).
Yo también estoy en eso, aunque no tengo ni por asomo la valentía y el despeje mental que mi amigo Jacobo supo conocer en sí mismo y que lo ayudaron a salir airoso en semejante empresa. Y además escribo mal, pero eso es lo de menos.

Mientras viví ignorado del público, fui querido de cuantos me conocieron, y no tuve un solo enemigo; mas tan luego como tuve un nombre, perdí todos mis amigos (p. 331).
La fama pudre.

... Empecé la reforma por mi traje; me quité el oropel y las medias blancas; adopté una peluca sencilla, dejé la espada... (p. 332).
Uno de los primeros requisitos para el aspirante a la humildad es vestir como viste el pueblo.

... Todas estas polémicas [las que generaba la publicación de sus primeros escritos] me preocupaban mucho, haciéndome perder el tiempo, con poco fruto para el descubrimiento de la verdad y poco provecho para mi bolsillo (p. 335).
 Algo parecido le pasó a Descartes cuando saltó a la fama. Entonces digo yo, ¿qué fuerza impulsa a los pensadores a publicar sus escritos en vida? ¿Será el amor a la verdad, o será sólo vanidad?

 El éxito de mis primeros escritos me había puesto de moda; mi posición había excitado la curiosidad y el deseo de conocer a un hombre tan extraño que no buscaba a nadie y no quería otra cosa que vivir libre y feliz a su manera. Era lo bastante para que no pudiese lograrlo. Mi casa no dejaba de estar un momento llena de gente que bajo diversos pretextos venían a distraerme; las mujeres empleaban mil ardides para tenerme a su mesa. Cuanto más huía del trato de las gentes y más brusco me mostraba, tanto más se obstinaban; no podía rechazar a todo el mundo; y, a pesar de atraerme con mi esquivez mil enemigos, incesantemente me veía subyugado por mi complacencia; de cualquier modo que me manejase apenas me quedaba más de una hora mía (pp. 335-6).
El gran amante de la libertad se hizo esclavo de los infaltables aduladores y recriminadores que la fama trae consigo. ¡Tenlo siempre presente a Rousseau, Cornejín, cuando la vanidad te tienda su trampa!

... Entonces conocí que no siempre es tan fácil como parece el ser pobre e independiente; quería vivir de mi trabajo, y el público no quería. Imaginaban mil medios para resarcirme del tiempo que me hacían perder, y al paso que iba, pronto hubiera sido preciso enseñarme como polichinela, a tanto por persona. No conozco sujeción más envilecedora que ésta. No vi mejor remedio que rehusar los regalos grandes y pequeños, sin excepción de personas, pero no logré más que atraer a los dadivosos, que querían tener la gloria de vencer mi resistencia, forzándome a quedarles agradecido a pesar mío (p. 336).
Dentro del género de los aduladores existe una especie en continua expansión: los regaleros. Si supiesen cuánto mal le hacen al mundo regalando los objetos más innecesarios a las personas que menos los necesitan... no tendría yo tanta razón en deprimirme durante mis cumpleaños.

Mi mayor desdicha fue siempre no poder resistirme a los halagos (p. 339).
Casi todos compartimos esta desdicha, pero sólo los grandes la reconocen como tal y reconocen además la impotencia que sienten al no poder superarla.

El estudio del hombre y de la Naturaleza me había enseñado a ver en todas partes las causas finales y la inteligencia que las dirigía. La lectura de la Biblia, y sobre todo del Evangelio, a que me dedicaba hace algunos años, me había enseñado a despreciar el modo bajo y estúpido de interpretar a Jesucristo que tenían las personas menos dignas de comprenderle. En una palabra, la filosofía, descubriéndome lo esencial de la religión, me había librado de esa hojarasca de fórmulas con que los hombres la han ofuscado (p. 359).
La filosofía y la religión son como las dos piernas de un mismo cuerpo: si nos cuidamos más de una que de otra, perderemos sincronización y andaremos en malos pasos; y si directamente decidimos amputarnos una, no nos quedará más remedio que vivir a los saltos.

No escribo mis confesiones para que se publiquen en vida mía ni en vida de ninguna de las personas interesadas. Si fuese dueño de mi destino y del de este escrito, no vería la luz pública sino mucho tiempo después de mi muerte y de la suya (p. 366).
Lo mismo digo. Y aclaro, de paso, que consideraría como un gran canalla a quien osare lucrar con la propiedad intelectual de algo que yo haya escrito, por hijo mío, hermano o sobrino que sea.

