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domingo, 26 de abril de 2015

El amor al bien

Dos aclaraciones respecto de lo dicho ayer.
Para que aparezca el amor metafísico en un ser humano y, merced a él, pueda este ser amar a otra persona o supuesta persona, es necesario también, además de amar a Dios por sobre todas las cosas, es necesario que el ser al que "apuntamos" con nuestro amor metafísico posea ya un determinado grupo de valores que sean compatibles con nuestra constitución y temperamento. Sólo la persona temperamentalmente equilibrada en sumo grado puede "amar a cualquiera", porque su temperamento, perfectamente triangulado, se compatibiliza con cualquier otro, por desequilibrado que esté. No estoy diciendo aquí que el amante observe primero este tipo de cualidades en determinada persona y esta percepción sea la que motive su amor: este sería el caso del amor espiritual o del amor corporal, pero nunca del amor metafísico; lo que digo es que si el ser al que se "apunta" no es en absoluto compatible, temperamentalmente hablando, con el amante, el amor metafísico no puede darse, por más deseos conscientes que el amante tuviere de que tal amor aparezca. No es cosa de decir "¡quiero amar metafísicamente a ese hombre o a esa mujer!" y luego sentarse a esperar; para el ser imperfecto --el ser temperamentalmente desequilibrado--, el amor metafísico no es fácil de encontrar[1].
Y después está el tema de los tres grandes amores que no apuntan a nada personal o supuestamente personal: el amor al bien, el amor a la verdad y el amor a la belleza. Tratar a Dios, a las ratas o a las piedras como si fuesen entes personales no sé si es correcto en sentido gnoseológico, pero no es ilógico en absoluto; sí es ilógico, en cambio, pensar esto del bien, de la verdad o de la belleza, porque aquí estamos tratando de valores y no de bienes como en los casos anteriores. El Dios al que me dirijo con mi oración no es un valor, sino un portador de valores, es decir, un bien. Si tomo a Dios pura y exclusivamente como un valor, entonces ya no puedo hablarle ni amarlo. El bien (o la cualidad de la bondad) no es un bien, sino un valor, un ente impersonal, y los entes impersonales no pueden ser amados en sentido estricto; lo mismo para la verdad y la belleza. Lo que hay aquí, pues, no es amor, sino pasión. La pasión por la verdad nos lleva a conocer, y si para conocer utilizamos la virtud de la inteligencia trascendente, accediendo así a trascendentes verdades, estamos ejecutando una acción de las más virtuosas que se conocen, pero no estamos amando. La pasión por la belleza nos mueve a crear arte --a través de la virtud del esteticismo centrífugo-- o a contemplarlo. El primer caso es virtuoso absolutamente, el segundo lo es en modo relativo; pero en ninguno de los dos casos estamos amando nada, es sólo pasión y nada más --¡y nada menos!-- que pasión.
El caso del "amor al bien" es el más interesante. ¿Qué queremos significar cuando decimos que amamos el bien? Cuando decimos que amamos la verdad, o que sentimos pasión por la verdad, lo que damos a entender es que buscamos la verdad en bienes (en un libro, en la naturaleza, en nuestra mente) y que a través de esos bienes nos la incorporamos. Y lo mismo para la belleza: la buscamos en un cuadro, en un paisaje, en un poema; nos apropiamos de la belleza a través de "cosas" bellas. Si nos atenemos a este modo de discurrir, el bien debería incorporársenos fundamentalmente a través de la contemplación de bienes que posean en sí valores éticos, es decir, a través de la contemplación de personas buenas. ¿Es cierto esto? Creo que sí, pero no en el sentido de que al contemplar a las buenas personas nos hagamos de hecho más buenos, sino en el sentido de que la mejor manera de aprender lo que es el bien es percibirlo a través de las acciones del hombre bueno. Una cosa es conocer lo que es bueno y otra es ser bueno. Y sin embargo, conocer discursivamente lo que es la bondad puede, eventualmente, llevarnos a mejorar nuestro carácter (ver anotaciones del 6/8/7), lo que me mueve a pensar que tal relación de causalidad podría continuar en los otros dos grupos; entonces el conocimiento de determinadas verdades trascendentes sería una de las llaves que nos abriría la puerta del valor veracidad, y la percepción de la belleza nos convertiría, eventualmente, en artistas y poetas.
Lo fundamental sería entonces definir la pasión por el bien del siguiente modo: es aquello que nos impulsa a contemplar acciones buenas, no tanto a ejecutarlas. Pero contemplándolas muy a menudo, "corremos el riesgo" de contagiarnos y empezar a ejecutar nosotros mismos estas acciones. Es decir, la pasión por el bien puede llevarnos a experimentar en carne propia la bondad, que es muy superior, como valor, a la pasión por el bien, lo mismo que el valor veracidad es superior a la pasión por la verdad y el esteticismo centrífugo a la pasión por la belleza.
¿Y qué es el amor metafísico? Es el sentimiento que las personas buenas experimentan cuando "apuntan" con su bondad a otra persona. Y difiere de la pasión por el bien en que ésta se detiene únicamente en la contemplación de los buenos, mientras que el amor metafísico prefiere, cuanto más puro es, recalar en la contemplación de los impuros, de los malvados, de los enfermos, de los deformes, de los trastornados... porque sólo así, contemplándolos y amándolos, podrán estos sujetos deshacerse de sus disvalores. Sólo el amor salva[2].



[1] Scheler lo explica del siguiente modo: “El sistema de impulsos [lo que yo llamaría la inclinación temperamental] es decisivo, 1) para la forma real de suscitarse el acto de amor, 2) para la elección y orden de la elección de los valores, pero no para el acto de amor y su contenido (cualidades de valor), ni para la altura del valor y su puesto en el orden jerárquico de los valores. Dicho con una imagen: los movimientos impulsivos son, por decirlo así, las antorchas que arrojan su resplandor sobre los contenidos de valor objetivamente existentes que pueden resultar determinantes de los objetos del amor. Por eso la relación que en principio tiene el "amor" con el "impulso" no es en general una relación de producción positiva, como si el impulso produjera amor o éste "saliese de aquél", sino una relación de limitación y de selección; [...] no es una relación causal, sino una relación de relatividad de la existencia: seres vivos empíricos reales de una determinada constitución sólo son capaces de amar lo que es al mismo tiempo relativamente a su particular sistema de impulsos llamativo e importante para ellos" (ibíd., secc. B, cap. VI, 1).
[2] Esto es fundamentalmente --aunque no exclusivamente-- verdadero en el caso de los disvalores éticos. "La existencia de un malo --dice Scheler-- está siempre fundada [...] en la culpable falta de amor de todos al portador del mal. Pues como el amor determina un amor recíproco en cuanto es visto [...], toda existencia de un malo está necesariamente condicionada también por la falta del amor recíproco, pero ésta lo está por una falta de amor primitivo" (Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. II).

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