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sábado, 4 de octubre de 2014

La elección suprema

El hombre tiene que elegir entre Dios y las riquezas. Esta es la eternamente inmutable circunstancia de la elección, no hay ninguna escapatoria, ni la habrá en toda la eternidad.
Sören Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo

Este mi alejamiento del mundo y de los afectos se deriva, principalmente, de mi por ahora modesto (¡y todavía incipiente!) desdén por las posesiones. Aquel que poco posee, poco es, se creyó siempre y se cree más ahora, y entonces yo quedo de lado. Pero esto ¿es tan así? ¿Es la posesión una condición sine qua non para el florecimiento de la espiritualidad?
Escuchemos, una vez más, a don Miguel de Unamuno:

La autoridad no puede fundarse sólidamente sino sobre la propiedad. [...] en efecto, la autoridad real, la autoridad oficial --y esta autoridad no desaparece, sino más bien se corrobora, en el estado socialista, según Marx, donde las cosas, los intereses, aunque sean los colectivos, gobiernan--, esa autoridad se basa en la propiedad, sea individual, sea colectiva, pero hay otra autoridad, la autoridad personal, la que tiene un sabio, un artista, un héroe, un apóstol, un santo, que no se basa en la propiedad, sino en el espíritu. A esta otra autoridad solemos llamar prestigio. Y no suelen ser los más autoritarios los más prestigiosos.
El hombre es un hijo de la tierra que aspira al cielo --sea cual fuere éste--, un hijo de la materia que tiende al espíritu, un hijo del interés que va a la idea. Se apoya en la propiedad para lograr personalidad, y sin aquélla no puede llegar a adquirir ésta.
La propiedad empieza por ser parte de nuestra persona. El hombre que no poseyera nada, un instrumento útil o cualquiera, aunque sólo fuese un palo, ni se poseería a sí mismo, es decir, no sería hombre. La palanca, el hacha, el azadón, la paleta, son una prolongación de la mano, una parte de la persona.
[...]
Tal es el concepto real de la personalidad, y del que ni podemos ni debemos prescindir. En él toma la personalidad origen. Y el sentido de continuidad, es decir, el sentido conservador, hace que ese concepto realístico de la personalidad humana persista. Pero si en él toma la personalidad origen es para elevarse sobre él. El triunfo supremo del hombre sería sobreponerse a la tierra y a la propiedad, dominarla ("La humanidad y los vivos", ensayo incluido en De esto y de aquello, tomo I, pp. 291-2).

"El hombre que no poseyera nada --dice don Miguel--, aunque sólo fuese un palo, ni se poseería a sí mismo, es decir, no sería hombre". Aquí hay un error, según me parece. No sería hombre si no utilizara ningún instrumento o herramienta, pero utilizar no es lo mismo que poseer. Yo puedo utilizar cosas, valerme de ellas, y sin embargo no poseerlas. Uso el azadón, pero no lo considero mío, y si alguien me lo pide, o me lo arrebata, lo entrego con gusto. Y después está lo otro, lo de que "el triunfo supremo del hombre sería sobreponerse a la propiedad y dominarla". Sobreponerse y dominarla no: sobreponerse y eliminarla. Sin propiedad no se puede llegar a la espiritualidad; eso es algo que me parece obvio. Salvo alguna que otra excepción muy puntual, aquel que se ha elevado a las cimas de la espiritualidad más excelsa se ha valido de la propiedad para el escalamiento[1]. Pero cuidado, porque una vez en la cima la escalera molesta, y más nos conviene deshacernos de ella que cargarla al hombro. ¿Para qué dominarla, si es sólo un medio de transporte? ¡Quemarla, quemarla o regalársela a quien nos mira desde abajo! He ahí la función de la propiedad: un medio, imprescindible si se quiere, para cumplir nuestras más profundas aspiraciones, y un lastre pesadísimo, una impedimenta estorbosa como pocas, a la hora de caminar en las alturas.



[1] En este sentido, la tesis fundamental del marxismo, esa que afirma que lo económico engendra lo espiritual, es correcta: si queremos que todo el pueblo se espiritualice, lo primero que hay que hacer es mejorar su nivel económico. El tema pasa por cómo hacer para mejorar el nivel económico del pueblo empleando medios éticamente deseables, medios virtuosos. Y en esto el marxismo yerra.

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