... Pero conocí que el escribir para ganar dinero pronto hubiera ahogado mi genio y muerto mi talento [...]. Una pluma venal no puede dar nada grande y vigoroso. La necesidad, tal vez la avidez, me hubiera hecho trabajar atendiendo más a la cantidad que a la calidad. [...] A buen seguro me hubiera hecho decir más bien lo que agradase a la multitud que lo verdadero y lo útil; y de un autor distinguido como podría serlo, me habría convertido en un emborronador de papel. No, no; siempre he creído que la condición de autor no podía ser ilustre y respetable sino estando lejos de ser un oficio. Es harto difícil pensar noblemente cuando se hace para vivir. Para poder atreverse a decir grandes verdades es necesario no depender del éxito (p. 368).
Sospecho que la historia del pensamiento humano florecerá en cámara rápida cuando los aspirantes a pensadores decidan atenerse de lleno a estas sabias palabras[2]. Por mi parte, me mantengo asido a ellas como sopapa; y si en un futuro termino lucrando con mis ideas, deberé aclarar en ese mismo instante si ese cambio de actitud se estará debiendo a un cambio en mi modo de ver las cosas en este respecto --algo harto dudoso de que sucediese-- o porque, simplemente, la vanidad, o la cobardía ante la falta de recursos económicos, terminaron por sitiarme.

Se ha notado que la mayor parte de los hombres, durante el curso de su vida, difieren a veces enteramente de sí mismos y parecen transformarse por completo en otros muy distintos. No era mi intención hacer un libro para exponer una cosa sobradamente conocida por todos; tenía un objeto más lleno de novedad y más importante, cual era el de investigar las causas de estas variaciones y de fijarme, sobre todo, en aquellas que dependen de nosotros para demostrar cómo podemos encaminarlas a fin de hacernos mejores y más dueños de nosotros mismos (pp. 373-4).
Un motivo bastante parecido es el que determina mis escritos --amén del placer que experimento al escribir y sobre todo al leer lo que escribo. Sin embargo, no creo que el "conócete a ti mismo" sea la meta suprema de toda persona; más bien es el principio del camino y no la llegada. Primero conocernos a nosotros mismos, y a partir de ahí, atacar cualquier otro tipo de conocimiento, que así estaremos bien pertrechados para extraer la verdad inmanente en cada cosa por haberla percibido y experimentado dentro de nuestro propio corazón. El oráculo de Delfos, junto con mi amigo Sócrates, no descubrieron el abecedario completo, sino tan sólo su primera letra. Pero hizo muy bien Rousseau en trabajar en favor del autoconocimiento, puesto que en su época y en su tierra se llegó a pensar que la mera ilustración científica y artística bastaría para hacer de éste un mundo mejor. (¿Y no sucede lo mismo ahora? ¿Cuántos cachetazos idénticos son necesarios para despertar al sonámbulo?)

No puedo meditar sino andando; tan luego como me detengo, no medito más; mi cabeza anda al compás de mis pies (p. 375).
Aplicándolo no al pensamiento sino a la vida misma, el gitano de Bye Bye Brasil dijo algo parecido: "Somos como ruedas: si nos movemos estamos en equilibrio; si nos detenemos, nos caemos". ¡Cómo siento inflarse mi vena nómade con cada minuto que se quema en el cómodo sedentarismo!

La sed de felicidad no se extingue jamás en el corazón humano (p. 378).
Esa sed de felicidad, ese perpetuo soñar con lo inalcanzable... no es otra cosa que la felicidad misma, al menos en su forma existencial más pura y perceptible. La felicidad y la esperanza se confunden.

A vueltas de reflexionar, ya no vi más que error y locura en las doctrinas de nuestros sabios, error y miseria en nuestro orden social. Con la ilusión de mi necio orgullo, me creí nacido para disipar todos esos prestigios; y, creyendo que para hacerme escuchar era forzoso que mi conducta estuviese en conformidad con mis principios, adopté unas costumbres singulares, que no me han dejado seguir, ejemplo que mis pretendidos amigos no han podido perdonarme, que al principio me puso en ridículo y que al fin me habría hecho respetable si hubiese podido perseverar en él (pp. 380-1).
El hacer el ridículo es propio del que se decide a tirar abajo las costumbres estúpidas; confío en que con el tiempo uno se acostumbra a las cargadas y deja de sufrir por ellas. Respecto de lo de forzar al máximo nuestra conducta intentando equipararla con nuestros principios, no creo que sea una buena idea. Nosotros los introvertidos nacimos para pensar, y no podemos pretender equiparar el valor de nuestros pensamientos con el valor de nuestros actos. Nuestro accionar será siempre harto inferior a nuestra ideología, lo que no quita que nos movamos siempre hacia ella pretendiendo alcanzarla, mas no con paso forzado, sino como dejándonos estar, o a lo sumo apartando los objetos que nos separan de ella, porque más bien es ella la que nos atrae que no nosotros los que queremos tocarla.

