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sábado, 25 de abril de 2015

El amor metafísico

¿Es posible amar al modo de Jesús y al modo de Francisco, amar con el alma, no tan sólo con el cuerpo ni tan sólo con el espíritu? Por supuesto que es posible; Jesús y Francisco lo han demostrado.
Existen tres tipos de amores: el amor corporal, el amor espiritual y el amor metafísico. El amor corporal es aquel que se da en un individuo que percibe en otro individuo determinados valores estéticos y vitales que le son afines. Es éste el llamado "amor pasión", que no es otra cosa que amor concupiscible. Y cuando el amante carga en sus espaldas el peso del disvalor lujuria en un grado superlativo, ya ni siquiera es necesario que estos valores estéticos y vitales existan verdaderamente, ni en el individuo depositario de ellos --los que en este caso serían llamados valores objetivos-- ni en la imaginación del individuo que lo contempla --falsa estimación, valor subjetivo--.
El amor espiritual aparece cuando el amante percibe en el amado determinados valores intelectuales, culturales y éticos que le son afines (sea que los perciba objetivamente --que existan verdaderamente en el amado-- o subjetivamente --que los suponga por algún motivo sin existir en realidad o magnifique los que existen débilmente--). El amor espiritual puede o no estar acompañado de amor corporal: se puede amar el espíritu de un ser sin necesidad de considerarlo bello o saludable.
Pero el término "amor" no adquiere su real y completa significación sino cuando hablamos de amor metafísico, que es el que aparece cuando nos es dado percibir el valor de una persona en tanto que persona. No son los valores vitales, ni los estéticos, ni los intelectuales, ni los culturales ni los éticos que una persona posea los que nos posibilitan experimentar amor metafísico hacia ella. Todos estos son valores cualitativos, y lo que aquí se percibe no es una cualidad o una virtud del ser sino el ser completo en su más íntima esencia: su valor ontológico como persona. Scheler llama "amor moral" a este tipo de conexión suprema:

El amor al valor de la persona, es decir, a la persona en cuanto realidad a través del valor de la persona, es el amor moral en sentido estricto. [...] el amor moralmente valioso es aquel que no fija sus ojos amorosos en la persona porque ésta tenga tales o cuales cualidades y ejercite tales o cuales actividades, porque tenga estas o aquellas "dotes", sea "bella", tenga virtudes, sino aquel amor que hace entrar estas cualidades, actividades, dotes, en su objeto, porque pertenecen a esta persona individual. El solo es también amor "absoluto", por lo mismo que no es dependiente del posible cambio de estas cualidades y actividades (Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. III).

No es que amamos a una persona porque percibimos en ella determinadas virtudes o cualidades: la amamos por su condición de persona, y luego, merced a este amor, nos es dado percibir en todo su contenido sus cualidades más nobles y espirituales.
El amor más puro que existe sobre la tierra, pues, se dirige sólo hacia personas o hacia seres considerados como personas. Hago esta salvedad porque de otro modo no se podría incluir dentro del amor metafísico a lo que San Francisco sentía por el sol, por la luna, por el viento, por el agua, por los animales y por la creación toda. Francisco le cantaba al Sol y le daba sermones a los pájaros, y sólo puede cantársele y sermonear amorosamente a quienes suponemos podrán escucharnos y entendernos: a las personas. Todo estaba vivo para Francisco, y todo destilaba personalidad. He ahí el secreto del amor multiexpansivo: ver personas en donde la mayoría ve cualidades, y tratar a los animales, a las plantas y a las "cosas" como si también fueran entes personales.
Sólo nos es dado amar a quienes consideramos personas, y amarlas individualmente, no en masa ni conformando un ente generalizante como podría ser "la humanidad". Cuanto más se ensancha nuestro horizonte amatorio, en el sentido de apuntar no a individuos en particular sino a grupos de individuos en general, más se tiende a amar las cualidades percibidas en estos grupos y no a las personas que los conforman, es decir, se tiende a descender del amor metafísico hacia el amor espiritual. Y dentro de la espiritualidad, los valores que tienden a percibirse en el grupo van descendiendo de jerarquía conforme se va despersonalizando, es decir, ensanchando, este grupo destinatario de nuestros amores. Amar mucho y a muchos, sí, pero a cada uno por separado[1].
Finalmente, una consideración que se cae de madura: Si pretendemos verdaderamente amar a Dios, no como portador de de una bondad infinita, o de una infinita sapiencia, o de una voluntad todopoderosa; si pretendemos amarlo no con el espíritu, sino con el alma, es preciso que lo consideremos como un ser personal. Dejemos a la intuición gnoseológica la tarea de averiguar si es Dios una persona o alguna otra cosa; para nosotros, en tanto seres amantes y deseosos de amor, y no en tanto pensadores, Dios debe aparecérsenos ante nuestra conciencia como cualquier hijo de vecino. Hasta tanto no podamos contemplarlo así, no podremos amarlo. Y si no podemos amarlo a Él, muy difícil, prácticamente imposible, se nos hará la tarea de amar metafísicamente a nuestros semejantes.



[1] Cf. ibíd., secc. B, cap. VI, 2.

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