... Hasta entonces había sido bueno; desde aquel momento fui virtuoso, o al menos apasionado por la virtud. Esta pasión había empezado en mi cabeza, mas había pasado luego a mi corazón (p. 381).
Y ¡qué dulce es ese pasaje, a pesar de que yo apenas lo siento!

... Me hallaba verdaderamente transformado; mis amigos y mis conocidos no me reconocían ya; no era éste aquel hombre tímido y más bien vergonzoso que modesto, que no se atrevía a presentarse ni a hablar; a quien desconcertaba la menor chanza, y a quien hacía ruborizarse la mirada de una mujer. Audaz, valeroso, intrépido, llevaba a todas partes una seguridad tanto más firme cuanto que era sencilla y residía más en mi alma que en el exterior (p. 381).
¿Podré yo algún día modificar tan radicalmente mi temperamento como lo hizo mi amigo Jacobo?

Donde se aprende a amar y a ser útil a la humanidad es en el campo; en las ciudades se aprende a despreciarla (p. 420).
Doy fe: hay que ser muy guapo para evitar odiar al prójimo viviendo en Buenos Aires. El apretujamiento produce fricciones, y las fricciones calentamiento. Imagino las ciudades del futuro con más reservas ecológicas que automóviles, de suerte que no viviremos chocando unos con otros y apurados por llegar a lugares en los que uno nunca desearía estar. Así sí sería muy sencillo eso de amar a nuestros semejantes.

Yo siempre me he creído, y bien considerado, aún me creo el mejor de los hombres (p. 472).
Yo antes tenía un defecto: era una persona muy soberbia. Pero ya lo solucioné y ahora soy perfecto.

Mi lectura ordinaria de la noche era la Biblia, y de esta suerte la leí toda lo menos cinco o seis veces seguidas (p. 530).
¡Qué desperdicio de tiempo![3]

Naturalmente colérico, he sentido la ira, y hasta el furor en los primeros impulsos; pero jamás se ha arraigado en mi corazón un deseo de venganza (p. 536).
Tal vez sea imposible que no sintamos odio por nadie en ningún momento; pero si poseyésemos la virtud de saber acallar ese odio al poco rato de haberse manifestado, la mitad de la tarea estaría cumplida, ya que el rencor, que es la ira potenciada en el tiempo, no anidaría en nuestros corazones. A esta virtud se puede llegar de dos maneras diferentes: al modo de Rousseau, que consistía en olvidar rápidamente todo lo malo que le hubiese acaecido ("me acuerdo poco de la ofensa para que me preocupe mucho su autor"), o al modo del determinista, que recuerda perfectamente la ofensa pero que no juzga responsable de ella a quien en apariencia fue su causante, y por lo tanto lo libera de toda culpa sin siquiera pretender que lo está perdonando.

He aprendido a dudar de que a un hombre que goza de una gran fortuna, sea quien fuere, puedan agradarle sinceramente mis principios y mi persona (p. 552).
Lo mismo digo, e incluyo también a la clase media.

... me comprometí a enviarle [a Du Peyrou] las memorias de mi vida, y hacerlo depositario general de mis papeles, con la expresa condición de no hacer uso de ellos hasta después de mi muerte, deseando acabar tranquilamente mi carrera sin despertar en el público mi memoria (p. 585).
¡Cómo me gustaría encontrar a mi Du Peyrou!

Los que tantas contradicciones me achacan no dejarán de ver otra en lo presente. Dije que me hacía insoportables las reuniones su ociosidad, y heme aquí buscando la soledad para entregarme en ella únicamente a la ociosidad. Con todo, soy así; si hay en esto alguna contradicción, acháquese a la Naturaleza y no a mí; mas tan poca es la que puede haber, que por esto precisamente es por lo que siempre soy el mismo. La ociosidad de las reuniones es mortal por ser forzada, la del aislamiento es encantadora por ser libre y voluntaria. Estando en compañía, me mortifica no hacer nada, por lo mismo que estoy obligado a ello: fuerza es permanecer allí clavado en una silla o en pie, plantado como una estaca, sin mover pies ni cabeza, sin atreverme a correr, saltar, gritar, ni gesticular cuando me viene en voluntad, sin atreverme aun a meditar, teniendo a la vez todo el fastidio de la ociosidad y todo el tormento de la sujeción; obligado a prestar atención a todas las tonterías que se dicen y a todos los cumplimientos que se hacen y a fatigar incesantemente mi espíritu para no dejar de colocar a mi vez mi equivoquillo y mi embuste. ¿Y a esto se llama ociosidad? Esto es un trabajo propio de forzados (pp. 586-7).
La ociosidad que a Rousseau le apetecía no es la ociosidad de las viejas que se juntan en la esquina para contarse chismes, sino la ociosidad propia de los grandes artistas y pensadores, que se revela sólo en soledad, o a lo sumo en pareja: el ocio creativo.

... No hallo homenaje más digno a la Divinidad que esta muda admiración, excitada por la contemplación de sus obras y que no se expresa por medio de actos determinados. Comprendo que los habitantes de las ciudades, que no ven sino paredes, calles y crímenes, tengan poca fe; mas no puedo comprender cómo pueden carecer de ella los campesinos y, sobre todo, los solitarios (p. 588).
Según intuyo, Dios no creó la naturaleza: Dios es la naturaleza. Por eso los citadinos, que no están nunca en contacto con la naturaleza, que ni siquiera, impedidos por la edificación, pueden disfrutar de un ocaso o contemplar extasiados el asome de la luna, por eso mayormente no creen en Dios, o si creen, no se preocupan mucho en buscarlo. Todo lo contrario sucede con las personas que viven fuera de las ciudades: casi todas, aun las de poco raciocinio, creen desesperadamente en Dios y así lo buscan; viven tan impregnadas en Él que hasta pueden olerlo. Es prácticamente imposible no tener fe habiendo crecido en el campo, en el bosque o en la selva.

... A menudo, dejando mi lancha a merced del viento y del agua, me abandonaba a meditaciones sin objeto, que, no por ser estúpidas, eran menos gratas (p. 589).
Las meditaciones estúpidas suelen ser los embriones de las grandes teorías.

Cualquiera que, aun sin haber leído mis obras, examinando por su propios ojos mis sentimientos, mi carácter, mis costumbres, mis inclinaciones, mis placeres, mis hábitos, pueda creerme un malvado, es un hombre digno de la horca (p. 601).
Triste final para uno de los más grandes monumentos a la literatura como lo son estas Confesiones. En este mundo no existen los hombres dignos de la horca, sólo existen los soberbios que ni bien levantan la vista encuentra gente digna de ser condenada. Estos soberbios, y no sus visiones, son lo más parecido a un hombre digno de ser ahorcado.
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[1] (Nota añadida el 31/10/13.) Se trata de Madame de Warens. Se conocieron cuando él tenía 15 años y ella 28, pero no fueron amantes sino hasta después de cumplir Rousseau los 21 años. Baronesa por matrimonio y separada voluntariamente del marido, dama de temperamento aventurero y proclive a hacer negocios que siempre terminaban en la ruina, Françoise-Louise de la Tour se convirtió en protectora, mentora y amante (en ese orden) del joven.
[2] (Nota añadida el 24/3/2006.) Aquí van otras palabras no menos sabias que las anteriores, escritas por otro no menos grande pensador: "Los honorarios y la prohibición de la reproducción de obras impresas son en el fondo lo que echa a perder la literatura. Sólo quien escribe única y exclusivamente por amor al arte escribe cosas dignas de ser escritas. ¡Qué inestimables beneficios reportaría que en todos los campos de cada literatura sólo hubiese pocos libros, pero que los que hubiese fuesen excelentes! Ahora bien, eso nunca se conseguirá mientras se puedan ganar honorarios. Pues es como si sobre el dinero que se hace una maldición: todo escritor se estropea tan pronto escribe con ánimo de lucro" (Arthur Schopenhauer, Paralipomena, parág. 272).

[3] (Nota añadida el 14/10/12.) Gandhi coincide conmigo: "Comencé a leerla, pero fui incapaz de recorrerme todo el Antiguo Testamento. Leí el libro del Génesis y los capítulos siguientes que invariablemente me hacían dormir. Pero sólo por poder decir que había leído la Biblia, seguí adelante con mucha dificultad y sin el menor interés ni comprensión (Mohandas Gandhi, Autobiografía, 1, XX [p. 81]). (Nota añadida el 3/11/13.) Habiendo publicado esta cita y esta nota en feisbuc, recibí variadas críticas. Una en especial, la de un seminarista que no coincidía con eso de que leer la Biblia tantas veces sea una pérdida de tiempo, mereció esta respuesta mía: "Para un seminarista, seguramente no será una pérdida de tiempo leer seis veces seguidas, de forma íntegra, un libro tan voluminoso como la Biblia; pero para un filósofo o aspirante a filósofo, que se supone tiene centenares y centenares de libros por leer en todo momento, detenerse en un libro cualquiera durante esa cantidad de tiempo --la que requiere leer la Biblia 6 veces seguidas en forma completa-- es ser demasiado "parcial" en relación a un determinado tipo de pensamiento, salvo, claro está, que se haya leído también 6 veces la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica, 6 veces las Meditaciones metafísicas de Descartes, seis veces El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, seis veces el Leviatán de Hobbes y así sucesivamente. Una empresa demasiado epopéyica para cualquier filósofo o aspirante a serlo".